Estábamos cenando en un restaurante dispuesto para despedidas de soltero, y juro que cuanto allí vimos adquirió un tono surrealista. Alguien dijo que el director David Lynch estaría escondido, filmando aquellas locuras tras una cámara oculta en el techo o en la pared. No me hubiera sorprendido. Uno cree que lo conoce todo y entonces tropieza con raras despedidas de soltero. La que teníamos al lado era mixta: la novia, el novio (a quien habían ataviado con una especie de capa rosa, de gasa, logrando que se pareciese a Blancanieves), las amigas, los amigos, la madre, el padre, los suegros, hasta la abuela y un señor que hizo de animador gay y, a mitad de la cena, anunció que era un actor contratado para el evento y que se iba, cumplida ya su parte. Pero empecemos con el show que nos tocó presenciar.
Aparte de esa mesa mixta, otros comensales poblaban una tercera mesa. Una mesa de varones, un conjunto triste, casi fúnebre, como si el colega no fuera a casarse, sino a subir al cadalso. No les oír reír, ni contarse chistes, ni brindar con vino, ni alegrar las caras. Dudo que el motivo fuese el adiós a la soltería, sino su catadura de freaks. En seguida lo entenderán. Al muchacho homenajeado lo habían vestido de aprendiz de mago. En concreto, su disfraz imitaba al del amigo pelirrojo de Harry Potter, el tal Ron Weasley: cabellos mal teñidos de caoba, túnica de brujo joven, etcétera. No sé si apareció con escoba bajo el brazo, pero yo no la vi. No habíamos llegado a los postres de la cena cuando los amigos del muchacho lo hicieron ponerse en pie. Le vendaron los ojos y lo sentaron en una silla, allí en medio, a la cabecera de las tres mesas, a la vista de los comensales. Olvidaba decir que un poco antes uno le levantó la túnica y el personal le vio el culo y una especie de tanga blanco.
Pero volvamos a la silla. Una vez sentado, sin ver nada a causa de la venda, entraron en el restaurante un enano y una cosa muy gruesa, ambos con vestidos ajustados. He escrito “una cosa” porque ignoro el sexo, yo creo que era una señora, pero no estoy convencido del veredicto. A la cosa le venció el pudor y se mantuvo parapetada tras el marco de la puerta, asomando de vez en cuando la nariz. El enano no era bajito. Quiero decir: su altura pasaba de la media de lo que consideramos un enano. Brazos y piernas cortos, pero torso kilométrico. Poseía un rostro cansado, feo y proscrito, rayano en la vejez, e iba travestido: peluca rubia, vestido de tirantes y la cara saturada de polvos de maquillaje, que sin embargo no podían ocultar la negrura de los cañones de su barba. Resultaba grotesco su travestismo de barraca de feria, no su enanismo. Como si viéramos a un estibador con minifalda y los labios pintados de rojo, igual. El enano alto se aproximó al amigo de Harry Potter, y comenzó a sentársele encima, a ponerle el culo sobre el paquete testicular, a toquetearle, a meterle la lengua por la oreja y otros asaltos que no vi, que me negué a ver, para salvaguardar la vista del triste espectáculo, la broma sin gracia que nadie reía en todo el restaurante, para que mi estómago no me empujara a la náusea, para no contribuir a un sórdido, bochornoso y patético show, ofensivo para el enano, para el mago y para el público voluntario e involuntario. Si al tal Ron le hubieran despojado de la venda y dado a elegir entre el baile del enano y la visión de la cosa, hubiese pedido un revólver para automutilarse. Esa es la idea que algunas personas tienen de la diversión. Más tarde le trajeron a Ron a una stripper, que lo vejó un poco para luego quedarse en pelota picada. Allí, ante todo el mundo, cuando aún no habíamos terminado de cenar.