Me vienen a la memoria, ya en Madrid, los días pasados en Zamora, durante la Navidad. Vienen a mí como un soplo de aire fresco, como un delicioso brebaje que apunta aún su regusto en el paladar del recuerdo. Debo decir que, en poco más de una semana, intenté apurar todos los cálices que allí se ofrecen (la gastronomía, la amistad, la familia, los gatos, las costumbres, los paisajes, las fiestas, los bares, las calles, los cielos helados y el clima duro y afilado). Pero faltó tiempo. Siempre nos falta tiempo, amigo. Tiempo para visitar a antiguos compañeros de trabajo, para tomar esos cafés que solemos aplazar una y otra vez, para cenar en alguna bodega de El Perdigón, para meternos en otros garitos cuyas paredes, puede que ahora sin humo, o puede que no, echábamos en falta.
El frío, ya lo dije, se le metía a uno dentro hasta helarle el alma. Un martes, creo, los habitantes y turistas de la ciudad se encontraron con un muestrario variado de fenómenos atmosféricos: un poco de niebla, una helada, mucha lluvia y algo de nieve. Lo justo para desear refugiarte en casa o en los bares. No hubo tiempo para todo lo que uno se había propuesto, pero, al menos, sí para tapear: patatas bravas, y pinchos morunos, y perdices con salsa, y vinos de la tierra en la zona de Los Lobos, y cuadrados, montados, cachuelas en el Bayadoliz, y chorizo a la brasa en El Mesón del Chorizo, y tomar cada tarde cañas con limón en el Avalon, y echar un trago en el Popanrol, en El Moli, en el Semura, en el Molly Mallone’s, en La Cueva, en el Universal, en El León Dorado, en el Vía Baguta, en el Pub 43, y en otros cuantos garitos que conforman la identidad y la memoria zamorana de uno. Me gusta divertirme y, si ese es mi delito, lo acepto entonces: soy culpable. Porque transitar (y fatigarse) por las tascas, los cafés, las tabernas, los pubs, facilita el reencuentro, no sólo con los amigos y conocidos: también con la memoria. Dicen que la patria de uno es la infancia, pero la auténtica patria son los lugares de los que uno se marchó. Algunas de las personas que viven fuera de la ciudad, rozando la madrugada, me contaron que echaban de menos la tierra. La tierra, sin embargo, se aprecia mejor dándole unos bocados de vez en cuando, para huir de la sobredosis y el hastío.
También participé en otros eventos: en la extraordinaria fiesta que hacemos unos cuantos en Nochevieja, de la que nadie sale jamás descontento o aburrido; en las uvas del día treinta en la Plaza Mayor, mientras la gente observa y se asombra, pero es tradición que también se da en otros lugares; en las cenas familiares y en los brindis vespertinos de Nochebuena. Mi gato, en esta ocasión, no me propinó los dos o tres zarpazos que suele darme, como castigo: tal vez perdonándome, o aceptando el regreso. En Zamora volví a la vida un poco desordenada que allí llevo cuando son fiestas: salir por la tarde a tomar café, darse unos paseos por la zona vieja, cenar o merendar en los bares de tapas, volver a casa de madrugada o al alba. En definitiva: sorber la vida y la noche como si fuese un pecado y un placer. También regresé al río, culebra de plata y tiniebla en la noche, espejo con nieblas en la madrugada, cuchillo evocador en la mañana, espuma marrón y revuelta en la tarde. Para conocer y apreciar los colores y las pinturas que el Duero y el cielo van conformando hay que asomarse a él en la noche y en la madrugada, en la mañana y en la tarde. Que uno no se canse de ver el río es bueno. Y necesario.