Este periódico revelaba ayer que el fin de semana ha estado marcado, en Zamora, por numerosos actos de vandalismo. Robos en el interior de los coches, en varios garajes. Espejos retrovisores arrancados. Ruedas pinchadas con navaja. No es la primera vez que ocurre. En otras ocasiones, además, la noticia es parecida: cuando se descubren, al alba, las papeleras rotas o incendiadas, los contenedores volcados, los bancos partidos, las cabinas de teléfonos con el cable colgando y sin teléfono al otro extremo, los árboles pequeños tronchados, las paredes llenas de pintadas, los parques atiborrados de litronas, de bolsas y de botellas de plástico. Un titular de El País del domingo exponía que “Las ciudades se hartan de gamberrismo”. En el cuerpo de la noticia informaban de que provincias como Sevilla y Valladolid han tomado medidas legales para luchar contra este problema, que deja devastadas las calles y acarrea gastos a los ayuntamientos y a los particulares. También en Barcelona se prepara una serie de sanciones. El personal empieza destrozando una papelera y puede acabar incendiando un coche.
Los llaman gamberros. Pero sus acciones, en muchos casos, van más allá del gamberrismo. Lo suyo es una especie de atentados contra el patrimonio (pintadas), contra el ciudadano (robos en coches y estropicio de los mismos), contra los ayuntamientos (papeleras, bancos, farolas, contenedores quemados o rotos), contra el medio ambiente (todas las basuras que dejan en los parques públicos). Resulta difícil saber las causas por las que un chaval sale de casa a destrozar la ciudad y los coches de los demás. Es una manera de divertirse un poco cafre y un poco estúpida. Con las medidas que algunas ciudades han adoptado, o adoptarán, se pretende que el responsable pague los desperfectos, y que el problema de responsabilidad se extienda a los padres, en el caso de que los hijos sean menores. Como siempre, por culpa de cuatro descerebrados pagan el pato los demás. ¿Cómo lo pagan? Está claro: es evidente que los protagonistas de los actos vandálicos son jóvenes, y que la sociedad, a causa de esos pocos salvajes, piensa que toda la juventud está perdida, que los chavales de hoy no saben comportarse. Aquí no hay duda de que se trata de muchachos: no imaginamos a un señor con toda la barba incendiando una papelera o agachándose entre una fila de coches para rajar las ruedas con una navaja.
Se acusa, a veces con razón, a veces sin ella, a la costumbre de hacer botellones. A que los chavales, una vez mamados, se dedican a arrasar cuanto encuentran. Repetiremos que no todos los botellones son iguales, ni todos los participantes igual de cafres o cabezas huecas. Es posible que parte de la culpa la tengan los padres. Pongamos un ejemplo, del que se hace poco eco la sociedad: vayan un domingo al campo y observen el entorno. Por aquí y por allá hay, desperdigadas, latas de conserva con óxido, bolas de papel de aluminio, envases y bolsas de plástico, botes de cerveza y de refresco. Y esto es cosa de las familias. Uno los ve: padre, madre, hijos, y la abuela. A su paso dejan los bosques hechos un asco, con desperdicios y basuras. Si no tratamos bien al campo, si no sabemos cuidar la naturaleza, ¿cómo vamos a ser capaces de cuidar un entorno urbano? Si algunos padres se quedan tan anchos cuando arrojan basuras sobre la hierba, o son permisivos si lo hacen sus hijos, no debería extrañarnos que esos mismos hijos tiren botellas y envoltorios en los parques, vuelquen los contenedores y prendan fuego a las papeleras. Falta civismo y educación.