lunes, julio 31, 2006

Un problema veraniego (La Opinión)

La cuestión es la siguiente: tenemos a un padre, a una madre y a los hijos de ambos. Lo que se viene llamando una familia normal o tradicional. Pero los hijos, en este caso, deben ser pequeños, deben ser niños. Cuando llega el verano el padre y la madre, que están hasta la coronilla de trabajar y de vivir en tierras secas, ponen en práctica sus planes conjuntos: han esperado durante meses este momento y logran que sus vacaciones coincidan y deciden, entonces, viajar a alguna zona costera. Durante diez o quince días, quizá más o quizá menos, dependiendo de los posibles de la familia y de las ganas, van a estar entre playas, sombrillas, hamacas, aceites para el sol, “pescaíto frito”, cielos azules y sin nubes, brisa marina, toallas de baño, paellas, tintos de verano, cuerpos semidesnudos y proclamas publicitarias de vendedores ambulantes guiris con el soniquete en los labios de “Coca-Cola-Lemon-Orangsh-Servesafresca”. Pero, sobre todo, el padre y la madre buscan el alivio marítimo. Las olas, el baño refrescante, el horizonte azul, el salitre curativo, y los pies hundiéndose entre la arena y las algas de la orilla. Pero los hijos, que aún son niños, no quieren eso. De hecho, mire usted, por lo general odian el mar. Y ahí empieza el problema.
El problema empieza cuando toca, por la mañana, acaso muy temprano, preparar los bolsos e ir a la playa después del desayuno. Si el hotel o el apartamento en el que se aloja la familia no es muy malo, dispondrán de piscina, entre otros servicios. La piscina atrae a los niños como la luz a las polillas y la sangre a las moscas. Y los niños, en cuanto ven sus aguas ricas en cloro y sus orillas con cemento y sin arena, sólo quieren zambullirse dentro. Los padres comienzan siendo permisivos. “Venga, meteros un rato, pero en cuanto me tome una caña nos vamos a la playa”. Los críos, que se las saben todas, dicen que sí, sí, jefe, sí, papá, lo que tú digas. Dicen que sí con la boca y niegan con el cuerpo. Cuando los padres regresan de efectuar alguna compra o de beberse una caña fresca en el chiringuito más próximo, no hay manera de sacar a los chavales de la piscina. Con suerte, incluso habrán hecho amigos, otros niños de su edad a quienes, además, ponen de excusa: “Es que, si salgo, dejo solo a Manolín”. Entonces uno observa esa escena típica del verano y de las familias de interior que pasan sus vacaciones en la costa: los padres caminando por el bordillo, pidiendo a los chavales que salgan ya, oye, que ya está bien, que no hemos venido a Torremolinos para pasarnos el día en la piscina, y que piscina hay en nuestra ciudad e incluso en el pueblo de la abuela, y que uno no puede gastarse el dinero en hacer tantos kilómetros para que los hijos se pasen las horas en una piscina que encima esté llena de cloro y en la que todo el mundo se mea, oye, que el mar está ahí en frente, y fíjate que pureza y qué color y qué frescura, y que esto no hay padre que lo aguante, etcétera.
Los chavales, tras el rapapolvo, dirán: “Que sí, que sí, que ahora vamos. Un minuto más, sólo un minuto”. Y la mañana y la tarde transcurren, ante las miradas impotentes de la madre, que quiere que todos estén contentos pero juntos, y los visajes furiosos del padre, que observa compungido cómo se le van las vacaciones en ver a sus chavales bañarse en la piscina, una piscina de mierda, coño, oye, que encima es más pequeña que la del pueblo de la abuela, hasta dónde vamos a llegar. El padre se hace cruces y jura que no volverá. Mediada la tarde, los chavales ceden. Pero al día siguiente la escena se repite. Esa es una de las razones por las que algunos padres vuelven de vacaciones con los nervios triturados.

domingo, julio 30, 2006

La redención del patán (La Opinión)

Me he enganchado a algunas series de televisión: los dibujos animados de Superman, Batman y Spiderman, el Doctor House, “Cuentos de la cripta”, etcétera. Sin embargo, hoy quería hablarles de la primera (y única, de momento) temporada de una serie que no tardarán en emitir en La Sexta: “My Name Is Earl”, que traducirán, supongo, como “Me llamo Earl” o “Mi nombre es Earl”. Dado que mi antena no coge La Sexta, alguien me ha pasado la serie en versión original con subtítulos en español. Y es una auténtica delicia, una comedia de mala leche y buenas intenciones, humor gamberro y duelo entre el bien y el mal, una mezcla de los iconos freak, “Amelie” y los primeros filmes de Kevin Smith, especialmente “Mallrats”. Supongo que, cuando la estrenen en España, hará furor. Lo ha hecho en otros países. Este año fue nominada en un par de categorías importantes de los Globos de Oro y de los Emmys. Pero, si por algo quise ver la serie, es debido a la interpretación de su protagonista, Jason Lee, un divertido actor a quien los cinéfilos recordarán por sus papeles en “Persiguiendo a Amy”, “Dogma”, “Casi famosos”, “Vanilla Sky” o la citada “Mallrats”.
El episodio piloto es esencial. Earl Hickey (Jason Lee) es un patán de patillas, bigotazo y camisa de leñador, habituado desde niño a robar, mentir, emborracharse en los momentos menos indicados, pegar puñetazos a los jefes de sus esporádicos empleos, entre otras lindezas. En el piloto, Earl comete su última fechoría: roba a un hombre un billete de lotería premiado. Pero lo atropella un coche y lo envían al hospital. Allí reflexiona acerca de su vida, descubre el karma y éste se convierte en su máxima: “Haz cosas buenas y te sucederán cosas buenas; haz cosas malas y te sucederán cosas malas”. Earl elabora una lista con las atrocidades que ha cometido desde su infancia, y asume que le ha jodido la vida a medio pueblo: a sus padres, novias, ex mujer, hijastros, hermano, amigos, policía, vecinos, trabajadores. Una vez cobrado el dinero de la lotería, decide emplearlo para ayudar a las personas (de ahí mi referencia a “Amelie”) y recomponer las vidas que ha truncado. Porque todo cuanto hace origina una catástrofe. Si, por ejemplo, roba un coche, no sólo deja a un ciudadano hundido por el robo, sino que el tipo, al serle arrebatado el vehículo, llega tarde al trabajo, es despedido al día siguiente y como consecuencia se queda sin dinero y sin casa, y luego sin novia y sin futuro. El más afectado, probablemente, es su padre, a quien desde crío arruinó de todas las maneras posibles. Uno de los aspectos más divertidos es que, en cada capítulo, tenemos una dosis de mala leche (cuando, en flashback, nos muestran las locuras de Earl) y una dosis de buenas intenciones (el calvario que está dispuesto a pasar para devolver su dignidad y su vida a las personas a las que perjudicó).
Eso se completa con situaciones hilarantes y la compañía de estupendos personajes secundarios: Randy, su hermano, un muchacho no muy distinto de Forrest Gump, quien posee un modo de discurrir que suele salvarles la papeleta; una ex mujer dura y de barrio que tuvo dos hijos ilegítimos con Earl (uno, además, negro); el marido actual de ella, un camarero afro que vive con una sonrisa perenne en la boca; una hispana que limpia el motel donde se aloja Hickey; y un par de ladronzuelos. A ello debemos sumar las estrellas invitadas de algunos episodios, como Beau Bridges, Giovanni Ribisi o Juliette Lewis, y la banda sonora, con canciones de Lynyrd Skynyrd, George Thorogood, AC/DC, The Doors, Bob Marley, Creedence Clearwater Revival, Nilsson, Steppenwolf, Nancy Sinatra y Queen, entre otros.

sábado, julio 29, 2006

Talento, ambición y un poco de suerte

Así se titula el artículo sobre Raymond Carver de Revista de Libros.

Aprovecho para recomendar este suplemento, perteneciente al Diario El Mercurio, y el suplemento Radar Libros, del periódico Página 12. Ningún sábado me pierdo sus contenidos.

Estilo femenino (La Opinión)

Me fascina ese don que tienen casi todas las mujeres para que cualquier prenda u objeto les siente mejor que a todos los hombres. Lo llamo don, pero igual es una cualidad estética o, simplemente, un toque de estilo femenino. Vayámonos, para que ustedes comprendan lo que quiero decir, a una fiesta de Nochevieja, donde no faltan los disfraces, los matasuegras, los gorros de cartón y de papel y los afeites excesivos. Si un hombre (yo mismo, dado que ahora necesitamos voluntarios) aparece en la fiesta con un sombrero en la cabeza, ya sea hongo, de copa o de cowboy, entre el público que festeja suelen darse dos reacciones: uno, reírse de quien lo lleva; dos, hacerle fotos para que otro día él mismo vea lo ridículo que iba. Es posible que la idea de ponerse un sombrero para una fiesta sólo sea el enésimo intento de hacer el gamba. Ahora bien, en cuanto una mujer le pide el sombrero al voluntario y se lo pone, alrededor todo son parabienes, piropos masculinos y también femeninos, múltiples cámaras de fotos para que luego, ella, vea lo guapa que estaba. En las bodas y en las fiestas en las que los hombres llevamos corbata, en conjunto parecemos ejecutivos, tipos fríos y elegantes, pero estéticamente quedaríamos igual si nos sustituyesen la corbata por la soga. Cuando han corrido el champán y la alegría durante un par de horas, algunas mujeres toman prestadas esas corbatas y se las ponen. Y, oigan, no hay color. Aúnan elegancia con erotismo y una gota de vanguardia, ya que no se ajustan el nudo al cuello. No lo digo sólo yo, por ser heterosexual. Seguro que muchas mujeres me dan la razón.
Cuando la mujer se puso pantalón, el hombre supo de inmediato (exceptuando a los conservadores de siempre y a los beatos de turno) que le sentaba mejor que a él. Es una verdad descomunal, aunque en el fondo duela. No ha ocurrido así con la minifalda: a nosotros nos sienta como un tiro entre las cejas. Basta con ver a quienes se disfrazan de fulanas durante el carnaval (no olvidemos que, en carnaval, los caballeros no se disfrazan de damas, sino de meretrices). Y, ¿qué decir de la playa? En la playa, una chica en tanga es una diosa. Un tipo en tanga, en cambio, provoca deserciones masivas y gestos de repulsa. En cuanto las mujeres les ven el culo peludo al aire y la marcazón paquetera casi vomitan, las pobres. Un hombre que sujeta un revólver da una imagen de peligro y heroicidad; en una mujer sucede todo lo contrario, o sea, que no nos llega el peligro de la inminente matanza o del atraco, sino el peligro del morbo. Basta con ver las películas de cine negro, donde un asesino con pistola da miedo y una femme fatale empuñando una cuarenta y cinco nos embarga de cierto placer. O las gafas de sol que ocultan media cara. Con ellas puestas, un hombre parece un hampón con millones y una mujer parece una modelo en prácticas. Un millonario con un cigarro puro en los labios tiene pinta de ladrón, de vividor y de sinvergüenza, y una millonaria con el mismo vicio tiene aspecto de duquesa erótica.
Podríamos hablar de las pelucas. Si me pongo una peluca en una fiesta provocaré la hilaridad del personal, ya sea la peluca de buena factura o de imitación pobre. Si una chica se coloca la misma peluca sabrá cómo hacerlo, cómo llevarla, y en consecuencia le harán fotos y verterán en sus oídos el elixir del requiebro. Todos estos ejemplos pueden verse en las fotografías de estudio, en los reportajes de las revistas chic y de gran tirada, en los anuncios que van a la última: se contrata a una fémina, se la viste con aperos y trapos y adminículos de hombre y siempre sale como una reina. Y da igual de qué la vistan: de minero, de indio, de labriego, de pastor…

viernes, julio 28, 2006

Un hallazgo


Aparte de las librerías de viejo y de Fnac, La Casa del Libro y El Corte Inglés, de vez en cuando visito dos librerías estupendas de Madrid: El Bandido Doblemente Armado, propiedad de Soledad Puértolas, y la Librería Hiperión. Pues bien: ayer, en El Bandido, fui a buscar una revista literaria y acabé encontrando Los Ángeles del Infierno, de Hunter S. Thompson, en una reedición del 98 a cargo de Anagrama.
Curiosamente, es un libro del que me habló una compañera de clase cuando estábamos estudiando en Salamanca. Recuerdo que entonces lo busqué y lo pedí a la Librería Cervantes. No hubo manera de conseguirlo y ni siquiera llegué a ver un ejemplar. Con el tiempo, olvidé la existencia del libro. Hasta ayer.

De culto y peregrinaje (La Opinión)

Acabo de leer que el Gobierno de Zapatero va a respetar el Valle de los Caídos por ser “lugar de culto” de la Iglesia Católica; y de la derecha más rancia, añadiría yo. Todo esto guarda relación con el famoso anteproyecto de la “ley de extensión de derechos a los afectados por la guerra civil y la dictadura”. El Valle de los Caídos, cuyo escultor murió hace unos veinte días, es hoy un sitio al que peregrinan los turistas para hacerse la foto y los carcas franquistas a los que aún les entra el calentón (con sus diversos significados, sí) cuando ven la cruz a un palmo de sus narices y entran en ese sitio donde duermen el sueño de los justos y de los injustos dos de sus gloriosos, ejem, héroes. A mí, ya lo dije aquí alguna vez, me parece que se debe conservar todo como está, dado que es una huella de la historia; aunque sea de una de las historias más tristes de esta España tan empapada en la salsa de la sangre, el odio y la envidia. Eso sí, colocaría un cartel en la entrada del Valle que rezara “Museo de los horrores”, pues sólo de ese modo pueden calificarse las infamias y las tumbas donde anidan los dictadores. Parece que Izquierda Unida no está de acuerdo con estas premisas, dado que no habría reconversión del Valle de los Caídos. No creo que esté de acuerdo, tampoco, el Partido Popular, porque su oposición se basa en el no, el no a cuanto diga el contrario. Y ese es el problema de Zapatero, que quiere quedar bien con todo el mundo y eso no siempre es posible: a veces hay que mojarse.
Un amigo mío está empeñado en que visitemos el Valle de marras, y supongo que, al final, me convencerá. Él es más rojo que la sangre que fluye, pero le gusta visitar de vez en cuando ese sitio de escalofrío porque ama la historia en general y las historias derivadas de la guerra civil en particular. Lo conozco. El sitio, digo. Ya les conté que, de niño, los mandamases de la escuela nos llevaron de excursión allí. Mi colegio (entonces, no sé ahora) pertenecía a esa derecha rancia que citaba al principio, y por esa razón nos llevaban a visitar el Valle de los Caídos y por esa razón algunos profesores nos arreaban sopapos y collejas y azotes y nos daban tirones de patillas: la letra con sangre entra, etcétera. El caso es que sí, que al final volveré, a ver si supero el miedo que me entró la primera vez, de crío, un temor que no tenía relación con la historia ni con los muertos ni con los dictadores, sino con la altura de la cruz, la majestuosidad siniestra de sus estatuas y el vacío del sepulcro. Supongo que hoy día no sólo me desagradarán esos iconos, sino también cuanto hay detrás. Lo único que temo es que, con el escalofrío, se me aflojen los esfínteres y tenga que quitarme de encima lo que le sobre al organismo en ese instante, o sea, y para que me entiendan, que tenga que hacer de cuerpo, como se decía antes, en la misma losa del enanote cabezón.
Y que me perdonen los abuelos cebolleta, aunque la facultad para el perdón no sea una de sus virtudes, pero viene al caso comentar cómo ven hoy día las nuevas generaciones al pequeño caudillo. No lo ven como el gran individuo que nos pintan una y otra vez los nostálgicos de la dictadura, sino todo lo contrario: un fantoche de otros tiempos. Basta con darse una vuelta por internet y ver el conglomerado de chistes y montajes que lo tienen a él de protagonista. Provocan mucho regocijo. Hablaba el otro día de YouTube, la web de los vídeos. Pues bien: allí han colgado un documento en el que el generalísimo habla en inglés. Su pronunciación es de este pelo: “Zanks tu di zousan of sou ju folou ai güan muviman”. Impagable.

jueves, julio 27, 2006

Libro: Manteca colorá, de Montero Glez


Esta era una de mis lecturas atrasadas. Montero Glez, una vez más, no defrauda. Mediante su prosa torera y siempre al filo de la navaja nos ofrece una verdadera fiesta del lenguaje en esta novela corta. Si el lector entra, le vendrán a los ojos, como puñetazos, las onomatopeyas, los narcotraficantes, las golfas, los tiros y los navajazos, las canciones de Camarón, las metáforas, una hembra que quita el hipo, un protagonista salido de prisión y conocido como el Roque, polis corruptos, escatología, animalización de personajes, sarcasmos, sexo salvaje, jerga de barrio. Arturo Pérez-Reverte tiene por ahí un artículo, sobre el libro, que conviene leer.

El idioma común (La Opinión)

Cerca de casa, esperando a un amigo a la salida de una parada de metro, le comento a un colega que el barrio tiene sus inconvenientes. Que a mí hasta ahora no me ha ocurrido nada, pero que, en el fondo, hay mucho peligro: atracos, drogas, trapicheos, broncas, redadas, detenciones, jaleos nocturnos. Mientras le cuento algunas historias, he aquí que dos individuos con trazas de alcohólicos o de toxicómanos (ya sé que los estragos que causan el alcohol y la droga son distintos, pero estábamos a unos cuantos metros de distancia), dos individuos, digo, empiezan a discutir. Le cuento algunas cosas y recuerdo otras. Esa misma mañana, sin ir más lejos, cuando el ruido exterior y el zumbido de las sirenas de la policía me hicieron abandonar los quehaceres y asomarme a la calle. Y vi lo típico, en estas lides: un coche y dos motos de la nacional, un nota con careto de cuero tirado en el suelo y con las manos a la espalda, y un par de polis jóvenes que le calzan las esposas y lo meten en la parte trasera del vehículo.
Mientras esperamos a la salida del metro, los dos caballeros (es un decir) abandonan la discusión, porque uno sale por piernas y el otro comienza a perseguirlo. No es una carrera de atletas, precisamente. Las adicciones varias han perjudicado sus músculos y su velocidad. Una vieja con bastón y buena salud, si se lo propusiera, podría darles caza. Se persiguen y le narro alguna otra historia reciente a mi amigo. Hace unas semanas, cerca de allí, tuvo lugar un atraco en el que casi muere una chica china. La cosa fue así, me lo contó mi vecina: domingo, alrededor de las diez de la mañana, una calle cualquiera del barrio. Dos hombres de la morería sostienen, entre dos coches, a una muchacha. Uno la estrangula por detrás, y el otro trata de quitarle el bolso. Tres mujeres los ven y advierten el paño: una señora asomada al balcón, una chica que pasa cerca y mi vecina, que es la que grita llamando a la policía. Los dos cacos se dan a la fuga, con el bolso en las manos y el culo prieto de quien escapa. La china cae a la acera, se desploma, parece un cadáver reciente, le salen burbujas de la boca, no le notan la respiración. Poco a poco vuelve en sí. No entiende una palabra de español, sólo sabe que estuvo bailando un rock and roll con la muerte y que ha escapado por los pelos del pasaje a otro barrio. A una de mis amigas zamoranas le sucedió algo peor, meses atrás y un barrio más allá del mío: iba a trabajar a las siete de la mañana y un fulano latino le salió al paso, le puso un cuchillo en la garganta y la obligó a entrar en un cajero y sacar pasta. Estas cosas, sea uno el testigo o la víctima, dejan huella y causan un trauma que no se quita jamás. Lo peor es que siempre son los mismos quienes pagan el pato, los inocentes y los ciudadanos ejemplares: chicas, mujeres solas e indefensas, trabajadores de madrugada, señoras con bolso bajo el brazo que vuelven de misa.
Los dos ejemplares de cerca del metro se alcanzan, y se empiezan a dar una mano de bofetones y puntapiés. Se arrean bien, muy lejos de donde estamos nosotros. Y recuerdo una escena de esa misma tarde, sobre las siete, o así: en el escalón de entrada al portal del edificio en el que vivo veo a dos árabes, sentados y preparándose con sumo cuidado y deleite una raya de cocaína o speed o lo que sea. Cuando introduzco la llave en la cerradura uno de ellos levanta las manos en son de paz y dice: “Disculpa. Disculpa”. Asiento con la cabeza, seca y brevemente, como diciendo: “Me hago cargo, mientras a mí no me la preparéis parda”. Los dos individuos del metro siguen pegándose, y en esto aparece la policía y termina la pelea. Aquí siempre hay guerra. Aquí siempre es así. Aquí, la violencia es el idioma común.

miércoles, julio 26, 2006

Cajeros automáticos (La Opinión)

Estaba tomando algo en un bar, con unos conocidos de Madrid, cuando salió el tema de los cajeros automáticos. Ya saben que los cajeros automáticos crecen como champiñones en las ciudades y en los pueblos y en cualquier lugar por donde exista la posibilidad de que pase un hombre adosado a una tarjeta de crédito; otra cosa, muy distinta, es que el cajero funcione cuando lo necesita uno, o que esté disponible la cantidad que uno pide (a mí me cuesta muchas caminatas encontrar un cajero que emita sólo billetes de diez euros). Entonces alguien, en mitad de la conversación, dijo que había estado recientemente en una despedida de soltero. En las despedidas de soltería, al menos en las despedidas masculinas, suele terminarse el trayecto nocturno en un hogar de mala reputación, salvo que quienes oficien de comparsas del despedido pertenezcan a ese gremio de juerguistas que se conforman con una capea, un torneo de tiro con arco y una copa en el pub más finolis de la ciudad. Pero continuemos: dijo que había estado en una despedida y que, hacia la madrugada, entraron a ver un strip-tease en una célebre casa de lenocinio. Casa, según me han informado, en la que menudean los famosos que entran por la puerta trasera (futbolistas, cantantes, etcétera) a darse un revolcón de alquiler. No cito el nombre del club por si acaso se entera alguien y vienen a partirme las piernas un par de hombres empapados en crack, que en la red todo se sabe. Hacia la mitad de la función decidieron ver otro de esos bailes, pero en privado. Y, al caminar por los pasillos que conducían a los cuartos, se toparon con un cajero automático. No me han dicho de qué entidad era, y olvidé preguntarlo. Aquello me dejó helado, amigo. Un cajero automático en el interior de un lupanar. Para tener a mano los billetes de la cuenta, en caso de apuro y necesidad. Para que el fulano con picores inexcusables no pueda argumentar falta de efectivo en la cartera y las chavalas lo conminen a sacar el dinero fresquito y crujiente.
Eso no fue todo. Cuando aquel tipo terminó de contar la historia, hubo otro que dijo: “Eso no es nada. Yo he visto algo aún más alucinante”. Habló de una catedral de Madrid. Se conoce que entró un día, a verla y a hacer unas fotos, y tropezó con una especie de cajero automático en la pared. Es lo que llaman el cepillo electrónico de las iglesias. “Donativos con tarjeta”, pone en una placa, al lado. Y según declaraciones del cabildo: “El llamado cepillo electrónico facilita una colaboración más generosa de los fieles (…)” Esto no es óbice, según leo y me cuentan, para que siga pasándose el cesto de mimbre por entre los bancos de los feligreses. Pero dentro de poco ya nadie pondrá calderilla en esos cestos: simplemente, dejarán caer un cheque.
La existencia de cajeros automáticos en dos edificios tan concurridos y propios de la historia de las ciudades me dejó estupefacto. Comprendan que mis paseos sólo suelen tener tres metas posibles: las librerías, los cines y las tascas. Lo cual quiere decir que no voy ni a misa ni a la mancebía. Vaya por delante (lo digo antes de que alguien se escandalice) que ninguno de aquellos conocidos que me contaron la historia tuvo la intención de atacar el funcionamiento interno y económico de los lupanares y de las iglesias, y aún menos compararlos. Tampoco es esa mi intención. No tienen nada que ver entre ambos: en unos se busca consuelo físico y, en las otras, consuelo espiritual. Lo que sí quisimos poner todos de manifiesto es el modo en que en algunos lugares se adaptan a los nuevos tiempos y a los adelantos tecnológicos. Se adaptan a la perfección; siempre, eso sí, que al final haya talegos.

martes, julio 25, 2006

Libro: Ciudad del hombre: Barcelona, de José María Fonollosa


Por fin encontré este poemario.
Fue Fonollosa, desde luego, un hombre obsesionado con el fracaso, un hombre muy pesimista. En este libro de ochenta y dos poemas, titulados según el callejero de Barcelona, despliega el poeta sus obsesiones más arraigadas: la huida del amor y de la gloria, el nihilismo, la extrañeza de poseer un cuerpo que habitan parásitos y que se va muriendo y desgastando poco a poco, el cansancio de vivir y su (a veces) inutilidad, la furia de convivir con la gente.

Portal de vídeos (La Opinión)

Los periódicos nacionales empiezan a dedicar reportajes al portal de vídeos YouTube (escrito así: todo junto, formando una sola palabra, con la y la t en mayúscula). No es para menos. Los inventos que van apareciendo en internet se convierten, en pocos días, en auténticos fenómenos. YouTube es gratuito y fácil de usar y esa gratuidad redunda en beneficio del aumento de visitas. Hay gente que cree que encuentra la gallina de los huevos de oro en la red cuando trata de cobrar al internauta por acceder a sus páginas y a sus servicios, y luego se demuestra que el público quiere sólo aquello que no le cueste un céntimo, porque ya paga religiosamente por su conexión diaria; tal vez sí exista algo en la red que amase millones al poner un precio a la navegación por sus páginas: la pornografía.
Se conoce que YouTube fue un invento de dos chavales norteamericanos cuya máxima ambición era compartir un vídeo con sus amigos. Como mandarlo por correo electrónico era un engorro, se inventaron una página donde colgarlo. Lo único que debe hacer el internauta es pulsar el play y ponerse a mirar. Ni siquiera hace falta descargar el archivo. Según desvela El País, en este escaparate más de seis millones de personas ven unos cien millones de vídeos al día. Yo mismo renegaba de este portal hasta hace unas semanas, y creo que comenté algo al respecto en un artículo. Parecía que todas las bromas y grabaciones caseras y un poco chorras confluían en la web. Sin embargo, en cuanto uno se dispone a navegar por el sitio, no tarda en hallar acomodo para pasar el rato. A mí me sirve para buscar ciertos fragmentos históricos de televisión y volver a verlos, años después: el inolvidable cabreo de Fernando Fernán Gómez con Pablo Carbonell (“¡Es usted muy gracioso, muy ingenioso! Dígaselo a su madre, y que le dé dos besos, ¡pero a mí déjeme en paz!”), el legendario aviso de Francisco Umbral en un programa de Mercedes Milá (“Yo he venido aquí a hablar de mi libro”), la embriaguez de Fernando Arrabal en una tertulia cultural y su dicción entre apocalíptica y beoda (“¡Hablemos del mineralismo! El mineralismo va a llegaaaaar”). Me sirve para recuperar escenas de ciertas películas y trozos de episodios: los mamporros a mano abierta que Terence Hill y Bud Spencer propinaban a los gañanes de turno, el kárate de los filmes de chinos de los setenta, las cabeceras de las series.
Pero, aunque la mayoría busquemos el ocio, aunque pretendamos sólo reírnos un rato, YouTube se está convirtiendo en algo más. En cuanto un invento funciona y atrae al público, no son pocos quienes mueven sus fichas para sacar partido. Un analista de The Washington Post ya ha dicho que, en las próximas campañas electorales, habrá que ir pensando en recurrir a YouTube. Está el caso de quienes asisten a un acontecimiento, lo graban y lo cuelgan en el portal, cuelgan su propia versión: por ejemplo, la visita del Papa a Valencia. También puede ser un arma de doble filo: semanas atrás alguien puso los vídeos de una presentadora de La Sexta que, en horario de madrugada, hablaba como si viniese de beber una cuba de vino. Los vídeos tuvieron tanta repercusión en la red que sus jefes apartaron a la muchacha del programa. Ella alegó que no estaba borracha, sino que era culpa del jet-lag del viaje previo a la grabación del espacio. Ahora bien, ¿esta fama, estos vídeos rescatados en la madrugada, la van a convertir ahora en una apestada de la televisión o, por el contrario, en una celebridad? Ahí está el debate. YouTube es un pasatiempo, pero también una fuente caudalosa de información. Dicen que ya sólo les falta averiguar cómo obtener ingresos.

lunes, julio 24, 2006

The Feast of Love, al cine


Acabo de enterarme: van a rodar la adaptación de The Feast of Love, o sea, El festín del amor, magnífica novela de Charles Baxter que leí hace unos años y que aprovecho para recomendar en este espacio.
Más información sobre la película, aquí y aquí. Esperemos que esté a la altura del libro.

El creador de Mike Hammer (La Opinión)

La semana pasada fallecía Mickey Spillane, el escritor de novelas baratas de bolsillo que creó la figura del implacable detective privado Mike Hammer. Es posible que a la mayoría de la gente el nombre de Hammer le suene por aquella serie que protagonizó Stacy Keach. Sobre él, sobre el autor, circulan unas cuantas leyendas y un puñado de verdades. Entre estas últimas, que él mismo se encargó de interpretar a Hammer en una película titulada “The Girl Hunters”, que sus novelas estuvieron en la lista de las diez más vendidas en Estados Unidos, que a su producción novelística él mismo la tachaba de basura. La leyenda dice que su primer libro sobre el famoso detective, “Yo, el jurado”, lo escribió en nueve días. Este es el título que me he leído en dos tardes, como homenaje a Spillane y mina de información para esta columna.
Mi primer encuentro con el detective Hammer data de principios de los ochenta, cuando vi la violenta y algo erótica película “Yo, el jurado” (existe otra versión que no conozco, de los años cincuenta). El actor que hacía de Hammer era Armand Assante. La acción, sin embargo, la trasladaban a los ochenta, en vez de ambientarla en los cuarenta. Este filme irregular apenas aparece citado en las necrológicas que estos días he leído en la prensa. Poco después estrenarían la serie de Stacy Keach, de la que sólo he visto los anuncios y algún capítulo suelto. Y hace unos tres años me hice con “Kiss Me, Deadly” (“El beso mortal”), una cinta del cincuenta y cinco dirigida por el maestro Robert Aldrich, y una de las favoritas de Guillermo Cabrera Infante. A Hammer le daba vida Ralph Meeker. Por supuesto, hay otras adaptaciones de libros de Spillane, pero no me interesan. Durante el último año me he dedicado a buscar alguna de sus novelas por los rastros y las librerías de viejo y de ocasión. En España se editaron varias, y prácticamente están todas ya agotadas: “La venganza es mía”, “Mi pistola es veloz”, “El gran crimen”, “Amanecer sangriento”, etcétera. Mi intención era encontrar “Yo, el jurado”. Hace un par de meses lo logré: en un puesto del Rastro donde se apilaban novelas de kiosco vi aquel título. Lo tenía, pues, en la mesilla, listo para leer este verano. La muerte de Spillane me ha empujado a leerlo ya, como particular homenaje a uno de esos tipos de tecla rápida y fácil, tan rápida y fácil como el gatillo de las criaturas que pueblan el libro.
“Me llamo Mike Hammer, guapa. Soy detective privado”. Así se presenta el personaje. Se trata de un tipo de naturaleza fría y fascista, empeñado en consumar una venganza. Para llevarla a cabo con éxito, anuncia desde el principio de la historia (la novela está narrada en primera persona) que prescindirá de abogados y juicios si atrapa al asesino. Él mismo se erige en jurado, y su veredicto será una bala en el vientre del culpable. Hammer (que significa “Martillo”) no se anda con chiquitas. Durante la narración se pasea atando cabos, pegando puñetazos a los sospechosos, bebiendo copas en los bares, disparando y recibiendo tiros, y, sobre todo, seduciendo a mujeres o siendo seducido por ellas. He leído por ahí que Hammer es machista. Me temo que no, o esa no es mi impresión: es un mujeriego, no un machista. La novela es entretenida y depara diálogos secos y brutales, propios de las obras de misterio. No obstante, a Spillane le falta la resolución matemática de Dashiell Hammett, el ingenio irónico de Raymond Chandler y la dureza de Jim Thompson. Por lo demás, está por encima de la media de las pulp fiction. Sólo he podido ponerle un rostro a Hammer, mientras leía el libro: el de mi adorado Robert Mitchum. Hubiese sido el actor perfecto.

domingo, julio 23, 2006

Los viejos trucajes (La Opinión)

Semanas atrás estuve viendo en mi ordenador “Las Crónicas de Harryhausen”, documental televisivo de sesenta minutos de duración que ignoro si llegó a estrenarse alguna vez en alguna cadena española. Data del noventa y ocho. La mención a Ray Harryhausen me sirve para el tema que hoy quiero tratar: los efectos especiales. Pero antes, debemos aclarar quién es (tiene ochenta y seis años y aún vive), porque no dudo que a muchos lectores no les sonará de nada el nombre, sobre todo si son menores de treinta años. Ray Harryhausen, digámoslo ya, es un mago, un maestro, un creador de criaturas sobrenaturales y mitológicas, un forjador de sueños, un artesano de las ilusiones infantiles. Él es el hombre que hizo las animaciones de tantas películas de serie B con cuyas reposiciones muchos alimentamos nuestra infancia: “Hace un millón de años”, “Furia de titanes”, “Simbad y la princesa”, “El viaje fantástico de Simbad”, “Simbad y el ojo del tigre”, “Jasón y los Argonautas” (que vi en Benidorm, hace siglos), entre otras. Su técnica, la stop-motion, consistente en filmar los movimientos de los muñecos fotograma a fotograma, fue homenajeada por Tim Burton en “Pesadilla antes de Navidad” y “La novia cadáver” (si se fijan bien en ésta última, el piano que toca el protagonista tiene inscrito en la madera el apellido Harryhausen). Si han disfrutado de estos filmes recordarán esqueletos manejando espadas y escudos, cíclopes, centauros, cangrejos y escorpiones gigantes, trogloditas, dinosaurios, y especialmente a Talos el hombre de bronce y a esa Medusa de rostro terrorífico.
Quizá a las nuevas generaciones estas técnicas se les antojen meras antiguallas, a las que se les nota el truco porque las figuras se mueven como a trompicones. Pero confieso que prefiero los viejos efectos especiales antes que todo el ordenador que le están metiendo a las películas, y que lo desvirtúa y deshumaniza todo. Salvo, eso sí, que los efectos digitales estén al servicio de la trama y de los personajes (como los competentes trabajos de Spielberg y Peter Jackson) y no al revés. Hombres colgados de cables, héroes luchando contra leones que estaban dentro de una pantalla, muñecos a los que se les veían las costuras y las cremalleras, trucos por doquier: pero aquello se lo creía uno. Coppola lo sabía y por eso, en su genial revisión de “Drácula”, prefirió utilizar murciélagos de goma, maquetas, sobreimpresiones, relámpagos de traca. Tomemos el caso de “La guerra de las galaxias”: los recientes primeros episodios, a pesar de la tecnología empleada, resultan menos creíbles, más fríos, tan digitales que se ve el ordenador pero apenas el alma de los personajes; me gustan esas tres películas, sí, pero menos que las antiguas. Tomemos de ejemplo al nuevo Superman. Aparte de que esta especie de secuela, que plagia casi por completo el clásico de los setenta, me ha decepcionado, hay que señalar el tema de sus efectos especiales: son tan perfectos, tan digitales, que uno no se los cree. Es decir: prefiero ver a un hombre colgado de un cable y con una pantalla detrás que un dibujo informático volando por un cielo digital. En el primer caso observo a un hombre de carne y hueso pero, en el segundo, a un conjunto de programas. Siempre es más conveniente y creíble que el peso de la trama recaiga en el guión y en los personajes que en el ordenador y las explosiones.
Todo esto no significa, por supuesto, que reniegue de los modernos efectos. Si no, sería uno de esos tipos que nos amargan el día con discursos retrógrados. Y por fortuna no lo soy. Mi única intención es señalar el daño que está causando el empleo abusivo del ordenador en el cine. Donde esté Harryhausen…

sábado, julio 22, 2006

Libro: Ley de vida, de David González


Me ha costado innumerables pesquisas conseguir este libro. Al final, y por correo electrónico, logré que me lo mandaran desde la espléndida Librería Víctor Jara de Salamanca. Leer a David siempre es un placer. Aquí se mezclan poemas y relatos, ofreciendo al lector esa mirada dura y propia del superviviente. Baste decir que anoche, en un botellón casero, les pasé algunos libros del autor a mis amigos, para que leyeran varios fragmentos mientras tomábamos una copa. Por supuesto, en seguida se engancharon.

Curativo o dañino (La Opinión)

Creo firmemente, aunque a algunos les pueda parecer un disparate o una broma (los intelectuales dicen “boutade”, pero no soy intelectual, de modo que dejémoslo en disparate), en el poder curativo de la cultura. O al menos en su poder relajante. Muchos de los dolores y fatigas que uno pueda padecer en su devenir cotidiano es más conveniente distraerlos con la cultura que anestesiarlos con la medicina. Hay gente que dispone en su casa de un auténtico botiquín para casos en que nota alguna dolencia y opta por no ir al médico. Se llama automedicación y desde Sanidad suelen alertarnos, continuamente, sobre sus peligros. Salvo casos de dolor extremo (una muela picada que empieza a molestar, una reciente intervención quirúrgica, una fiebre infernal) rehúyo siempre la ingesta de pastillas, jarabes, grageas y demás farmacología. Prefiero distraer la cabeza. Por ejemplo, ya lo habrán adivinado, leyendo un libro. A mí me da resultado, salvo, insisto, en casos de dolor extremo. Para estas cosas, pueden llamarme raro, convendría recetar unas páginas de “La isla del tesoro”, unos párrafos de “Don Quijote”, un capítulo de “Tan fuerte, tan cerca”, un cuento de “Nueve cuentos”. Por el contrario, no conviene leerse un ladrillo, si uno padece de ciertas dolencias. El ladrillo, o sea los libros escritos con argamasa, acentuarán los padecimientos.
También distrae uno mucho la cabeza viendo una buena película o una buena serie de televisión. A veces me he sentado, ante la pantalla, roto y descosido por culpa del sueño, la resaca, el cansancio y la preocupación. Si lo que veía era digno, o si a mí me gustaba (no oculto que disfruto, a menudo, revisando bodrios antiguos y subproductos de serie Z), la preocupación, el cansancio, la resaca y el sueño se mantenían apartados, al menos hasta el final del filme o del capítulo. Luego me levantaba como nuevo. Reparado, liviano y contento. Se conoce que los dolores y aflicciones del cuerpo y del alma están casi todos en nuestra cabeza, y que se pueden controlar y distraer. Cada vez que caía enfermo, en cama, y mi madre me recomendaba no leer para que no subiese la fiebre o aumentara el dolor de ojos, yo hacía lo contrario. Es la única manera de estar en este mundo sin estar, o sea, de estar con los pies en el suelo y la mente en otro universo, el de la fantasía, tal vez.
Si la cultura, o cuando menos aquella cultura que nos gusta y nos satisface y nos aplaca, tiene cierto poder curativo, también lo que nos disgusta y nos vacía y nos irrita tiene el poder contrario, o sea, el poder dañino o perjudicial. No sé si les habrá pasado, pero a mí me ocurre continuamente. Cuando entro a ver una película y no me entusiasma, transcurrida una media hora de proyección, o así, comienza a dolerme el estómago. Se me concentra todo en la andorga, que no es sino otra forma de decir vientre, pero en fino. Lo mismo me sucede con los libros que a mí me parecen malos o tediosos. Cuando llevo unas páginas y compruebo que aquello no tiene salvación, me embarga una mezcla de dolor estomacal y desasosiego. Pero no me salgo del cine ni apago el televisor ni cierro el libro ni lo tiro a un rincón. Opto por llegar hasta el final, guiándome por dos motivos: la posibilidad de que la sorpresa esté en las últimas páginas de la novela o en la última media hora del filme y la espera merezca la pena; la certeza de que el esfuerzo invertido por sus creadores bien vale una oportunidad. Tuve un profesor que decía lo contrario: nos recomendaba huir con urgencia de aquellas obras que no nos satisfacían, para no perder el tiempo.

viernes, julio 21, 2006

Messenger (La Opinión)

Dicen que los españoles encabezamos el uso del messenger, que levanta pasiones entre los muchachos de doce a veinticuatro años. Los estudios revelan esos datos y a mí me parece muy bien. Cualquier forma de comunicación es necesaria y benefactora, aunque sea una comunicación de teclado, soledad y pantalla. ¡Lo que hubiera dado Robinson Crusoe por tener el messenger y chatear mientras preparaban su rescate! Personalmente esta herramienta de comunicación la utilizo de guindas a brevas. Porque el messenger contiene una trampa: en cuanto te enredas un poco, se te pasan las horas volando. Ya digo, a mí no me parece mal. Es más provechoso para una persona pasarse el día conversando por el ordenador (y de ese modo practica algo la escritura, aunque la mayoría adorne sus mensajes de feas abreviaturas y de espeluznantes faltas de ortografía) que mantenerse ante el televisor tragando cuanto le echen.
Los muchachos de entre doce y veinticuatro años son quienes más lo utilizan, pues. Pero en España no podemos estarnos quietos, y, así, tengo leído, ya hay expertos, padres y educadores preocupados por dicha fiebre mensajera. De tal manera discurre la vida contemporánea: cualquier gesto del adolescente es revisado con lupa por unos cuantos expertos y educadores, analizado hasta las últimas consecuencias, puesto en tela de juicio y, luego, no recomendado o prohibido. Hoy les incomoda que los alumnos y los hijos se pasen horas liados en este “sistema de mensajería instantánea”, pero mañana les quitará el sueño otra cosa: la webcam, los fotologs, el eMule, los blogs. El caso es no dejar a los muchachos vivir en paz. Si ven la tele, porque no aprenden. Si salen de farra, porque vuelven a casa de madrugada. Si hacen botellón, porque se maman y ensucian las calles. Si se entretienen con los videojuegos, porque no estudian nada. Si estudian demasiado, porque no conocen el mundo exterior. Si leen los libros de Harry Potter, porque eso no es auténtica literatura. Si ven películas violentas, porque la violencia de la ficción les puede inocular el virus de la violencia real. Si cogen el monopatín, porque molestan a los peatones. Si se montan en una moto, porque son unos vándalos. Si salen con la pancarta, porque son unos revolucionarios y unos gamberros. Si no salen a la calle a reivindicar sus cosas, porque carecen de ideales y de ideas propias. Hombre, no sé, no me hagan mucho caso, no soy un experto, pero esto alcanza ya unos límites que podríamos calificar de persecutorios. Es como una caza de brujas, pero disfrazada mediante encuestas, normas, estudios, consejos y prohibiciones. Algunos padres, sin embargo, dicen: “Ahora tenéis más libertad”. Otros añaden: “Menudo golfo era yo en mis tiempos: me emborrachaba en los guateques, tenía una novia en cada puerto, fumaba mis porros y las preparaba pardas”.
Deberían dejar a los jóvenes que vayan aprendiendo por sí mismos los caminos convenientes. Sí, hoy leen a Harry Potter, ¿y qué? Mañana tal vez se harten y se metan con “La metamorfosis” y “La náusea”. Sí, hoy hablan por el messenger, pero mañana quizá se den cuenta de que nada puede suplir una conversación cara a cara. Y si nunca se dan cuenta, pues tampoco pasa nada. De hecho, mucha gente hoy encuentra pareja gracias a los chats. Dos personas conversan por la pantalla, pero, un mes después, se citan y se hacen novios. Cantaba Dylan: “Venid padres y madres / alrededor de la tierra / y no critiquéis / lo que no podéis entender, / vuestros hijos e hijas / están fuera de vuestro control / vuestro viejo camino / está carcomido, / por favor, dejad paso al nuevo / si no podéis echar una mano / porque los tiempos están cambiando”.

jueves, julio 20, 2006

En Benidorm (La Opinión)

No sé cuándo fue la penúltima vez que estuve en Benidorm. Supongo que hará ya unos veinte años. Probablemente. Las ciudades cambian mucho en dos décadas. En aquellos años, los ochenta, era un lugar al que todos los españolitos íbamos de veraneo, y de allí veníamos cargados de collares de marfil, muñequeras de cuerda o plástico, bañadores ceñidos y, en general, cosas que no se veían en Zamora y que aún tardarían unos años en comercializarse en la provincia. Recuerdo muchos complejos hoteleros, apartamentos y edificios. Pues imaginen hoy, veinte años después: paseamos por las playas y sólo se ve, desde la arena, un bosque terrorífico de mal gusto, de casas de distintos colores y tamaños, cada una de su padre y de su madre, cada una más horrible que la anterior, sin que los constructores hayan guardado cierta línea estilística. Aquello es un jaleo de edificios, un cruce entre Manhattan y la España profunda.
Lo primero que buscamos es un sitio para comer, cerca de la playa. Los restaurantes baratos de la zona están acondicionados para turistas británicos y alemanes, con pizarras escritas en inglés y cartas de copiosos desayunos que incluyen bacón, café, zumos, bollería, huevos fritos, y en ese plan. Entre uno de mis amigos y la camarera de un garito se da el diálogo que aquí reproduzco: “Hola, ¿hay mesa para comer?”, “No, ahora mismo no; hasta las cinco, nada”, “Vale. Pero, para las cinco, ¿nos reservará fijo una mesa?”, “No, a esa hora está cerrada la cocina y ya no damos de comer”, “O sea, que era una frase hecha”, “Pues sí”. Por fin nos preparan una mesa en el interior de una casa de comidas hogareña y económica, con el padre, la madre, el hijo, la hija, currando entre los comensales, en la cocina, la barra y las terrazas del exterior. La comida no es una maravilla, pero tampoco es mala. Observamos el interior del local. Tres mesas, tres familias. La primera familia es patética. El padre gasta bigotazo y gafas, cara de mala hostia y una camiseta con los hombros al aire, como si fuera un chaval forzudo; a la mujer se le nota el tedio y el hastío; las hijas, una niña y una adolescente, se aburren como ostras; no cruzan una palabra entre ellos en ningún momento. Se nota que son de fuera y que hacen lo que pueden. A su lado, en la mesa vecina, el panorama es idéntico o peor. El padre, ibérico y moreno como el jamón de pata negra, un tipo con gesto de asco y de indiferencia, viste otra camiseta igual, sin mangas, y usa una gorra, colocada en plan yanqui, un poco echada hacia atrás, y me pregunto si sabe que, en España, sentarse a una mesa sin descubrirse la cabeza es de mala educación; su esposa es un calco de la otra mujer, se la ve harta, ha engordado demasiado y se aburre; el mozo de la familia es un niño de gafas que viste un polo de un equipo de fútbol, con el pelo muy corto y una coletilla kilométrica que le sale de la nuca, una coleta que parece cola de ratón; tampoco intercambian una palabra. El panorama lo salva la gran familia de la tercera mesa: hablan, ríen, la abuela conversa con los nietos, etcétera. Un alivio: la familia feliz y tradicional no ha muerto por completo. Aún queda una esperanza.
Del resto no hay mucho que contar. En las salas de fiestas anuncian actuaciones de María Jesús y su acordeón y otros artistas de ese pelaje. Nos bañamos en la Playa de Poniente, que goza de menos público que la de Levante, donde se amontona todo el mundo. Las aguas le vienen bien a uno y disfruta del baño con sencillez y provecho. El Mediterráneo da calor al entrar, pero eso sirve para que no se nos congelen los huesos a los frioleros. Y a media tarde, domingo, regresamos a Madrid, metidos en la caravana de los domingueros. Atrás quedan algunos capítulos de mi infancia.

Libro: El que desordena, de Tomás Sánchez Santiago


Nuevo poemario de Tomás Sánchez Santiago, del que nos había ofrecido un adelanto en Lo bastante. Tomás maneja las palabras como pocos; las rescata, las nombra, las utiliza igual que si fueran piezas de orfebre. Es un libro en el que el poeta es consciente de su misión de desordenar el mundo de la burocracia, de desbaratar el reino de las normas, aunque sea a través del sigilo y el lenguaje. Os dejo aquí unos versos:
Ya no sé dónde dejar las palabras.
de dónde tomarlas
todavía:
del picor de las ortigas, del plasma
oscuro del aburrimiento, de las lágrimas
que cuelgan en los grifos mal cerrados.
Salvar estas palabras
como quien vigila sépalos de lejos.

miércoles, julio 19, 2006

En Villajoyosa (La Opinión)

Desde Alicante viajamos a Villajoyosa, a pasar la tarde. Avanzamos por un paisaje socarrado, como en casi toda la provincia, un paisaje desértico y arrasado por el sol y el polvo en el que pegaría más un pistolero a caballo que una caravana de coches con turistas. Pasamos cerca de un puente ferroviario de aspecto similar al que vuelan en “El bueno, el feo y el malo”. A lo lejos se ve bien la ciudad: demasiados edificios, demasiada manía de construir. Nuestro amigo y guía nos dice que pretende llevarnos a un sitio apartado que a él le gusta mucho. El azar es así: resulta que nos conduce al lugar en el que yo veraneaba en la infancia. La misma ciudad (Villajoyosa), el mismo recodo (al pie del Aparthotel Eurotennis: con dos enes, por favor), la misma cala (llamada La Caleta). Me parece asombroso. El edificio no ha cambiado en su parte exterior, y sigue teniendo sus diecisiete pistas de tenis, su piscina y su vegetación abundante y espesa. Pero sí ha cambiado el paisaje de alrededor: a la Partida Montiboli le han crecido más hoteles y más casas de particulares.
Llegamos a la playa de piedras y guijarros de La Caleta y el paraje en torno es soberbio: frescos jardines, nobles palmeras, edificios blancos que coronan la cima de las montañas, ribetes moriscos, acantilados siniestros, el mar que clarea y está más limpio que en Alicante, menos contaminado. La Costa Blanca, que dicen. Aquí, lo reconozco, me agrada más el agua en particular y la estancia en general: hay menos gente, menos suciedad o ninguna en la orilla, nada de arena, y se puede uno arrimar a los pequeños arrecifes y entretener la tarde viendo los movimientos urgentes de los cangrejos y los movimientos sigilosos de las lapas. Incluso puedo leer un rato, sin temor a que entre las páginas del libro caiga la arenilla. Así que dedico la tarde a leer poco y a bañarme mucho. A la entrada de la cala, he olvidado decirlo, un cartel prohíbe llevarse áridos. Y no me extraña: los guijarros son espléndidos, sus formas son suaves al tacto y provechosas para la vista (quiero decir que a uno le gusta mirar los guijarros y sus formas durante un rato).
Unos pasos por la playa me devuelven a la infancia. Empiezo a hacer memoria. Allí fue donde me clavé un erizo de mar en un pie: el médico, ante la imposibilidad de sacarme las espinas con unas pinzas, me recetó aplicaciones diarias de yodo; días o semanas después las púas desalojaron mi carne y se fueron a pudrirse a otro sitio. Allí, dentro del hotel, veíamos en televisión “Cuentos del Mono de Oro”, un viejo serial de los ochenta, aventurero y ameno, que creció a la sombra de Indiana Jones; en el salón público donde tenían el televisor no faltaban los chavales franceses y alemanes, especialistas en regüeldos y en dar la nota. Creo que también fue allí donde aprendí que la piscina es más cómoda que la playa, o al menos no te embadurnas de arenisca y salitre. De hecho, sólo existen dos clases de baño que me satisfagan de verdad: en una de estas calas, a salvo de tanta humanidad; y en un lago, y como sólo me he metido en el saludable Lago de Sanabria, diré que allí se da uno los mejores baños. Habrá quien me reproche saber lo justo de estas cuestiones y quien me acuse de haber viajado poco. No lo niego, pero cada cual está a gusto con sus circunstancias. Pero volvamos al presente. Buceo y trasteo en La Caleta, tanto que al final me palpo por detrás de las orejas, por ver si me han salido branquias como a Mariner, el héroe de “Waterworld”. Unas horas después, con la piel arrugada de tanta agua, nos vamos a Benidorm. Otro de los paisajes de mi niñez, en aquellos lejanos años setenta y ochenta.

Libro: A la pata de palo, de Camilo José Cela


En este libro se reúnen textos sobre personajes inventados y muy propios de la España profunda. Se divide en varias partes y en cada una de ellas hay un hilo conductor: los tontos, los ciegos, el frondoso árbol genealógico de una familia, etc. Resulta impresionante el ingenio y la fantasía de Camilo José Cela para poner nombres y apodos a sus criaturas, para elegirles vidas duras y oficios extraños, relaciones extraconyugales, muertes trágicas y manías. La última parte se completa con divertidos poemas sobre el viaje del autor a la ciudad de Nueva York.

martes, julio 18, 2006

En Alicante (La Opinión)

Durante el fin de semana estuve en la que llaman la playa de los madrileños, o sea, en la playa de San Juan, en Alicante. Contaré cuanto he visto en dos o quizá tres artículos, siempre que el lector sea capaz de armarse de paciencia y sepa perdonar mis desmanes. El viaje en coche desde Madrid a Alicante, sumando la operación salida, nos dura unas cinco horas. Nos alojamos en el piso de un amigo, Sergio Martín. Sergio es zamorano y tiene plaza en Radio Nacional. Compagina los informativos locales de la ciudad con intervenciones nacionales en el programa de Olga Viza, El Tranvía, donde Sergio Martín es El Polizón, apodo con el que todo el mundo lo conoce ya.
El sábado por la mañana, en cuanto nos vamos a la playa citada, empiezo a ponerme nervioso. Me gusta el mar y me place la música de las olas y me entusiasma bañarme, pero el resto es una suma de incordios; me desagrada la arena, que se cuela por todas partes e impide leer un libro; y los mejunjes y protectores solares que hay que echarse en el cuerpo para que no se carbonice; y la sensación angustiosa del salitre en la piel cuando uno se seca al sol; y la imposibilidad de lavarse las manos con agua dulce y jabón; y el calor apretando los tornillos de la cabeza; y lo guarro que es el personal, que deja de todo en el agua y yo me lo voy encontrando mientras nado: una compresa, una lata de cerveza, un ladrillo, un escupitajo, una chancleta llena de algas. Un asco, oiga. El día anterior ha habido mucho revuelo por el ataque de un pez, el golfar, a la mano de una niña. Tal vez eso explique que no haya tanta gente en la playa como me esperaba. Cuando llega la hora nos arrimamos a un chiringuito. Comemos a un paso de la arena, en la sombra, con el mar a mi derecha, con el cielo muy azul y los turistas metiéndose sangría y grandes paellas entre pecho y espalda. Nos atiende un camarero muy ibérico, típico de las tabernas de Madrid, un señor antiguo que se equivoca todo el tiempo de mesas y de pedidos y del que sospecho una pequeña embriaguez. Mis sospechas se confirman: cada vez que tiene un minuto libre se junta en una esquina con otro camarero y ambos se ponen a soplar cervezas de bote. Con el calor húmedo y tanto empinamiento de codo, es lógico que no sepa ni por dónde se anda. Pedimos un arroz a banda, que es manjar que entretiene, nutre mucho y obliga a chuparse los dedos. Por la tarde, tras la comida y el café con hielo, nos vamos a Villajoyosa, pero eso lo contaré mañana para no andar mezclando las cosas ni confundir al personal.
Mientras caminamos o viajamos en coche, nuestro amigo nos explica la ciudad: su pasado y su presente. He estado de niño en Alicante, pero apenas recuerdo cuatro cosas, anécdotas e imágenes. Al caer la noche nos acercamos al puerto. También se come bien allí: unas raciones de fritura y algo de marisco para entonar el estómago y acondicionarlo para las copas nocturnas. Mis ojos no pierden detalle, antes, durante o después del puerto: el Paseo de la Explanada, donde está la Feria del Libro y hay puestos de baratijas y ajorcas, y donde se ven sillas de madera para los jubilados, sillas que nadie roba y están siempre ahí; las placas que conmemoran a Gabriel Miró, escritor de quien por casa tengo algún libro que aún no he leído; un fulano con una serpiente amarilla y bien cenada encima del cuello, a modo de bufanda, para que la gente se haga unas fotos con ella y le dé unos euros al tipo; una cola de coches con argelinos en busca del Ferry de Argelia; bares, terrazas y calles repletas de gente, de turistas, de madrileños, incluso nos topamos con uno de Zamora en la puerta de un garito; negros del top manta o del top toalla; alegría, colorido y mucha juerga.

lunes, julio 17, 2006

Poesía reunida de Carver, en otoño


Según cuentan en Babelia, suplemento cultural del diario El País, "Este año la editorial Bartleby ha publicado el libro misceláneo Sin heroísmos, por favor. La misma editorial publicará en otoño Todos Nosotros (poesía reunida)". Es de suponer que la edición será bilingüe. También se incluye un poema, creo que inédito. Más, aquí.

Tragedias y miedos (La Opinión)

Aguardando en el andén de una estación de metro. En ese momento han transcurrido apenas unos días de la tragedia de Valencia. Hay dos señoras sentadas en uno de los bancos. Una de ellas, dicharachera y gritona, se pone a hablar a gritos con una muchacha que también espera a que llegue el tren. La señora y la muchacha distan como seis o siete metros, la una de la otra, y entonces la buena mujerica dice: “Hija, y pensar que yo iba a ir estos días a Valencia. Quería pasar allí el fin de semana. Pero ahora, con lo que ha ocurrido, lo del metro, ya no voy, ya no quiero ni pensar en ir. He cogido miedo. Menudo miedo me da ir”.
Todo esto, este miedo a los trenes del metro, apercíbase el lector, lo suelta mientras aguarda en el metro madrileño a que venga un tren. Ya sé que no son los mismos servicios los que presta Valencia que los que presta Madrid, pero yo ya me entiendo. A uno, con las manos en los bolsillos, estas charlas ocasionales a grito pelado le dan cierta satisfacción. A uno le hubiera gustado decirle: “Señora, usted no se preocupe y vaya a pasar el fin de semana a Valencia. Que lo que ha ocurrido no es como si la ciudad sufriera el empellón de los terremotos, o se viese inundada como en Nueva Orleáns. Que las catástrofes naturales son una cosa y los servicios de transportes son otra muy distinta. Y que, para moverse por Valencia e ir a la playa, no creo que sea imprescindible meterse en el metro. Que en las ciudades modernas tienen a su disposición el servicio de autobuses, y también puede usted recurrir a un taxi, aunque la broma y el paseo le salgan más caros. No se preocupe y disfrute”. Luego la mujer continúa su charla, y esta segunda parte de su monólogo no interesa para el artículo y para cuanto quiero decir, pero prefiero ponerla aquí para solaz de quien me leyere: “Yo ahora tengo que ir a quitarle las carroñas a un viejo. Ya ve usted. Eso tendría que hacerlo el Ayuntamiento, lo de quitarle las carroñas al viejo. Pero no, me toca hacerlo a mí. Está una harta de quitarle las carroñas al viejo”. Hay que anotar que quien lo dice ronda ya la tercera edad, con lo cual mi perplejidad es doble.
Este monólogo, oído en el andén del metro, expresa con exactitud el miedo. El miedo es libre y no entiende de detalles ni atiende a diferencias. Las señoras son siempre quienes más miedo tienen: de la noche, de las catástrofes naturales, del tráfico, del belicismo, de la violencia urbana, de los accidentes domésticos e inesperados. Si asesinan a alguien en una callejuela de un suburbio de Barcelona, pongamos por caso, la señora que iba a viajar a Barcelona, o incluso la que vive en esa ciudad, coge miedo para varios años: miedo de viajar allí y miedo de salir a la calle. Sucede esto, también, con las mujeres que sufrieron la dictadura franquista y vieron a sus maridos pasar una temporadita a la sombra, entre rejas. El miedo a la guerra, a la noche y a los dictadores, por ejemplo, jamás se le quitó a mi abuela materna, q.e.p.d., y tuvo siempre un temor infantil a la oscuridad urbana y a que subieran al poder los presidentes de rango conservador, como aquel de bigote que tuvimos y que anda ahora haciendo fortuna en las Américas. El miedo, digo, es libre y no atiende a razones. Por eso extiende sus tentáculos a otros órdenes de la vida y a otras circunstancias cotidianas. De niño, lo tengo contado por ahí, escuché el tiro que un ladronzuelo le pegó a mi abuelo paterno, q.e.p.d., y esto hizo que me costara conciliar el sueño durante meses o años. Que aquello ocurriese de noche no hizo que cogiera miedo a los fulanos con escopeta, sino a la noche. Por eso, en el fondo, comprendo a la señora del metro.

domingo, julio 16, 2006

La mirada de aquel viajero (La Opinión)

Me quejaba hace poco, y en este mismo diario, de la imposibilidad de encontrar una edición de "Nuevo viaje a la Alcarria", la segunda parte de aquel libro de Camilo José Cela que tanto me gustó y en el que nos contaba su ruta a pie por tierras de Guadalajara. Pues bien: una mano caritativa y amable, de cuyo nombre no voy a dar cuenta para que los carroñeros no saquen invenciones, lo puso a mi alcance. Aunque la identidad de quien me lo regaló no vaya aquí incluida, el agradecimiento es mucho y así se hace constar. Me leí este libro en unos días, dos o tres, devorándolo con la avidez de quien se da un festín tras una semana sin comer. Cela regresó, para otro viaje por la Alcarria, casi cuatro décadas después de la primera travesía.
La primera diferencia entre ambos libros es la constancia del paso del tiempo. Cuarenta años no pasan en balde, y de ello deja el autor apuntes sucesivos: los hombres y mujeres que conoció y ya han muerto, los niños que le acompañaron en el camino o que saciaron su sed y su hambre y ahora son hombres hechos y derechos y con cargo en la Diputación o en una hospedería, la mutación de los paisajes, el progreso y la emigración, que han ido dejando los pueblos vacíos. Incluso al principio, en la extensa dedicatoria, el autor, el viajero, el escritor, declara su vejez, su aumento de peso, su torpeza de movimientos, y cómo es forzoso trocar, por dichas circunstancias, el pinrel por el coche con chófer y la mochila por los juglares de compañía. Pero el viaje es igual. Con más años y más kilos, sí, pero con el mismo entusiasmo. Alguien me dijo una vez que, para conocer otras tierras, otras ciudades y pueblos, basta con conocer a los paisanos y su gastronomía; el resto llega solo. Don Camilo también lo sabe y lo anota todo, en un trabajo exhaustivo: los motes colectivos e individuales de las villas y de los vecinos con los que va topando, las coplas que cantan en cada lugar, la historia antigua, las personas célebres que allí nacieron o se alojaron, los productos típicos y las rencillas entre los habitantes e incluso sus empleos actuales. En esta ocasión, sin embargo, ya célebre en España y en el mundo entero, el viajero no tiene que buscarse la vida y el sustento, sino que la vida y el sustento le salen al paso y, así, van a recibirle en comitiva, le agasajan con pantagruélicos banquetes y deliciosos vinos, le ofrecen jergones para echar la siesta y conversación para resistir las sobremesas. En este libro se nota que el autor, aunque sigue siendo el mismo y escribiendo con idéntica maestría, ya domina los secretos del lenguaje a la perfección. Predominan el ingenio quevediano y el humor propio de la picaresca, y uno se ríe mucho con las ocurrencias de su prosa y la mirada que se posa en cada rincón y en cada rostro.
Véase la sutileza de esta descripción, pródiga en ironías: "En la carretera hay un apeadero para socorrer el apretón de las libídines desbocadas; ahora duermen a pierna suelta las socorredoras, porque el tajo es nocturno". Imprescindibles resultan las ágiles respuestas que suelta a los impertinentes. Un periodista pregunta: "Ahora, después de haber subido en globo, ¿le queda a usted algo por hacer?" A lo cual, vista la inquina del reportero, él replica: "Sí, pero no se lo digo para no darle a usted una pista y también para que no se le pongan los dientes largos". O esa vez en que, tras ponerlo en una balanza romana y anunciar su peso, un gracioso dice: "¡Anda, que para una novillada ya servía usted!" Su respuesta no se hace esperar: "¡Si me prestas tú los cuernos, cabrón!" No todo es humorístico: también hallamos descripciones de un lirismo sobrecogedor. Y es que la mirada de aquel viajero era limpia, metódica, milimétrica.

sábado, julio 15, 2006

Primer día de piscina (La Opinión)

Les hago una visita a mi primo y a su novia y decidimos bajar un rato a la piscina. La piscina de la comunidad de su edificio. Antes de ir, como ya me habían avisado del posible chapuzón, me compro una toalla, aunque no encuentro un bañador que me acomode. A mí me gustan los bañadores de pata larga y de un solo color: el negro. Se conoce que soy siniestro hasta para ir al agua. El caso es que me presta mi primo el bañador de marras, hasta que compre uno. Porque el equipo completo de bañista me lo dejé en Zamora, ya que hace unos dos años que no me meto en remojo (en piscinas, lagos, ríos, mares, embalses, pero sí en la ducha, no vayan a pensar mal y me tachen de poco higiénico), por recomendación del médico. Como están a punto de cerrar los comercios y no me da tiempo a ver toallas, entro en un bazar chino. Allí tienen la toalla más macarra, ibérica y casposa de todos los tiempos. Y la compro, desde luego: es roja y negra, y muestra la silueta del toro de Osborne, con sus cuernos, su cola y su bolsa escrotal. Estos chinos sí que saben. "Es la toalla que llevaría Torrente, si fuera a la playa", dice mi primo. No le falta razón. A mí estas actitudes casposas, estas venas que me entran de vez en cuando, me procuran gran contento. Pero no lo hago por mal gusto, sino por cachondeo y por humor. Aunque he de -admitir que la toalla se me antoja simpática: un amigo me enseñó hace tiempo que uno de los emblemas de España es el morlaco de Osborne que vemos en algunas cunetas. Y yo ya digo lo mismo.
Alrededor de la piscina se está cómodo, encima del césped fresco y cuidado y leyendo un cómic de Spiderman. El sol se esconde y no hace demasiado calor. Proponen que nos vayamos al borde de la piscina. A meter los pies en remojo. A mí no me dan ganas de bañarme, será por la falta de costumbre. Y eso es precisamente lo que hacemos: meter sólo los pies. Los chavales, claro, se ponen a lanzarse en bomba cerca de nosotros. Los niños deben ser un poco gamberros en sus primeros años, porque de lo contrario luego crecen como firmes candidatos a recibir todas las collejas en el colegio y eso no es bueno. Eso de trastear no les viene mal, pero sin pasarse. Hay un niño que se las sabe todas: su hermana, un renacuajo más pequeño que él, trata de nadar con los manguitos puestos. Y nada cerca de nuestra orilla. De modo que el chaval se tira en bomba encima de ella y logra dos objetivos: que la hermana casi se ahogue y que el agua nos moje a nosotros de pies a cabeza. Un niño listo, que se dice.
Pero la madre lo advierte, porque las madres están en todo y no pierden detalle (las madres poseen un sentido propio de superhéroes de cómic, sólo que el hombre machista, a través de la historia, ha querido cambiarles la capa por el mandil de cocina). La madre lo advierte y no para de reprenderlo, dando grandes voces: "¡José María, ten cuidado con tu hermana! ¡José María, como sigas así te castigo!". Entonces se da cuenta de que la criatura del infierno también nos está empapando a nosotros. Y suelta la frase: "¡José María, ten cuidado, no mojes a estos señores!". Ahí nos duele. "Señores". No duele tanto que nos llamen señores, sino que lo haga alguien que gasta unos diez años más que nosotros. Cuando a uno le empiezan a llamar señor, es que es más viejo de lo que creía. Yo, entre el calificativo y el chaparrón, empiezo a odiar a José María. Menos mal que su madre pone orden y lo castiga sin bañarse. Al final ni siquiera me hace falta meterme en el agua. No soy un bañista ideal. Soy fúnebre, nocturno, gruñón, etcétera. Ese ha sido mi primer día de piscina en años y así me ha ido, de culo. Si todo va bien hoy estaré en una playa de Alicante. Les cuento a la vuelta.

viernes, julio 14, 2006

Mundolavapiés, en marcha


He recibido este correo del director del proyecto del libro Mundolavapiés. Como ya os dije, yo mandé algún artículo. Estaría bien que todo aquel que conozca alguna anécdota la aportara. La foto que acompaña es una postal que me compré en una tienda del barrio. Os dejo el mail:

AMIGOS AMIGAS DEL LIBRO!
Quedan 55 días para participar en el libro! INVITA A TUS
AMIG@S!!
Hemos recibido 200 MAILS, 2000 VISITAS EN LA WEB Y MAS DE 40 proyectos!

NUEVA INICIATIVA! HABLA CON UNA PERSONA MAYOR Y DILE QUE TE CUENTE UNA HISTORIA! UNA ANECDOTA DE LAVAPIES! Y ENVIANOSLA!!!!!!!
EN EL LIBRO TODOS CUENTAN!!!!!

Rivalidad (La Opinión)

El día de los atentados en Bombay pasé varias horas en la carretera, de modo que no supe de la matanza con bombas en trenes hasta las tantas de la madrugada. Me habían comentado algo, pero no tuve conocimiento certero de cuanto había sucedido hasta meterme en la red y leer las noticias. En seguida advirtieron que era día once. Once de julio. Otro día para la infamia, etcétera. El terrorismo, cualquier terrorismo, ha hecho tan daño a lo largo de las décadas que dudo que un solo día se salve en el calendario, o sea, y para que me entiendan: dudo que haya un día que no esté en rojo. Rojo de sangre y de muerte.
Antes de acostarme, y mientras terminaba el rápido repaso a la prensa digital, miré por los cristales. Frente a la ventana donde trabajo al teclado, en el edificio vecino, hay una muestra babélica de lo que es el mundo y la sociedad actual. En el primer piso viven los argelinos musulmanes (yo los llamaba moros, porque no distingo bien a un marroquí de un argelino); en el segundo, los hindúes hacinados (duermen en el suelo, encima de las mantas que colocan sobre el parquet); en el tercero, los sudamericanos (probablemente sean bolivianos, pero no lo digo por si errare); y, en el cuarto, los españoles (tampoco sé si son madrileños, andaluces o sevillanos). Decía, sí, que miré por la ventana. Todos ya habían apagado sus luces, salvo los hindúes. Tenían las bombillas encendidas y tal vez estarían viendo las noticias, o comentando el tema, o sin poder dormir por culpa de la preocupación. Es lógico. Han atentado contra la India, la cosa está fresca, reciente, y no es plan de irse a dormir como si no pasara nada. Era tarde y no se habían acostado. Ese mismo día me explicaron la rivalidad entre los hindúes y los musulmanes de forma muy clara, muy precisa. Me lo explicaron con dos ejemplos que confluyen en uno: con el fútbol y con mis vecinos. No sé nada de fútbol, lo he dicho ya mil veces, así que cuanto sigue a continuación no son datos que yo conozca o me haya molestado en investigar leyendo el Marca.
La rivalidad entre los hindúes y los musulmanes. Bien. Cuando, en el Mundial de Fútbol, jugó España contra Túnez, los hindúes se compraron un par de banderas de España y las colgaron del balcón. Era una declaración de intenciones. En un restaurante hindú, próximo al edificio, hicieron lo mismo. Mientras los argelinos del piso de abajo animaban a Túnez, los hindúes del segundo aplaudían a España. Ganó España y estos lo celebraron. Poco después, siguieron aclamándola cuando jugó contra Francia. Zidane es argelino, así que los argelinos del primero se pusieron muy contentos con el triunfo de Francia. Entonces dieron el partido entre Francia e Italia. La rivalidad se oía por la ventana, aunque yo, por entonces, escuché sólo el final (venía del cine, por supuesto). Porque uno ni ve ni escucha los partidos, pero escucha al pueblo, lo que el pueblo tenga que decir, y entre el pueblo están mis vecinos. Háganse cargo: los hindúes, arriba, vociferando ánimos a Italia; los argelinos, abajo, vociferando ánimos a Francia. Cuando Italia obtuvo la victoria oímos los gritos de los de la India: “¡Italiaaaaaa! ¡Italiaaaaaa!” En ese plan. Ya no era una cuestión de fútbol. No se trataba de apoyar cada uno a un equipo, merced a los gustos, sino de una cuestión de ideologías, de rivalidades, de piques. En cada partido, unos y otros, según quién fuera el ganador, paseaban a sus vecinos la victoria por el morro. Un aspecto curioso, digno de observación. Por cierto: han atacado Bombay pero en los medios no le dan demasiada cobertura. Claro, aquello no es Nueva Orleáns, no es América. Porca miseria.

jueves, julio 13, 2006

Retratos apresurados (La Opinión)

Vuelvo por El Rastro. Hacía tiempo que no lo visitaba, pero esta vez no compro ningún libro. Tropiezo, no obstante, con dos o tres personajes dignos de figurar en algún texto, de modo que los traigo a esta columna, con la venia del lector y su paciencia. En una de las calles de este monumental mercado de los domingos y festivos hay siempre una señora tocando un organillo de manivela. La mujer parece una castañera, con sus arrobas, su pañuelo en torno a la cabeza, su vejez algo prematura, su espalda encorvada, pero es una organillera, y mueve el manubrio haciendo una música como de caja de muñecas. Permanece sentada en una silla, en medio de la carretera y del bullicio, entre el gentío que pasa y se queda mirando. Adorna el organillo, que es de colores muy vistosos y primarios, con estampas católicas de santos y vírgenes. Si buscan bien por la red incluso podrán encontrar alguna fotografía de ella. Pero no basta verla: hay que oír su música de juguete. Más arriba está el barquillero. Uno siempre mira a los vendedores de barquillos con nostalgia de un tiempo no vivido y con cierto cariño. En Zamora, en Santa Clara, siempre se ve apostado uno de estos barquilleros, con su oficina portátil, junto al edificio de Correos. El barquillero del Rastro, tocado de gorra chulapona y chaleco fino, piropea a una niña. La niña más guapa de Madrid, pregona. Esto, a poco que uno sea entendido en las suertes de la mercaduría, significa que echa el requiebro amable para que la niña vea los barquillos y los padres consientan el capricho.
Cerca de allí la gente se detiene a mirar a un mozo con guitarra. Está sentado en una caja de fruta o en una silla de tijera, que esto no lo recuerdo bien. Los acordes no suenan mal, y uno no entiende a qué viene eso de pararse en seco, con susto, mirar unos segundos y ponerse en marcha otra vez. El mozo guitarrista lleva la cara mancillada por viejas cicatrices, como si le hubiese estallado una mina en los morros. Da un poco de pena. Pero da más pena fijarse en lo que los curiosos se detenían a mirar. Porque la mano derecha que toca la caja de cuerdas del instrumento no es tal. No hay mano que valga. El muchacho tiene, en lugar de ese apéndice imprescindible, un garfio negro. Un garfio sin punta, o de punta roma. Con el gancho rasga las cuerdas, y más o menos se defiende. Con la izquierda, que sí está entera y con sus cinco dedos, maneja hábilmente los trastes del mástil. Lo cual demuestra que existe gente para todo, y que el impedimento físico no frena el aprendizaje de las artes. Uno tiene dos manos y no sabe tocar la guitarra, pero tampoco el violín, ni el piano, ni nada que se les parezca. A uno, en el colegio, le dieron unas clases de flauta, pero sólo llegó a arrancarle una nota: el do. Uno cree que le aprobaron la asignatura por compasión, que es otra manera nada vergonzante de sacar curso.
Un joven bravío, con el material desperdigado por el suelo, grita que vende muy barato. Pelotas de tenis usadas, camisas rotas, zapatos sin su pareja, cosas así. Dan ganas de decirle que, si vendiera esa basura a un precio caro sería un sinvergüenza y un ladrón. Pero uno no dice nada, por educación y respeto al prójimo y porque no gusta de afear el trabajo de los demás, que también deben llenarse el bandujo. Lo peor del mercadillo es la suciedad que deja el género humano: eso da poco deleite. Veo a una madre, tatuada en el brazo; el tatuaje pone: “Mamá, no te olvido”. La coma y la tilde las añado yo, porque la frase carece de ambas y las palabras están en mayúsculas. También pudiera ser que significara: “Mamá no te olvidó”, todo depende de cada cual. Por eso son tan importantes las comas y las tildes, fíjese usted.

miércoles, julio 12, 2006

Un cuento en Prima Littera Gótica (Especial 2)


Prima Littera Gótica, Revista de creación literaria nº gótico (Especial 2) Verano 2006, con la colaboración de Literaturas.com. Fue presentada hace unos días en la Semana Negra de Gijón.
Mi cuento se titula Rattus Norvegicus (o sea, Rata Común). Cuando tenga la revista, seguiré informando.
De momento, aquí dejo un link a una librería que la vende y al índice de cuentos y autores.

Como corderos (La Opinión)

Entre película y película decido coger el mando de la televisión y dar un paseo visual y auditivo por los canales. Constato lo de siempre: el televisor rige la voluntad de la masa y la guía por donde le da la gana o le conviene. El televisor es, ayer y hoy, el gurú a cuyas órdenes estamos. Nos señala los caminos y vamos detrás, como corderitos. Basta que salga por la tele un anuncio pegadizo o la canción de moda para que media España se dedique a imitar las palabras del anuncio y a tararear la canción de moda. Hay miles de ejemplos (aquel niño repelente que felicitaba la Navidad por teléfono, cualquier canción chorra que metan en la publicidad, una muletilla de algún personaje de una serie, un chiste malo de un cómico en horas bajas), pero recuerdo ahora mismo una anécdota reciente. Creo que nadie lo advirtió. Fue cuando anunciaban el filme titulado “Munich”, que se merecía el puñado de Oscar que no le dieron. En la televisión la voz del locutor nos instaba a ir a ver “Munich”, pero pronunciando así: “Miunik”, en plan guay y en plan europeo. Los españoles nos habíamos pasado la vida marcando la che, al soltar la palabra Munich. Con ese anuncio la gente se volvió estupenda y pronunciaba Miunik: “¿Has ido a ver la de Miunik?” “¿Mande?”
Pero, volviendo al principio: estuve paseando por los canales, ya digo. Y lo que vi me dejó turulato, cosas que harían vomitar a un arriero (esto del arriero no es de mi cosecha, es de “Don Quijote”). Para empezar, un montaje en el que algún listillo comparaba a un futbolista, el tal Zidane, con Fred Astaire, nada más y nada menos. No niego que sea bueno y eficaz en lo suyo, el fútbol y la destreza futbolera, pero no mezclemos churras con merinas. Por cada escena del fulano éste, dándole patadas a un balón o fintando al contrincante, ponían una imagen del bueno de Fred Astaire bailando claqué, moviendo los pies como un ángel con zapatos de charol y sombrero de copa. Algún avispado dijo que los movimientos del futbolista eran idénticos a los del actor y bailarín y ya tenemos servida la infamia, y encima nos la creemos, que es peor. Me parece una analogía demasiado torpe. Lo de uno es deporte y lo del otro es fútbol. En España, no obstante, estas chorradas nos las tragamos, comulgamos con ellas y nos vamos tan contentos a dormir. Nos anulan la capacidad de pensar.
Sacaron al nuevo Papa en otro canal. Desde que lo eligieron, no paran de circular por la red los montajes fotográficos que comparan su rostro con el del Emperador de la saga de “La guerra de las galaxias”. No dicen, ojo, que sean moral o personalmente iguales, ni que hagan lo mismo, como Zidane y Astaire, sino que son físicamente parecidos. El caso es que llegó el Papa y nos dijeron que el presidente Zapatero era muy mal chico por no acudir a la misa que aquel ofició en Valencia. Así que lo pusimos a parir, aunque tampoco asistió Aznar, a quien se le supone un catolicismo practicante. Pero este país es así: si el laico no acude a las misas oficiales se le apedrea. Me temo que no es una actitud muy respetuosa, oiga usted. Antes de apagar la tele vi un trailer. En una cadena de televisión en la que jamás han puesto una película de los años setenta en horario de máxima audiencia anunciaban “Superman”, la de Richard Donner, la de culto. Decían: “Muy pronto, Superman, el auténtico”. El auténtico, sí, pero el oportunismo televisivo da asco. Ahora se acuerdan en esta cadena del superhéroe, tras años de olvido. Ha hecho falta que rueden otra secuela para que le quiten el polvo a la vieja cinta. Y luego el runrún veraniego de los telediarios, la misma cantinela de siempre: la entrevista al ciudadano que tiene calor.

martes, julio 11, 2006

Hoy, martes, en la Semana Negra


01:00 h: Velada poética astur en la Carpa de Encuentros de la XIX Semana Negra de Gijón

"El Ateneo Obrero de Gijón publica y presenta en primicia mundial una antología trilingüe de poesía asturiana. (Presentación a cargo de Enrique Villagrasa e intervención de los poetas Pablo Antón Marín Estrada, Ana Vanessa Gutiérrez, Roxana Popelka, Aurelio González Ovies, David González, Inés Toledo, Nacho Vegas...). Esta velada será el acto de presentación pública del libro Poesía astur de hoy. Este libro es una antología trilingüe de poesía asturiana, en húngaro, castellano y asturiano. Es una obra única y original, editada por el Ateneo Obrero de Gijón dentro de su Colección Zigurat, dirigida por David González.

El responsable del libro, la persona que ha seleccionado tanto a los poemas como a los poetas, es el profesor húngaro András Keri. El libro lleva un prólogo de Enrique Villagrasa, poeta y crítico en las páginas de la revista Qué Leer. Los poetas incluidos son Ana Vanessa Gutiérrez, Jordi Doce, Nacho Vegas, Pablo Antón Marín Estrada, Berta Piñán, Inés Toledo, José Luis Piquero, Roxana Popelka, David González y Aurelio González Ovies. Se trata de una antología que reúne a poetas de las tres corrientes principales de la actual poesía asturiana, a saber: poesía del silencio o metafísica, realismo y poesía de la experiencia o poesía figurativa."

Un poeta con armónica (La Opinión)

Cuando fui a ver el directo de Bob Dylan en Alcalá de Henares, hace ya unos dos años, me sorprendió lo mucho que allí se esforzaron para que quienes llegábamos de fuera supiésemos encontrar la Huerta del Palacio Arzobispal. Carteles con su nombre escrito, y flechas que señalaban la dirección por la que seguir, aparecían casi en cada esquina; junto al recinto, además, recuerdo que había un parking. Aquello no tenía pérdida, y uno agradece que en las ciudades se lo trabajen de ese modo. El forastero que entra en una ciudad, en cualquier ciudad, no debería pasarse una hora al volante, tratando de hallar lo que busca. La mala señalización produce agobios y deserciones. Todo lo contrario a la situación ideal de Alcalá de Henares se dio el sábado en Collado Villalba (Madrid). Dylan estaba anunciado para las nueve de la noche, sin teloneros y por un precio módico. Fue a poner el broche al Festival Internacional Vía Jazz.
De modo que salimos una hora antes. Villalba no queda muy lejos. El problema es que, en el desvío hacia allí, se formó un atasco de vehículos, llenos de gente que iba a ver el concierto. A ese inconveniente se añadieron otros: nadie sabía dónde quedaba el Campo de Fútbol Municipal, no vimos ninguna señalización que lo aclarase, no había forma de encontrar un parking, el atasco crecía junto a las caras de decepción del público, a punto ya de abandonar la esperanza de entrar puntual al recinto. Me temo que la ciudad no estaba preparada. Por fin hallamos un hueco en el aparcamiento de un supermercado. He leído que aquella noche acudieron unas diez mil personas. Pues creo que la mitad aún estábamos fuera, haciendo cola, cuando el concierto empezó. La banda fue puntual. Así, nos perdimos un par de canciones. No dio tiempo a ir a los lavabos a orinar, ni a la barra a por un refresco que calmase las prisas y la sed que le había entrado a uno después de ir a paso ligero desde el aparcamiento hasta el Campo de Fútbol, ni a situarse cerca del escenario, en las primeras filas. No conviene meterse en un concierto estando cansado, furioso y arrepintiéndose de haber ido. Sin embargo, como si fuese el brujo de una tribu, un chamán capaz de aliviar las penas y los dolores de sus guerreros y campesinos, Dylan desplegó su magia sobre el escenario y se nos pasaron todos los males. Las tribulaciones, una vez más, merecieron la pena.
Llevaba un sombrero, traje negro y camisa blanca. Tocaba el piano y la armónica, pero sin encorvarse tanto como lo había hecho en el directo de Alcalá de Henares. Ofreció casi dos horas de concierto. Casi todas las canciones fueron clásicas: “Mr. Tambourine Man”, “Desolation Row”, en ese plan. También cantó algunos temas de su anterior disco (el nuevo saldrá en agosto). Lo curioso de Dylan, personaje misterioso y excéntrico, poeta de los escenarios, bardo hosco y genial, es que nunca canta una canción de la misma manera. Retuerce tanto sus clásicos, los improvisa tanto, que los temas siempre parecen nuevos y distintos. No sé cuántas versiones tendrá ya de “Highway 61 Revisited”. El caso es que las reinterpreta con su banda y sólo las adivina uno hacia la mitad, tras analizar la letra que ha desgranado la voz torturada de su compositor. Sus detractores dicen que su voz está tan rota que no canta, que berrea. No saben lo que se pierden. Su directo no tiene nada que ver con el de las bandas que he visto últimamente. Dylan se los come a todos con patatas. Él y sus músicos suenan tan bien, tan potentes, con tanto nervio, calidad y pureza, que uno regresa a los setenta, aquella época dorada. Terminaron, lógicamente, con “Like a Rolling Stone” y “All Along the Watchtower”. Dylan, un clásico con la fuerza de un dios.