Noto cansancio general en la gente de mi entorno, tanto en los ambientes literarios como en otros oficios. Es normal. Junio es un mes que agota. Un mes de transición, el último peldaño hacia el verano y el final de temporada, cuando nos obstinamos en mirar el calendario, deseando que los días pasen con menos lentitud y lleguemos cuanto antes a los descansos, las vacaciones, las salidas por ahí, las noches apacibles tomando Coca-Cola en una terraza. Cuando éramos estudiantes no veíamos el momento de terminar el curso. Los exámenes finales, la presión durante el estudio, los planes para julio, la previsión de ingreso en las academias para recibir clases particulares, las golondrinas volando libres en el patio del colegio o del instituto que a nosotros nos parecía cárcel. Todo aquello se nos subía a los hombros y el peso se hacía intolerable. Pasan los años y luego la gente descubre que es peor: ya no hay exámenes, pero deben afrontarse gastos, hipotecas, puñaladas en el trabajo, hijos, horas extras que nadie remunera… En fin, ya te sabes el cuento.
Unos días atrás escribíamos aquí sobre la necesidad de aguantar, porque empezaba a hacer buen tiempo y el verano estaba a un paso. Escribí el artículo con uno o dos días de antelación. Por supuesto, para afearme la columna, el día en que se publicó cayeron chuzos de punta. Lluvia, frío, viento. Al menos en Madrid, no sé en Zamora. Una de estas mañanas el clima nos volvió locos. El sol anunciaba un día espléndido. Se notaba calor. Un rato más tarde se nubló. Tuve que salir a hacer unos recados y, como desde la ventana creí que hacía fresco, me puse la chaqueta. Unos minutos después cambió el tiempo. Volvió a hacer calor y, a medio recado, ya estaba hecho una sopa por el bochorno. De regreso a casa iba a quitarme la chupa, pero entonces las nubes empezaron a mearse y me mojé en los últimos tramos. Creo que es por esos cambios por los que tantas personas pillan resfriados en junio. Si sales abrigado, hará calor. Si sales “a cuerpo” (como dice mi madre), hará frío. En ambos casos, es posible que llueva. Volviendo al principio, estos días, cuando contacto con algunos amigos y conocidos, casi todos me cuentan que están cansados. Para otra gente, en cambio, el inicio del verano significa el principio del trabajo. Me refiero a quienes, al entrar en julio o incluso ya en junio, tienen que dedicarse a diversos oficios: camareros en garitos de playa, monitores de campamento, socorristas, personal que empieza trabajos temporales en ciudades del extranjero… No lo tienen fácil.
Al cansancio suele sumarse, al menos en mi caso y creo que en el de mucha gente, la nula posibilidad de cambiar de aires. Desde Semana Santa sólo he hecho un viaje: un día en León. Entre visitas, eventos, compromisos y demás no he podido viajar a mi tierra desde entonces. Escaparse de la ciudad en la que vives aunque sea por un par de días es el remedio más relajante que hay para la cabeza. No sé si reconoceré Zamora cuando, en breve, pueda acercarme por allí. Y no lo digo en broma. Es una ciudad que muta más deprisa de lo que creemos, aunque para quienes viven allí no lo parezca. Se inauguran muchos negocios que quiebran a las pocas semanas. Pero vuelven a abrir otros nuevos. Cada poco tiempo hay obras en el pavimento, edificios que derriban, proyectos de remodelación urbana, cambios en el orden circulatorio y cosas así. Supongo que estas cuestiones se notan más desde fuera. Es como cuando, en la infancia, los parientes lejanos señalaban lo mucho que habíamos crecido durante el invierno: en casa nadie lo notaba.