viernes, junio 30, 2006

Limpieza y neones (La Opinión)

El viajero, el visitante y el turista que pasan por Zamora coinciden, luego, cuando les preguntan en el periódico o ellos mismos lo escriben en sus cuadernos de bitácora digitales, en que se trata de una ciudad bella, limpia y tranquila. No todos encajan los mismos adjetivos, pero sí se ponen de acuerdo en esas tres virtudes: la belleza de sus calles, monumentos y paisajes; la limpieza y el orden de sus recovecos y de sus suelos; la tranquilidad y el sosiego, que confluyen en una apacible sensación de bienestar. Hoy quisiera centrarme en esa idea de la limpieza, no porque lo digan los viajeros y los turistas cuando ya se marchan, de regreso a sus lugares de origen, sino porque uno sólo advierte estos síntomas (que la ciudad está, sí, limpia) cuando lleva una temporada viviendo fuera de su tierra.
Aunque en algunas zonas resulta difícil toparse con papeleras (hagan la prueba), en conjunto se trata de una ciudad limpia, y se puede pasear por ella sin que los pies tropiecen de continuo con esa hojarasca urbana de periódicos gratuitos y abandonados, con miles de folletos publicitarios y carteles que alguien ha arrancado de los muros, con montones de excrementos caninos, con colchones que hieden y muebles desportillados que parecen los restos de un naufragio de secano, con cachivaches que la gente abandona junto a las farolas y a los árboles, sin preocuparse de introducirlos en los contenedores o de guardarlos en bolsas, con un aquelarre de botellas rotas y vomitonas, con envoltorios y plásticos que empuja el viento, con zapatos agujereados que algún tipo dejó en su camino al infierno. Lo crean o no, estas son las huellas sucias que uno va encontrando por Madrid, cuando camina por ahí, por el laberinto de sus calles. Y ni siquiera estoy hablando de los barrios de la periferia, de los márgenes de la urbe donde duerme la mayoría de los proscritos y se levantan con esfuerzo las chabolas. Me refiero al centro. Un tío (o una tía) va andando, con un perrazo gigante sujeto a la correa, y cruza de una acera a otra, y su mascota se detiene, defeca, planta un cagajón de elefante, el dueño lo observa y se va sin recogerlo. Antaño esto nos parecía normal en las ciudades. Hoy, ese hábito ha cambiado y en las ciudades pequeñas nos hemos acostumbrado a recoger la mierda; por eso mismo resulta raro ir por las calles madrileñas saltándose los montoncitos de excrementos, como si uno estuviera inmerso en una carrera de obstáculos. Otros sí los limpian, pero deben ser los menos. Siempre que me topo con un camión de “Madrid limpio es capital” me echo a reír. Los imagino luchando por acabar con una suciedad que crece como un monstruo. Zamora es una ciudad limpia, donde la suciedad y el escombro procuran mantenerse a raya. Siempre hay, por supuesto, excepciones: los cabestros que vuelcan los contenedores, los desesperados que roban la mitad de la ropa de su interior y se dejan la otra mitad en el suelo, los mamelucos que estampan botellas contra las paredes, etcétera. Esto cuesta una pasta al Ayuntamiento, pero merece la pena gastarse el dinero para que la ciudad reluzca (olvidemos el granito de Santa Clara, tan proclive a ensuciarse).
Otra de las nuevas luchas de Madrid será la de aniquilar los neones que han convertido a la capital en una ciudad-anuncio. Pero aquí no sé qué pensar. El Doctor Jekyll y el Mr. Hyde que todos llevamos dentro luchan ahora en mi interior: Jekyll me dice que Madrid no debe parecerse a Las Vegas y Hyde me comenta que esos neones son ya una seña de identidad. En mi tierra natal tampoco existe esa contaminación lumínica, de modo que no hay que preocuparse.

jueves, junio 29, 2006

Libro: Danza macabra, de Stephen King


Continúa mi relación de amor-odio con Stephen King. Algunos de sus libros y cuentos me apasionan; otros, en cambio, me aburren o me parecen malos. Danza macabra es de los buenos. Lo escribió hace 25 años y en España lo traducen y publican por primera vez (no confundir con La danza de la muerte, luego rebautizada como Apocalipsis). Ya era hora...
Se trata de un ensayo exhaustivo sobre la literatura y el cine de terror, acompañado de fotografías de películas, de carteles de cine, de viejas portadas de libros y revistas fantásticas. King demuestra aquí su dominio del oficio: no sólo es capaz de entretenernos e ilustrarnos durante las seiscientas y pico páginas del libro, también se nota que es una esponja, lo ha leído y visto todo, y su memoria enciclopédica es capaz de mencionar en un mismo párrafo a Faulkner, Bradbury, Flannery O'Connor, Alfred Hitchcock presenta, El ataque de los platillos voladores, Sherwood Anderson, La noche de Halloween, Richard Matheson, Walt Disney, la Twilight Zone, el Hombre Lobo, Bram Stoker, Sola en la oscuridad, R. L. Stevenson...
Los fanáticos del género de terror y suspense no deben perdérselo, disfrutarán tanto como yo lo he hecho. Y leerlo con una libreta a mano, para apuntar los cientos de novelas, cuentos, series y películas que cita y analiza.

Ilusionismo (La Opinión)

Visto el programa de Ferias y Fiestas de San Pedro lo cierto es que no sabemos por dónde cogerlo: mus, folklore, billar romano, padel, tenis, más folklore, petanca, tiro, pesca, churros gratuitos para los jubilados, más folklore, fútbol sala, espectáculos infantiles, piragüismo, unas cuantas galas para los consumidores de éxitos de la radio y una cosa que han llamado “Vaca Prix Ciudad de Zamora” (sic). Sobre el papel parece mucho, si no nos fijamos en la letra pequeña y sólo nos atenemos al número de actos. Analizados en profundidad no sirven de mucho: salvo que seas un niño, un jubilado o un amante de los deportes. En conjunto, lo más ventajoso que podemos hacer con el programa de actos es confeccionar un cucurucho y meter dentro los churros, o los altramuces, o las pipas, o lo que gusten. Parece que no tiene ninguna culpa el concejal de Cultura. Dicen que, con el poco presupuesto que había, tuvo que arreglárselas para hacer malabarismos. Con cuatro perras ha hecho que el programa parezca abultado, salvo si uno se fija, insisto, en la letra pequeña. Hasta la iluminación festiva de las calles se me antojó tan irrisoria y sencilla que he visto más luces en los entierros. La maniobra, pues, consiste en el ilusionismo. En un truco. Consiste en querer que creamos una cosa, cuando en realidad es otra. Igual que los prestidigitadores.
Según el Diccionario de la Real Academia Española, el ilusionismo es el “Arte de producir fenómenos que parecen contradecir los hechos naturales”. Ilusionismo ha sido, también, esa maniobra de presentarnos el proyecto del puente nuevo mediante un montaje fotográfico. Una foto de algo que aún no existe. Un fenómeno que desafía un hecho natural. Un montaje con el Photoshop. También muchas lagartas que salen en bolas, en la portada del Interviú, han pasado por el maquillaje pasajero del Photoshop. En estos tiempos ya no basta con el quirófano: en las revistas de gran tirada exigen el sometimiento a este programa para retocar imágenes. Salió la foto del puente que no existe y la ciudad se puso a aplaudir. Felicitaciones y parabienes para el alcalde. Un puente de lujo, oiga. Un acierto, sí, señor. Lo mejorcito en puentes. Una ganga. Pero eso es sólo papel, sólo el arte del Photoshop y del ilusionismo. Si no me equivoco, el único que supo ver esto fue el compañero Braulio Llamero, en este diario. Citémoslo: “Faltan mil trámites, incluido el proyecto de obra. Falta el dinero. Falta todo, en realidad. No estamos, pues, ante algo en marcha”. Pura ilusión, pues. Como en esas historias de magos en las que emplean humo y espejos para engañar al ojo.
El pasado fin de semana, caminando por Zamora, se me caía el alma: la plaza de Castilla y León, de la que hemos hablado aquí en algunas ocasiones, ha sido víctima de otro truco. Un truco fácil y malo: consiste en llenarla de cosas, de cacharros: una pérgola, bancos, parques infantiles, farolas, etcétera. Todo con la única misión de hacer bulto, de hacernos creer que se lo han trabajado bien. Sólo faltó que a alguna mente lúcida se le hubiera ocurrido poner allí un paso de Semana Santa. Total, de lo que se trata es de rellenar. Llenar una plaza o un programa de fiestas para que parezcan el doble de lo que son. Lo que necesita la ciudad es calidad, no cantidad. Nuestro problema es que preferimos centrarnos en cómo fueron las fiestas del pasado en la provincia, en las muchas medallas que nos colgaron antaño, en lo que brillaban nuestras ferias hace cincuenta años, en que éramos la envidia de otras ciudades. De San Pedro sólo nos queda el recuerdo feliz de otro tiempo. Pero deberíamos mirar por el presente y por el futuro, y no recrearnos tanto en el pasado.

miércoles, junio 28, 2006

Días de furia (La Opinión)

Una librería. Mientras espero en la cola para pagar, a mi lado, a un paso, dos señoras discuten. Han llegado al mismo tiempo, ese debe de ser el problema, al mostrador de información y devoluciones de libros. Ya saben cómo son esas cosas. Insolencia, malos modos, negativa a doblegarse. Una se dirige a los dependientes del mostrador, pero refiriéndose a la otra. Y esta se dirige a la primera. Un diálogo de besugos. Perdone, oiga, pero yo estaba antes. Hay que ver, qué morro, aquí se le cuelan a una en seguida. No señora, usted se ha confundido, llegué yo antes. Mire, con usted no estoy hablando. Etcétera. Parece la cola de la pescadería, pero no, no lo es, repito que es una librería. Estas escenas son frecuentes en los mercados, en las tiendas de ultramarinos, incluso en el autobús, cuando quienes riñen saben de sobra que tienen una plaza reservada y el billete que la representa sujeto en la mano. Uno las ve y se pregunta, a veces, qué más da entrar un minuto antes que uno después. Pero la gente está estresada, están los que dicen que a ellos no se les sube nadie a la chepa y los que son capaces de matarse por sesenta segundos de su tiempo.
Tal vez yerre, pero me huelo que esto sólo es consecuencia de la vida en las ciudades. Las prisas, los agobios, los nervios, la hipocondría, la sombra de las agujas del reloj sobre nuestras cabezas y nuestras conciencias, los calores del verano y los agobios del metro, las inquietudes económicas y el malestar cotidiano, la falta de sueño, el trabajo, la desconfianza hacia el prójimo, el afán de vencer y no ser derrotado, la eterna espera en las tiendas y en los edificios donde acudimos a solucionar cuestiones burocráticas. La inseguridad ciudadana, decíamos ayer. Sí, también eso. Esas dos señoras, que casi se arrean con el bolso, en otras circunstancias (viendo un partido de fútbol en un bar, por ejemplo) posiblemente se hubieran hecho amigas. Se hubieran abrazado: campeones, oe, oe, oe, y tal. Creo que nadie ha sabido expresar estos malestares del urbanita moderno como los directores de cine: Joel Schumacher y “Un día de furia”, Roger Michell y “Changing Lanes” (“Al límite de la verdad”), y, en menor medida, pues optaron por enfocar los problemas del individuo que roza el trastorno, Martin Scorsese y “Taxi Driver” y Niels Mueller y “El asesinato de Richard Nixon”. Pero centrémonos en las dos primeras. Como digo, en las dos segundas el análisis va más allá: no sólo son los agobios del trabajo y los problemas personales de sus personajes, sino también el tornillo que se les cae de la cabeza.
Si no han visto “Un día de furia” y “Changing Lanes” deberían verlas. En la primera, Michael Douglas da vida a un ejecutivo al que vemos por vez primera en mitad de un atasco en una autopista de Los Ángeles. Desesperado, harto del calor y de la espera interminable, del aire acondicionado defectuoso y de una mosca que se cuela dentro para terminar de amargarlo, sale del coche. Decide volver a casa a pie. Empieza entonces una odisea en la que se enfrenta a empleados de hamburguesería, delincuentes y policías, chalados habituales y todo el laberinto propio de una urbe peligrosa. En “Changing Lanes” dos hombres tienen un accidente de coche. Uno: negro, ex alcohólico y pendiente de su divorcio. El otro: blanco, ejecutivo e infiel a su mujer. El impacto entre ambos coches desencadena una guerra sin cuartel. Salen a la luz sus miserias, sus asfixias diarias, sus miedos y sus paranoias. Los dos filmes ocurren durante un único y agotador día. Del estilo es “Crash”, la ganadora del Oscar de este año. Todas son un espejo en el que, tarde o temprano, nos vemos reflejados.

martes, junio 27, 2006

Inseguridad ciudadana (La Opinión)

El viernes pasado apuñalaron a una mujer en pleno centro de Madrid. A la luz del día, a media tarde. Una prostituta ucraniana de treinta y tantos años, a la que clavaron el cuchillo unas catorce veces. Ya ni siquiera se cometen los crímenes por la noche, cuando los asesinos se amparan en el anonimato que confieren las sombras y los callejones. Algo que sabía de sobra, cuando el verano anterior vi desde mi ventana una reyerta en la que un fulano empuñaba un machete. A la mujer le dieron pasaporte en una de las zonas más concurridas de la capital. Justo al lado de la Gran Vía. Una zona que conozco muy bien, ya que, en la niñez y en la adolescencia, cuando viajaba a Madrid con mi familia, dejábamos el coche en el aparcamiento subterráneo de la plaza. Siempre me provocaba temor. Es la plaza de Santa María Soledad Torres Acosta. Donde los famosos Cines Luna. Está cerca de Callao, y de otras calles que conozco de sobra por mis frecuentes visitas: la de la Luna, repleta de tiendas de cómic y de carteles y postales de cine, que constituyen un auténtico filón para el aficionado; la de la Madera, donde tiene su sede la editorial Páginas de Espuma, con cuyo editor tengo cierta amistad; la del Pez, donde, en uno de sus garitos, hace años presenté una novela; y unas cuantas vías más abajo está la calle de Los Libreros, donde se supone que uno puede encontrar cualquier libro que se proponga, lo cual no es cierto. No obstante, las informaciones que he recogido de la prensa son contradictorias: cada periódico le asigna una edad distinta a la víctima y, en unos nos cuentan que se dedicaba a la prostitución y, en otros, que no era prostituta. Por eso conviene leerse varios diarios, para contrastar las noticias, su enfoque y sus fuentes.
Dicha plaza atrae a los alcohólicos, a las prostitutas, a los drogadictos, a los indigentes, a los navajeros. Siempre que la he atravesado (procuro hacerlo lo menos posible, aunque hace una semana pasé casualmente por allí) he visto gente dormida en el suelo, hombres trapicheando y luego colocándose, tipos enfangados en discusiones y peleas, malas caras, individuos de mal vivir. Y botellas rotas, ropa tirada, cartones y mantas raídas. No es precisamente el paraíso. Tras la muerte de la mujer algunas personas hicieron algo insólito o poco frecuente: persiguieron al responsable hasta darle caza. He visto incluso fotos. Así facilitaron la detención. Y demostraron tener muchas agallas. Después de toparse con un jayán haciéndole cremalleras a una chica, vamos a ver quién es el guapo que se pone a perseguirlo. Por fortuna, el agresor tiró el arma antes de huir.
Los miembros de la Asamblea Ciudadana del Barrio Universidad han rodado un video para demostrar que aquello es la selva, una de las peores junglas de la ciudad. En el video, colgado en la red, vemos a tíos chutándose, a hombres tirados en el suelo, a gente empujándose. Una delicia, vaya. También han pedido al presidente del Gobierno que aumente el número de policías para la ciudad. Y la Federación de Comerciantes y Vecinos del Centro de Madrid ha reclamado una campaña “integral y urgente” para acabar con la inseguridad ciudadana del centro de la ciudad. Las zonas más inseguras, dicen, son Lavapiés, Montera, el barrio de Universidad y la plaza de Santa María, de la que estamos hablando. Lo cierto es que resulta muy difícil, si no imposible, darse un paseo por la capital sin temor al sobresalto. Reconozco que, cada vez que salgo, voy mirándolo todo (y a todos) con mil ojos. Ni siquiera me fío de mi sombra, no vaya a ser que le dé por atracarme.

lunes, junio 26, 2006

Una buena guía



De consulta imprescindible.

En su introducción nos dicen: El Poder de la Palabra es una web dedicada a la prosa poética, en ella encontrarás fragmentos de 2610 textos literarios, así como la biografía e imágenes de sus autores... Para acompañarte en la lectura podrás ver también... obras de arte, imágenes de arquitectura y música clásica y cinematográfica.

Maniáticos (La Opinión)

Encontré, en el suplemento semanal de un periódico, un reportaje interesante sobre los trastornos obsesivos compulsivos, derivados de las manías y las obsesiones. Una de cada tres personas está atrapada por una obsesión. Si el tic se vuelve enfermizo y llega a afectar a la salud, entonces estamos en el trastorno obsesivo de marras. Cito algunos ejemplos, casi al pie de la letra: comprobar una y otra vez si hemos apagado el gas, registrar el contenido de cada maleta antes de emprender un viaje largo, sumar los números de las matrículas de los coches (esta la padecí en la infancia, y puedo asegurar que es una tortura; ignoro cómo me curé). Hay más, y el lector los entenderá mejor con ejemplos cinematográficos.
En “Mejor… imposible”, su protagonista se lavaba cuarenta veces al día las manos, evitaba pisar las líneas del embaldosado de las aceras y de los dibujos del suelo, lo cual convertía sus caminatas en ejercicios dignos de un bailarín ebrio, pero también usaba cubiertos de plástico para no comer en los restaurantes con los tenedores y cucharas que otros habían tocado e introducido en sus bocas; la película, que abarcaba más comportamientos obsesivos, es un catálogo muy aproximado de casi todos los tipos de trastorno. En “El aviador”, el personaje principal utilizaba pañuelos para tocar los objetos y, sobre todo, los pomos de las puertas, evitando siempre darle la mano a alguien o beber en los recipientes de los que otros habían bebido, por temor a contagiarse de enfermedades. Basten estos dos ejemplos para ilustrar por dónde van los tiros. Las manías no presentan ningún problema salvo que atenten contra nuestra salud. Entonces requerirían de cura. Lo mejor, leído ese reportaje, es hacer un poco de auto-análisis. No hay mejor manera para saber conocerse e incluso para reírse de uno mismo. Así que haré un repaso por costumbres de maniático. Según el reportaje, los casos más frecuentes de “pensamientos recurrentes y actos repetitivos” son: mental, simétrico, higiénico, indeciso, sexual, coleccionista, etcétera.
Debo decir que mis manías, por ahora, jamás han afectado a mi salud. Quizá en el trato con las personas más allegadas a mi entorno, que en ocasiones me miran como a un marciano. De niño, ya digo, padecí la tortura de sumar las cifras de las matrículas. Otro de mis actos repetitivos es el relativo a la higiene. La de las manos, principalmente. En torno a la hora de comer puedo lavarme las manos con jabón unas tres o cuatro veces: unos segundos antes de sentarme a la mesa, después de terminar el primer plato, al acabar el postre y tras recoger la mesa. En los restaurantes suelo sufrir mucho, ya que es de mala educación levantarse tanto, y no estoy satisfecho hasta que por fin escapo a los lavabos y me doy agua y jabón. Pero la simétrica es aún peor. Sólo atañe a algunos objetos personales: los libros, las pantuflas, las películas, el entramado del ordenador. Cuando un obrero repara algo en casa, y pasa cerca de los libros, me desespero en silencio. En cuanto se ha ido, registro los ejemplares que rozó al pasar, y, si ha movido alguno un centímetro, lo devuelvo a su sitio. Casi a diario compruebo que los altavoces que flanquean al monitor estén colocados de forma simétrica respecto a la pantalla. Si alguien mueve el teclado, la alfombrilla del ratón o mis pantuflas puestas una al lado de otra, no descanso hasta retornarlas a su posición original. Una vez un amigo me movió la pantalla del ordenador y con rapidez la volví a colocar como estaba. “Qué maniático eres”, dijo. Nada malo, ya ven, pero puede ir a peor. Los maniáticos somos legión. Y ahora le invito a que se analice a sí mismo.

domingo, junio 25, 2006

Más réplicas urbanas (La Opinión)

Han terminado las obras de la plaza de Tirso de Molina, ese lugar que me queda a un par de minutos de casa y donde, les conté, el Ayuntamiento de Madrid había intentado resolver el problema de los toxicómanos que pululan por la zona arrebatando los bancos de la parada de autobuses. Una plaza por cuyos alrededores siempre veo a famosos de paso, relacionados con las artes: Nawja Nimri, Joaquín Cortés, Roberto Enríquez, Javier Rioyo, Aitor Merino, entre otros. Terminaron las obras y pasaba, casualmente, por allí, de camino al metro. Y me estuve fijando en estos nuevos arreglos del Ayuntamiento. La remodelada plaza me ha recordado a otras plazas remodeladas de mi ciudad, Zamora. Todas resultan igual de feas, igual de toscas, igual de inservibles, igual de artificiales. Uno duda que aquello sean arreglos: deberían llamarlos desarreglos. Parece que todas las plazas que remoza el PP son idénticas. La de Tirso de Molina es una burda copia de la plaza de Castilla y León.
En esta nueva obra del megalómano alcalde de Madrid podemos rastrear casi los mismos elementos que hemos visto en esa plaza de Zamora. En primer lugar, la impresión que obtenemos tras un primer vistazo es gris y verde, pero fundamentalmente gris. Mucho cemento, en bloque y a lo bestia. Menos mal que antes de las obras no cortaron todos los árboles; por fortuna hay algunos en pie, y le prestan la única dignidad que le queda al entorno. Bajo cada árbol han metido con calzador unas jardineras. Son horribles; es la manera más rápida y efectiva de decirlo. Bloques de cemento que le llegan a uno (soy de estatura media) a la altura de la barbilla. Bloques grises, fríos, que remiten a la arquitectura imperialista. Dentro de ellos han plantado flores. Las flores sobresalen y se derraman por los bordes exteriores de las jardineras. Así, han combinado los vivos colores de sus pétalos con el color muerto del gris. Provoca el mismo efecto que si en el lomo de un tanque pintáramos una mariposa, lo juro. Las flores durarán dos días: el tiempo que tarden los borrachos de paso en arrancarlas, por la noche, para dárselas a una novia pasajera. El tiempo que tarde alguien en separarlas de sus raíces, prepararse un ramo y venderlo en las terrazas veraniegas de los bares y de las cafeterías. En segundo lugar, las farolas. Inclinadas hacia delante, formando en la cima una curva, de la que penden faroles. Extrañas, incómodas de ver, como girasoles torturados por la falta de sol. En tercer lugar, el parque infantil. Si no es una réplica del parque zamorano de Hacienda, se le aproxima. Ya saben a qué me refiero: columpios, figuritas y hierros que podrán ganar veinte premios en los concursos vanguardistas, y ser carne de catálogo de un museo de rarezas, pero que incluso los niños miran con perplejidad. Observé sus piezas y sigo sin entender su cometido. Por ejemplo, unas barras verticales con forma de tornillo. Supongo que serán para subir o bajar por ellas. El mismo diseño, o muy parecido.
Siguiendo esta política de convertir las entrañables plazas y parques de nuestras ciudades en lugares grises, vanguardistas y clónicos, nos estamos acercando a esos incómodos e impersonales diseños futuristas que salen en las obras de ciencia-ficción. Nos llevan hacia un futuro de cemento con apenas cuatro árboles y dos jardineras. Estamos a un paso de los paisajes de “1984”, “Viernes” y otras novelas que presagiaban un futuro helado de color ceniza. Otro desastre de la política urbana. Y aún así, a pesar de sus destrozos, de la conversión de Madrid en modelo de ciudad caótica y averiada, Ruiz Gallardón me resulta un tipo simpático. Qué le vamos a hacer.

sábado, junio 24, 2006

Ex soldado y solista (La Opinión)

James Blunt. Dicen de él que escribió una de las letras de su famoso disco en un cuartel de Kosovo, durante la guerra, cuando aún era oficial de las tropas británicas. Entró en el ejército por tradición familiar y porque su padre, un viejo coronel, le empujó a hacerlo. Dicen de él que, cuando comandaba a un batallón en la contienda, ya sabía tocar el piano y la guitarra. El instrumento acabó cansando a sus colegas de "fregao", lo mismo que le había granjeado problemas en sus tiempos de estudiante. Los profesores lo definieron como un tipo que armaba mucho jaleo con la guitarra en los pasillos. Un buen día colgó el fusil para siempre y tomó la guitarra para los restos. A su padre no le debió hacer gracia que dejara un trabajo fijo y se embarcara en el inestable y cenagoso mundo de la música. Al dejar el ejército llevaba consigo algunas maquetas. Un año después, gracias a su productora, grabó las once canciones que componen "Back to Bedlam" (su único álbum oficial, de estudio). Lo demás ya lo conocemos: el single "You´re Beautiful" fue uno de los más vendidos y escuchados del año anterior. El ex soldado y ahora cantante estuvo en Madrid el jueves, y fui a ver su directo.
El problema de James Blunt, supongo, es que se ha convertido de la noche a la mañana en uno de esos artistas que corren el riesgo de ser devorados por su éxito. Un amigo me dijo que se trataba del típico jeta que ha compuesto una buena canción y vive de las rentas. No es cierto. Si uno escucha el álbum entero, dejándose llevar por la música, averiguará que los diez restantes temas son mejores que su exitazo. Pero impera el mercado, no el artista. Por eso aprovechan a exprimir ese éxito mientras él prepara un segundo disco. Antes de "Beautiful" salieron un par de singles de menor repercusión. El problema es que la gente sólo ha oído una canción en la radio y en los bares. Hay que oír las demás para juzgar. Y el otro problema: esa noche también actuaba Shakira en la ciudad. Ambos problemas, sumados, posiblemente fueran la causa de la escasez de público que poblaba el interior del recinto ferial del Madrid Arena. Un público, no obstante, muy animado: coreando las canciones, dando palmas y tal. Mayoritariamente femenino, muy joven y algo pijo. No encontré ni rastro de la golfería vista en los conciertos de Red Hot Chili Peppers o Guns N´ Roses. No había botellas ni vasos en el suelo, ni dentro ni fuera del recinto, no se oyó a nadie insultar a los músicos ni la gente se caía al perder el equilibrio ni se bañaban la espalda y el gaznate en cerveza. Es, creo, el directo en el que físicamente más relajado me he sentido: sin sudar la camiseta, sin que me empujaran los bailarines y los beodos, sin problemas en el campo de visión, sin agobios ni codazos. Pero emocionalmente se me hizo raro: asistir a un concierto de pop con poco público es como ver una comedia en un cine vacío o entrar a un espectacular teatro en el que no hay un alma.
Resumamos la actuación. Todo era sobrio allí: el escenario, la puesta en escena, la ropa de andar por casa de los músicos. Apenas algunos focos y una pantalla en la que podíamos ver el logotipo de la banda y vídeos musicales. Tocaron una hora y cuarto, que es justo lo que sospechaba que iban a durar. Con un único disco en la maleta no se puede hacer más. Blunt fue simpático en todo momento, chapurreó varias frases en español ("Utiliza condones", entre ellas), no se mostró como un divo enfurecido al ver poquita gente. Su voz resulta magnífica y el sonido era impecable, no distorsionaba, no dio problemas. Incluso ofreció un tema nuevo y una versión del "Where is my Mind?" de Pixies. Muy bien, ya digo. Pero mis gustos son más canallas.

viernes, junio 23, 2006

Parias (La Opinión)

Salir de casa, a dar una vuelta por la ciudad. Y encontrar lo que sigue. Hombres y mujeres con cuerpos devastados por las taras y las deformidades, que se arrodillan en las calles más concurridas y ponen al sol sus folios y sus cartones, garabateados con faltas de ortografía. Es gente sin brazos, o sin piernas, o con los miembros disminuidos y muy cortos, o con heridas de la vida e inflamaciones que asquean al transeúnte y le obligan a apartar la mirada, a medio camino entre la piedad y el repudio. Alcohólicos que se han dormido a plena luz del día sobre un banco, con la camiseta ajada y subida hasta el pecho, dejando la barriga al aire; tienen la boca abierta, la barba desvirtuada, los dientes pochos, y su sueño acaso sea el mejor de los posibles porque duermen en plena libertad: nadie va a robarles, nadie va a violarlos, nadie les aguarda en casa porque carecen de hogar, no están ceñidos a ningún horario; salvo que aparezcan por sorpresa los niñatos desalmados que les dan palizas mientras los graban con el móvil, salvo que vayan a un comedor de la beneficencia y deban cumplir con el horario estipulado. Tipos dormidos en cualquier lado y a cualquier hora de la mañana y de la tarde, pues el sueño resulta el mejor de los engaños y de los disimulos ante la vida, porque contiene gotas de olvido, de fantasía, de anestesia onírica: en los soportales de los cines y teatros abandonados, en los jardines públicos, en los pasillos del metro donde escasean los vigilantes, encima de las rejillas de ventilación de algunas aceras, en los colchones abandonados que ellos transportan hasta su zona, entre cartones y periódicos, entre botellas y suciedad, entre el vacío y la miseria.
Camellos jóvenes que se agrupan en las esquinas y en las plazas, yonquis que riñen y se golpean entre ellos, borrachas que reciben una torta de otro hombre tan borracho como ellas, meretrices que pasan más tiempo en vertical (perdiendo dinero, de pie, en la calle, esperando que pique un cliente) que en horizontal (ganando algo de dinero, tumbadas, en el catre de alguna pensión, logrado ya el cliente), chiflados que profetizan el Apocalipsis, chaperos morenos que pululan por las jardineras del centro, vagabundos que hablan consigo mismos en voz alta, desarraigados que cenan ante los contenedores de basuras, carteristas que se andan con mil ojos en el metro y en el autobús y en las plazas más concurridas, ancianas que piden limosna en una esquina, mujeres y niños que venden un periódico malo, negros del top manta que se levantan del suelo con la misma urgencia y el mismo revuelo con el que se alejan hacia el cielo las palomas cuando las asustamos y que recogen de un manotazo sus hatillos piratas al acercarse la policía, enfermos y piojosos que vagan por la ciudad como fantasmas de un mundo en extinción, niños sucios que juegan desnudos, cartoneros que arrastran un carro de supermercado y lo van atiborrando de los objetos náufragos que tropiezan en los vertederos, individuos con una barba que abriga y sin zapatos, y los pasajes para cruzar una carretera repletos de gente durmiendo sobre orines y colillas.
Mientras lo visible es esto, los parias de la sociedad, algunos hombres de traje y corbata juegan sus cartas, nos timan y se enriquecen. Pero no los vemos, así que sólo nos asustamos de ellos, de su presencia limpia y silenciosa, cuando saltan las alarmas y se paralizan los Afinsas, los Enrons y las Gescarteras. Mis paseos en Madrid ya no tienen los mismos ingredientes que tenían en Zamora. El paisaje sereno, verde y repleto de ancianos y de pájaros ha cambiado por un paisaje preferentemente humano, miserable y doloroso. La cara más degradada de la humanidad.

jueves, junio 22, 2006

Hallazgos y decepciones (La Opinión)

Un día extraño, dominado por los hallazgos y las alegrías y algunas decepciones. Por la mañana, al consultar la edición digital de este periódico, encuentro una sorpresa y ésta sorpresa me lleva a otra. La primera: la autora del cartel anunciador de las Ferias y Fiestas de San Pedro de este año es María Luz González Rogado. Estudiamos juntos la carrera de Ciencias de la Información: cinco años en las mismas aulas de la Universidad Pontificia de Salamanca, tierra en la que ella nació. Aún recuerdo lo mucho que me reía conversando con su novio, un chico de Burgos con un sano sentido del humor, que estudiaba con nosotros. Poco después de terminar los estudios les perdí la pista a ambos, como le va perdiendo uno el rastro a todos sus compañeros. El caso es que ahora la reencuentro, en el periódico, ganadora del cartel; sirvan estas líneas como felicitación. Esta sorpresa me conduce a la página web del Ayuntamiento: para quien quiera estar al día, han colgado el programa de las Ferias y Fiestas de San Pedro. Me alegro, ahora ya no podemos quejarnos. Me satisface además el Concierto Joven de esta noche, en La Marina. Actuarán grupos zamoranos; pocos, muy pocos, pero algo es algo: Rapsilon, Miescondite y Superhombre. Lástima que no pueda asistir.
Por la tarde vamos al Teatro Español, a ver “Hamlet”. Tenemos entradas desde hace días. Aunque la duración del montaje nos impedirá ver “House”. Pero en taquilla leemos un cartel: la obra ha sido suspendida, temporalmente, por lesión de uno de los actores. En el banco nos devolverán el dinero. La decepción es mayúscula no sólo por quedarse con la miel en los labios, sino porque no habrá otra oportunidad; hace tiempo que se agotaron las localidades y han programado pocas representaciones. Aún es peor porque “Hamlet” es la obra que más aprecio de su autor, Shakespeare. Y porque el protagonista, por cierto, es un actor sólido y rompedor, un huracán que siempre se sale de la pantalla en las películas: Eduard Fernández. Alguien dirá que es mayor para el papel del Príncipe de Dinamarca, pero también lo eran Laurence Olivier, Mel Gibson y Kenneth Branagh cuando interpretaron al mismo personaje, y nadie se quejó. Todo esto me empuja a recordar la gira de The Rolling Stones. Por culpa de la lesión de su guitarrista, semanas atrás aplazaron su directo en Madrid. Aún no sabemos si la gira se pospone para el año que viene o si nos reembolsarán en breve el coste de las entradas. Recuerdo esto al alejarnos del teatro, y pienso en cuánto me está costando ver a los Stones en un escenario.
Por fortuna, un paseo por las librerías me devuelve al territorio de los hallazgos y las alegrías. Como leí en los blogs de Diego Marín y David González que ambos se habían comprado en Madrid sendas ediciones de la novela que escribió Sylvester Stallone en los setenta, salgo a buscarla yo también. La encuentro por siete euros en una librería de viejo de Montera, aunque es la edición de Círculo de Lectores. Se titula “Paradise Alley. La cocina del infierno” y cuenta sus años de adolescencia en un barrio marginal. No se rían: en aquel tiempo Stallone no sufría la decadencia de ahora, pues el libro tuvo éxito, y luego levantó “Rocky” y fue nominado a los Oscar como actor y guionista. Es un libro de culto, una rareza. En el mismo local descubro tomos antiguos de Umbral, pero su precio oscila entre los veinte y los treinta euros. Así que los dejo. En La Casa del Libro, otro feliz hallazgo: han recibido “El amor ya no es contemporáneo”, de David González. Lo compro. Alguna recompensa debía tener la suspensión de “Hamlet”. Y, además, por la noche puedo ver “House”.

miércoles, junio 21, 2006

El hombre de los osos (La Opinión)

En el fondo agradece uno que programen en televisión los partidos de fútbol de seguimiento multitudinario. Eso deja el campo libre a quienes huimos del deporte: los teatros y los cines están vacíos y es el momento de aprovechar la coyuntura. Un poco antes de comenzar el partido del lunes por la noche, acudo a un cine. Elijo un documental del alemán Werner Herzog, un hombre que sobrevivió a las manías y a la enajenación mental de su colega, enemigo y actor fetiche Klaus Kinski. Se titula “Grizzly Man” y cuenta una historia real (no me equivoco al calificar de “historia real” lo que narran en un documental, pues existen los falsos documentales o documentales de ficción, como “Holocausto caníbal”, que en USA llaman “mockumentaries”). En la sala apenas hay un puñado de espectadores: alguna pareja, un tipo solitario y tres payasas que, a juzgar por sus risas cuando en pantalla no hay nada que provoque la risa, o bien se han equivocado de película o bien entraron fumadas. La ciudad posee un clima inquietante, especial, una atmósfera en la que se adivina la inquietud por el partido de marras; el personal se apresura a buscar un bar o a coger sitio para ver el fútbol en la calle, como luego comprobaremos.
“Grizzly Man” sobrecoge. En ciertas escenas incluso resulta espeluznante. Es la historia de un activista, Timothy Treadwell, que un día, harto de fracasos y de su alcoholismo, decide ir cada verano a acampar al Laberinto de los Osos, una zona boscosa y agreste de la Reserva Nacional de Katmai, en Alaska. Convive con ellos sin armas, se desintoxica, se propone estudiarlos, filmarlos, protegerlos de las agresiones de los humanos. Durante trece veranos acampa allí, casi siempre en soledad, graba cientos de horas de película, se aproxima a los osos, logra tocarlos, les planta cara. Treadwell se convierte en una celebridad. Pero en el último verano de su vida, acompañado de su novia, ambos son atacados, despedazados y devorados por uno de los osos. Herzog desvela la muerte casi al principio, logrando así que el relato sea más aterrador. El activista se acerca a cada oso, con la cámara en la mano, y los animales contienen, casi de milagro, sus impulsos violentos. El espectador, una vez que el forense ha descrito la horrible muerte de la pareja, tiembla cada vez que un oso pardo gruñe a Treadwell. Durante el ataque la cámara estuvo encendida, pero por fortuna con el obturador puesto. Así, sólo recogió sonido: los gritos y los lamentos, que el director, demostrando buen gusto, nos ahorra. Herzog se coloca unos cascos, escucha la grabación y llora. Después recomienda a la propietaria de la cinta que la destruya. Herzog trata de analizar qué es lo que empujó a este hombre a cometer esa locura, se entrevista con quienes le conocieron, recorre los parajes donde habitó. A veces el activista sufre arranques de vesania frente a la cámara. Y de ese modo el documental explora siempre los límites: entre la naturaleza y la civilización, entre el hombre y la bestia, entre la cordura y la locura. Algunas de las imágenes son asombrosas, como aquellas en las que Treadwell acaricia a un zorro y lo filma, o esas en las que dos zorros le siguen por la pradera, demostrando que ha conseguido algo de comunión con la natura.
De regreso a casa, aún compungido por el relato, escenas curiosas: los comercios han dejado sus televisores encendidos en los escaparates, y así, lo ven los indigentes, los chavales y el personal de paso; a la puerta de un restaurante sus dueños hindúes han desplegado una bandera de España; se oye animar a los equipos en idiomas extranjeros. Qué distinto este clamor de la gesta solitaria de Treadwell, pienso.

martes, junio 20, 2006

Aquel ejemplar que amarilleaba (La Opinión)

Los hermanos Coen ya están rodando su nueva película, con Javier Bardem al frente de un espectacular reparto que incluye a Tommy Lee Jones, Woody Harrelson y Josh Brolin (si eras un adolescente en los años ochenta sabrás que Brolin fue uno de los protagonistas de “Los Goonies”; si no lo eras, recordarás a su padre, James Brolin). Se trata de “No Country for Old Men”, adaptación de la última novela de ese extraordinario escritor llamado Cormac McCarthy, una especie de William Faulkner moderno, pero cruzado con la violencia que imprimía Sam Pechinpah a sus películas. Es una de las novelas cuya traducción al castellano con más ansia espero, y que creo que ha pasado un año desde que la publicaron en los Estados Unidos. Hasta tal punto que todas las semanas repaso las novedades literarias en busca de la noticia de la aparición de esta novela. Supongo, no obstante, que no tardarán mucho en publicarla (que sea llevada al cine garantiza su traducción y comercialización). La obra de McCarthy en España la publicaron las editoriales Debate, Seix Barral y Mondadori. En los últimos años han reeditado algunas de sus historias en bolsillo.
He leído tres o cuatro de sus libros, y tengo algunos más en casa. Las primeras páginas de “Unos caballos muy lindos” (así titularon la primera edición de este libro, pero tras estrenarse la película volvieron a cambiarle el título: ahora se conoce por “Todos los hermosos caballos”), las primeras páginas, decía, son algo pesadas, narrándonos su autor la cabalgada eterna de dos cowboys por los yermos paisajes del Oeste. Prefiero recomendar la que está considerada como su mejor obra, y prometo que su lectura a nadie aburrirá. Me refiero a “Meridiano de sangre”. Una reciente encuesta del New York Times la eligió como una de las mejores novelas norteamericanas de los últimos veinticinco años. Me parece que hace años escribí sobre ella, no sé si en este periódico o en alguna revista digital. Compré mi ejemplar en el quiosco de La Farola, en Zamora. Había estado expuesto en el escaparate durante meses, de tal manera que el sol había curtido la portada blanca de Editorial Debate, y ya amarilleaba. Como si fuese un libro que nadie quería, de un autor que nadie conocía, y a mí ambos suelen darme pena, el libro que no encuentra lectores y el autor ignorado. En alguna revista leí que “Meridiano…” contaba una historia desgarradora, sangrienta, un gore literario, un cruce entre Peckinpah y Faulkner. Y la compré, claro. No la había visto en ninguna parte, salvo en el escaparate del quiosco. Cuando le pedí el libro, su dueño, honrado, quiso persuadirme de que no lo comprara: no quería vender un ejemplar devorado por el sol, pero no le quedaban más y preferí llevármelo. Advierto que es una obra para estómagos duros: la descripción de las continuas matanzas de hombres, mujeres, ancianos, niños y animales no es agradable, pero la obra merece la pena.
Supongo que si la adaptación de “No Country…” es buena y hace taquilla se revalorizará el nombre de McCarthy. Pudo suceder con la película de los caballos, pero no tuvo éxito. Supongo que si eso ocurre, y es de esperar que ocurra, el viejo y raro Cormac empezará a vender sus libros como churros, en España. Dicen de él que fue vagabundo en su mocedad, que es un hombre enigmático y se niega a conceder entrevistas. La combinación de los diálogos de McCarthy, la habilidad narrativa de los Coen y el talento de Tommy Lee Jones y Bardem puede ser explosiva. Bardem también será el protagonista de otra adaptación: “El amor en los tiempos del cólera”, de Gabriel García Márquez.

lunes, junio 19, 2006

Vivienda (La Opinión)

En algunas paredes he visto un símbolo similar al que aparece en el cómic y en la película “V de Vendetta” (ambos extraordinarios, el origen y su adaptación): el círculo negro que contiene dentro la V roja, ambos hechos con ese spray de los graffiteros. Pero en las paredes y muros no es la “V de Vendetta” la que podemos ver, sino la “V de Vivienda”. Por si hubiera alguna confusión, bajo la V lo aclaran, pone Vivienda. Esta es una de las consignas del colectivo del mismo nombre, un colectivo de jóvenes que reclaman un acceso digno a la vivienda. Porque este se ha convertido en uno de los problemas más preocupantes de la actualidad, junto a la precariedad laboral. De vez en cuando el colectivo protesta, convoca sentadas, manifestaciones y caceroladas, lucha contra la especulación inmobiliaria, el mamoneo, el abuso de los políticos. Mientras estos jóvenes toman la calle y se movilizan (ya no estamos hablando del botellón, ni de la fiesta, ni del esparcimiento), los especuladores se ajustan satisfechos el nudo de la corbata en sus paraísos fiscales. Critican a los jóvenes de ahora por su desidia, por su aparente falta de inquietudes y valores, pero he aquí que una muchedumbre se echa a la calle y exige arreglar el problema y más de cuatro se ponen nerviosos. Tal vez por eso, en la concentración de la Puerta del Sol de este colectivo, el mes pasado, hubo porrazos de más. Doscientos heridos por golpes de las fuerzas antidisturbios. Pero la policía siempre cumple órdenes de arriba.
Los jóvenes españoles, revela la prensa, se dejan más de la mitad de su sueldo en la vivienda. Lo contaba el otro día un chico en la televisión, un tipo al que metieron el micrófono para que opinara del tema: los precios del alquiler no paran de subir, pero los sueldos apenas aumentan. El término empleado para etiquetar o definir a esos jóvenes es el de “la generación de los mileuristas”, pero el término no se ajusta por completo a la realidad: muchos ni siquiera llegan a percibir mil euros de sueldo al mes, ya quisieran. Esa es una de las razones, la principal (pero no la única, desde luego), por la que los jóvenes de los últimos tiempos viven y envejecen junto a sus padres, en la misma casa. Sin embargo muchos adultos no son capaces de comprenderlo, o no se molestan en averiguar las causas de esa, siempre aplazada, mudanza que no llega. Se conforman con los habituales tópicos, las frases hechas, los lugares comunes: “A los quince años yo ya había hecho la maleta para irme de casa”, “Nosotros nos buscábamos la vida muy pronto”, “Los jóvenes de ahora estáis mal acostumbrados”, “Se os da todo y queréis más”, “Los chavales se han vuelto muy vagos”, etcétera.
Creo que no conozco a nadie que viva en casa de sus padres por mero capricho. En cuanto uno tiene quince años, o así, está deseando emigrar del cobijo familiar. Recuerdo los tiempos felices en que estudiábamos en Salamanca. Cuando acabamos la carrera se nos vino todo abajo: tras varios cursos viviendo sin los padres, no queríamos volver a vivir con ellos. Nos había gustado aquello de estar a nuestro aire. Es una cuestión de libertad, de empezar a hacerse mayor, que comienza en cuanto uno sale del nido. Pero, al acabar la universidad, la mayoría chocó contra un muro, un muro hecho de trabajos temporales y mal pagados, de precios brutales en el alquiler de los pisos. Por culpa de esos precios nada asequibles, de las hipotecas imposibles y los contratos basura, además, resulta muy difícil que quien desea emanciparse pueda irse a vivir solo a un piso. Le toca convivir con otros para pagarlo.

domingo, junio 18, 2006

Libro: El río del olvido, de Julio Llamazares


Leer a Julio Llamazares siempre es un placer. Aún más cuando su alter ego ("el viajero") se dedica a viajar por los pueblos y las montañas, tomando nota de la gastronomía, los paisajes y los paisanos que encuentra en el camino.
En El río del olvido nos narra sus seis jornadas a pie siguiendo el Curueño. Bellísimo libro, en la línea de los imprescindibles Cuaderno del Duero y Tras-Os-Montes.
Por cierto, acaban de reeditar Escenas de cine mudo. Lo leí hace tiempo, y ahora aprovecharé para comprarme un ejemplar.

Una guía digital (La Opinión)

Para quienes viven fuera de la provincia de Zamora, pero nacieron o crecieron allí, no resulta tan fácil acceder a cierta información sobre ella. No me refiero a las noticias, sino a los eventos en general: conciertos, exposiciones, fiestas, presentaciones, conferencias. Para quienes habitan la ciudad es fácil. Basta con salir a la calle y fijarse en los cristales de las puertas de los comercios, en los escaparates y en los muros donde se amontona la publicidad: no faltan los carteles anunciadores, ni escasean en los bares las guías y las agendas, pequeñas y ligeras pero muy útiles, para quien desee programar la semana entre los diversos actos que se ofrecen. Y, aun así, y pese a esa información, unos cuantos ciudadanos no se enteran de lo que se cuece, o se enteran tarde y mal, cuando ya no pueden asistir a determinada presentación o a tal concierto. Una de dos: o ciertos eventos se anuncian poco, menos de lo que deberían; o el personal no se entera de lo que vale un peine, ni aunque le pongan el peine ante las narices.
Ahora bien, si eso le ocurre a alguien que habita en la ciudad, que recorre sus calles a diario, sea para ir al trabajo o a la escuela o a dar un paseo o a hacer un recado, ¿qué no le sucederá a quien vive fuera? ¿Es posible que el emigrado se entere mejor que el propio ciudadano del calendario de actos? Lo dudo. Pese a los esfuerzos, a menudo no encuentra uno la información. Hace tiempo un fulano (anónimo, desde luego, dado que la red es un privilegio para los cobardes) me reprochó que, si no me enteraba al dedillo de lo que acontece y se celebra en la ciudad, acaso fuera consecuencia de no leer el periódico. Lo leo en la web, como tantos zamoranos residentes en Madrid y en otras ciudades de España y del resto del mundo. Pero no es lo mismo echarle un vistazo a un diario de papel que hacerlo en pantalla. Con el primero, en unos minutos, pasando las hojas, te pones al día. No así en la red, que requiere más tiempo, aunque la moda sea leer la prensa en el ordenador. Sólo si, en internet, registras cada diario de arriba abajo y de izquierda a derecha, podrás estar al día. Mi obligación, lo admito, sería hacerlo. Pero no es la obligación de los demás. A veces hacen una pausa en el trabajo, en la oficina, y miran con prisa el periódico digital. No tienen tiempo para más, o prefieren administrar de otro modo sus ratos libres que observando con lupa la prensa, tarea más propia de jubilados en la biblioteca. A esa dificultad para estar informado (no olvidemos que hay que consagrar bastantes minutos al día), debemos añadir lo difícil que es enterarse de las cosas a pesar del adelanto en las comunicaciones, y aún más si uno vive fuera. Y entenderemos entonces al emigrado, al zamorano que siente rabia cuando no sabe con certeza qué actos habrá durante el fin de semana que tiene previsto viajar a la ciudad, o en qué eventos podrá involucrarse en sus vacaciones.
Todo esto lo digo, también, porque es frecuente encontrarse en los foros de la red a gente que pregunta qué actividades han programado para las Ferias y Fiestas de San Pedro, o cuándo comienza tal o cual festival, o a qué espectáculos gratuitos y casi clandestinos y poco anunciados podrá asistir. Y viven en la ciudad. Ahora imaginen a quienes están fuera. Sólo es posible enterarse si uno lee el periódico a diario. Necesitan una guía de consulta rápida en internet. Por ejemplo, la web del Ayuntamiento carece de información sobre San Pedro. Es cierto que hay algunos portales al respecto, pero quizá se han anunciado poco o aún no están maduros. En suma: lo que desearían los emigrados es información fiel y puntual sobre los actos de la ciudad, igual que esas guías que se cogen en los bares, pero en formato digital.

sábado, junio 17, 2006

Reza lo que sepas (La Opinión)

Esta tarde, a las siete, en un local sin nombre de Madrid, los poetas Nacho Escuín y David González ofrecen una lectura de poemas de sus nuevos libros: “Pop” y “Reza lo que sepas”, respectivamente. No conozco la obra de Escuín, pero sí la de David, y también lo conozco personalmente y lo celebro como escritor y amigo. Tras mantener correspondencia electrónica, y alguna conversación por teléfono (Marichu García y yo pudimos charlar con él, hace tiempo, en el programa cultural de Radio Zamora), el año pasado vino a la capital a presentar “La verdadera historia de los hombres”, una compilación de textos de escritoras de la que hablé entonces. La sala donde lo presentó estaba justo en la calle en la que vivo. Una de esas alegres coincidencias. Más tarde se volatilizó, desapareció de las tertulias, de las lecturas, de las presentaciones, del circo literario. Ignoro, porque no lo aclaraba en el correo electrónico que envió a las amistades, si huía de sí mismo o de alguien o de algo. No importa. Lo que importa es que ha vuelto a la carga, con más furia y menos piedad, saltando limpiamente por encima de las cabezas de sus enemigos, cuyo número aumenta a medida que él crece como poeta y como persona (y a medida que publica, pues las envidias ajenas comienzan sólo cuando uno deja de ser inédito). Aún no sé si podré acudir esta tarde al evento. Por eso prefiero hablar ya, ahora, de su nuevo libro.
En la quinta página de “Reza lo que sepas” me estampó la dedicatoria, que agradezco y que incluye la frase “con el deseo de que nunca tenga que rezar lo que sepa”. Es un libro en cuyas páginas se van alternando los poemas, las citas, los relatos, las notas, los dibujos (de Miguel Ángel Martín y Mik Baró). Una especie, o esa es mi impresión, de trayecto por el lado oscuro y menos complaciente del propio David, un análisis de sí mismo, de su identidad y sus raíces, un autorretrato en varios episodios, como si se mirase al espejo para ahondar en su interior (“La cara es el espejismo del alma”, escribe al principio), y lo que viera fuese un compendio de pecados, dolor, egoísmo. Algunos temas son comunes a su obra: la presencia hosca del padre, su sombra en muchos rincones de la biografía; el paso por la cárcel y los “palos” previos; la tragedia de cada vida, que concluye con la muerte pero, antes de llegar a ella, soporta el sufrimiento; la supervivencia física y moral; la relación con las mujeres. En la última parte conjuga la poesía con el estudio o ensayo de otros poetas, menos conocidos y siempre valientes, y que en todo caso conforman una parte de los héroes literarios y cotidianos del autor: Carl Sandburg, Vachel Lindsay…
En cada obra David González demuestra coraje, se arroja por precipicios nada complacientes, en saltos mortales y sin red, como un suicida o un corsario que, en lugar de tener incrustada una espada entre los dientes, llevase una navaja (la cheira de Albacete que utiliza en el intento de atraco del relato “Detrás de la iglesia”). “Reza lo que sepas” no es una excepción, va más allá, hasta el punto de que uno se sobrecoge ante tanto dolor, tanta miseria, tanta angustia, tantas tensiones: la brutal paliza que recibe en prisión (“Iba a morir, pensé, y no había a mi lado nadie que me amara”), los amigos y ex novias que dieron con sus huesos en el abismo de la toxicomanía (“Se suicidó hace unos meses, de una sobredosis en casa de su camello, a la edad de treinta y nueve años”), la violenta relación con su padre (de huella bukowskiana, pero no por ello menos realista). De elegir una palabra para definir esta obra, así se lo dije a David, escogería letal. Un libro letal. No apto para lectores de Gala.

viernes, junio 16, 2006

Mañana, en Madrid: Presentación de Reza lo que sepas

Día: Mañana, Sábado 17 Junio
Lugar: Local en C/ Jesús y María, 21 (Metro Tirso de Molina o Lavapiés, aunque la línea de Lavapiés está cerrada por obras)
Hora: 19:oo h (Corregido: Gracias, Clifor)
Junto a D.G. estará Nacho Escuín, presentando su libro Pop
(Mañana hablaré del primer libro citado)

Prisas y matices (La Opinión)

No somos nadie colgándonos medallas. Los españoles, sí, pero ahora me refiero a los zamoranos. Ayer estaba merodeando por entre la información que sirven al minuto en la red, en los diarios digitales que se actualizan cada pocos minutos, y entonces hallé una noticia que, lo reconozco, me animó la mañana. Topé con varios titulares al respecto (supongo que la información provenía de agencias), y cito aquí tres de ellos: “Un queso zamorano, considerado como el mejor del mundo en un certamen americano”, “El queso Señorío de Montelarreina, elegido el mejor del mundo” y “Un queso de oveja de Lácteas Castellanoleonesas gana el concurso mundial en EE.UU.” La noticia me alegró mucho, pues he dicho varias veces que la tierra le tira a uno, y suele haber escasez de buenas noticias (no en la provincia, sino en los medios de comunicación, que sólo hablan de ella cuando la nublan las tragedias).
Quise satisfacer un poco más mi curiosidad, enterarme de los pormenores, saber dónde había sido celebrado dicho certamen. Nada más fácil, en la red, que tirar de un hilo e ir desenredando la madeja. Averigüé que el certamen se celebró en Wisconsin, y se llamaba o se llama World Championship Cheese Contest. O sea, un campeonato mundial de quesos. Hasta ahí, correcto. Pero me apeteció entrar en la página web del campeonato de quesos de Wisconsin, a ver qué contaban. En Estados Unidos proliferan los campeonatos y ferias de cualquier cosa, como el Concurso Juvenil de Cabras Pigmeas, el Campeonato de Pulsos del Medio Oeste o el Certamen Clásico de Mugidos Célebres (no me he inventado ninguno: el lector puede encontrarlos en el libro de reportajes “Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer”, de David Foster Wallace). No es mi intención restar méritos a un concurso americano, sólo apuntar que en aquella tierra existen campeonatos de todas las clases, desde los más vulgares y chabacanos hasta los más respetables. Navegué por la página web, que incluye un muestrario de imágenes en las que salen los miembros del jurado, con gorra, probando y analizando los quesos. Luego pinché en las clasificaciones, y pensaba ver a Zamora en primer lugar, flamante y premiada. Pero los tres premios principales correspondían a quesos de Suiza y de los Países Bajos. Después descubrí las categorías. Unas cincuenta, en total, con sus clasificaciones y los tres primeros puestos de cada una: cheddar, mozzarella, provolone, gouda, feta, queso para fundir, etcétera. Puede leerse, en dicha tabla, el nombre del producto ganador, la compañía fabricante, la región donde se elabora, el país del que proviene, la descripción y la medalla que le corresponde. Sí, y por fin allí estaba: el Señorío de Montelarreina, elaborado en Fresno de la Ribera, el mejor de su categoría, la Hard Sheep's Milk Cheeses (viene a significar, creo, “queso fuerte de leche de oveja”). Continuaba alegre, animado, pero ya no era lo mismo. No era el mejor del mundo, sino el mejor en su categoría, junto a unos ciento cincuenta quesos galardonados en primeros, segundos y terceros puestos.
Luego leí que, en Asturias, reivindicaban el queso como suyo. He aquí la razón: se hace en tierras zamoranas, pero la empresa responsable es asturiana. Cuestión de matices. Porque me habían vendido algo que no era del todo cierto, sólo una esquina de la realidad. No obstante, felicito a la empresa, lo merece; y espero que en las noticias de hoy, en papel, el error haya sido subsanado, y que esas informaciones a media luz se pierdan en la red. Supongo que la culpa obedece a las prisas, al trabajo urgente. Pero sigo pensando que no somos nadie colgándonos medallas.

jueves, junio 15, 2006

Resumen de la vida, por Beckett

ESTRAGON: Estoy cansado. Vámonos.

VLADIMIR: No podemos.

ESTRAGON: ¿Por qué?

VLADIMIR: Esperamos a Godot.

ESTRAGON: Es cierto. Entonces, ¿qué hacemos?

VLADIMIR: No hay nada que hacer.

Autobús urbano (La Opinión)

Nos subimos a un autobús, dado que la línea amarilla que pasa por el barrio ha sido cerrada hasta septiembre, o así, igual que hicieron el año pasado, logrando de ese modo que los trabajadores y los niños que van a la escuela deban buscarse la vida. Uno de esos autobuses urbanos, de color rojo y rugido casi ferroviario, donde los pasajeros, si es hora punta, meriendan codo ajeno y se propinan pisotones por descuido y terminan oliendo a jabalí. Se me había acabado el bono de transportes, que lo mismo sirve para un roto que para un descosido, o sea, que vale para pasar al autobús y para pasar al andén de metro. No suelo montar en estos vehículos e ignoraba el precio del billete, de un viaje muy surtido de mareos y de frenazos sin cuento. Saqué la cartera para tener a mano la calderilla. La billetera, desde que vivo aquí, ya no la llevo en el bolsillo trasero del pantalón, sino en uno de los delanteros. El primer consejo que me dieron al trasladarme a la ciudad fue: “Colócate la cartera junto a los huevos; así no podrán robártela”. Y lo hice, aunque es incómodo y me costó acostumbrarme, y preferiría llevarla como siempre, apretada contra el culo, que incomodaba menos en mis paseos zamoranos. Pero así son las reglas de la jungla.
Extraje, pues, el monedero y le pedí al conductor, amablemente, que me vendiera un billete. No dijo una palabra, pero negó con la cabeza. No entendía las razones para no servírmelo. Me dije: “El autobús no va completo, dudo que el hombre no disponga de cambio de monedas, me parece raro que no despache billetes y sólo se pueda acceder con el bonobús en la mano, y tampoco soy negro y, si lo fuera, daría lo mismo porque desde aquí veo gente de color en los asientos”. Insistí en lo del billete, esperaba que me diera un motivo, que me explicara la causa. Cuando ya guardaba el monedero, cuando empezaba a resignarme y estaba a punto de dar la vuelta para salir del transporte, el conductor dijo: “Esto no se cobra, es servicio gratuito por estar cerrada la línea de metro”. Adivinen mi careto y la sonrisa maliciosa del individuo, que me la había jugado. Esto sólo tiene un nombre, atribuido a mi incompetencia urbana, y quienes suelen leerme ya lo conocen, sí, en efecto: quitada de boina. Una vez más. One more time, que dirían The Doors. Mientras procuraba avanzar por el atestado interior del autobús, recordé que casi nadie había tratado de meter el bono en la ranura. Viajábamos tan apretados, y el ruidoso armatoste daba tantos bandazos, y reinaba allí dentro un calor tan espeso y agobiante, que entendí que la gratuidad, en las ciudades como Madrid, sólo es garantía de molestias y de inconvenientes.
En mi niñez conocía estas apreturas del bus gracias a los tebeos de “Mortadelo y Filemón”, que ahora vuelven con otra aventura sobre el Mundial de Fútbol. El autobús, decía, se convirtió en una jaula. En un barracón móvil de ganado. Íbamos hacinados, sudorosos, trastabillando. Es un espacio en el que los cacos se desenvuelven bien y han ideado nuevas estrategias para efectuar sus robos y llevarse el dinero de las señoras. Nos contó nuestra vecina que le han rajado el bolso algunas veces. Hacen, con la navaja, una abertura en el lomo, para meter el dos de bastos y sacar el dos de oros. Unos días atrás, embutida con calzador en esas aglomeraciones, le ocurrió algo parecido en el autobús. Parecido, pero no igual: en esta ocasión rajaron su camisa para acceder al bolso, pues lo llevaba debajo de la prenda. He visto el boquete: un agujero redondo, casi perfecto, del tamaño de una pelota de tenis. Supongo que utilizaron una navaja o un cúter. Pero la mano culpable no llegó al interior del bolso.

miércoles, junio 14, 2006

Libro: Destrucción de la mañana, de José María Fonollosa


Hace un par de días leí, por fin, una obra de Fonollosa, ésta que aparece en la imagen. Fonollosa fue la clase de poeta a quien le costó sufrimientos publicar sus poemas. En la contraportada lo califican de "poeta secreto".
Destrucción de la mañana es un recorrido por el fracaso, por el fracaso de un hombre, por el fracaso del hombre. Alguien que sale a pasear, cuya conciencia huye de su cuerpo, que ya no le parece el suyo, que camina por la ciudad desalentado, sintiendo el peso de no haber logrado gloria, amor y dinero.
Resulta desgarrador. He aquí una muestra:
Es absurdo vivir. Y duele mucho.
Mi vida no era al mundo necesaria.
No soy más que un estorbo para algunos
y un estorbo también para mí mismo.

Y así somos los más. Unos objetos
molestos arrojados a la vida
que aparta alguna gente cuando avanza.
Todo ha salido mal. Todo mal sale.

“¿Cómo van?” (La Opinión)

No me entusiasma el deporte en general ni el fútbol en particular, aunque tolero el boxeo, que me divierte sobremanera cuando lo ponen en horario de madrugada. Tal vez esta aversión (o, mejor, llamémoslo desinterés, pues me trago las películas de deportes como un campeón) provenga de mis múltiples fracasos en la niñez y en la adolescencia en diversos campos: el fútbol, el baloncesto, el voleibol, la natación, etcétera. Creo que lo único que se me dio bien fue correr, algo que no puedo llamar atletismo, porque lo mío consistía en correr a lo loco y sin medida. Pero actualmente tampoco me da por correr; he llegado a un punto en que sólo lo haré en caso de que me persigan y no encuentre un taxi libre para darme a la fuga.
Pero me asombran los fenómenos que circulan alrededor del deporte en general y del fútbol en particular. Se habla mucho de la violencia que algunos deportes engendran. Y, sin embargo, se comenta o analiza poco otro fenómeno: la camaradería que se origina desde el fútbol. La camaradería entre el pueblo, entre los habitantes que salen a la calle después de ver el partido y son capaces de abrazar al Diablo, pero sólo si el Diablo es de su mismo equipo. Esto me asombra, me sigue asombrando, a veces no doy crédito. Aún más en mi caso, que no participo de los ritos que envuelven a las masas que no se pierden un partido, o que celebran los goles en la fuente pública de su barrio, en la que jamás se meterían por causas etílicas. En mi ciudad me sucedía a menudo. Normalmente, no me entero de si tal o cual tarde hay un partido en la televisión hasta que salgo a la calle y me ensordece la algazara atronadora de las bocinas de los coches, las trompetas de los aficionados y el jolgorio general que se adueña de la ciudad. Es entonces, llámenme lo que quieran, cuando reparo en que acaba de celebrarse un partido de fútbol. Pues bien, contaba que en mi ciudad me sucedía a menudo. Atravesaba, pongamos por caso, la Avenida de Portugal en dirección a Santa Clara, y entonces, del coche que esperaba en primera línea ante un semáforo en rojo, asomaba medio cuerpo algún individuo, ataviado con una bandera del Madrid a modo de capa, y vociferaba, sin acritud y con entusiasmo: “¡Os jodéis, que hemos ganado!” No sé si esto lo he contado alguna vez pero, en cuanto el vehículo arrancaba con un derrape, echaba cuentas: “Creen que pertenezco al equipo perdedor, que milito entre quienes, derrotados, se van a casa sin una sonrisa en los labios”. He aquí la simpleza del pensamiento de quien me había jaleado: “Si no lo celebra, entonces integra el club de quienes han perdido”. Esta eventualidad se repetía unas cuantas veces, hasta que por fin terminaba mi caminata callejera. Pero lo que me sorprendió siempre es que nadie me arrojaba aquellas palabras con la arrogancia de los vencedores, sino con el cachondeo de quienes muestran cierta piedad por los vencidos. No detectaba hostilidad.
Pero entremos de lleno en el tema de la camaradería. En los bares no es raro que a uno se le acerquen tipos a los que no ha visto en su vida y le pregunten, señalando con un gesto al televisor: “Qué, ¿cómo van?”, o le paren por la calle y le digan: “Oye, ¿sabes quién va ganando?” No hace falta aclarar que casi nunca sabía a qué demonios se referían. Este fenómeno, insisto, me asombra. Mas me repatea un poco. Me duele ver cómo algunos ciudadanos que apuñalarían a su mejor amigo por la espalda, que jamás cederán territorio, que no sabrán perdonar, se hacen colegas espontáneos y pasajeros de otros desconocidos, y se fían de ellos si hay fútbol, cuando sabemos que el hombre es por naturaleza receloso, cicatero, maleducado y soberbio.

martes, junio 13, 2006

Travesía nocturna (La Opinión)

Insisto en que las noches zamoranas de los viernes y los sábados me satisfacen más que las madrugadas madrileñas. También me solazaba la jarana nocturna de Salamanca, en mis tiempos de estudiante. En Madrid, en cambio, no acabo de divertirme por completo: la noche está trufada de tíos raros y de monstruos, en los pubs te cobran hasta por respirar y a la puerta colocan a unos señores calvos y hoscos, con unas espaldas de la misma anchura que un colchón de matrimonio, que hablan en idiomas del este y fruncen el ceño mientras te registran de un vistazo la ropa y el careto y los modales, y siempre suenan sirenas cuando sales a la calle, y en cada esquina de la zona céntrica de garitos asoma un vendedor de latas de cerveza y bocadillos de salami, puestos sobre una caja de cartón, y los taxistas son poco educados y están hartos de recorrer calles colonizadas por borrachos, golfas y delincuentes. Es difícil encontrar una cara amiga, un rostro familiar en la travesía nocturna y entre la marea de juerguistas de los bares, aunque de vez en cuando se topa uno con gente de su tierra, a la que no veía desde hace años, el azar posee esos antojos.
Si uno participa en un botellón doméstico y se acaba el refresco, o le entra hambre, o si se queda sin whisky, no hay problema: basta con salir a la calle y recorrer las tiendas de los extranjeros. Los hindúes, que son honrados o a mí me lo parecen, se niegan a la venta de alcohol a partir de las diez. Pero siempre quedan los kioscos regentados por asiáticos. Pueden despacharte una botella en la madrugada, una botella que sacan de la trastienda y envuelven en una bolsa con una mirada cómplice que se agradece mucho, especialmente si a uno le amargan las prohibiciones nocturnas, hechas para los yogurines. Cobran más que en un supermercado, pero en el precio va incluido el riesgo que afrontan. A la puerta de estos kioscos pululan los camellos, los raperos latinos, los chulos, los desesperados, los náufragos melancólicos, los navajeros, las alcohólicas a las que gusta tener a mano una tienda donde comprar cerveza.
En la entrada de las discotecas vuelve uno a divisar a los porteros uniformados, Titanics de carne y hueso, con sus trajes y sus pajaritas, la nuca amplia como el frontón de un pueblo, el ceño fruncido, con unas dimensiones físicas tan exageradas que con cada traje que usan se podría vestir a todos los niños de un hambriento poblado africano. Años atrás vi, en la noche madrileña, oscura y peligrosa como boca de lobo, la paliza que cuatro o cinco gorilas de discoteca le propinaban a un fulano; pegan duro, sucio y rápido, igual que en las películas de matones y de cazadores de recompensas. Cuando pasa por Montera, en dirección a la zona de Fuencarral, ve a las prostitutas en pie, muy erguidas y preparadas, como soldados del amor, obreras del alquiler de la carne, reinas de su esquina, princesas en bancarrota. De regreso, a las cinco o seis de la mañana, quedan las últimas. Las observa uno sin detenerse, compungido. Las que quedan, las que no han encontrado el cliente que las lleve en su carruaje de chapa y neumáticos, se dispersan por la acera. Están vencidas, agotadas: charlan sin entusiasmo, se agrupan, se sientan en los escalones de los portales y de las tiendas, apoyan las espaldas en las paredes y en los escaparates. Alguna permanece en pie, sola y mustia, o con un chulo joven a unos pasos de ella, un proxeneta de rizos y oro falso y piel morena. Es desolador. Las oye uno hablar; son jovencísimas y extranjeras; esta noche no han tenido suerte. Pero yo la tengo, al final de mi periplo: un kiosco de Sol acaba de abrir y el periódico caliente es una promesa real que reconforta.

lunes, junio 12, 2006

John Cheever


La editorial Emecé no sólo está publicando, en estos meses, libros inéditos de John Cheever, como sus dos volúmenes de Relatos o Bullet Park; también reedita, en tapa dura, otras joyas como La geometría del amor (una antología de cuentos) o sus Diarios. Es un momento magnífico para hacerse con su obra. Sin embargo, me gustan más las ediciones anteriores que tengo de estos dos últimos: en ellas aparecían sendas fotos, magníficas, del gran escritor.

Dos realidades (La Opinión)

El otro día, que se me olvidó contarlo, Raúl del Pozo explicaba que deberíamos inventarnos algo para que a las presentaciones literarias fuese más público. Porque sólo se llena el patio de butacas cuando el autor presentado vende sus libros como rosquillas. Así que, dijo, algo tenemos que inventar para que la cosa cambie. De esto escribí hace meses: las presentaciones literarias van en declive, salvo si anuncias que el editor va a poner vino y canapés. Entonces sí, entonces es probable que entren a la sala los curiosos, los tragaldabas, los que nunca han leído un libro y sus abuelas. Hoy, continuó el escritor y periodista, la vida real, la realidad, está contenida en internet (palabra que siempre escribo con minúscula, en contra de las normas, porque teatro o cine no se escriben en mayúsculas y para mí tienen más importancia). La frase la entendimos los seis que le escuchábamos, en el vestíbulo de un hotel de la Gran Vía, porque todos éramos más o menos jóvenes y estamos habituados al lenguaje virtual, que será todo lo puñetero que ustedes quieran, pero es lo que hay.
En internet, prosiguió, lo encuentras todo, de tal manera que, en la actualidad, lo que no está en internet no existe. Suena amargo, sí, pero roza la verdad. Y, como ejemplo, comparaba las presentaciones literarias o las entrevistas con escritores en un salón de actos (la vida real) y en un salón de chats (la vida virtual): a las primeras sólo acude el público si hay manduca, ya digo, o si el protagonista es tan célebre que vende mucho en otros países; a las segundas se asoman miles de personas, sea el tipo famoso o anónimo. ¿Tú sabes cuánta gente me ha visto a mí en el chat?, preguntó Raúl del Pozo a Antonio Lucas, su compañero del diario El Mundo. Miles, respondió. Así está el panorama, no lo duden. La gente sabe que ir a una presentación implica el desplazamiento físico, la ausencia de máscaras entre el oyente y el autor, la sospecha del tedio a mitad de acto, las prisas a la salida de la oficina. Los internautas saben que echarle un vistazo a un chat sólo supone el tiempo de darle a los botones del ratón, un click, otro click, y no hay desplazamiento, y pueden colocarse la máscara del anonimato y lapidar con insultos al entrevistado (salvo que lo censure el webmaster o administrador de la página), y, si se aburren, se cierra la ventana y en paz.
Pensemos en la frase, otra vez y con detenimiento. Lo que no está en internet no existe. No significa que el mundo real que no cabe en la red no importe, sino que las generaciones de la realidad virtual sólo le dan valor y entidad a lo que aparezca en las búsquedas de Google y a lo que nos envíen por correo electrónico. De tal manera ha cambiado el panorama que sólo queremos ver videoclips si los cuelgan en YouTube y si además hacen reír (YouTube es una página de búsqueda y alojamiento de vídeos), sin importar el tema; y sólo interesan los grupos de música, sus canciones y sus biografías si aparecen en MySpace, esa comunidad virtual; y sólo nos interesa un personaje si lo meten en un chat o si, siendo polémico, hay posibilidades de insultarle a él, a su madre y a toda su ascendencia en los comentarios a su blog. Etcétera. Los tiempos cambian y este es el ritmo al que marchan. Para que no me pillen desprevenido, hace siglos que me aprendí toda esta jerga incomprensible y yanqui de palabros, anglicismos, nombres de páginas y términos que les he soltado en las líneas anteriores. Pese a ello, nada como lo real, lo vivo, lo que se palpa y huele. Como esa vez en que chateaba, en Zamora, con un amigo. Hasta que escribió: “Oye, esto es absurdo, ¿por qué no quedamos en un bar y charlamos tomando algo?” Tenía razón.

domingo, junio 11, 2006

Feria, la mascota de la Feria del Libro


La gata Feria, ayer por la mañana en la caseta La Catarata. (Foto: LUIS MAGÁN)
Lee la noticia en El País.

Quitar los bancos (La Opinión)

La plaza de Tirso de Molina queda a poca distancia de donde vivo, a tiro de piedra, a cinco minutos andando, cuesta arriba. Paso por allí algunas veces. Frente a un supermercado hay varias marquesinas para aguardar el autobús. La zona, desde hace tiempo, fue tomada por un grupo de indigentes yonquis. No tienen donde dormir, así que se acuestan en los bancos donde los viajeros deberían sentarse a esperar su transporte. El Ayuntamiento, dado que los vecinos protestaban, ha tomado cartas en el asunto como sólo saben hacerlo los ayuntamientos: trasladando el marrón a otro sitio, en vez de solucionarlo, es decir, que lo que ha hecho es quitar los bancos para que la panda se vaya. De ese modo ni los toxicómanos duermen en los bancos ni los viajeros se pueden sentar en ellos, que sólo están libres cuando sus ocupantes se pegan o cuando van a Las Barranquillas a por su dosis. Lo cierto es que supone un problema más complicado de lo que creemos a simple vista. Es una polémica en la que todos tienen algo de razón: los vecinos y los viajeros, porque están hartos de peleas, vomitonas, escándalos, suciedad, excrementos y orines humanos; los yonquis, porque no tienen donde caerse muertos o moribundos, y en algún lugar deben reposar los huesos; el Ayuntamiento, porque no puede satisfacer a vecinos, viajeros y parias, aunque su solución sea la opuesta, léase perjudicarlos a todos, y porque tampoco se puede sacar de la indigencia y de la toxicomanía a quienes niegan el auxilio.
Este grupo de Tirso de Molina es distinto del que habita y merodea por mi barrio. Aquí veo borrachos, vagabundos y camellos, pero en Tirso sólo malviven yonquis, que se ponen muy nerviosos y agresivos con el síndrome de abstinencia. Por esa razón la gente les tiene más miedo, pues a los alcohólicos no les resulta difícil comprarse un brik de vino Don Simón en el supermercado (es barato y no hay que viajar a los arrabales), y a los yonquis les toca irse a los poblados de las afueras a por un chute y eso pone nervioso a cualquiera, al consumidor y al vecino.
La solución del Ayuntamiento, ese retiro de los bancos públicos para expulsar al mendigo, sólo ha servido para que se muden a la calle de al lado. Y es peor, o a mí me lo parece, ya que acampan a diario en el escaparate de una tienda de ropa. Los vecinos de la plaza de Tirso de Molina los ven menos, qué duda cabe, pero el muerto ahora lo carga el dueño de la tienda. Se han situado en un lugar por el que paso a menudo. Lo leí en un reportaje: antes robaban en el supermercado y recogían los productos que arrojan a la basura para revenderlos en otros barrios, y ahora están apostados en la acera del escaparate, donde se pelean, discuten, orinan, beben, vomitan y van ensuciando la calle. Un asco, lo he visto. Esta situación, aunque parezca localista, es el espejo en el que se mira la sociedad actual. Los parias están a lo suyo, les basta con chutarse y mamar de la botella, arrasándolo todo en su camino hacia el abismo. Los vecinos rehusan los asuntos de alcohol, drogas y mendicidad, y se les da una higa el problema en sí: lo que quieren es alejarlo, no acabar con él. Los políticos municipales van barriendo para donde pillan, echando de aquí para allá a los marginados. Esta situación la he observado, también, en mi tierra, en Zamora. A los marginados se les va empujando, echando de los territorios que colonizan con su basura y sus enfermedades y sus miserias, hasta que quedan en los suburbios, entre solares y chabolas hechas con cartón y madera. De ese modo los problemas jamás se acaban, pero los vecinos quedan satisfechos y el Ayuntamiento se cuelga la medalla, creyendo que ha hecho algo.

sábado, junio 10, 2006

Épica de los sucesos mínimos (La Opinión)

Estuve en la presentación de “Palomas eléctricas”, la nueva novela del compañero de armas literarias Julio Valdeón Blanco. Fue el jueves, en horario matutino: las doce de un mediodía de calor aplastante, con el asfalto hirviendo los pies de los ciudadanos. En el Hotel H10 Villa de la Reina, sito en el número veintidós de la Gran Vía. Dentro de una sala con una mesa y unas quince sillas, a ojo, en el Salón Velázquez. El acto estaba destinado a los medios de comunicación y a las amistades de Julio. Sobre la mesa habían dispuesto un desayuno que no probé porque acababa de desayunar en casa; consistía en jarras de zumo, botellines de agua, té y café, leche, bollos. Ante cada asiento, un plato, cubiertos, agua, copas, tazas y una carpeta de cartón con folios y un bolígrafo. Todo muy lujoso, profesional y agradable. Antes de pasar a esa sala nos presentaron a Raúl del Pozo, uno de los dos maestros de ceremonias (el otro era César Alonso de los Ríos). Raúl del Pozo es algo así como un guía de los escritores cachorros, tales como el propio Julio Valdeón o Montero Glez, quienes reconocen su magisterio y alaban la prosa canalla y navajera de sus columnas. Ahora que lo he tenido al lado les comprendo. Suelta frases certeras, ágiles, irónicas, verdades como puños, bromas de buen gusto, mientras se echa al coleto un White Label, aunque sean las doce del mediodía. El White Label, por cierto, es uno de los pocos whiskies que deben tomarse a palo seco, con dos o tres piedras de hielo, y así se lo sirvieron.
No me gustó la presentación de César Alonso de los Ríos, demasiado dispersa, pródiga en digresiones, poco acorde con el pensamiento de la generación de jóvenes a la que se dirige el libro de Valdeón. Las palabras de Raúl del Pozo, quien habló de Nueva York y del estilo literario de “Palomas eléctricas”, sí se me antojaron sabrosas e incluso tomé nota de algunas de sus sentencias, que leyó en unos folios que traía escritos (para que luego digan que los grandes nunca leen en público). Anoto aquí un par de ellas: “Una prosa refulgente, poderosa, de una pluma capaz de arrancar los ojos a los cocodrilos” y “Novela caótica, urbana, hermosa, coral, maldita”.
Luego llegó el turno de Julio, quien aclaró las razones para el título, el argumento, los personajes, el estilo. La suya, ganadora del Premio de Novela Ciudad de Salamanca, es una novela urbana y contundente, deudora de la prosa norteamericana, del realismo sucio, de los escritores malditos y con mala reputación. Pero, a diferencia de ellos, su libro se ambienta en Valladolid, y está escrito mediante un lenguaje barroco, quevediano y ramoniano, lo cual proporciona una de esas novelas que, además de gustarnos, empujan a identificarse con las cuitas de sus personajes. El autor ha intentado hacer una “épica de los sucesos mínimos”, una novela que critica “esa trampa moderna que nos dice que debemos ser felices durante las veinticuatro horas” y, luego, en cuanto tenemos un traspié, nos hundimos y queremos superarlo tomando Prozac y ahogándonos en alcohol. Sus héroes son los jóvenes malditos de hoy, lastrados por una serie de problemas que ha llevado a colgarles la etiqueta de “mileuristas”: la depresión, la precariedad laboral y sentimental, los contratos basura, las hipotecas, el abuso de las drogas y el alcohol, la convivencia con los padres. De momento, me ha dado tiempo a leer unas doscientas setenta páginas. Carezco, pues, de una visión global, pero sí puedo dar algunas pinceladas: la novela engancha, habla de nosotros, los jóvenes y los que ya no somos tan jóvenes, y en cada página late el pulso de una prosa agresiva, feroz, turbulenta, implacable, actual y vertiginosa.

viernes, junio 09, 2006

Cela y la Alcarria (La Opinión)

Ya dijimos que en España entusiasman las efemérides y los aniversarios. Por ejemplo, dentro de doce meses en los medios de comunicación volverán a hablar de la muerte de Rocío Jurado (“Se cumple un año desde la desaparición de la artista”, etcétera), y harán lo mismo cinco años después, diez años después, quince años después, veinte años después, y así hasta que nos aburramos, aunque a mí el tema ya me agota y no ha pasado ni un mes. Entre estas efemérides encuentro ahora que han transcurrido sesenta años desde que Camilo José Cela, entonces alto y flaco, se colgara la mochila al hombro y recorriese a pie la Alcarria, para posteriormente parir un libro bellísimo y refrescante, de esos que nos encantan a quienes no tenemos la fortuna de viajar demasiado: “Viaje a la Alcarria”. Si no lo han leído, no sé a qué esperan.
Por este motivo la Fundación Cela ha preparado varias actividades, a saber: un viaje virtual por esa región, con lo cual cada día uno puede leerse en su web algunos fragmentos y ver las fotografías, y comprobar los horarios que el escritor viajero o el viajero escritor iba cumpliendo; una exposición con fondos de Iria Flavia; un recorrido real por aquellos parajes, señalizados como “Ruta del viaje a la Alcarria”; un número de la revista “El Extramundi” dedicado al libro; la proyección, en la sede de Iria Flavia, de la película para Televisión Española que realizara Antonio Giménez-Rico en los setenta; el obsequio de un ejemplar del libro a quienes acudan a la proyección. No sé si me dejo algún acto en el tintero, pero los que he nombrado bastarían para conmemorar esta obra como se merece. Aunque, más que la conmemoración, lo que me atrae o convence de este programa es que, así, se impide que la obra corra el riesgo de caer en el olvido (a no ser que el aniversario conduzca al exceso, como con el Quijote). Porque hoy Cela corre ese riesgo, a pesar de los ensayos, los estudios, las reediciones de sus textos: las nuevas generaciones no leen al autor de “Mazurca para dos muertos”, salvo que lo manden en clase, y entonces se convierte en “un rollo”. Su obra no debería leerse por prescripción facultativa, sino libre y voluntariamente y sabiendo escoger los libros que a uno pueden gustarle. A mí se me atragantó “La familia de Pascual Duarte” porque me obligaron a leerlo para un examen y porque el asesinato de la perra me dejó muy mal cuerpo; tanto o más que la muerte de la madre de Bambi.
Yo me quedo con “Mazurca…” y “Viaje…”, pero también con “La colmena”, “Pabellón de reposo”, “Madera de boj” y “La insólita y gloriosa hazaña del cipote de Archidona”, que me procuró el placer de la carcajada. Y no olvido los artículos recogidos en “El color de la mañana”, de los que se aprende mucho merced al estilo, el lenguaje y el dominio del idioma del escritor. Uno es lector de libros de artículos, y por esa razón cada mañana, antes de acometer la columna, se desayuna con varias tazas de té hirviendo y dos o tres artículos de algún libro de ese género: ahora estoy con uno de Francisco Umbral, “Los placeres y los días”, que me costó pesquisas y sudores encontrarlo. Hoy pocos lectores jóvenes siguen a Cela y a Umbral. Cuando les pregunto por qué motivo no los leen, me sueltan: “Son escritores que me caen mal”. Ya, oiga, no lo niego, no lo dudo, pero le he aconsejado que lea sus obras, no que salga con ellos de copas (aunque ahora no puedo decirlo de Cela, q.e.p.d.). No debemos confundir la obra y el personaje. Hace años que busco “Nuevo viaje a la Alcarria” y no pierdo la fe: algún día, sospecho, hallaré un ejemplar. Sigo buscando. Se puede bajar del eMule, pero no es lo mismo. Lo quiero en papel y en mi biblioteca.

jueves, junio 08, 2006

Hoy, en Madrid: Presentación de Palomas eléctricas


Libro y autor: Palomas eléctricas, de Julio Valdeón Blanco
Día: Hoy, Jueves 8 Junio
Lugar: Hotel H10, Gran Vía, 22
Hora: 12:00 del mediodía
Maestros de ceremonias: Raúl del Pozo y César Alonso de los Ríos
Lee sobre la presentación de la novela en Sevilla

Sórdido espectáculo (La Opinión)

Estábamos cenando en un restaurante dispuesto para despedidas de soltero, y juro que cuanto allí vimos adquirió un tono surrealista. Alguien dijo que el director David Lynch estaría escondido, filmando aquellas locuras tras una cámara oculta en el techo o en la pared. No me hubiera sorprendido. Uno cree que lo conoce todo y entonces tropieza con raras despedidas de soltero. La que teníamos al lado era mixta: la novia, el novio (a quien habían ataviado con una especie de capa rosa, de gasa, logrando que se pareciese a Blancanieves), las amigas, los amigos, la madre, el padre, los suegros, hasta la abuela y un señor que hizo de animador gay y, a mitad de la cena, anunció que era un actor contratado para el evento y que se iba, cumplida ya su parte. Pero empecemos con el show que nos tocó presenciar.
Aparte de esa mesa mixta, otros comensales poblaban una tercera mesa. Una mesa de varones, un conjunto triste, casi fúnebre, como si el colega no fuera a casarse, sino a subir al cadalso. No les oír reír, ni contarse chistes, ni brindar con vino, ni alegrar las caras. Dudo que el motivo fuese el adiós a la soltería, sino su catadura de freaks. En seguida lo entenderán. Al muchacho homenajeado lo habían vestido de aprendiz de mago. En concreto, su disfraz imitaba al del amigo pelirrojo de Harry Potter, el tal Ron Weasley: cabellos mal teñidos de caoba, túnica de brujo joven, etcétera. No sé si apareció con escoba bajo el brazo, pero yo no la vi. No habíamos llegado a los postres de la cena cuando los amigos del muchacho lo hicieron ponerse en pie. Le vendaron los ojos y lo sentaron en una silla, allí en medio, a la cabecera de las tres mesas, a la vista de los comensales. Olvidaba decir que un poco antes uno le levantó la túnica y el personal le vio el culo y una especie de tanga blanco.
Pero volvamos a la silla. Una vez sentado, sin ver nada a causa de la venda, entraron en el restaurante un enano y una cosa muy gruesa, ambos con vestidos ajustados. He escrito “una cosa” porque ignoro el sexo, yo creo que era una señora, pero no estoy convencido del veredicto. A la cosa le venció el pudor y se mantuvo parapetada tras el marco de la puerta, asomando de vez en cuando la nariz. El enano no era bajito. Quiero decir: su altura pasaba de la media de lo que consideramos un enano. Brazos y piernas cortos, pero torso kilométrico. Poseía un rostro cansado, feo y proscrito, rayano en la vejez, e iba travestido: peluca rubia, vestido de tirantes y la cara saturada de polvos de maquillaje, que sin embargo no podían ocultar la negrura de los cañones de su barba. Resultaba grotesco su travestismo de barraca de feria, no su enanismo. Como si viéramos a un estibador con minifalda y los labios pintados de rojo, igual. El enano alto se aproximó al amigo de Harry Potter, y comenzó a sentársele encima, a ponerle el culo sobre el paquete testicular, a toquetearle, a meterle la lengua por la oreja y otros asaltos que no vi, que me negué a ver, para salvaguardar la vista del triste espectáculo, la broma sin gracia que nadie reía en todo el restaurante, para que mi estómago no me empujara a la náusea, para no contribuir a un sórdido, bochornoso y patético show, ofensivo para el enano, para el mago y para el público voluntario e involuntario. Si al tal Ron le hubieran despojado de la venda y dado a elegir entre el baile del enano y la visión de la cosa, hubiese pedido un revólver para automutilarse. Esa es la idea que algunas personas tienen de la diversión. Más tarde le trajeron a Ron a una stripper, que lo vejó un poco para luego quedarse en pelota picada. Allí, ante todo el mundo, cuando aún no habíamos terminado de cenar.