sábado, septiembre 30, 2006

Libro: Todos nosotros, de Raymond Carver


He leído este libro en castellano y en inglés, ya que así lo permite la exquisita edición de Bartleby Editores al cuidado de Jaime Priede, quien además es el traductor y nos devuelve la esencia y la pureza de los poemas de Raymond Carver, que habíamos perdido con la lectura de las antiguas ediciones de Visor.
¿Qué puedo decir? Carver es uno de mis autores favoritos. Sus poemas son sutiles, melancólicos, necesarios, en ocasiones resultan implacables. Él sabía de qué va la vida, su mundo es sencillo y cotidiano, nos habla de lo que ocurre a su alrededor, del fracaso y de las mujeres, y entreteje la sabiduría y la experiencia en sus versos: confiesa su época alcohólica, sus problemas conyugales y familiares, la paz que se respira en la naturaleza, los inconvenientes para escribir, el amor y el sueño eterno. En casi todos los poemas se respira el lamento de un animal herido de muerte, en pleno proceso de agonía y extinción, pero lleno de gratitud por la propina de haber vivido más tiempo del que esperaba. A pesar de todo, en sus textos jamás encontramos la sensiblería ni el arrebato cursi o llorón de quien está a punto de irse a la tumba. Carver afrontó su enfermedad con resignación, con frialdad, con la escritura, con el amor, bebiendo hasta el último sorbo de los dones de la existencia. Un libro, insisto, necesario: que nos devuelve la imagen de nosotros mismos, de todos nosotros, mientras atravesamos este páramo repleto de júbilos y de pérdidas.
(Sugiero completar la lectura de Todos nosotros con los textos de Sin heroísmos, por favor y con el poemario de Tess Gallagher, El puente que cruza la luna, ambos en la misma editorial)

El cómico (La Opinión)

De vez en cuando, y para que su popularidad no decaiga, comparece en los medios de comunicación para soltar “perlas” mi cómico favorito de entre todos los humoristas españoles. Mi cómico favorito es José María Aznar, un tipo que durante su mandato y también en la actualidad es capaz de combinar la fría determinación del verdugo encorbatado que no se mancha las manos de sangre y la comicidad de uno de esos humoristas fracasados que se ganan el jornal contando chistes sobre las intimidades de sus madres en los clubes nocturnos de Los Ángeles; para que se hagan una idea de esto último repasen “Toro salvaje”, que concluye con el declive de Jake LaMotta, convertido ya en una gruesa caricatura de sí mismo y de sus años de gloria en el cuadrilátero, endosando chistes de segunda mano a los bebedores que, en la penumbra del nigthclub, se preocupan más de su copa que de escuchar gracejos tan sobados como las bragas de una fulana de carretera. Aznar no ha engordado, pero cada vez que sale a la palestra y abre la boca me recuerda un poco a ese personaje.
Su última barbaridad, esa sobre los musulmanes que no le han pedido perdón, ha logrado el efecto que José Mari suele buscar: que corran ríos de tinta a su costa. Es un hombre que, probablemente, no piensa lo que dice. También ha soltado otra sobre el terrorismo vasco: que él no negoció porque no quiso. En las imágenes actuales que de él he podido ver en televisión se le nota igual de joven que cuando lo subieron al poder: el pelo igual de negro, incluso algo largo, con ese flequillo propio de un dictador retirado, con pocas arrugas en la cara y el bigote mustio. Escribí una vez que, cuando bajan del sillón de mando, los presidentes suelen descender ya envejecidos: con más kilos y algo de papada, con canas en las sienes o con el cabello completamente blanco, con bolsas bajo los ojos y un profundo cansancio. Aznar no. Aznar está igual. Lo cual demuestra que ha sido un político que no vivía con demasiadas preocupaciones y que está tan seguro de sí mismo y de sus actuaciones y declaraciones (a menudo descacharrantes), que debe dormir bien por las noches. No tiene aspecto de ser apuñalado por la conciencia mientras duerme. La conciencia que podría reprocharle, entre otras cosas, las mentiras a los españoles y la guerra de Irak. Sólo un hombre de su catadura moral podría ser colega de Bush, y salir ambos en las fotos, con el yanqui dándole palmadas de apoyo o colocando su mano en el hombro, como esos padres antiguos que llevaban de putas a sus hijos y, antes del desvirgue, ponían una mano encima del chaval, para reconfortarlo e indicarle que estaba a punto de ser un hombre. Sólo en el infierno dos individuos como Bush y Aznar pueden convertirse en amigos.
Con sus últimas declaraciones ha conseguido que se vuelva a hablar de él, pero esta vez a los analistas políticos se les ha acabado la paciencia y lo llaman de todo (salvo excepciones de la ultraderecha, por supuesto): tiren de Google Noticias y lo comprobarán. Yo admito que, con sus tropelías, cuando sale ante los micrófonos y suelta algo, me río mucho. Es uno de mis cómicos predilectos: me hace reír, aunque, en el fondo, cuanto dice no tiene ni puñetera gracia. Pero también es uno de mis cómicos el presidente Bush, para que se hagan una idea de lo que quiero decir. Después de leer sus últimas deposiciones orales, me he metido en el YouTube, herramienta imprescindible de nuestro tiempo, donde han colgado sus videos más cachondos. He reído viéndolo hablar en alemán, y luego en inglés, y luego en español con acento texano. Pero donde peor se maneja, sin duda, es en castellano. Contando sus películas.

viernes, septiembre 29, 2006

Jonathan Littell, revelación en Francia


Nos hablan de este escritor en El País: La revelación literaria francesa más destacada de 2006 es americana. Se trata de Jonathan Littell, un neoyorquino nacido en 1967, hijo del periodista y escritor Robert Littell, que acaba de publicar su primera novela, Les bienveillantes, en Gallimard, un volumen de 900 páginas del que ya se han vendido 125.000 ejemplares. Littell, que ahora vive en Barcelona, escribe en francés y dice detestar su país de origen por su falta de complejidad. Sigue leyendo, aquí.
Y también en el blog El Boomeran(g), dice Fogel: El libro cuenta con 912 páginas, pesa 1,15 kilos, cuesta 25 euros y se vende como pan caliente. 170.000 ejemplares impresos en un mes. Lee más aquí y aquí.
A mí no me extrañana nada que un escritor norteamericano triunfe fuera de su país y en otro idioma. Ya he dicho que los narradores de EE.UU. son, en conjunto, los mejores. Habrá que esperar a que traduzcan aquí el libro, aunque tanta página asusta.

Un encuentro de poetas (La Opinión)

La editorial canaria Baile del Sol goza de un amplio catálogo de títulos en sus variadas colecciones: narrativa, poesía, ensayo, teatro, libros de viajes, etcétera. En cuanto a la narrativa, publican cuentos y novelas. Esta semana convocaron en Madrid un encuentro de poetas acogidos en su catálogo. Dicho encuentro duraba dos días, y tuvo como finalidad presentar nada menos que a doce autores, doce poetas con nuevos libros bajo el brazo. Autores de distintos puntos de España: de Canarias, de León, de Galicia, de Andalucía. El miércoles recitaron sus poemas seis de esos escritores. El jueves, otros tantos. Yo acudí al primero de ellos.
El lugar elegido para ambos actos fue un local de Vallecas. No recuerdo haber estado antes en ese famoso distrito. Pero moverse en Madrid es muy fácil: siempre hay una salida de metro cerca del lugar al que uno se dirige. Así que tomamos el metro, repleto de viajeros a las siete de la tarde, y nos apretujamos contra las puertas hasta sacarnos, unos a otros, el sudor, los higadillos y las pocas ideas que nos quedaban. Esta aglomeración del metro obedecía a la hora, en la que mucha gente ya ha salido del trabajo, y también a que, de camino a Vallecas, el tren paraba en Atocha Renfe. Una vez en la calle, debíamos buscar la Sala Youkali, Espacio Abierto. Es una sala en la que la asociación del mismo nombre celebra reuniones, estrena obras de teatro alternativo y abre camino para otras actividades culturales: presentaciones de libros, recitales de poesía, charlas y debates, exposiciones. El sitio es curioso. Es una especie de nave, parecida a un garaje, en cuya primera habitación hay mesas donde colocan los libros, estanterías con más volúmenes y revistas, una pequeña barra donde despachan refrescos y cervezas salidos de una cámara frigorífica, etcétera. La segunda habitación es una espaciosa sala de ladrillo visto y columnas de hierro, con un par de tragaluces propios de garaje. Habían colocado una mesa y sillas para los poetas y el presentador, y asientos para los espectadores. Nada más entrar supe que era uno de esos actos literarios que tienen que ver con la literatura y la poesía de verdad y no con la pose. Quiero decir que no suelen ser actos destinados a los medios de comunicación. Que allí nadie va a posar ni nadie pretende figurar en los papeles oficiales. Suelen ser reuniones de amigos, pequeñas celebraciones, y por eso nadie lleva traje ni corbata ni merodean las azafatas. La gente se junta para leer y compartir, para reír y escuchar. Y basta.
Presentaba el acto el autor asturiano Braulio García Noriega, quien, según tengo entendido, suele utilizar el pseudónimo T.S. Norio. Después, cada escritor leía uno o dos de sus poemas y pasaba la vez a su compañero de la izquierda. Hubo varias rondas. Leyeron, por este orden, los siguientes poetas: Jorge Riechmann, Coriolano González, Vicente Muñoz Álvarez, Verónica García, Pedro Flores y Antonio Orihuela. Todos ellos buenos poetas, y cada cual en su estilo: algunos, intimistas; otros, divertidos y provocadores; realistas y comprometidos socialmente. Hubo, además, música: poemas musicados, acordes de guitarra, canciones y notas de un instrumento tribal cuyo nombre pregunté varias veces (el didgeridoo) y cuyo sonido ancestral y enigmático me recordó a la banda sonora de una de mis películas predilectas: “La selva esmeralda”. Entre el público, la presencia de otros escritores y poetas, como Ángel Petisme, a quien acaban de editar una antología que una tarde de estas me iré a comprar. Fueron casi dos horas de música y poesía. Luego pude conocer, en persona, a Vicente Muñoz. En breve tendré en mis manos su último poemario, “Parnaso en llamas”.

jueves, septiembre 28, 2006

Librería Victor Jara


Ya puse el link a Victor Jara hace unos días. Ahora quiero dedicarle un post porque, cuando estudiaba en Salamanca y pasaba a diario por el escaparate, este era uno de los locales donde cada semana procuraba comprarme un libro (generalmente, de los de saldo: no tenía dinero para más). Y hoy, cuando en Madrid no encuentro ejemplares de ciertos títulos, me basta con meterme en su web y pedirlos. Nunca me fallan. Hasta ahora no me han dicho que no pueden conseguir un libro. En los últimos meses, gracias a ellos he encontrado Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, de Tim O'Brien, la antología Hablando con el ángel, Queremos informarle de que mañana seremos asesinados junto con nuestras familias, de Philip Gourevitch, Hotel Honolulu, de Paul Theroux, Ley de vida, de David González, Ciudad del hombre: Barcelona, de José María Fonollosa, El lamento de Portnoy, de Philip Roth y Escritos fantasma, de David Mitchell (que ya se está convirtiendo en una obra de culto, igual que el resto de obras citadas). Cuando me canso de buscar un título por Madrid, entro en su página. Enhorabuena.

Doblemente reconfortado (La Opinión)

Salgo de la consulta del dentista, sita en un barrio muy alejado del edificio en el que vivo. El doctor, aunque ha echado ya raíces en Madrid, es zamorano y pariente mío. Hablamos de nuestros orígenes mientras estoy tumbado y me hurga en la boca con el instrumental: hablamos de Zamora, de Fermoselle, de los viejos antepasados que cruzaron el charco, de antiguas historias familiares, del miedo a sentarse en ese sillón para que te exploren los dientes y las encías. Allá donde vayas, en esta ciudad inmensa, siempre habrá alguien de tu tierra. Lo cual supone un consuelo y un orgullo.
Pero también supone un consuelo salir a pasear, o meterse en el metro, y que nadie te conozca y menos aún te reconozca. Es algo parecido a la felicidad. Salgo de la consulta y llevo la boca repleta de algodones y de sangre, y tengo las habituales ojeras repentinas que nos salen en mitad de estos trances, y entro en el metro para un trayecto de unos treinta y cinco minutos, y descubro con sorpresa y alegría que nadie me mira. Tengo el interior de la boca como si me hubiesen metido dentro un trapo, y un carrillo hinchado no por culpa del tratamiento, sino de esos algodones que impiden que la lengua recorra los viejos intersticios y reconozca la bóveda del paladar, igual que si fuese un viejo caracol reconociendo la carcasa o la concha bajo la que vive. Y, sin embargo, nadie me hace sentir un bicho raro con su mirada. Esto es una bendición. En una ciudad pequeña, las cabezas ya se hubieran vuelto a mi paso. Aquí, en las sillas de plástico del vagón en las que estoy sentado, nadie lo advierte, o le da igual. Le dejan a uno en paz. No hay que responder preguntas, no es necesario dar explicaciones, no tenemos que suportar un chiste malo sobre nuestro aspecto, nadie te dice lo que piensa ni señala lo que ve. Tú haces lo mismo. La razón para que este tipo de situaciones se asemeje a la felicidad es porque supone libertad. Libertad para ir como te dé la gana (o como te haya tocado, en este caso al salir del dentista). Ya conocen ese viejo caso: alguien, en una ciudad pequeña, se compra una prenda que nadie utiliza aún en nuestras calles; nos pregunta qué tal le sienta; y decimos que bien, que sí, que esa prenda es la bomba, que es original y distinta. Pero aconsejamos que no se la ponga en una ciudad pequeña. Te machacarían, decimos; acabarían con tu reputación. Te señalarían con el dedo, como si aún estuviéramos en una sociedad franquista.
Caminar por una ciudad que no es la tuya, y que además es inmensa, posee esa indudable ventaja: moverse por ahí como a uno le salga del escroto. En las ciudades pequeñas y en los pueblos estamos demasiado constreñidos por el qué dirán. Demasiado expuestos a la mirada ajena y a la censura popular y vecinal. Conozco a gente que ya no lo soporta, que odia esta situación. Nos causa embarazo salir del peluquero, por si algún conocido nos para y se ríe de nuestro posible cambio de imagen. Nos da apuro ir al mercadillo, si tenemos fama de pertenecer a la alta sociedad. Nos da vergüenza ir a Zara, si antes solíamos comprarlo todo en el mercadillo. “Atajaré por esta calle para que no me vean”, dicen algunos. “No es conveniente para mi imagen que me encuentren allí”, dicen otros. Salgo, pues, de la consulta, y, aunque las visitas al dentista jamás suponen un motivo de alegría, voy doblemente reconfortado: porque me ha atendido alguien que es de mi tierra y de mi misma sangre y que ha sabido echar raíces sin renegar de sus orígenes, y porque al caminar por la calle y meterme en el metro, con los carrillos como si me hubiera comido la cabeza de algún enemigo, nadie repara en mí ni me censura ni me señala con el dedo.

miércoles, septiembre 27, 2006

Cine inédito: Bubba Ho-Tep


O quizá no sea una película tan inédita, pues hace poco la editaron en dvd en España. En cualquier caso, es antigua: data del 2002. Bubba Ho-Tep fue dirigida por Don Coscarelli, un tipo que en los ochenta inundó mis noches de pesadillas con su saga de Phantasma, basada en un relato de Joe R. Lansdale (del que, en este país, sólo hay traducidas un par de novelas) y protagonizada por uno de los reyes del cine gamberro, el gran Bruce Campbell.
El argumento es delirante: Elvis (Campbell) no ha muerto. Nadie lo sabe, pero vive en una residencia de ancianos. Además, uno de sus compañeros de pasillo afirma ser Kennedy, a pesar de que el hombre es negro. Pronto ambos deberán enfrentarse a una momia que recorre el edificio succionando almas.
Estamos, pues, ante una serie B, un divertimento de principio a fin que, sin embargo, rezuma cierta nostalgia: la que siente Elvis de sus años jóvenes, cuando era un macho al que se le levantaba en cuanto había mujeres cerca. Es un filme de culto en ciertos circuitos, así que ya están rodando una secuela. Lo más destacable: el tono cachondo y sentimental de la historia, la música de Brian Tyler y, sobre todo, la interpretación de Bruce Campbell, es necesario ver la película en versión original para comprobar su tono de voz, clavadito a Elvis.

Trayectos interminables (La Opinión)

Iría con más frecuencia a Zamora, en vez de sólo un fin de semana al mes, si las comunicaciones entre esta ciudad y Madrid fuesen mejores. Los viajes en coche o en autobús agotan la paciencia de cualquiera. Salir de la capital el viernes por la tarde es una locura, pero no hay otro modo de hacerlo. Media ciudad, en cuanto pasa la sobremesa de cada viernes, opta por coger el coche o subirse al bus y largarse de allí, a la sierra, a sus chalets de las afueras, a sus provincias de origen, a las casas rurales. Un atasco de salida, en pleno viernes, puede llevar una o dos horas, hasta que logras alejarte de Madrid. Y no estoy hablando de hora punta. La hora punta se da siempre que el viaje caiga en viernes: lo mismo da salir a las cuatro, a las seis o a las ocho.
Cuando uno monta en el vehículo ya sabe lo que le espera. Puede subirse al coche recién afeitado, y le dará igual: al llegar a su destino, saldrá del automóvil con barba. Es conveniente incluir algunas provisiones en los asientos traseros o en la guantera: bebida suficiente para no deshidratarse, comida por si es necesario merendar o cenar, un teléfono móvil para avisar a la familia de las horas que aún quedan por delante. Un viaje que, en condiciones normales (pongamos un martes por la mañana o un miércoles por la tarde), podría solucionarse en poco más de dos horas, se convierte en un calvario durante los fines de semana: un mínimo de tres horas en carretera, como si uno se estuviera recorriendo España. El regreso y la entrada a Madrid son aún peores. El domingo pasado, por ejemplo. Al tráfico siempre denso y pesado y a las caravanas originadas por los domingueros, se unieron otros factores: accidentes de carretera, debido a los cuales a veces cortan las comunicaciones; carriles todavía en obras, que dificultan la entrada masiva al cinturón de la ciudad; desvíos por culpa de los accidentes y también por culpa de las obras; embotellamientos en las zonas de peaje y en la entrada al famoso túnel. No es raro tardar, en recorrer la distancia entre Zamora y Madrid, cuatro horas y media e incluso más. Si empiezan a sumar horas, advertirán la tortura y la pérdida de tiempo que supone una media de unas ocho horas en el asfalto, cada fin de semana, sólo para moverse entre dos ciudades que no están muy alejadas. Cuando por fin alcanza uno su destino sólo quiere olvidarse de estos trayectos, y pospone cuanto puede su siguiente visita. Porque esto, además, significa perder las tardes del viernes y del domingo. Cuando vivía y estudiaba en Salamanca nunca cogía el autobús del domingo por la tarde, para evitar la interrupción vespertina: y eso que el trayecto duraba una hora. Prefería irme el lunes de madrugada, y a menudo salía de la ciudad cuando aún era de noche.
En esta lista de inconvenientes hay que apuntar las célebres y caóticas obras de la M-30. El mayor problema, creo yo, no es ya que estas obras y los tramos cortados y el polvo y la maquinaria entorpezcan la fluidez del tráfico y vuelvan eternos los viajes, sino algo que el Ayuntamiento jamás menciona (cuando se trata de echarse flores por lo bien que, dicen sus responsables, va a quedar el proyecto una vez concluido): la peligrosidad de estos tramos. Si han tenido la desgracia de circular por allí, sabrán a lo que me refiero: un intrépido y vertiginoso rallye en el que cada conductor debe estar preparadísimo y alerta para no estrellarse en cada curva y en cada desvío. Una carrera a contrarreloj en la que, si un vehículo se retrasa, no tardarán en embestirlo. Una carrera presidida por el polvo y la mala visibilidad. Los gobernantes, claro, de esto saben lo justo: porque suelen viajar en avión y en helicóptero.

martes, septiembre 26, 2006

Calles mal iluminadas

De niño me entristecían las calles mal iluminadas.
De joven, busqué el cobijo de sus sombras para seducir a mis amores.
De adulto, no tuve tiempo ni ganas de transitarlas.
Hoy, de viejo, me son indiferentes: mi vista no me permite observar la luz mustia de sus farolas y no dispongo de mujeres que conquistar en la penumbra.

Poesía sin fronteras


El miércoles y el jueves se celebra en la Sala Youkali de Vallecas, en Madrid, el Primer Encuentro de Poetas Baile del Sol. Leerán sus poemas autores de Andalucía, León, Canarias, Galicia, etc.
La entrada es libre y, entre los participantes, me gustaría señalar la presencia de Vicente Muñoz Álvarez. Yo intentaré ir el primer día, o sea, mañana, aunque esta tarde tengo cita en el dentista y no sé si estaré en forma al día siguiente. Veremos.

Una decisión valiente (La Opinión)

El viernes actuó la banda de pop Los Sinsong en el Avalon, en Zamora. Dado que estaba en la ciudad y que hacía años que no los veía tocar en directo, no quise perderme su estupendo concierto. Entrar en el Avalon y apoyarse en la barra, sumido en su cómoda penumbra, es como estar de nuevo en casa. Amigos por todas partes y buen ambiente. Crujidos de madera de barco al atravesar el local o subir por las escaleras. Música de calidad y humo de tabaco en el aire.
Dentro del Avalon fui a saludar a un viejo colega, con quien no me encontraba desde muchos meses atrás. Ha estado viviendo, en los últimos años, en distintas ciudades del país, tanto en la península como en las islas. Me han contado, le dije, que has vuelto a Zamora, para vivir aquí. Sí, me respondió. ¿Y cómo lo llevas?, me interesé. Respondió que estaba muy bien, que se encontraba a gusto. Y luego añadió: Muy bien, tío, tenéis que veniros; ya iréis cayendo, ya lo verás. A mí esa revelación, y esa especie de profecía, me parecieron una gran noticia para el futuro de la ciudad. Significa que no todo está perdido. Es una noticia que jamás saldrá en los medios de comunicación ni en las estadísticas, y que demuestra una decisión valiente y arriesgada. Conozco, no obstante, a varios jóvenes zamoranos que, tras recorrer otras provincias y vivir aquí y allá y afrontar diversos empleos, optaron al final por el regreso. Supongo que hay dos razones para estas vueltas atrás: primero, que nadie o casi nadie es capaz de renunciar a sus orígenes (o, al menos, no debería hacerlo) y que, al fin y al cabo, uno se siente mejor allá donde creció, donde lo conoce todo y a todos; segundo, que los agobios de otras ciudades más populosas, léase el metro en hora punta, el tráfico denso, el precio del alquiler, los madrugones para llegar a tiempo al trabajo, entre otros, acaban por vencer incluso al más atribulado. Por supuesto, está también la familia como una de las opciones para esos regresos: pero no la incluía por ser algo obvio.
Nuestros zapatos caminan por Madrid, pero nuestro corazón sigue estando en Zamora. Lo cual, sin embargo, no significa que esta sea la mejor ciudad del mundo o el lugar más conveniente de la tierra para vivir. Depende de lo que uno busque o de lo que conozca. Cada ciudad, no lo olvidemos, tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Exaltar unas y negar otras no es objetivo, sino pecar de criatura excesivamente provinciana. Para comprender una ciudad y amarla debemos reconocer sus taras y sus excelencias. Por eso algunos, de vez en cuando, sacamos a la luz los deterioros, o lo que nosotros consideramos que son taras y quizá para otros sólo sean excelencias. Porque es necesario verle las fisuras a lo que se ama. Lo digo porque en mi tierra, en cuanto uno señala las carencias de la ciudad, no faltan quienes lo acusan de traidor o de chaquetero. Que nadie se dé por aludido ni crea que es un ejemplo de algo que he vivido. Nada más lejos, no van por esa senda los tiros. Pero uno está acostumbrado a escuchar, a leer esto y lo otro, a picotear de aquí y de allá, y acaba sacando conclusiones. A veces me he encontrado con gente que me ha dicho que fulanito, personaje famoso, ha señalado públicamente los defectos de la provincia, y que por eso no es fiel a ella, pues la ataca y la critica. Yo digo que no es cierto. Señalar con el dedo los perjuicios y problemas que arrastra cada lugar no es malo, sino saludable. Algunos amigos han vuelto para quedarse, para vivir de nuevo en Zamora. A mí eso me parece una decisión valiente y noble. Otra cosa es que la ciudad, machacada por la política y los intereses, sepa cobijarlos como merecen. Espero que sí.

lunes, septiembre 25, 2006

Libro: Zuckerman encadenado, de Philip Roth


Este libro agrupa tres novelas (La visita al maestro, Zuckerman desencadenado y La lección de anatomía) y un epílogo (La orgía de Praga). En la primera, un joven Zuckerman es aprendiz de escritor y sus primeros relatos ya sacuden el entorno familiar. En la segunda, se ha convertido en un autor de éxito, perseguido por los fans y agobiado por la culpa a causa de esos libros suyos que su familia secretamente desprecia, al haberla retratado en ellos. El epílogo narra un par de días en Praga, entre controles policiales y mujeres que quieren acostarse con él.
Pero es la tercera, La lección de anatomía, la que a mi juicio constituye una absoluta obra maestra. Aquí, Zuckerman sufre un dolor crónico sin causa aparente, y trata de calmarlo mediante vodka, medicina y marihuana; debido a ello, no puede escribir una línea; lo atienden mujeres con las que termina en la cama; y sobre él aún flota el dolor por la muerte de sus padres. Es una novela inolvidable que analiza el dolor físico y el espiritual, el miedo al folio en blanco, la necesidad de cambiar de aires, la soledad diaria del escritor, la pérdida, la mentira y la verdad.
En conjunto, estas novelas sobre Nathan Zuckerman suponen un retrato acertadísimo de lo que significa ser escritor, las consecuencias que acarrea y las inseguridades y los miedos que se derivan de ello (en algunos momentos, el personaje y las acusaciones familiares que sobre él caen me recordaron a Desmontando a Harry, aquella gran película de Woody Allen). Un autor y un libro imprescindibles, repleto de humor y de amargura: al menos todo aquel que se dedica a la escritura debería leerlo.

Benditos monstruos (La Opinión)

Todo lector compulsivo, y aún más si ha consagrado su vida a la escritura, arrastra tras de sí dos monstruos librescos: uno lo constituye la pila de volúmenes que va amontonando en la mesilla, hasta que les toque el momento de ser leídos; el otro, las estanterías rebosantes de libros que acumula desde la niñez. Del primero ya hablamos aquí en una ocasión. El segundo representa un tesoro incalculable, pero también una carga durante nuestros desplazamientos.
En la novela “Zuckerman desencadenado” se narra, en un párrafo, la relación del protagonista con los libros en sus continuas mudanzas. Un fragmento maravilloso en el que su autor describe cómo el escritor Nathan Zuckerman, siendo un adolescente, sale de casa de sus padres con dos libros bajo el brazo, en dirección a Chicago. Esos libros, cuatro años más tarde, se han convertido ya en cinco cajas de clásicos de segunda mano que debe trasladar de nuevo a la casa de su familia antes de cumplir el servicio militar. Luego recorre sus matrimonios fracasados: de cada piso de cada ex mujer sale cada vez más cargado. Al final, y aunque no tiene ni cuarenta años, acarrea en sus mudanzas unas ochenta y una cajas de libros que, a la postre, sabe que cubrirán casi todas las paredes de su nueva casa.
Me conozco de memoria esos incordios. Empaquetar los volúmenes. Sacarlos del cuarto. Acarrearlos hasta el descansillo. Meterlos en el ascensor, si el edificio en cuestión dispone del mismo. Pasearlos hasta un coche o una furgoneta. Viajar con ellos en el maletero, en uno o varios trayectos, dependiendo de las toneladas que uno posea. Repetir la operación a la inversa: llevarlos desde el vehículo hasta el portal y luego hasta el ascensor, empujarlos por el pasillo, introducirlos en su nueva habitación, desempaquetarlos. Y ordenarlos otra vez. Cualquiera que tenga más de mil libros y una mudanza en perspectiva sabrá a lo que me refiero. Los míos, mis libros, han estado en seis lugares diferentes y soportado unos siete viajes en sus cajas. Ignoro si es mucho o poco. Los libros, en cada mudanza, se han multiplicado, como si fuesen criaturas que no cesan de procrear y se negaran a la extinción de su especie. Aumentan de manera bárbara, gracias a nuestra complicidad. Empieza uno trasladándose cuando todavía no se afeita y apenas posee cien títulos. En el siguiente cambio de domicilio probablemente sean ya doscientos o trescientos ejemplares. Pronto se convierten en mil. Y continúan creciendo, hasta que uno no sabe ya dónde meterlos, en qué huecos libres encajarlos: en las estanterías, en los armarios, en la mesilla. Cualquier escondrijo es válido para no desprendernos de su compañía, para no decirles jamás adiós. El monstruo no deja de crecer: si uno no se los compra, se los regalan. O tropieza en los cajones de las librerías de saldo con joyas cuyo precio ronda los dos euros y sabe que es inevitable hacerles justicia y comprárselas, rescatándolas de su lugar polvoriento y olvidado. Algunas personas, para ir haciendo hueco, optan por regalar los ejemplares ya leídos o los menos amados; otras, los venden a los dueños de las ferias de libros de ocasión; muy pocos los arrojan a la basura, por fortuna. Lo único que amarga de esta historia (porque, aunque ordenarlos y desordenarlos, empaquetarlos y desempaquetarlos, acarrearlos de aquí para allá constituya una sarna, en el fondo lo hacemos con gusto) es que, como suele decirse, nunca podremos leerlos todos: necesitaríamos varias vidas, etcétera. Son, insisto, una especie de monstruo que reclama nuestra atención y devora el espacio de la casa. Pero ojalá todos los monstruos fueran así.

domingo, septiembre 24, 2006

Actualización

Estuve el fin de semana en mi tierra. Y allí no dispongo de internet. De modo que suelo actualizar la bitácora en los cibers. Pero el domingo por la mañana salí a por el periódico y, después de comprarlo, me di cuenta de que no llevaba más dinero encima. O sea, que no entré en el ciber y lo pospuse para la tarde. Me entró pereza y tampoco bajé a actualizar este blog. Luego me vine para Madrid, pero entre los atascos, los accidentes y demás, el viaje duró cuatro horas y media. Una vez en casa, internet no funcionaba. Por fin, a las once y media, he conseguido colgar mi artículo de hoy. Hay días en que todo se tuerce...

Independientes y luchadoras (La Opinión)

Que a nadie le quepa duda: gran parte del futuro de la literatura reside en las editoriales pequeñas e independientes, al menos en lo que se refiere a la narrativa breve y a la poesía. En cuanto a la primera, la mayoría de los libros de cuentos de autores españoles suele aparecer en esta clase de editoriales. Si uno echa un vistazo, cada año, a la lista de libros de relatos que aspiran al Premio Setenil, comprobará que muchos títulos no proceden de las grandes y populares empresas, sino de las pequeñas firmas. Editoriales independientes, luchadoras, voluntariosas, que, se huele uno, tienen más interés en la literatura de calidad que en el dinero, lo cual, lógicamente, les acarreará no menos de un disgusto y enormes pérdidas económicas. Pero ahí siguen, en la brecha. También se encargan de publicar a narradores extranjeros. Algunas, incluso, apuestan por la obra de escritores que aún no estaban traducidos en España, o cuyos cuentos no eran conocidos aquí. Sus editores viven en ciudades como Tenerife, Valladolid, Salamanca, Madrid, Barcelona o Palencia, por citar unas cuantas. Quiere decirse que el cotarro no está centralizado en la capital del reino, sino bien repartido.
Viene esta diatriba a cuento de los dos libros que acabo de recoger en Correos: “Todos nosotros” y “El puente que cruza la luna” se titulan estos dos poemarios, y están escritos por Raymond Carver y su viuda Tess Gallagher, respectivamente. Los ha alumbrado, porque sospecho que no fue un parto fácil, la Editorial Bartleby. Su labor es encomiable, y me darán la razón cuando miren su lista de títulos y autores publicados. Pepo Paz, su editor, se inclina por la poesía, aunque también publica textos en prosa. Pero volvamos a los dos poemarios de Carver y Gallagher. Su aparición supone un acontecimiento. Al primero lo ha traducido Jaime Priede y, a la segunda, Eduardo Moga. Las ediciones de ambos son bilingües, lo cual se agradece; cada poemario extranjero debería contar en este país con la posibilidad de la lectura en su idioma original. Les aseguro que no es lo mismo devorarse “La melancólica muerte de Chico Ostra”, de Tim Burton, en español que en inglés. El traductor trata de interpretar el texto, de aproximarse. Según Priede: “Una traducción no es más que una percepción, la interpretación de una partitura”. Esto, a mi entender, significa que el texto original admite diversas variantes e incluso distintos significados. Insisto en que, por ejemplo, los poemas de Burton contienen más dosis de mala leche en inglés, como dejé constancia en un viejo artículo para la revista digital Literaturas. Perdonen la digresión: estábamos con Carver y con Gallagher. Por vez primera tenemos la “Poesía reunida” del maestro que escribió las piezas breves de “Tres rosas amarillas” y “Si me necesitas, llámame”, por citar dos títulos. Existe cierta polémica por las antiguas traducciones de sus poemas en otras editoriales; y parece que ahora le hacen justicia. En cuanto a Tess, la Tess de las dedicatorias y los textos de Carver, al fin podemos conocer su poesía. Quienes ya la han leído alaban su talento. También dicen que su libro complementa el de Carver, que arroja una nueva luz sobre el escritor. En los periódicos, bitácoras y suplementos culturales habíamos leído varios poemas, en primicia.
No es conveniente dar nombres de editoriales, y menos si son pequeñas y luchan por sobrevivir. Podría haber olvidos voluntarios e involuntarios por mi parte y enfados por parte de los aludidos. Sólo recomiendo a estos dos autores, y que cada cual haga su búsqueda de esos títulos maravillosos que les están esperando en las librerías, gracias a las editoriales independientes y luchadoras.

sábado, septiembre 23, 2006

Ian McEwan en Segovia


El Hay Festival Segovia, que se celebra desde el 21 hasta el 24 de septiembre, contó ayer con la presencia del autor británico Ian McEwan. Podéis leer la noticia sobre su charla con Juan Villoro en El País: aquí.
En la imagen, McEwan y Villoro pasean por Segovia (foto de El País).

Contra el maltrato animal (La Opinión)

Para hoy, en Ribeira (Galicia), han convocado una manifestación de protesta contra el maltrato a los animales. Y para el día uno de octubre se prepara otra manifa similar en el Parque de El Retiro de Madrid. Todo arranca (o, cuando menos, es la gota que ha colmado el vaso) con la emisión, en algunas cadenas de televisión, de la salvaje e inhumana paliza que un fulano le propinó a su perro pastor alemán. He tenido la fortuna de no tropezar con esas imágenes, pero el apaleo al pobre perro es monumental, según cuentan. El vídeo está colgado en YouTube, pero me niego a verlo. Ocurrió hace dos años, y el tipejo tuvo la mala suerte de que un vecino grabara la machada; ya dije que en estos tiempos todo lo registra algún mirón o algún señor que pasaba por allí o las cámaras de vigilancia. Para colmo, al agresor del perro lo ovacionaron los vecinos; celebraron la flagelación con vítores. El hombre es despiadado y cobija dentro demasiada crueldad. La ovación del populacho que se deja llevar por el instinto sangriento y macabro está presente en la historia, también en la ficción y a la vuelta de la esquina: respectivamente, los aplausos del pueblo cuando ahorcaban a los criminales, la muchedumbre rabiosa que perseguía al monstruo creado por Victor Frankenstein y los testigos que se encararon con un amigo mío después de ser éste atropellado por el coche de un individuo cuando mi colega iba en bicicleta, este verano, en Puebla de Sanabria. Cosas así suceden a diario. Resulta penoso.
Un poco antes de escribir estas líneas he encontrado otras dos noticias bastante desagradables: guardan relación con los animales y el trato que a veces reciben de algunos hombres. Esos caballos de Marbella, de pura sangre, flacuchos y escurridos, con las costillas saliéndoseles ya del cuerpo, punzando la poca carne que les queda, unos caballos más entecos que Rocinante. Sufren por falta de cuidados y de alimento. Han tenido que recurrir a la arena y comérsela, para no morir. Y, precisamente por esa dieta, enferman. Varios ejemplares han muerto ya. No salimos de nuestro asombro al leerlo en los periódicos. Y aún es más asombroso el hecho de que cada noticia al respecto la encabeza el valor en el mercado de estos caballos. Lo cual expresa que a ciertos individuos les aterra más la pérdida económica derivada de las muertes de los equinos que su sufrimiento. La otra noticia: una señora arrojó a su perro por la ventana, en un pueblo de la comunidad valenciana. La tía, con cuarenta y cuatro tacos, lanzó a su mascota desde un octavo piso. Cuando la detuvieron, alegó en su defensa que el perro merodeaba entre sus piernas, ocasionándole molestias. Tras lanzarlo desde la ventana, bajó al bar a tomarse un café. La foto del cadáver me la encontré navegando por las noticias de internet: me ha sacudido constatar, además, que el animal pertenecía a la raza beagle; mi perro favorito de entre todos los que tuvimos fue un beagle, y gozaba de un nivel de inteligencia que para sí quisieran muchos hombres. Alguna gente se compra perros y luego los apalea, los arroja por la ventana o los abandona en el arcén de una carretera, camino a Benidorm, como si fueran papeles viejos y arrugados.
Perros torturados y molidos a golpes o entrenados para las peleas clandestinas, asnos a los que propinan palizas (no olvidemos el triste caso ocurrido en Zamora), gatos y otras mascotas, abandonados o heridos, caballos a los que dejan a su suerte y sin comida. España, la España negra de la crueldad y la sangre derramada, continúa siendo feroz con sus animales.

viernes, septiembre 22, 2006

Cine inédito: The Proposition


Comienzo una sección nueva. No lo puedo evitar: me crié en un cine, literalmente, y la cinefilia me puede. En esta sección trataré, de vez en cuando, de comentar (no siempre recomendar) las películas que, por varias causas, no han tenido distribución comercial en España. Arranco con The Proposition:
Música y guión de Nick Cave. Un reparto sólido: Guy Pearce, John Hurt, Ray Winstone, Emily Watson. Un western australiano poético y perturbador. La propuesta, interesante: tres hermanos; las autoridades capturan al pequeño y obligan al mediano a buscar entre las montañas al hermano mayor, el más peligroso de los tres, y matarlo; si trae su cadáver, el pequeño se librará de la horca. Una decisión imposible.
La película de John Hillcoat es buena (destaca su puesta en escena, la fotografía, la música, las pinceladas de violencia), pero no es redonda. Al llegar a los créditos finales uno siente cierto vacío, cierta sensación de que falta algo. Y es, obviamente, la reflexión de un Eastwood o las sangrías de un Peckinpah. Pero merece la pena: es una alegría regresar a esos polvorientos paisajes, los propios de un género apasionante. Un análisis más detallado podéis encontrarlo en este hilo del estupendo blog El Espíritu de Pavese.

Dales lo que quieren (La Opinión)

Los matones más implacables, los más fríos, no son aquellos que empuñan el cuchillo o el revólver, sino los que ordenan las ejecuciones, ocupan cargos públicos, visten traje y corbata y no se manchan las manos de sangre. Uno de tantos es el actual presidente de Estados Unidos: leemos que, durante su mandato como gobernador de Texas, firmó la ejecución de ciento veintisiete reos. En cinco años. Quizá sea un récord. Quizá sólo sean ciento veintisiete muescas en la culata de su rifle, y el tipo no les dé mucha importancia salvo la que implica acumular puntos para obtener alguna medalla. Como Estados Unidos es un país muy contradictorio, acaban de colgar en la página web del Departamento de Justicia Criminal de Texas todo lo relativo a cada prisionero ejecutado: sus datos personales, su fotografía y las últimas palabras que soltó antes de que el verdugo y el sistema le diesen pasaporte al otro barrio. Salvo, cuentan en El País, que incurra en insultos o mancille el nombre de Dios (en estos últimos casos, su declaración se censura). Algo así como decirle al hombre a punto de morir: vamos a matarte, así que agradécelo para la posteridad, no olvides dar gracias al Señor y a tus verdugos. El hombre que va a morir suele tener este perfil: negro, joven, pobre. Estos son los que, generalmente, van a dar con sus huesos a la cárcel y a la camilla de la inyección letal, y luego al infierno. Los ricos y poderosos, en cambio, suelen ir del paraíso en la tierra al paraíso del cielo. Un cuento, ya ven.
He entrado en la página web de este Departamento de Justicia Criminal para comprobar con mis ojos que esos datos están colgados en la red. En efecto: hay un total de trescientas setenta y seis ejecuciones. En el colmo de la corrección política, a los reos los denominan “Ofensores”. Una palabra amable para alguien a quien le han dado puntilla. Prepárense, porque estos son los datos del asesinado que aparecen: número de ejecutado, nombre y apellidos, fecha de entrega al matarife, edad, raza, altura, peso, color de cabello, lugar de origen, entre otras cuestiones personales, además de las fotografías que los retratan de frente y de perfil, el sumario del delito y las palabras finales que pronunciaron durante el espectáculo (no de otro modo podemos designar un acto en el que los espectadores toman asiento y en el que sólo les falta comer palomitas y beber refrescos). En suma, una página ideal para amargarle a cualquiera el desayuno. Una web donde se amontonan los muertos, similar a una fosa común, pero muy ordenada, porque así lo exige su burocracia: matar de otro modo no es legal.
No he traducido ninguna de esas despedidas, pero en la prensa hemos podido leer unas cuantas en castellano. Basta con unas pocas. Son escalofriantes. Los reos invocan a sus dioses, piden perdón a las víctimas y a los familiares, y dejan sus últimas palabras, sus últimas fuerzas, para los seres queridos y los amigos. En “Walk the Line”, torpemente traducida en España como “En la cuerda floja”, un productor le dice a Johnny Cash algo así: “Si estuvieras a punto de morir y tuvieras que cantar una sola canción que lo expresara todo, ¿cuál cantarías?”, y Cash, interpretado por Joaquin Phoenix, se arranca a cantar con tal vigor y sentimiento que parece que sus palabras y los acordes de su guitarra serán los últimos de su existencia. Algo del estilo sucede con los ejecutados por Texas; sólo que, al terminar, no hay aplauso ni contrato, sino la muerte: deben emplear con sabiduría la última munición oral para que sus familias comprendan su cariño. He leído unas cuantas, y me quedo con este broche tras la despedida: “Está bien, carcelero, dales lo que quieren”.

jueves, septiembre 21, 2006

Fuentes


Dafont es una web que me descubrió hace tiempo un amigo. De vez en cuando me gusta entrar y bajarme algunos tipos de letra. Os vendrá muy bien para los diseños de vuestras páginas o incluso para la presentación de los manuscritos o, simplemente, para escribir en Word con una fuente distinta de las habituales. Espero que os sirva (Blogger no acepta, creo, más que los tipos de letra determinados, así que he tenido que hacer un jpeg para colgar aquí un ejemplo).

Meme Cohen


Alvy Singer me ha pasado un meme. No tenía ni idea de lo que era. Pero este parece que es distinto: hay que responder a las preguntas utilizando las canciones de alguna de tus bandas o de tus cantantes favoritos. He elegido a Leonard Cohen, que además es poeta. Ahí va:
-¿Eres hombre o mujer?: I'm Your Man
-Descríbete.: Bird On The Wire
-¿Qué sienten las personas cerca de ti?: Stories Of The Street
-¿Cómo te sientes?.: Ain't No Cure For Love
-¿Cómo describiría tu anterior relación sentimental?: Everybody Knows
-Describe tu actual relación con tu novio/a o pretendiente.: Always
-¿Dónde quisieras estar ahora?: The Land Of Plenty
-¿Cómo eres respecto al amor?: Dance Me To The End Of Love
-¿Cómo es tu vida?: I Can't Forget
-¿Qué pedirías si tuvieras sólo un deseo?: First We Take Manhattan
-Escribe una cita o frase famosa: Why Don't You Try?
-Ahora despídete: Hey, That's No Way To Say Goodbye


Al parecer, luego hay que endiñarle la tarea a otros. Así que yo se lo paso, amablemente y para que se entretengan un rato, a David González, a Fernando Sarria y a Clifor. ¡Suerte!

Los centenarios (La Opinión)

He ojeado en un periódico un reportaje acerca de los centenarios. Al parecer, esta es la primera generación que, en España, sobrepasa los cien años de vida. Cada vez que alguien los cumple, es motivo de celebración entre sus familiares y entre los científicos, y en esos cumpleaños no falta la noticia en la prensa. De vez en cuando los vemos en las páginas de nuestro diario (Castilla y León encabeza la lista de las comunidades con más longevos): ancianos duros como el cemento, que siguen aguantando mecha tras haber visto y sufrido las calamidades, las guerras, las dictaduras y la hambruna del siglo. Suelen retratarlos, generalmente, en la sección de comarcas. Se conoce que en los pueblos viven más y no es de extrañar: los alimentos son más saludables, el aire es más puro, el trabajo se desempeña de sol a sol desde la infancia hasta la vejez. Según el reportaje, la imposición de un objetivo es primordial: “Es muy importante no dejar de tener proyectos, tener metas, no pensar que ya está, mantenerse activo”, asegura un experto en esas mismas páginas.
Los califican de héroes, a estos centenarios, pero ellos no creen serlo. Para mí también lo son. Han vencido a las enfermedades y a los malos tiempos y, además, han visto demasiados muertos en diez décadas. A cualquiera de nosotros le basta con asistir a un par de entierros o tener noticia del suicidio de un allegado para dejarlo hecho pedazos durante meses o años. Pues imaginen ellos. Admiro esa resistencia y ese dominio: algunos, tan viejecitos, se duchan a diario con agua fría, hacen un poco de ejercicio y llevan una vida alejada ya de los vicios de juventud. Y admiro su fortaleza para haber resistido todos los puñetazos que la vida le da al cuerpo. A partir, ay, de los treinta años el hombre empieza a sentir los rigores del paso del tiempo: esa pierna que duele en los días previos a la lluvia, esas muelas y esos dientes que van cayéndose a trozos, el lumbago, las molestias para conciliar el sueño, la hernia discal, el entorpecimiento y la lentitud de las articulaciones, el estómago delicado, las migrañas, etcétera. Vamos convirtiéndonos, muy lentamente, en escombros. Pero ahí están los “chavales” de cien años: nos han demostrado que es posible resistir esa tralla y mucha más. Según los científicos, una de las claves podría estar en la alimentación. Comer un treinta por ciento menos para vivir un treinta por ciento más. No es nada nuevo; los abuelos gozan de sabiduría propia y recuerdo que mi abuelo materno me decía, cada vez que cenaba en su casa: “Hay que comer para vivir, y no vivir para comer”.
Se supone que deberíamos fijar, pues, nuestro modelo en estos ancianos. Sin embargo, hay gente joven o madura que, cuando vislumbra un rostro con arrugas, dice que no quiere llegar a la vejez, porque está trufada de dolencias, intervenciones quirúrgicas, medicamentos, dietas y ruina física. Desconfíen de ellos. Todo el mundo quiere vivir lo máximo posible. Recuerdo el caso de un tipo. Hace más de diez años, cuando él tenía veintitantos, solía contar, entre trago y trago de cerveza y con parecidas palabras: “Mira, yo lo tengo claro. Antes de los cuarenta me suicidaré. No quiero una vida llena de enfermedades, de dolores, de médicos. Al llegar a cierta edad lo bueno se acaba, así que prefiero eso de vivir deprisa, morir joven y dejar un bonito cadáver”. En la actualidad, por si les interesa, es un hombre acomodado y feliz que suele pasear por la calle con su mujer a un lado, mientras él empuja el coche del bebé. Ya no nos saludamos al cruzarnos en la acera, pero sospecho que por fin habrá descubierto que lo del bonito cadáver sólo es una frase de postal.

miércoles, septiembre 20, 2006

Tres antologías

Hace tiempo leí estas tres antologías. Alguna de ellas la recomendé en este blog. Suponen, además de una agradable lectura, la oportunidad de descubrir a ciertos autores poco conocidos en España.

Zoetrope: All-Story (Emecé): Francis Ford Coppola, Sara Powers, Peter Lefcourt, Amy Bloom, Salman Rushdie, Melissa Bank, Adam Haslett, Nikola Barker, George Makana Clark, John Nichols, Chris Spain, Emily Perkins, Lucia Nevai, Jon Billman, Philip Gourevitch, Tim Gautreaux, Javier Marías, David Mamet, Robert Olen Butler








Hablando con el ángel (Salamandra): Robert Harris, Melissa Bank, Giles Smith, Patrick Marber, Colin Firth, Zadie Smith, Nick Hornby, Dave Eggers, Helen Fielding, Roddy Doyle, Irvine Welsh, John O'Farrell









Generación quemada (una antología de autores norteamericanos) (Siruela): George Saunders, Matthew Klam, Judy Budnizt, Myla Goldberg, Jeffrey Eugenides, David Foster Wallace, Amanda Davis, Dave Eggers, Julia Slavin, A. M. Homes, Shelley Jackson, Stacey Ritcher, Aimee Bender, Ken Kalfus, Arthur Bradford, Jonathan Lethem, Sam Lipsyte, Rick Moody, Jonathan Safran Foer, Zadie Smith

Estrellas (La Opinión)

Nos aproximamos a un garito nocturno. Fichando al personal, en la entrada, aguardan dos porteros. Uno es joven, alto, fornido, atlético, físicamente preparado para repartir estopa al que se pase de la raya, y no es difícil imaginárselo metido en la faena de las artes marciales. Pero la catadura del otro cancerbero resulta más interesante: perfecta para la galería de freaks que uno cobija en la memoria. Es un hombre que rebasó hace tiempo los sesenta años (o aún no lo ha hecho y se conserva mal), y sus atributos físicos son opuestos a los de su colega de la entrada: es mayor, bajo, grueso y blando, pero se nota que maneja el percal; él es quien permite o deniega el paso. Gasta una barba blanca, una gorra sobre la cabeza, gafas de miope y un palillo mustio encajado en la comisura de los labios: uno de esos palillos con trazas de haber convivido junto a su dueño los últimos cinco años. Tiene cara de golfo, de juerguista y de simpático. Pero aún llama más la atención su indumentaria: usa una camisa hawaiana y en la solapa de la misma se ha prendido una estrella de sheriff. Una estrella del tamaño de una manzana reineta. Parecería una broma si no fuese porque ya he entrado allí alguna otra vez y siempre está en la puerta el hombre, con su estrella, su gorra, su palillo y sus gafas, una estampa más propia de una comedia negra de revólveres que de la puerta de un pub. Alguien me susurra al oído un chiste: “A este tipo debieron impedirle el paso al local, hace años, y ahí se ha quedado”.
Nos deja pasar al garito. Yo sólo conocía los primeros metros del local, así que decidimos investigar sus recovecos: en el piso inferior hay varias barras de bebidas, algunas habitaciones, asientos bajos, taburetes y sillas, y varios televisores repiten la misma película: “Faster, Pussycat! Kill! Kill!”, de Russ Meyer; en el piso superior el diseño es parecido, con varios cuartos, barras, columnas, asientos. Pero el atractivo del bar no radica en estos pequeños laberintos y sinuosos recovecos, sino en el despliegue de las paredes y el techo. Aquí y allá los dueños se han encargado de forrarlo todo con carteles de míticos conciertos de rock, portadas de discos, fotografías de cantantes y de actores, afiches de películas, pósters emblemáticos, pegatinas. Por ejemplo: un cartel de un directo de The Ramones en España, con entradas a trescientas pesetas. Este local estuvo de moda en la movida y ahora es una leyenda, un clásico. Nuestra memoria actúa así: siempre está buscando, procesando, relacionando, y por eso estas paredes y este techo me conducen a un cuarto familiar (hoy desaparecido) cuya mera contemplación me hechizaba en la infancia, una vieja habitación pequeña y con dos jergones y un armario y poco más, decorada de idéntica manera; o sea, sin huecos desnudos en las paredes, y hablo de los años setenta, así que imaginen las estrellas que poblaban aquellos carcomidos tabiques.
Deambulamos por el bar. Me fijo en que la gente viste camisetas indies o simplemente freaks: de “Hellraiser”, “Star Wars”, “Transformers”, y en ese plan. Miro mi pechera, y compruebo que soy uno más: en mi camiseta sale Bruce Lee, ídolo de la niñez. Al salir de allí, tomamos rumbo a otro pub. En la puerta de un local vemos a un tipo tendido en la acera, inconsciente o muerto. Luz de ambulancias y un coche de la policía. El individuo quizá padezca un coma etílico. Lo atienden antes de meterlo en el vehículo del Samur. Triste fin acabar la noche así: solo, tirado en el suelo sucio, con el rostro hacia las estrellas, desvanecido o difunto. No es la primera vez que tropiezo con una escena similar. Mal broche para una travesía interesante.

martes, septiembre 19, 2006

Alvin Pepler / Herbie Stempel


Leo estos días las novelas reunidas en Zuckerman encadenado, del maestro Philip Roth. Entre los frecuentes gozos y hallazgos que depara su lectura, hay un capítulo en el que aparece un personaje llamado Alvin Pepler, un hombre resentido contra América, fotocopia de un perdedor y víctima de ataques de verborrea. En los primeros párrafos, y dada la información que nos dan sobre el personaje (judío, ex soldado, héroe caído y traicionado en un concurso de preguntas y respuestas de la televisión norteamericana que estaba amañado), uno en seguida aprecia que estamos ante Herbie Stempel (en la foto), individuo real al que interpretó John Turturro en aquella maravilla titulada Quiz Show, dirigida por Robert Redford y con la presencia, en el reparto, de Ralph Fiennes.
Quiz Show es una delicia, y lo mismo sucede con este capítulo en el que aparece el mismo personaje, enmascarado con otro nombre: leyendo sus parrafadas, uno no puede olvidar la interpretación de Turturro. No puede quitarle ya el rostro. Y me ocurrirá otro tanto cuando vuelva a ver la película: tendré siempre en la memoria los exhaustivos monólogos que Pepler le endosa a un atónito Zuckerman. Ambas, creo yo, se complementan.
Luego comprobé, de mano de un experto en Roth, que no me había equivocado: que Pepler es un trasunto de Stempel. Aquí.

En el metro (La Opinión)

Lo que leerán a continuación es un ejemplo del pésimo funcionamiento del metro, que muchos zamoranos utilizamos a diario para desplazarnos por Madrid. La mañana del lunes cogí el metro para ir al norte de la ciudad. Fiel a mi despiste habitual, hasta un minuto antes de salir de casa no advertí que no me quedaban bonos de viaje ni dinero en calderilla, salvo algunas monedas. No tenía tiempo de buscar cajeros automáticos, así que conté el dinero de la billetera: un euro con cuarenta céntimos. Bastaba para comprar un ticket sencillo (cuesta un euro), meterse en el metro y luego localizar un cajero para extraer efectivo y, de regreso, comprar un bono de diez viajes (o sea, seis euros con quince céntimos). Los dos primeros pasos pude cumplirlos sin problemas. El trayecto duraría, según mis cálculos, alrededor de treinta y cinco o cuarenta minutos. Encontré asientos libres y entretuve el viaje leyendo a Philip Roth. Un par de minutos después, empecé a sudar como un pollo. Se dice que ciertos vagones carecen de sistema de refrigeración, o suelen estar estropeados en verano. Así que me cocí vivo. Suerte que el talento y el humor de Roth lograron que me evadiese.
En el único transbordo que debía hacer no encontré, caminando por el laberinto sucio de pasillos, galerías y escaleras mecánicas, ningún cajero. Estas escaleras mecánicas suelen funcionar de tres maneras: a velocidad normal, a velocidad de tortuga o a velocidad cero. Suelo toparme con los tres tipos cuando la estación es amplia y con numerosas ramificaciones. Lo cual significa que los viajeros, deambulando por las estaciones, realizan mucho esfuerzo, poco esfuerzo o ninguno. Al salir a la superficie, cerca de mi destino, encontré en una esquina un cajero automático. Por fortuna no estaba estropeado ni me dio guerra: es frecuente, en esta ciudad, visitar tres o cuatro dispensadores hasta dar con uno que funcione.
Al terminar mis gestiones entré de nuevo en la boca de metro. Me dirigí a la taquilla, porque prefiero que me atienda una persona y no una máquina, aunque las segundas sean, por lo general, más educadas que las primeras. La taquilla, sin embargo, estaba cerrada, y dentro habían colocado un cartel con disculpas. Retrocedí hasta una de las máquinas en las que pueden comprarse los billetes de metro y de bus. Pulsé, en la pantalla digital, el botón que indica el bono de diez viajes. Luego cogí un billete de veinte euros y lo introduje en la ranura. Debajo de esa ranura hay otra que expulsa la guita si a la máquina no le gusta ésta o le parece falsa o si está estropeada o carece de cambio. Lo expulsó. Volví a meterlo, dándole la vuelta. Lo expulsó. Lo intenté dos veces más. Me di por vencido. Reconté la calderilla, pero no me alcanzaba para un viaje. No había nadie allí: ni vigilantes, ni empleados, ni viajeros. Vi otra máquina, pero con un diseño exterior distinto (parecía un dispensador de refrescos). Metí el billete y lo aceptó. Me dio el cambio en kilos: doce monedas, o más. Ya tenía mi ticket. Bien. Lo introduje por la abertura, pero el torniquete no se abrió. “Billete no válido”, leí en la máquina de validación. Observé el reverso: era un bono en blanco, un billete fantasma en dirección a ninguna parte. Ahí estaba yo: timado, sudoroso, en una lejana estación sin guardias, sin empleados, con la garita cerrada, con máquinas que no aceptaban dinero o vendían tickets en blanco. Finalmente, resolví ir andando hasta otra boca de metro para explicarle al tío de la taquilla el error. Tras comprobarlo, me cambió el bono fantasma por uno válido. Dije “Hola” y “Gracias” y “Hasta luego” y di las oportunas explicaciones, y él no dijo nada. Ni siquiera soltó un maldito gruñido.

lunes, septiembre 18, 2006

Librerías de saldo en Madrid

Estas son algunas de las librerías madrileñas donde a veces he encontrado saldos y joyas. No todas son "de viejo", pero todas tienen títulos raros o difíciles de encontrar. Las recomiendo aquí porque quizá os sirvan en vuestras pesquisas literarias:

Para reír o deprimirse (La Opinión)

Acabábamos de cenar en casa de mi primo y alguien sugirió ver teletienda mientras nos bebíamos algo. Ya hablé aquí de estos anuncios de televisión de madrugada: hará un par de años. Pero es que son la esencia con la que se construye la caspa; la caspa de la cultura basura, quiero decir. Y por esa misma razón son muy divertidos, y para entretener las horas son mucho más adecuados que otros programas. Contienen todos los ingredientes de la caspa: el truco y las costuras se le ven a cada anuncio y a cada artículo que venden (y ni siquiera gastamos energías ni esfuerzos en discernir las trampas), los actores y especialistas son malos de solemnidad, sus sonrisas están forzadas y el diseño de los gimnasios, los salones, los dormitorios, los jardines y las cocinas que se vislumbran es tan hortera como cabría esperar de un espacio de madrugada con la pantalla cosida por números de teléfono y precios de oferta. Y, lo que es más importante y necesario en esto de la caspa: le hacen a uno desternillarse. A mí, los espacios de teletienda en horario de madrugada me divierten tanto como las películas de karatekas chinos, los western con director español, las comedias de Jaimito y el terror de serie Z.
En mis delirios fantasiosos, incluso he llegado a convencerme de que estos anuncios salvan la soledad y el insomnio de muchas personas. Si un tipo es incapaz de dormir, si no logra conciliar el sueño a pesar de tomarse altas dosis de cafeína, de valeriana y de tila, lo más probable es que, cuando se canse de dar vueltas en la cama, se siente en el sofá a hacer zapping. Entre la cochambre habitual del horario nocturno, colmado de reposiciones, largometrajes infumables, pornografía y programas repetidos, encontrará esta perla: el llamado infocomercial. Y basta con verse cinco minutos para empezar a sonreír, de pena y de vergüenza ajena, y luego soltar una carcajada. Al menos el insomne podrá pasarse parte de su noche de vigilia riendo, y la risa, recordémoslo, es una parte muy saludable de la vida. Salvo, claro, que prefiera recurrir a algo bueno y se ponga en el vídeo una de los Hermanos Marx. Al solitario le hará olvidar su soledad durante un rato, o lo distraerá unos minutos. Aunque es posible que también me equivoque y se deprima, al cerciorarse de lo patético que está el negocio para que un puñado de personas desperdicie tiempo, talento y dinero para llenar las madrugadas televisivas con su morralla de plástico.
Cuchillos que cortan latas de conserva, exprimidores con truco, batidoras más caras y peores que las que podemos adquirir en el bazar de la esquina, sofás abatibles, aparatos de gimnasia en los que el gimnasta no parece un deportista, sino un tonto, artículos de bricolaje, cosas así. Uno, después de echar unas risas de media hora, se pregunta lo que nos preguntamos todos: ¿De verdad existirá alguien que compre estos absurdos artículos? Ha de existir, porque de otro modo no continuarían grabando los comerciales. Si la teletienda sirve para divertirnos en las reuniones de amigos, para el insomnio o la soledad, dudo que sirva para quien esté bajo el yugo de la depresión. Porque comprobar que algunos actores (pésimos, como Chuck Norris; o prestigiosos, como Danny Glover) deben sobrevivir anunciando un aparato de abdominales para señoras y jubilados, o una sartén multiusos, sólo puede empujar a deprimirse más, ya que todo el asunto comporta una única palabra: fracaso. Imaginen a un alcohólico viendo teletienda. Es probable que, después de ver dónde terminan algunas vidas, se arroje por la ventana.

domingo, septiembre 17, 2006

Ediciones de Michael Chabon


Un día, merodeando por la sección de libros en inglés de la librería de mi barrio, vi este título: Astonishing Stories. Está editado por uno de los mejores escritores americanos contemporáneos, Michael Chabon. Recoge cuentos de otros autores. Entre ellos: David Mitchell, Jonathan Lethem, Stephen King, Heidi Julavits, Roddy Doyle, Poppy Z. Brite y Peter Straub. La edición es asombrosa: las páginas interiores incluyen dibujos, diferentes tipos de letra, símbolos, etcétera.

El otro día me encontré, en el mismo sitio, con este otro cuya portada aparece a la derecha, Thrilling Tales. También es una edición de Michael Chabon. Algunos de los autores reunidos son: Jim Shepard, Glen David Gold, Elmore Leonard, Neil Gaiman, Nick Hornby, Stephen King, Dave Eggers, Michael Moorcock, Rick Moody, Sherman Alexie y el propio Chabon. La edición, del mismo estilo. Y, además, los relatos aparecen a varias columnas, como si fuera un periódico o una vieja revista pulp.

Me parecieron, ambos, una gozada. Pero al final no los compré. Soy consciente de que, dado que mi manejo del inglés es un poco pobre, jamás los leeré. Sin embargo, a veces le doy vueltas al asunto: quizá un día me acerque allí y me los lleve. La originalidad de los dos volúmenes vale la pena. Mi pregunta es: ¿Los editará alguien, alguna vez, en España? Y, de ser así: ¿Tendrán la valentía de incluir esos dibujos, símbolos, columnas y diferentes tipos de letra? Rezo para que Mondadori, que ya publicó los cuentos reunidos en las antologías de McSweeney, lo haga.

Bardem y Tosar (La Opinión)

Cuentan que Michael Mann, el maestro que dirigió “Ladrón”, “El último mohicano”, “Heat” o “El dilema”, por citar unas cuantas joyas de su filmografía, vio a Javier Bardem y a Luis Tosar en “Los lunes al sol”, donde ambos están inmensos. Le impresionaron tanto que, primero, le dio un papel de temido y respetado traficante a Bardem en “Collateral”, y después eligió a Tosar para otro papel de temido y respetado traficante en “Miami Vice”. En “Los lunes al sol”, donde había dos hombres interpretando a tipos barbudos en paro, arrastrados al fango de la miseria, con caras de soportar el dolor y el fracaso, Mann vio la posibilidad de convertirlos en sus contrarios, o sea, individuos perversos, montados en el dólar, rodeados de lujo, de matones, de tías buenas y de armas sofisticadas. Es una de las habilidades que me maravillan de quienes se dedican al cine: ver a un actor haciendo una comedia, y saber al instante que el personaje de su vida estará en un drama; y viceversa. No hace falta citar ejemplos, aunque recuerdo algunos célebres: las conversiones de Woody Harrelson y Jim Carrey (especializados en papeles cómicos) en individuos lastimados en el bodrio “Una proposición indecente” y en la inolvidable “El Show de Truman”, respectivamente. O sea, el paso de la comedia al drama. Y al revés: cuando actores acostumbrados a papeles serios dan el salto al humor, como Gene Hackman o Robert DeNiro.
Pero estábamos hablando de españoles. En concreto, de Bardem y Tosar. Bardem “aprobó con nota alta” (eso suelen decir los críticos pedantes) en “Collateral”. Y Tosar está a la misma altura en “Miami Vice”, que por fin vi hace unos días. Serio, frío y cortante, con una barba boscosa, los ojos fijos en el horizonte y rodeado de boato, tiene pocas apariciones en pantalla. En cada una de ellas, sin embargo, borda su papel de tipo calculador que hace millones en cada operación clandestina. Su actuación ha sido, además, reseñada por los críticos norteamericanos: dicen que es lo mejor de la película. Por fortuna, y fiel a mi costumbre en el barrio en el que vivo, acudí a verla en versión original subtitulada. Pude apreciar que maneja bien el inglés.
A pesar de lo que digan los columnistas de derechas, el cine español aún cuenta con valores que saben apreciar mejor en el extranjero. Nadie es profeta en su tierra, etcétera. El inconveniente es que, en Estados Unidos, suelen darles papeles secundarios. No así en Francia, donde les preocupa menos el tono comercial de la obra. Y cuando hablo de valores me refiero a los actores y actrices. Algunos se salen de la pantalla, como Bardem y Tosar. Creo que la primera película que vi de este último fue “Flores de otro mundo”: estaba perfecto en la piel de un hombre de pueblo callado, herido, silencioso, resignado a su suerte. La cara contraria de esa interpretación es la que ofrece en “Te doy mis ojos”. En la primera da pena y en la segunda da miedo. Esto sólo son capaces de hacerlo los más grandes. Es una lástima que todos estos actores, por culpa de la situación catastrófica del cine español, tengan que ganarse las habichuelas de otros modos: series de televisión, papeles secundarios en otros países, obras de teatro. Debemos aplaudir la valentía de directores como Michael Mann, que fichan a los actores nacidos en España. No recuerdo que antaño eso fuera así: quizá porque no había tantos talentos como ahora o quizá sea cosa de la globalización. Alguien decía, en su blog, que los españoles, no obstante, siempre terminan haciendo de narcos en el cine americano. Mejor eso que nada, ya que el cine ibérico es un barco que se hunde y a los náufragos les toca agarrarse a donde pueden.

sábado, septiembre 16, 2006

Revolución de letras

El literato ultimaba una novela escrita a ordenador cuando se produjo la revolución.
Las letras del teclado, comenzando desde los extremos (la cu, la a y la zeta en la izquierda; la pe y la eñe en la derecha), ascendieron en orden por las yemas de sus dedos. Como un veneno disuasor de avance veloz, contaminaron sus venas con la negrura de sus signos, prosiguiendo su discurrir por los antebrazos, los hombros y el cuello, regiones en las que iban depositando palabras completas que fueron engordando su piel hasta conferirle la apariencia de un viejo pergamino sepia. La acumulación de frases y oraciones formaron sobre su carne un libro maldito de sentencias y anatemas, de referencias cruzadas que trató de leer en vano en el papel que era su cuerpo. Pero un hombre no puede ser libro y la tinta clausuró su respiración.
El literato expiraba en la alfombra, enfermo de literatura y saber, cuando las letras regresaron obedientes al teclado, al acecho de otra víctima.

La postura (La Opinión)

Cuando comenté el musical de “Los productores”, hace unos días, no me quedó espacio suficiente para contar dónde y cómo estaba sentado. Porque aquello requirió un gran esfuerzo de voluntad y un auténtico sacrificio físico. En seguida me ocuparé de referirlo y despejar las incógnitas que les hayan podido surgir. Antes prefiero señalar lo curiosa que resulta la vestimenta que suele utilizar la mitad del público cuando va al teatro: algunos se visten como si fueran de invitados a una boda (aunque les juro que no todo el mundo asiste de rigurosa etiqueta a estas celebraciones de maridaje: tengo amigos que suelen ir en zapatillas y vaqueros y con barba de dos días). Se ve, en los teatros madrileños, mucho vestidito con tirantes y mucho zapato de tacón, mucho traje, mucha corbata, y laca y demasiada brillantina. Allá cada cual, pero yo creo que, para ver un espectáculo, el hombre y la mujer deben sentirse cómodos. Al teatro va uno a mirar, no a que le miren, aunque eso explíqueselo usted a los pimpollos que aprovechan el intermedio para pasear su atavío recién comprado por el vestíbulo.
Teníamos invitaciones para el Teatro Coliseum. Me gusta sentarme en las primeras filas, cuanto más cerca del escenario, mejor. También reservo esta fea costumbre para el cine, no sólo para el teatro. Sí: uno de ese modo va perdiendo vista, pero no tiene que tragarse la visión de veinte filas llenas de cogotes; justo lo contrario que hacía cuando era estudiante, optando por los pupitres más alejados del profesor y de la pizarra, como si con la distancia pudiese librarme de ambos o parecer invisible. Sin embargo, las invitaciones consignaban que nos había tocado la última fila, atrás del todo. Exactamente, en dos asientos próximos al pasillo central. Al sentarme en mi butaca, junto a unas personas que hablaban en inglés, la fila se venció hacia delante. Mi asiento quedó inclinado, me escurrí, parecía bajito, el respaldo me apretaba en la cabeza, las rodillas bajaron. Me sentí igual que deben sentirse los astronautas en sus naves espaciales. Miré hacia mi derecha. El muchacho de la butaca de al lado estaba en idéntico brete, pero con menor inclinación de asiento. Temí que la fila se resquebrajara y se cayera al suelo, y que hiciéramos el ridículo delante de la gente peripuesta. Así que, aunque faltaba un minuto para el comienzo de la función, me levanté a hablar con la señorita que conducía a los espectadores a sus localidades. Mientras me hacía caso y no, observé el daño: faltaban varios tornillos en la parte inferior de las primeras butacas de nuestra fila, y la falta de sujeción era el motivo por el cual nos inclinábamos hacia delante. Le expliqué el problema a la chica. Me aconsejó que nos levantáramos y que buscásemos otra butaca vacía cuando empezara la obra. Pero no nos movimos del sitio, por si acaso. Al apagarse las luces, sonar la música y alzarse el telón, buscamos entre las cabezas. Pero pronto todos los huecos fueron ocupados. Lleno.
Cada vez que movía un poco el culo o la espalda, para liberar del dolor a mis riñones, o cada vez que trataba de tirar hacia atrás después de haberme escurrido casi hasta el suelo, la madera de los asientos crujía, y con ese estrépito es difícil concentrarse y no molestar al público. Minutos después descubrí la manera de soportar las tres horas de función sin que aquello supusiera un suplicio: apoyé ambas rodillas en el respaldo de la butaca delantera. De ese modo hice tope con las piernas, encontré una postura cómoda y aguanté sin rechistar. Gracias a que este musical es una ceremonia del humor, pronto olvidé mis calamidades. Sólo al terminar la obra y salir a la calle, advertí que andaba muy encorvado, como una viejecita sin bastón.

viernes, septiembre 15, 2006

Libro: Hijo de Jesús, de Denis Johnson


Se vivían muchos momentos por el estilo en el Vine: llegabas a pensar que hoy era ayer, ayer era mañana, y así todo el tiempo, dice el narrador de esta novela-de-relatos (en acepción de Rodrigo Fresán) que acabo de releer. Es la mejor manera de definirla.
Son once historias independientes, pero con un nexo en común: los desvaríos de su protagonista, enganchado a las drogas y al alcohol. Cuando lo leí por primera vez, hace unos dos años, no advertí por completo lo asombroso de su estilo: Denis Johnson describe las alucinaciones, hace que el narrador altere su percepción del tiempo y del espacio, que esté sometido a continuas amnesias, que no sepa muy bien si lo que cuenta pertenece al presente o al pasado o si se lo imagina, y el resultado es una vuelta por el lado oscuro de la vida. Es, para quien no lo sepa, una obra de culto. Creo que todavía se pueden encontrar algunos ejemplares por ahí.

Mientras atravesaba el parque (La Opinión)

El martes pasado encontraron el cadáver de una muchacha sin identificar, de entre veinte y veinticinco años, en el Parque Quinta de los Molinos de Madrid, según desvela la prensa. La policía está investigando el homicidio, ya que la hallaron con síntomas de haber sido golpeada en la cara y en la cabeza. Estaba vestida y no tenía documentación, pero sí dinero encima. Se supone, pues, que el móvil no es el robo y quizá tampoco el abuso sexual. Leemos en un periódico: “La joven estaba tendida boca arriba en un camino de tierra en una zona recóndita y apartada del parque y junto a una valla que lo separa de una obra de rehabilitación de un edificio”. Y, más abajo, el horario de apertura del recinto: desde las seis y media de la mañana hasta las diez de la noche. Sin embargo, cuentan que por las noches no es raro que la gente salte la valla y se cuele, lo cual no sorprende a nadie porque esta circunstancia no sólo se da en los parques cerrados al público por la noche, sino también en los cementerios. En las noticias añaden, acaso para que la gente que vive en la ciudad se ubique, que el parque está en el distrito de San Blas y que uno de sus accesos es el que queda junto a la parada de metro de Suances, o sea, en la larguísima calle de Alcalá.
Después de leer esto he hecho memoria, y he buscado por ahí información acerca de ese parque. En efecto: es el mismo que un día de hace meses tuve que utilizar como atajo, porque había quedado con alguien al otro lado del recinto. Lo atravesé, más o menos, a la hora de comer. Recuerdo mis impresiones, y por eso las traigo aquí a colación. Un sitio pacífico, sereno, sin ruidos, con abundante vegetación, fuentes, caminos de tierra, bancos en el paseo central, jardines, etcétera. Para que me entiendan quienes conocen Zamora: algo parecido al bosque de Valorio, pero muy bien cuidado. Mientras caminaba bajo la espesura, iba mirando en torno, con recelo. Había algún corredor solitario, parejas paseando al perro, ancianos sentados en los bancos. Poca gente, poco movimiento, en definitiva. En la prensa he leído que algunos inquilinos de los edificios próximos al parque aseguran que el sitio donde encontraron el cadáver de la chica es “una zona tranquila”. Precisamente por eso resulta más fácil que sucedan asuntos turbios. Quiero decir que, por ejemplo en el Retiro, a plena luz del día y con tanta gente deambulando por allí es más difícil que alguien mate a una persona a golpes (pero no es imposible). Una zona tranquila en una ciudad pequeña no suele traer problemas a los ciudadanos, salvo viejos y tristes casos que todos conocemos. Pero una zona tranquila en una ciudad grande y con tan alto índice de criminalidad, es un asunto distinto: trae calamidades. Recuerdo que la travesía por el parque se me hizo eterna. Hacia la mitad del recorrido tuve que apartarme de los paseos centrales y caminar por entre la hierba y los senderos. E iba pensando: “Aquí podría ocurrirme cualquier cosa y nadie se enteraría”. Me dio repeluzno, para que lo entiendan. Uno, metido en ese ambiente bucólico y sereno, y sabiendo lo que se cuece en la capital, no tiene temor a que le asalten yonquis o ladrones, sino a la aparición de algún psicópata.
Luego regresé por el mismo sitio, esta vez en compañía de alguien. Mirando hacia las zonas de arbustos y maleza, dije una frase que acostumbro a soltar en estas ocasiones: “No sería raro que descubriéramos un cadáver”. Mis amistades creen que suelo decirla en broma. Y no es cierto. La enuncio en tono de chacota para quitarle hierro al asunto, pero la digo totalmente en serio. Sólo es cuestión de azar o mala suerte que te toque encontrar un pastel caminando por un lugar así.

jueves, septiembre 14, 2006

Libro: Maderos, de Ken Bruen


Aunque está catalogada como novela negra e incluso cumple algunos requisitos del género (narración en primera persona, predominio del diálogo, frases secas y cortantes, estilo directo, tipos duros, una mujer que encarga un caso), Maderos (The Guards) no es, en sentido estricto, una novela negra. Podríamos decir que va más allá: se escapa de las convenciones y acaba siendo una historia sobre un ex policía y detective en su paseo por los infiernos del alcoholismo, sus recaídas, sus lagunas, sus actos desesperados, sus rehabilitaciones y los problemas que se causa a sí mismo y a los demás. Hay un caso, sí, pero termina siendo secundario. Jack Taylor es un irlandés alcohólico y obsesionado con los libros, y su búsqueda guarda más relación con las tabernas irlandesas y las pintas de cerveza que con el mundo de corrupción que investiga: Te das cuenta de lo mal que estás cuando el dueño de un bar se alegra de que no bebas, dice en una ocasión. En suma, una obra interesante, amena y atípica. Copio uno de los más sabrosos diálogos del libro:
Como ya he dicho, mi padre trabajaba en los trenes. Le encantaban las novelas del Oeste. Siempre llevaba un maltrecho volumen de Zane Grey en su chaqueta. Luego empezó a pasármelas. Mi madre decía:
-Le vas a convertir en un mariquita.
Cuando ella no podía oírle, él susurraba:
-No hagas caso a tu madre. Tiene buena intención. Pero tú sigue leyendo.
-¿Por qué, papá?
No es que tuviera intención de dejarlo, ya estaba enganchado.
-Te dará opciones.
-¿Qué son opciones?
Aparecía en sus ojos una mirada ausente y entonces decía:
-Libertad, hijo.

Corazonadas (La Opinión)

Les habrá sucedido con otros objetos que dudaron en comprar, pero yo lo ejemplifico con libros porque me resultan cercanos e imprescindibles. Que cada cual sustituya la palabra libro por la que más le plazca. Una tarde, o una mañana de sábado, sales de compras. Entras en una librería, o en unos grandes almacenes con sección de literatura. Vas buscando un título concreto. Quizá lo hayas apuntado en un papel, junto a otros títulos y autores, por si se te olvida. Mientras repasas los anaqueles, buscando aquello que motivó tu salida, tropiezas con un volumen atractivo. La portada te llama la atención y el apellido del autor te resulta vagamente familiar. Lees el argumento de la contraportada, los méritos del escritor y su bibliografía. Te gusta. Abres el libro por las primeras páginas, absorbes los primeros párrafos. Pero los comienzos siempre son buenos, o deberían serlo, de modo que te saltas unos capítulos y lees otro fragmento, al azar. Te place. Sin embargo… dudas. Es un gasto no incluido en tus propósitos previos a la salida de casa. Es un gasto no programado. Y temes que, al ser un autor y una obra de la que apenas has oído hablar, a la postre sea un fraude o, peor, un libro aburrido. Lo dejas en su estante, pero permanece en tu cabeza. Coges aquello que ibas buscando y, antes de pagar, decides volver al anterior anaquel. Sacas otra vez el libro de marras. Vuelves a hojearlo. Crees que deberías llevártelo. Por si acaso. Porque las corazonadas no deberían ser ignoradas. Te lo pones debajo del brazo. Y vuelves a dudar. Te dices que, en cualquier caso, ya regresarás otro día a por él. Que puede esperar. Mañana, o tal vez pasado, o la próxima semana. Lo abandonas allí, sin saber que quizá no lo vuelvas a ver jamás. Sales de la tienda.
Al día siguiente, o un par de días después, repasas la prensa, las revistas digitales, las bitácoras donde comentan novelas y poemarios, algún que otro foro. Y compruebas que muchos críticos, escritores y aficionados comentan aquel libro que abandonaste: lo tachan de obra de culto, lo alaban, lo califican casi de obra maestra. “Una lectura que nadie debería perderse”, escribe alguien. Para colmo, dicen que jamás será un best-seller, que lo ha editado una editorial pequeña e independiente y que la tirada es corta y corre el peligro de agotarse y no ser reeditado. Sales con urgencia. Vuelves a la librería. Pero, antes de entrar, tienes otra corazonada: el libro ya está agotado. Buscas entre los anaqueles, preguntas al encargado, quizá éste lo consulte en el ordenador. La respuesta siempre es idéntica: “Lo siento, se agotó ayer”. Empiezas una búsqueda desesperada por las librerías de tu ciudad. En tres o cuatro horas has visitado las librerías grandes y las pequeñas, y las de viejo, y los grandes almacenes, incluso has preguntado en esos kioscos en los que también venden algunas novelas. Pero nada. Luego buscas esa obra en internet. Aún está registrada en dos librerías digitales. La pides. La pides a los dos sitios, si estás muy desesperado. Aguardas una semana. Entonces te anuncian, por correo electrónico, que ese título ya no les queda, que incluso lo pidieron a la editorial y allí no quedan ejemplares y creen que no lo van a reeditar. Te maldices. Todos los lectores compulsivos y los cazadores de pequeñas rarezas se lo están leyendo. Menos tú. Y en la biblioteca siempre está prestado.
La búsqueda, delirante y detectivesca, concluye. Pero no la obsesión. Sueñas con toparte con ejemplares en algún cajón de saldos. Algún día. A mí me ocurre con los libros, y con las películas, los cómics, las camisetas, algún antojo. Ese objeto del que dudas, chico, ese es el que debes llevarte.