viernes, octubre 26, 2007

Relatos de Kolimá. Volumen I, de Varlam Shalámov

Este libro, primer volumen de seis, traducido por Ricardo San Vicente y revisado por Julio Hurtado, es asombroso y desgarrador. Desgarrador porque nos habla de las penurias de los hombres en un infierno blanco. Asombroso porque está narrado con una prosa sobria y precisa.
Varlam Shalámov estuvo diez años en un campo de trabajos forzados, en Kolimá, una región de Siberia. Le acusaron de difundir propaganda antisoviética. Allí, los escupitajos, literalmente, se congelaban en el aire. Todo cuanto nos cuenta el autor nos estremece. Hombres que trabajan dieciséis horas al día, con temperaturas en torno a los cincuenta grados bajo cero. Nieve y niebla. Piojos en las ropas. Tifus y escorbuto. Desnutrición y agotamiento. Llagas en las manos. Cuatro horas por noche para dormir. Hombres que no pesan más de cincuenta kilos. Un rancho compuesto de una sopa aguada y unas pocas gachas. Presos que se automutilan. Que se suicidan o lo intentan, sin lograrlo. Palizas de los guardias. Robos de los propios reclusos, que se roban unos a otros la comida y los abrigos. Dedos tiesos por la congelación. El pan duro visto como si fuese un pastel. Hambre y frío. Siempre el hambre y siempre el frío dominando sus vidas.
El método que utiliza Shalámov es el de los relatos breves. A veces él mismo es el protagonista; en otras ocasiones, es un alter ego, o lo son otros hombres. Los relatos, secos, duros, despojados de rodeos y florituras, pueden incluso leerse al azar. Un libro que corta la respiración. Un libro que debes leer ya. De muestra, unos fragmentos:
  • Una verdadera amistad surge sólo cuando sus sólidos lazos se han fraguado antes de que las condiciones de la vida no hayan alcanzado el límite extremo, pues entonces en el hombre ya no queda nada de humano y sólo reina la desconfianza, el odio y la mentira.
  • Habíamos aprendido a resignarnos y perdido toda capacidad de asombro. Carecíamos de orgullo, de amor propio, y tanto los celos como la pasión se nos antojaban conceptos marcianos y, en cualquier caso, insignificantes. Era mucho más importante sabérselas arreglar uno, en invierno, aterido de frío, para abrocharse los pantalones: hombres adultos lloraban a veces al no conseguirlo. Comprendíamos que la muerte no era peor, ni mucho menos, que la vida y no nos daban miedo ni la una ni la otra. Nos dominaba una enorme apatía.
  • El comisionado me examina. Mi chaquetón hecho jirones, la chaqueta mugrienta y sin botones, que deja al descubierto un cuerpo sucio marcado por las llagas de las picaduras de los piojos; las tiras de trapo que me cubren los dedos de las manos, el calzado de esparto en los pies, esparto a sesenta grados bajo cero, los ojos inflamados del hambre, los huesos que asoman por todas partes…

[Nota: David González me descubrió a este autor. Para agradecérselo, este post está dedicado a él]