Nos aproximamos a un garito nocturno. Fichando al personal, en la entrada, aguardan dos porteros. Uno es joven, alto, fornido, atlético, físicamente preparado para repartir estopa al que se pase de la raya, y no es difícil imaginárselo metido en la faena de las artes marciales. Pero la catadura del otro cancerbero resulta más interesante: perfecta para la galería de freaks que uno cobija en la memoria. Es un hombre que rebasó hace tiempo los sesenta años (o aún no lo ha hecho y se conserva mal), y sus atributos físicos son opuestos a los de su colega de la entrada: es mayor, bajo, grueso y blando, pero se nota que maneja el percal; él es quien permite o deniega el paso. Gasta una barba blanca, una gorra sobre la cabeza, gafas de miope y un palillo mustio encajado en la comisura de los labios: uno de esos palillos con trazas de haber convivido junto a su dueño los últimos cinco años. Tiene cara de golfo, de juerguista y de simpático. Pero aún llama más la atención su indumentaria: usa una camisa hawaiana y en la solapa de la misma se ha prendido una estrella de sheriff. Una estrella del tamaño de una manzana reineta. Parecería una broma si no fuese porque ya he entrado allí alguna otra vez y siempre está en la puerta el hombre, con su estrella, su gorra, su palillo y sus gafas, una estampa más propia de una comedia negra de revólveres que de la puerta de un pub. Alguien me susurra al oído un chiste: “A este tipo debieron impedirle el paso al local, hace años, y ahí se ha quedado”.
Nos deja pasar al garito. Yo sólo conocía los primeros metros del local, así que decidimos investigar sus recovecos: en el piso inferior hay varias barras de bebidas, algunas habitaciones, asientos bajos, taburetes y sillas, y varios televisores repiten la misma película: “Faster, Pussycat! Kill! Kill!”, de Russ Meyer; en el piso superior el diseño es parecido, con varios cuartos, barras, columnas, asientos. Pero el atractivo del bar no radica en estos pequeños laberintos y sinuosos recovecos, sino en el despliegue de las paredes y el techo. Aquí y allá los dueños se han encargado de forrarlo todo con carteles de míticos conciertos de rock, portadas de discos, fotografías de cantantes y de actores, afiches de películas, pósters emblemáticos, pegatinas. Por ejemplo: un cartel de un directo de The Ramones en España, con entradas a trescientas pesetas. Este local estuvo de moda en la movida y ahora es una leyenda, un clásico. Nuestra memoria actúa así: siempre está buscando, procesando, relacionando, y por eso estas paredes y este techo me conducen a un cuarto familiar (hoy desaparecido) cuya mera contemplación me hechizaba en la infancia, una vieja habitación pequeña y con dos jergones y un armario y poco más, decorada de idéntica manera; o sea, sin huecos desnudos en las paredes, y hablo de los años setenta, así que imaginen las estrellas que poblaban aquellos carcomidos tabiques.
Deambulamos por el bar. Me fijo en que la gente viste camisetas indies o simplemente freaks: de “Hellraiser”, “Star Wars”, “Transformers”, y en ese plan. Miro mi pechera, y compruebo que soy uno más: en mi camiseta sale Bruce Lee, ídolo de la niñez. Al salir de allí, tomamos rumbo a otro pub. En la puerta de un local vemos a un tipo tendido en la acera, inconsciente o muerto. Luz de ambulancias y un coche de la policía. El individuo quizá padezca un coma etílico. Lo atienden antes de meterlo en el vehículo del Samur. Triste fin acabar la noche así: solo, tirado en el suelo sucio, con el rostro hacia las estrellas, desvanecido o difunto. No es la primera vez que tropiezo con una escena similar. Mal broche para una travesía interesante.