Aquí.
La novela también está disponible en otros puntos como
Fnac Callao o Bajo el Volcán, que no aparecen en Todos Tus Libros.
"En lo que me concierne, no soy un escritor, soy alguien que escribe…" (Thomas Bernhard)
Estoy solo en el garaje con un montón de libros. No hay un solo lugar en las baldas. No me queda otra opción que apilarlos. En realidad, se supone que vivo en el apartamento de arriba, pero la mayor parte de mi tiempo estoy aquí abajo en lo que llamo, sin tanta ironía, mi oficina. Nuestros exvecinos solían grabar pornografía amateur en este espacio. Cuando se mudaron, dejaron unos focos tan potentes que si llegara a olvidarlos encendidos de noche, la casa se prendería fuego. Yo me siento aquí, bañado por la luz, a mirar estas pilas de libros que me van a sepultar vivo cuando llegue el gran terremoto que tanto anuncian y pienso: terremoto o no, voy a estar muerto antes de que pueda leer un cuarto de los libros guardados aquí abajo. De esto no hay dudas. Quizá si lo digo en voz alta podré creerlo. Voy a estar muerto antes de que pueda leer una cuarta parte de los libros guardados aquí abajo. Eso deja al menos a tres cuartas partes de los libros sin leer. Me suena lógico medir la vida en libros que uno no ha leído. Todas esas experiencias que no tendremos, los lugares a los que no iremos, las personas que nunca vamos a conocer. Sin embargo, por si acaso, le he pedido a mi familia que me entierre con una buena biblioteca.
[Chai Editora. Traducción de Damián Tullio]
Mi novela Los violentos. Una historia de Lavapiés (Bunker Books) ya está disponible en papel y en ebook: aquí. Y el prólogo de Mario Crespo y las primeras páginas, en este enlace.
Hay cosas que se pierden en el pasado, donde terminamos todos, la mayoría de nosotros olvidados.
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El lenguaje también era un cuchillo. Podía cortar el mundo en dos mitades y revelar su significado, su funcionamiento interno, sus secretos, sus verdades. Podía cortarlo para pasar de una realidad a otra. Podía destapar tonterías, abrir los ojos a la gente, crear belleza. El lenguaje era mi cuchillo. Si a mí me hubieran pillado inesperadamente en una pelea con armas blancas, puede que este hubiese sido el cuchillo que podría haber usado para defenderme y atacar. Podría ser la herramienta que utilizaría para rehacer y recuperar mi mundo, para reconstruir el marco en el que mi imagen del mundo volvería a estar colgada de la pared, para así hacerme cargo de lo que me había pasado, hacerlo mío.
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Recordé que en su momento me pareció que la fetua podía acabar conmigo, en cuanto escritor, de dos maneras diferentes: si empezaba a escribir libros “atemorizados”, o si empezaba a escribir libros “vengativos”. Ambas opciones destruirían mi independencia y mi individualidad y me convertirían en un títere. Yo ya no sería yo, sino la víctima de la fetua. Así pues, el único camino, la única manera de sobrevivir como artista, era entender el sendero literario en el que yo estaba, aceptar el viaje que yo había elegido y continuar por ese camino. Eso supuso un gran esfuerzo de voluntad. Y ahora me hacían otra vez la misma pregunta. ¿Quién era yo? ¿Y podía seguir siendo el de antes?
[Random House. Traducción de Luis Murillo Fort]
Una de las alegrías de este año es que en Sajalín hayan recuperado a David Goodis, que suele ser carne de librería de saldo. Esta novela es formidable por su retrato de los barrios bajos y el modo en que sus habitantes están atrapados en un territorio del que no pueden salir, lo que crea un clima de asfixia y fatalidad. Aquí nos cuenta la historia de un William Kerrigan, estibador dividido entre el pasado (su hermana muerta), el presente (su actual novia) y el futuro (su futura mujer). Un estilo seco, sobrio, muy americano.
Dos fragmentos (y las primeras páginas: aquí):
Kerrigan levantó el vaso.
-Buena suerte, Johnny.
-Eso no existe –dijo el hombre–. Es toda mala. –Sonrió mirando el vaso de whisky y le dio un buen lingotazo. Le costó tragarlo, soltó un improperio mientras tosía e intentaba no asfixiarse. Puso fin al ataque de tos con otro lingotazo. Mientras tragaba, cerró los ojos. Luego volvió a sonreír.
-¿Tú también te sientes solo? –preguntó.
-A veces –contestó Kerrigan.
-Yo siempre me siento solo. –Dejó de sonreír y se quedó mirando fijamente el whisky que le quedaba–. He estado en todas partes, he hecho de todo y he conocido a todo el mundo. Y ahora me siento solo.
-A lo mejor necesitas una mujer –aventuró Kerrigan.
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Para Kerrigan, la constatación de aquella realidad fue como un mazazo que lo devolvió a la tierra, donde se llamaba al pan, pan y al vino, vino. Se miró el cuero roto de los zapatos de trabajo y los callos de las manos y pensó: “Más te vale espabilar y poner los pies en la tierra”.
[Sajalín Editores. Traducción de Diego de los Santos]