Aquí va otra historia real. David Gilmour, escritor, presentador de televisión y antiguo crítico de cine, se encontró un día con que su hijo adolescente regresaba de la escuela con notas cada vez más llenas de suspensos. Hacía novillos y no estaba interesado en nada, salvo en las chicas y en fumar cigarros. Ponía excusas para no hacer los deberes y tampoco quería trabajar. Su padre creyó que lo primordial era tratar de comunicarse con él. Que el muchacho se abriera, que mantuvieran juntos una relación no sólo de padre e hijo, sino también de amistad. Gilmour se inventó un trato: eximía al muchacho de ir a clase, de madrugar o incluso de trabajar; a cambio, el chaval debía apartarse de las drogas y ver con su padre tres películas a la semana. Al principio el trato parece banal. Como si el castigo fuese la diversión. Pero el objetivo de Gilmour, gran cinéfilo, era otro: que su hijo aprendiera tres o cuatro cosas de la vida, y hablaran uno con otro, partiendo de las películas.
El escritor lo cuenta en un libro de reciente publicación en España: “Cineclub”. El resultado de las malas notas desembocó en la obligatoriedad de ver tres películas a la semana. El padre le obligó a ver cine y así hicieron algo juntos. Leí el libro y me recordó en parte a mi propia vida, sólo que al revés: en la adolescencia, el resultado de mis malas notas desembocó en la prohibición de ver películas. Puede que al chaval de David Gilmour le pareciera un castigo porque no parecía estar interesado en el cine, aunque a mí eso se me antoja una bendición. Pero los padres dan a sus hijos, en correspondencia a sus malas notas, justo lo que no quieren o aquello que creen que no quieren. Si no te interesa el cine, te obligaremos a ver películas. Si te interesa, te prohibiremos ver películas. En mi caso, el castigo no funcionó: cuando te niegas a estudiar, sólo la tortura podría convencerte de hincar los codos, y a veces ni eso porque de adolescentes somos obstinados y rebeldes, casi diría que cabezotas. ¿Funcionó el método de Gilmour? Sí. Quizá no al cien por cien. Pero sí funcionó. Primero, porque el hijo aprende a ver y a estudiar el cine: aprende datos sobre los géneros, los directores, el subtexto de las películas, algo sobre la historia e incluso sobre los diversos movimientos cinematográficos (caso de la “nouvelle vague”). Segundo, porque a raíz de muchas de esas películas el chico aprende cultura e historia: no solo ven los filmes, sino que el padre le insta a comentarlos con él, y desde ahí nacen la inquietud, la curiosidad, las preguntas al padre sobre la caza de brujas, los estudios, las drogas, algunos escritores célebres, los campos de exterminio… Tercero, porque eso deriva poco a poco en un tono confesional, en una confianza mediante la que el hijo puede hablar sin tapujos con su padre acerca de las chicas que le gustan, los objetivos que tiene (o no) en la vida y otros aspectos cotidianos. Aprendizaje, amistad, conocimiento, confesión.
Finalmente, el cine es la excusa de Gilmour para acceder al interior de su hijo. ¡Pero qué gran excusa! No siempre el muchacho le obedece a rajatabla y a menudo se muestra esquivo o incumple alguna de las normas del pacto. Pero hay un progreso. Y, con el tiempo, en sus vidas entran dos sorpresas: el muchacho se interesa por la música, forma parte de una banda; y quiere volver a estudiar. En cuanto al libro en su conjunto, y aunque ahora escribo del sedimento (la relación entre padre e hijo), me hubiera gustado que hablaran menos de los problemas del chaval y más de las películas. Porque Gilmour hace análisis muy certeros sobre algunos filmes que me impactaron. Y dan ganas de ir al videoclub. De ver otra vez ciertos clásicos.