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domingo, octubre 04, 2009

Despedida a medias

Detesto las despedidas. Dejan un poso de amargura, un sabor agridulce, que no conviene a nuestros paladares. De hecho, no deberíamos despedirnos nunca. De nadie. Ni siquiera de nuestros muertos: los míos, los que dejé atrás, los que se fueron, aún me visitan en mis sueños. De este periódico, donde tantos nos hemos forjado escribiendo, y que a tantos nos ha acogido, guardo en la memoria los adioses escritos de quienes dejaron su puesto, por unas u otras causas. Quizá el más emotivo, o el que yo recuerdo con más afecto, fuese el de mi antiguo director, Francisco García, en su diana titulada “Hasta siempre”. En aquel texto minimalista, como todos los suyos, escribía: “Llegó la hora del cambio de destino, que nunca se augura pero siempre llega, de la llamada a nuevas metas y horizontes; la hora del adiós que es hasta pronto o hasta siempre”. Es conveniente que no olvidemos esas palabras: “Nunca se augura pero siempre llega”. Paco apostó por mí hace ya casi diez años. Primero, como columnista semanal. Luego, diario. Creo que a él se lo debo todo; para mí supuso aliento, soporte y auxilio en los momentos bajos. Desde entonces hasta ahora, en que el camino se termina, he escrito para este periódico algo más de 3.100 artículos. Esa cifra es mi medalla, y por supuesto también lo es el apoyo de los familiares, los amigos, los compañeros de oficio y los lectores, tanto los compinches como los enemigos. La gente que me aguantó y la que no. Incluso las personas más cercanas a mi círculo me dieron alguna vez un tirón de orejas, seguramente merecido porque soy humano.
Estamos en tiempos de crisis. En tiempos oscuros. De recortes, despidos y cambios de rumbo. Hay nubarrones sobre nosotros y aún queda por llegar lo peor, la tempestad. Una vez me dijo un colega, cuando estudiábamos juntos en la universidad: “Estamos abocados al fracaso”. No se me han olvidado esas palabras, pero hoy se hacen extensibles al país. España está abocada al fracaso. Decía un personaje de “The Dark Knight”: “La noche es más oscura justo antes del amanecer. Os lo prometo, no tardará en amanecer”. Veremos. Porque a mi alrededor sólo veo gente que cae a la lona. Lo importante es que siempre nos quedan fuerzas para incorporarnos. Dicen que, cuando una puerta se abre, otra se cierra. A Zamora le restan aún energías. Es una ciudad que ha soportado de todo. Lean con atención estas palabras: “No, Zamora no se ha perdido en una hora. Pero sí se ha perdido en años y más años de cercos, de olvidos de sus posibilidades, de murallas de silencio para sus necesidades, de portillos por donde se han traicionado sus bienes y haciendas más comunes y por donde ha ido exportándose la flor de sus habitantes”. No son recientes. Las escribió el poeta zamorano Justo Alejo en el 77. Y, hoy, el cuento es el mismo.
Dije al principio que detesto las despedidas, y de ahí el título de este último artículo diario. Seguiré apareciendo por aquí, si nada lo impide, cada domingo, junto a la tribu de colaboradores dominicales. Con el texto de hoy se cierra una etapa. Casi diez años en los que he visto (con pesar) cómo algunos columnistas se iban. Una etapa plena, sin embargo. De aprendizaje. De forja en la escritura, igual que si uno asistiese con puntualidad a un gimnasio para fortalecer sus músculos. Y coincide con la reedición de mi primer libro: una década después. Como si en estos años hubiera trazado un círculo que ahora se cierra y completa. Amigos, les espero a la vuelta de la esquina, dándole a la tecla, y me despido con una cita de J.D. Salinger: “No cuenten nada a nadie. Si lo hacen, empezarán a echar de menos a todo el mundo”.

sábado, octubre 03, 2009

El precio de la verdad

A Horace McCoy lo publicaron en España en torno a los años 80. Editoriales como Bruguera y Júcar. Sus libros ya no eran fáciles de encontrar, salvo si uno recurría a las librerías de viejo. La Editorial Diagonal rescató hace unos años el que es su texto más famoso: “¿Acaso no matan a los caballos?”, en el que se inspiró Sidney Pollack para una de sus mejores películas, conocida en nuestro país con el título de “Danzad, danzad, malditos”. Tal vez la trama la conozca todo el mundo y no sea necesario contarla, pero en muy resumidas cuentas trataba de un concurso de resistencia en los años 30. La novela indagaba en los extremos a los que pueden llegar los hombres en tiempos de crisis y depresión. Bailar hasta morir, hasta que sólo quedaran unos pocos en pie. Quizá Stephen King se inspirara en ella cuando escribió “La larga marcha”, con el pseudónimo de Richard Bachman.
Horace McCoy es de los que disparaban con bala. Eso se nota en aquel libro. Por eso me alegré, un par de semanas atrás, cuando vi que Akal había reeditado otro de sus textos: “Los sudarios no tienen bolsillos”. Dicho título alude a un momento en el que un colega de Mike Dolan, el protagonista, le dice que se hará rico, aunque sus asuntos bordeen la peligrosidad. Y Dolan responde: “Puede ser, pero los sudarios no tienen bolsillos”. Si la novela mencionada en el primer párrafo conserva su vigencia, dado el tema y los tiempos de crisis económica en los que nos movemos, también sucede eso mismo con este otro libro. En “Los sudarios…”, Mike Dolan trabaja para un periódico que se niega a desvelar los trapos sucios de sus ciudadanos, de sus políticos y de las figuras eminentes que controlan la ciudad. El reportero descubre chanchullos y su máxima ambición es publicarlos. Pero los tiempos han cambiado. Una muestra de esto es el arranque del libro, atención: “Cuando le avisaron por teléfono de que el director quería verlo, Dolan supo que aquello iba a terminar mal. Subió las escaleras pensando que era una vergüenza que ningún periódico tuviera agallas y deseó haber vivido en los días de Dana y Greely, en los que un periódico era un periódico y se llamaba “hijos de puta” a los hijos de puta y al diablo con las consecuencias. Le hubiera encantado ser uno de aquellos reporteros de los viejos tiempos”. Ya dije que McCoy utilizaba la prosa para disparar. A Dolan, entonces, sólo se le ocurre despedirse de su trabajo y poner en pie una revista que destape la corrupción, los escándalos políticos y la violencia de los encapuchados que apalean a los negros (no es el Ku Klux Klan, pero podría serlo). La revista empieza a venderse como pan caliente. Y entonces llegan los problemas. Dolan es un tipo que resulta incómodo para la ciudad. Alguien se lo advierte: si dice la verdad y trata de cambiar las cosas, le crucificarán. Porque al final siempre ganan los poderosos, los que manejan los hilos, los que sobornan, los que ostentan el poder. Ante eso, Dolan sólo puede jugársela a una carta.
“Los sudarios…” no es, a mi juicio, una novela tan buena como “¿Acaso no matan a los caballos?”, y hay un cierto abuso de los diálogos. Pero la lectura de ambas hace que nos preguntemos si, de verdad, los tiempos han cambiado en algunas cosas. En el libro no falta la reflexión sobre las casualidades y el azar. Al principio, el reportero conoce a una mujer porque, una mañana, ella no se detiene a tomarse el café. Dolan siempre se pregunta qué hubiera ocurrido de no haberla conocido. Por supuesto, sus esfuerzos se verán recompensados (spoiler) con un sudario a su medida. Todos los personajes, menos él, saben que le toca una bala en el reparto.

viernes, octubre 02, 2009

Retoques digitales

El otro día apostaba aquí por algunos rostros repletos de arrugas y sin embargo fotogénicos. Pero parece que, en estos tiempos, eso se está acabando. No se está acabando lo de fotografiar a alguien de más de cuarenta o cincuenta años, no. Lo que en realidad se está acabando es lo de publicar esas fotos sin retoques. La publicidad y los medios audiovisuales, lamentablemente, están creando un mundo en el que no existen arrugas ni ojeras ni canas ni cicatrices ni verrugas ni granos ni manchas. Aunque ese sea el mundo real, el mundo en el que vivimos, nos lo transforman. Alguna vez hemos llamado la atención aquí sobre ese fenómeno consistente en tirar de PhotoShop para que las caras que aparecen en las portadas de las revistas y en los carteles de cine y televisión sean juveniles. Es una moda que a mí me pone malo y que entraña varios peligros, entre otros motivos porque manipula la realidad, mete la arruga y la experiencia en la lavadora y nos devuelve un entorno en el que terminarán prohibiéndose las ojeras en la publicidad. Ya no basta con que las modelos tengan que sufrir los rigores de las dietas y de una vida llena de privaciones para mantener el tipo como mandan los dictados de las modas, sino que además cambian sus fotos. Les quitan media cara, un poquito de aquí y otro poquito de allá y les roban con el ordenador las caderas, mientras por otro lado aumentan el grosor de los senos, como ocurrió con un anuncio en el que salía Keira Knightley.
Viene esto a cuento de una noticia que he leído en días pasados sobre “la dictadura del PhotoShop”. Parece que en Francia quieren alertar, como ya hacen en Gran Bretaña, de los peligros que entraña el retoque de fotos. Los primeros que se lo tragan son los menores. Las chicas tienen a las modelos y a las actrices más jóvenes en sus pedestales. Las imitan y veneran. Pero esas modelos y esas actrices, y también algunos cantantes, pesan a simple vista, en la foto, aún menos de lo que pesan en la realidad. Los menores acaban creyéndose ese universo juvenil, esquelético y sin fallos corporales que les vende la publicidad. Lo que yo ignoraba es que esto del retoque digital también ha llegado a la política. Ahora muchos famosos ya no parecen ellos mismos en las portadas de las revistas: parecen, más bien, sus clones o dobles en versión descafeinada. O sus hijos. Si un adolescente ya está aterrorizado cuando se mira al espejo y se ve los granos y las espinillas y los cambios físicos difíciles de soportar (no olvidemos el trauma que, por ejemplo en los chavales, supone verse el despunte del bozo; a mí me horrorizaba), si ve que la imagen que le ofrece el espejo no tiene nada que ver con la cara de Britney Spears en la portada de “Superpop” o “Ragazza” ni con el rostro saludable y angelical de Lindsay Lohan, que busque por ahí las fotos de los paparazzi, las fotos que les hacen a esas famosas a traición, sin retoques. Verán que ellas también gastan granos, michelines y ojeras tras sus numerosas fiestas. Hay que enseñarles a los chavales que el mundo real no es el de las portadas de las revistas ni el de los anuncios. El mundo real es su espejo e incluso también el espejo de sus ídolos cuando aún no han pasado por el trámite reparador del PhotoShop.
Si hoy viviera Samuel Beckett, del que yo hablaba en mi artículo del lunes, seguramente veríamos sus fotos retocadas con el ordenador para sustraerle las arrugas y las ojeras, y ya no habría fotogenia ni nada. Sólo veríamos el rostro descafeinado de un tipo que mejoraba los espejos, pero que no parece ni su sombra. Esta maldita manía de los retoques hace que Richard Gere, en los afiches, parezca su nieto.

jueves, octubre 01, 2009

Adormecido

Me da la impresión de que uno sale de copas por Zamora como si no hubiera mañana. El viernes por la noche no había prisa. Yo no la tenía. Será porque uno está a gusto en los bares, con amigos y conocidos, enredado en numerosas conversaciones, disfrutando de los primeros filos de la madrugada. O quizá sea porque volver a casa nunca es costoso, el centro queda a mano y basta con regresar a pie. Sí, sé que lo he dicho mil veces. Cuando estoy por allí se me olvida que a la mañana siguiente estaré destrozado si me voy tarde a dormir. Uno no piensa en la claridad, no se plantea que tal vez dormirá poco, que luego tiene una comida familiar y hay que estar presentable, que si el fin de semana no duerme demasiado entonces pasará el resto de la semana remontando, con achaques de sueño y cansancio general. No se da cuenta uno, involucrado de lleno en las noches zamoranas, de que ya no tiene edad para estos desmanes, para irse a la cama cuando empieza a clarear. A la mañana siguiente, claro, llegan los arrepentimientos. Pero “que nos quiten lo bailao”. La consecuencia más inmediata es que luego se pasa uno el fin de semana como si estuviera sonámbulo, un poco a la manera de ese personaje de “Un hombre que duerme”, de Georges Perec, que un día decide quedarse en cama en vez de ir a un examen y que, a partir de entonces, se mueve por la ciudad como si estuviera dormido. Dormido despierto. Adormecido. Sumido en el más puro de los nihilismos. Las siguientes horas transcurren a la manera de un sueño.
Junto a la barra del Ávalon estuve echando un vistazo al programa de espectáculos del Teatro Principal. Al final no me traje ningún folleto. De las obras que representan recomiendo, en primer lugar, “Días de vino y rosas”, con Carmelo Gómez y Silvia Abascal, que yo ya disfruté en Madrid. Si pudiera, tampoco me perdería el “Noviembre” de David Mamet, porque no pude verlo cuando lo estrenaron, es imposible estar en todo. Y seguro que Concha Velasco (actriz hoy desaprovechada en el cine) lo borda en “La vida por delante”, con dirección de Josep María Pou. Y está “La Abeja Reina”, con Verónica Forqué. Y una de José Luis Alonso de Santos: “En el oscuro corazón de bosque”. Y una de Shakespeare: “La fierecilla domada”. Y el “Don Juan Tenorio” de Zorrilla. Y “Alicia atraviesa el espejo”. Y, por supuesto, el espectáculo de ese dúo cómico impagable: Faemino y Cansado; siempre llenan las salas en las que actúan, yo nunca he conseguido verlos y tendré envidia de quien lo logre en Zamora. Un programa, a mi entender, muy completo y variado.
Pululé, pues, medio sonámbulo por la ciudad. Caminé bastante. Víctor Gallego, San Torcuato, Avenida de Portugal, inmediaciones del Puente de Hierro, San Martín, Plaza Mayor, Balborraz, La Marina, Campo de Marte, Ramos Carrión, Tres Cruces, Amargura, etcétera. El último día, un poco antes de regresar a Madrid, disfruté de un vino con Tomás Sánchez Santiago. Comentamos la última viñeta para este periódico de ese gran humorista que es Guillermo Tostón, azote necesario de políticos y de la abulia que acomete a veces a esta ciudad. En el dibujo se critica, con ese tono ácido que caracteriza “La Tos” dominical, el pago del logotipo de la Sociedad de Zamora. El ayuntamiento ha pagado 20.000 euracos del ala a una empresa navarra de diseño por un logo que hasta podría hacer yo con el PhotoShop y sin mucho esfuerzo. En la viñeta se apunta, con razón, que si lo hubieran encargado a una empresa zamorana habrían pagado menos de 300 euros. Cuánta razón tiene. Así nos va.

miércoles, septiembre 30, 2009

Tim Robbins y “1984”

Llevaba unas semanas preguntándome cómo adaptaría Tim Robbins un clásico de la literatura futurista del calibre de “1984”, novela extraordinaria de George Orwell sobre el recorte de la privacidad, los fascismos y El Gran Hermano. ¿Cómo se adapta un texto que tal vez requiera múltiples cámaras de televisión, escenarios grises y sofocantes de ciencia-ficción y demás entramado, que ya conocemos por el libro de Orwell y/o el filme de Michael Radford (recordemos: con John Hurt y Richard Burton)? La respuesta la tuve, por fin, el domingo pasado, donde asistí a un pase de la obra en el Teatro María Guerrero de Madrid. Dirección del actor y director Tim Robbins, al frente de “The Actor’s Gang”. Adaptación de Michael Gene Sullivan. Protagonizada por sólo seis actores, entre los que debo citar a Cameron Dye por su intenso trabajo y porque soporta el peso de la obra al interpretar al protagonista, Winston Smith. Esta versión empieza en el momento en que lo detienen por mantener relaciones sexuales con una mujer, desarrollar ideas propias y escribir cosas contrarias al régimen en su diario. El atrezzo es sencillo, pero funcional. A raíz del hallazgo del diario, los otros personajes tiran del hilo y recrean la historia de amor de Winston con Julia.
En los teatros puede suceder lo imprevisible. Y la otra noche sucedió. Dado que los actores hablan en inglés, proyectaron bandas de subtítulos en castellano. A mitad del primer acto, los subtítulos desaparecieron por un error técnico. Los actores no se enteraron y los del público no protestamos, pero era difícil coger los matices en otro idioma. No sé cuánto tiempo transcurrió así, hasta que una voz (en castellano) pidió disculpas al público: iban a interrumpir la obra hasta que solucionaran el fallo. Los actores, que no entendían lo que estaba pasando, no se salieron de sus personajes, se quedaron inmóviles hasta que la regidora salió a pedirles la retirada. Con dignidad, en silencio, salieron y aplaudimos. El fallo convirtió la representación en algo muy emotivo. Me explico: tras una parada de, no sé, tal vez quince o veinte minutos, la voz volvió a oírse. Dijo que se había solucionado el problema técnico y que los actores iban a representar de nuevo toda la parte que no habíamos entendido, es decir, desde la mitad del primer acto. Y salieron y lo hicieron exactamente igual, lo repitieron con el mismo entusiasmo y la misma intensidad. Trabajaron más que otra noche. Tuvieron el talento para retroceder unas cuantas páginas. A mí me pareció asombroso. Un esfuerzo que supimos valorar con aplausos y ovaciones de varios minutos al final de la obra.
Durante el rato de los aplausos, el mismísimo Tim Robbins salió a saludar porque las ovaciones no se acababan. Y nos pusimos en pie. Gritos de “bravo”, silbidos, más aplausos. Yo estaba en primera fila y juro que Tim Robbins se detuvo justo delante de mí, a un paso del borde del escenario. Se trata de un hombre gigantesco, no sé si medirá dos metros. Allí mismo, a un metro, estaba el director de “Pena de muerte”, el actor de “Cadena perpetua”, “El gran salto” y “Mystic River”, el tipo que está casado con una de las mejores y más atractivas actrices de Hollywood, Susan Sarandon. Yo, mitómano hasta la médula, pegué un bote cuando lo vi salir de entre bambalinas: campechano y sonriente, emocionado y agradecido, haciendo guiños de complicidad al público, mirándonos directamente a los ojos, con su estatura gigantesca de cineasta enorme, de hombre comprometido política y socialmente. Hizo reverencias, no dejó de sonreír, se le veía tan satisfecho y tan orgulloso como cuando ganó el Oscar. Un gran director, una gran obra y un broche mágico.

martes, septiembre 29, 2009

El corto y sus sacrificios

Me alegra ver el modo en que se apoya en Zamora a los jóvenes directores de la tierra que, poco a poco, con mucha ilusión y ganas, sorteando montones de escollos, van rodando sus cortometrajes y forjándose así una filmografía que debería llenar de orgullo a quienes hemos nacido allí. Al menos por el ánimo que le ponen. Aunque no esté presente en esas proyecciones, las sigo por el periódico y procuro leer las entrevistas con sus autores. Quienes están ayudando a que esos cortos se difundan son, principalmente, los dueños de Multicines Zamora, con proyecciones en la sala grande y dos pases hasta completar aforo; la entrada es gratuita. Lanzo la idea: alguien debería abrir una web o un blog en el que se fueran consignando todos los trabajos de estos directores zamoranos; no digo que cuelguen los cortos en internet, sino que la propia página se convierta en espacio de difusión y de punto de encuentro, con las biografías de los responsables y las fichas técnicas y artísticas de cada cortometraje.
El primer paso en una carrera cinematográfica debería ser dirigir un corto, o eso dicen algunos de los directores entrevistados por Stephen Lowenstein en sus dos tomos de “Mi primera película”; dicen que nadie debería dirigir un filme si antes no ha rodado, al menos, un corto, aunque sea amateur, aunque sea con la cámara de su padre, aunque sea tomando planos de los cumpleaños familiares. Rodar un corto es más difícil de lo que creemos. Hay que condensar las ideas en unos minutos, debes expresar mucho con lo mínimo. En este sentido, los cortometrajes no son muy diferentes de los microrrelatos. Luego está la gente que prefiere las novelas y los largometrajes y a la que no terminan de gustarle los microrrelatos y los cortometrajes porque prefieren más páginas, más minutos, más tramas, porque todo lo que sea breve les sabe a poco. Para gustos, los colores. Si resulta complicadísimo reunir al equipo y conseguir el dinero para levantar el corto, aún es más difícil (y caro) distribuirlo. En España no hay tradición sobre el cortometraje, y con esto quiero decir que el espectador medio no está acostumbrado a que le pongan un aperitivo antes de la película. En algunas salas de Madrid y Barcelona lo hacen: tras los trailers proyectan algún corto. Con el Fotogramas, a veces, regalan dvds que recopilan algunos de estos trabajos. Y deberíamos alegrarnos. Cuando yo era pequeño, el entrante que nos ofrecían era el NO-DO, casi siempre manipulado y casi siempre hecho para loar al régimen. Hoy tenemos los cortos, que son lo contrario: no nos los imponen y simbolizan la libertad y la democracia.
El viernes pasado estuve en Zamora, para asistir al estreno del corto “Sin título”, de LPR Productions. Estuve en el primer pase y la sala grande se petó. Fui, sobre todo, por amistad. No soy de esas personas a las que les da vergüenza apoyar públicamente a sus colegas. A mí no me duelen prendas en reconocer vínculos. Antes del corto vimos, de aderezo, un making of y un trailer. Vi muchas caras conocidas en la pantalla y por la sala. Los hermanos Mario y Pablo Crespo, a la cabeza del equipo en las labores de guión, dirección, producción artística, montaje y postproducción, nos hablaron de lo que íbamos a ver. Me satisfizo reencontrarme con los escenarios exteriores de “Sin título”: todo el entorno de La Marina, porque son los sitios en los que he vivido y me he criado. El corto contiene ecos del cine de Wong Kar-Wai y aúna poesía y reflexión filosófica. Mario se ha dejado la piel en esto y unos cuantos lo sabemos. Ahora toca detenerse y tomar aire. Entre el público había cineastas, artistas, políticos, etcétera. E incluso vinieron colegas de otras ciudades. Luego salimos a celebrarlo.

lunes, septiembre 28, 2009

Fotogenia

Resulta asombroso que alguien con la cara tan destruida por las drogas y la mala vida como Chet Baker fuera, sin embargo, tan fotogénico. La semana pasada vi el documental “Let’s Get Lost”, de Bruce Webber, en torno al músico de jazz, y me sorprendió el modo en que, por decirlo de una manera quizá tópica pero efectiva, la cámara lo amaba. Es fascinante el poder del rostro de Chet Baker. También era poderosa su cara de joven, en esas fotos inolvidables en blanco y negro en las que gasta tupé, sujeta una trompeta o le cae un poco de flequillo sobre la frente. Pero sus facciones son más impactantes en los últimos años, poco antes de morir, al caer o tirarse desde una ventana de un edificio de Ámsterdam. Cuando este músico, en el documental mencionado, comparte plano con otras personas, les roba a éstas el protagonismo. Incluso cuando se le ve hablando con esfuerzo, medio ido por algún picotazo de jeringa reciente, con su manojo de arrugas y sus patillas y la expresión de dolor en los ojos y ese bigote que le hacía parecer un cruce entre Charles Bronson y Kris Kristofferson, como un pistolero retirado ya de los duelos, pero no de las tabernas, incluso así, es cuando Chet Baker más enamoraba a la cámara. A la entrada de la sala, en los Cines Verdi de Madrid, tienen además una exposición de fotografías grandes y en blanco y negro del cantante y trompetista.
Lo de Chet Baker no es, en absoluto, belleza. Es todo lo contrario, pues era un yonqui que se autodestruyó demasiado deprisa. Pero a la cámara le gustaba porque en sus ojos, en su puñado de rugosidades faciales, en su mandíbula que había sufrido la rotura y extracción posterior de todos los dientes tras una paliza, había experiencia, dolor, amargura y talento. Otro de los artistas que embrujaron a la cámara, de viejos más que de jóvenes, fue el escritor Samuel Beckett. Se trata de un tipo al que no me canso de mirar en las fotos. No sé si ha habido algún escritor con pelo blanco y arrugas más fotogénico que él. Tal vez. Ahora podemos ver su poder de atracción en unos carteles de publicidad que han instalado en el Metro, porque el año que viene representan en Madrid una de sus grandes obras, “Final de partida”, aunque a mí me gusta un poco más “Esperando a Godot”. No me cansa esto de observar fotos de Beckett. Con su pitillo en los labios. Con sus gafas redondas. Con su jersey de cuello alto. Sentado a la mesa de un café. Con su cabello indomable y medio de punta. Esa cara, esas facciones, esa mirada, son las de un viejo que sabe. También es cierto que el blanco y negro favorece más los rostros que el color. Incluso los políticos feos salen beneficiados cuando los retratan en blanco y negro. Pero lo de Baker y Beckett era otra cosa. Algo que algunos otros, con la edad, pierden. Por ejemplo, Marlon Brando ya no resultaba poderoso para la cámara en sus últimos años. Había perdido la fuerza de antaño. Quizá agotó su poder físico con su memorable papel en “Apocalypse Now”.
He hablado de la fotogenia de un músico y de un escritor, y ahora podría mencionar, por ejemplo, a un actor bastante fotogénico a sus años (casi 80 años de talento y sabiduría): Clint Eastwood. Tal vez sea, de los pocos que quedan del viejo Hollywood, quien resulte más atractivo para la cámara. Véase lo bien que da un tipo de su edad en los carteles de “Gran Torino”. Ha envejecido con estilo. Circulan por ahí algunas imágenes suyas, en blanco y negro, hechas en los últimos años, donde se refleja el poder magnético de sus facciones.

domingo, septiembre 27, 2009

Empieza la temporada

El verano me sirvió para desconectar de los recitales poéticos y las presentaciones literarias. ¿Se puede tener una sobredosis de fatiga por asistencia a varios actos semanales, a veces como espectador, a veces como participante? Yo la tuve. Ahora que julio y agosto terminaron y que estamos a punto de entrar en octubre, he vuelto a ese ruedo, el de los cafés y las tabernas de Madrid donde se mantiene viva y caliente la poesía. Prefiero escuchar un poema en un garito, la cerveza a mano, que pulular por los ateneos. Cuestión de gustos. Para regresar al hábito de los recitales, acudí la otra noche a un local de Lavapiés que, además, me quedaba a menos de dos minutos de casa. Fui a escuchar a mi colega Javier Das, que nos obsequió con poemas nuevos y antiguos, y algunos inéditos que ni siquiera yo había tenido oportunidad de leer; ah, y con un truco de magia con las cartas que sirvió de aperitivo para que echáramos unas risas.
Me gustó el garito. Uno de esos lugares de ambiente especial, muy bohemio. La escritora y poeta Sofía Castañón, que apareció allí por sorpresa, lo definió bien: parecía un local de los tiempos del modernismo y así se había quedado. El único problema es que las bebidas eran carísimas. Por eso, para no afear la cosa, no voy a nombrar el sitio. Pero la caña de cerveza salía a tres euros con cincuenta céntimos; la caña en vaso amplio, se entiende. A otros dos colegas poetas que estuvieron allí, compartiendo velada, Ángel Rodríguez y Javier Belinchón, les soplaron diez pavos por la suma de un gin tonic y un refresco. Quiero decir: esto puede ser aceptable en uno de esos garitos nocturnos donde cobran entrada y se estilan los precios pijos y demás, pero no en un local de mi barrio. He aquí otro de los inconvenientes: la política de precios de Lavapiés es muy inestable, en unos bares te cobran dos euros o menos por una caña y en otros te clavan tres euros con cincuenta e incluso cuatro. Se supone que es una zona tirando a pobre y que esos precios deberían ser altos en otros lugares, como el centro y por ahí. En fin, que nos quedamos con sed una vez se nos acabó la primera ronda de bebidas. Yo no dejé ni gota de mi cerveza, y por ese precio pensé incluso en lamer el vaso. No lo hice. Al acto acudió más gente de la prevista, incluidos algunos de mis amigos de Zamora. Pasaron por allí otros dos buenos compadres: el poeta Gsús Bonilla y el escritor Esteban Gutiérrez Gómez. Bonilla tiene preparado un gran poemario, de momento inédito, pero que debería salir cuanto antes: “Ovejas esquiladas, que temblaban de frío”. Esteban publicó hace unos meses una pieza narrativa de orfebre: “El colibrí blanco”. Por cierto, Sofía tiene ya en las librerías “La sombra de Peter Pan”, poemario en edición limitada y numerada, que aún no he comprado porque los libros de Ediciones del 4 de agosto no se encuentran fácilmente en Madrid. Saludé también a otro poeta: Abel Aparicio, leonés y leonesista.
Lo pasamos bien, disfrutamos gracias a la naturalidad de Javi y a sus poemas, que siempre nos llegan al corazón, lo enganchan y no lo sueltan. Que haga esta crónica apresurada no significa que vaya a escribir de todos los recitales a los que asista a partir de ahora, que empieza la temporada. Es sólo una manera de celebrarlo. Luego, al llegar a casa (pronto: en torno a las diez o así), vi una concentración multitudinaria de ciclistas en el barrio. No se escandalicen: iban vestidos. Lo anoto porque la última vez que allí hubo concentración de ciclistas llegaron todos desnudos y de ello dejé constancia en este periódico; desnudos de arriba abajo, en cueros vivos.

sábado, septiembre 26, 2009

Un western de guerra

Fui al cine a ver la última película de Quentin Tarantino, “Inglourious Basterds”, título escrito con erratas, aposta, y mal traducido aquí como “Malditos bastardos”. Para completar el disfrute, al día siguiente leí el guión, publicado por Mondadori. Tengo que repetir que soy un fanático de las obras escritas y/o dirigidas por Tarantino: le perdono todos sus pecados y deslices, sus excesos y locuras, y me tragaría incluso un filme suyo basado en las páginas amarillas. Se dice que su última obra es irregular. Cierto, pero no por ello resulta menos deslumbrante. Es mejor que “Death Proof” (propuesta que pocos entendieron, pues se trataba de un divertimento, de una peli de matinal de barrio), pero resulta algo inferior a “Kill Bill”. Con sus bastardos, Tarantino expone que, en el cine y también en la literatura (sus guiones son muy literarios, siempre predomina la palabra sobre la acción), todo es posible, que en la ficción hay libertad plena para cambiar las cosas y hasta la Historia. Por ello el clímax transcurre en una sala de cine antigua, que actúa como metáfora de esa libertad artística que confiere la ficción. Y, es obvio, como detonante literal del cambio de rumbo de la Historia. Con Tarantino conviene aceptar las reglas. Sus películas no intentan ser realistas, o lo son dentro de sus reglas, dentro de esa ficción. No recuerdo qué crítico señaló una vez que sus tramas sólo pueden suceder dentro de una pantalla. Nadie recicla como él. Es un genio.
En “Inglourious…” muestra de nuevo su entusiasmo por el celuloide. Primero, mediante sus guiños y homenajes: el título tomado de “Inglorious Bastards” (“Aquel maldito tren blindado”), una de mis películas favoritas de la infancia, carne de matinal y sesión doble; los créditos iniciales, punteados por la música de “El Álamo” de John Wayne; el principio, calcado a los spaghetti westerns, y sobre todo a la escena en que Henry Fonda y sus muchachos con guardapolvos llegan a la cabaña de una familia en “Hasta que llegó su hora”; las continuas referencias al cine alemán de la guerra; el plano de la puerta y su profundidad de campo, deudor de “Centauros del desierto”; la panda de bastardos estilo “Doce del patíbulo” o “Los violentos de Kelly”; la cicatriz del cuello de Brad Pitt, como si le hubieran intentado ahorcar, llaga idéntica a la de Clint Eastwood en “Cometieron dos errores”; la inspiración en películas como “El desafío de las águilas”; el original uso de la música de western en una cinta de guerra; el suspense a lo Hitchcock. Segundo: algunos de los personajes tienen que ver con el cine, así el proyeccionista, la dueña de la sala, el crítico de cine y soldado, la actriz y agente doble; como señala QT en una entrevista en Fotogramas, todo gira alrededor de una película y de su estreno, al que acudirá la plana mayor del Tercer Reich; y, en el guión, esos personajes hacen referencias continuas a actores y directores, habiéndose cortado en el montaje final parte de esas escenas, lo cual beneficia al ritmo del filme.
Con su narrativa episódica logra de manera brillante que los cinco capítulos que la forman tengan sus cruces de personajes y tramas. Cada capítulo tiene su punto álgido en un diálogo, en los duelos orales: el interrogatorio de Hans Landa al granjero y, luego, a otros personajes; la chica frente a Goebbels y otros nazis; el juego de cartas entre alemanes y aliados en una taberna; etcétera. El diálogo es el eje en torno al que gira todo y, a partir del cual, crecen y se ramifican las tensiones. El reparto es perfecto, pero destacan Mélanie Laurent, Michael Fassbender y Christoph Waltz, extraordinario actor que extrae todo el jugo posible a su personaje y lo llena de matices y de sorpresas. Esta gran película posee, al menos, cinco o seis secuencias magistrales.

viernes, septiembre 25, 2009

Apuntes romanos (y 3)

Españoles: paseando por las calles de Roma, entrando en sus restaurantes y visitando sus museos y sus iglesias, uno oye hablar continuamente a gente española, gente de paso o de visita; y por eso, y por algo especial que tiene la ciudad y por su aliento mediterráneo, uno se siente a gusto, como si pudiera quedarse allí a vivir sin haberlo planeado. Fellini (7): “La cultura en Roma no tiene nada de académico. Ni siquiera es museográfica, siendo la ciudad un enorme museo”. Panna Cotta: el flan de nata, recubierto de caramelo o de chocolate, según los gustos y las preferencias; una sola cucharada es como el beso de un ángel (femenino) en los labios; en una taberna me sirvieron el mío completamente helado, pero no dije nada y lo comí. Caravaggio: en la Iglesia de San Luigi dei Francesi, en un rincón, vi una capilla con tres cuadros magistrales de este artista, uno de mis favoritos, a saber, “San Mateo y el ángel”, “La Vocación de San Mateo” y “San Mateo mártir”, tan poderosos en el tratamiento de la luz y las sombras y los rasgos de los retratados que casi me postro para hacer una reverencia. Pasta y pizza: no se cansa uno de comer ambas de todas las maneras posibles, con salmón, con champiñones, con espinacas, con marisco, con panceta, con lo que sea; pasta fresca y preparada como sólo saben hacerla en Italia.
Mensaje: el que vimos escrito en una pizarra, a la puerta de un restaurante del Trastevere, que decía “We are against war and tourist menu”, o sea, “Estamos en contra de la guerra y del menú turístico”. Cúpula: la del Panteón, otro prodigio que se ha conservado intacto durante siglos, y bajo el que uno debe detenerse a observar el cielo y el modo en que la luz se filtra y alumbra el interior del edificio. Suciedad: la de las fachadas de las casas y de los edificios en general, tal vez debido al humo de los tubos de escape de los coches y de las motos. Huesos: los de 4.000 frailes capuchinos, que pueden verse en la Cripta de los Capuchinos de la Iglesia de Santa María Della Concezione, previo pago de un euro; algo indescriptible y tenebroso y lo más tétrico que he visto nunca, con cientos y cientos de calaveras, quijadas, clavículas, caderas, tibias y vértebras formando lámparas, torres, adornos y arcos (hay fotos en internet), con varios cadáveres momificados y vestidos con la túnica de los frailes, y con cruces en el suelo bajo el que hay enterrados más hombres, y con un esqueleto en el techo que sostiene una guadaña y un reloj de arena, construidos también con huesecillos; las salas oscuras donde prohíben fumar, hacer fotos, escribir en las paredes y tocar los huesos recuerdan a “Indiana Jones y el templo maldito”; y no falta una advertencia que dice “Como vosotros nosotros éramos, como nosotros vosotros seréis”. Fellini (8): “Roma es una ciudad terapéutica, que favorece la salud del espíritu y del cuerpo”.
Dvd: encuentro ediciones de Almodóvar y de muchas películas americanas, pero apenas hay rastro del spaghetti western, salvo las de Sergio Leone. Moisés: el de Miguel Ángel, en la Iglesia de San Pietro in Vincoli, obra maestra de equilibrio y composición; deslumbra porque tiene la magnificencia de un rey, la musculatura de un guerrero y la grandeza de un dios. Romanticismo: la ciudad es aún más romántica de lo que uno esperaba, es un poema en construcción. Fellini (9): “Es una ciudad hospital. Es como el tribunal de Kafka: te acoge cuando llegas y te deja irte cuando te vas”. Paciencia: la que poseen los lectores que hayan llegado hasta aquí, tras varios días de abrasarlos con mis impresiones; a ellos, a las personas con las que viajé y a Jorge García, van dedicadas estas columnas, aunque no sean las de Trajano o Marco Aurelio.

jueves, septiembre 24, 2009

Apuntes romanos (2)

Fellini (4): “Roma no tiene necesidad de hacer cultura. Es cultura. Cultura prehistórica, histórica, etrusca, renacentista, barroca, moderna”. Librerías: en la ciudad encontré muchas y buenas librerías, con un culto preferente por varios de mis escritores favoritos, como John Fante, Raymond Carver, Charles Bukowski o David Foster Wallace; y libros inéditos en España de Fernanda Pivano, que murió en agosto. Campo dei Fiori: heladerías, bares, restaurantes, animación callejera, júbilo de los paseantes, mercadillo matutino de flores, frutas, quesos, pasta y verduras, el Cinema Farnese y la Librería Fahrenheit 451. Plaza Navona: con las gloriosas fuentes de Bernini, un lujo para el ojo, y una de las sedes del Instituto Cervantes y, junto a éste, la Librería Spagnola, con libros traducidos de mis compatriotas. La Fontana di Trevi: visita obligatoria de día y de noche; me impresiona la majestuosidad de las esculturas, el ruido atronador y relajante del agua fluyendo; en la memoria, el recuerdo inmortal de Mastroianni metiéndose en la fuente tras escuchar las palabras de Anita Ekberg (que había llevado un gatito sobre la cabeza): “Marcello, come here! Hurry up!”, porque descubrir esta “fontana” en Trevi es como encontrar oro a la vuelta de la esquina.
Café: bebida sagrada en Italia, con camareros que se niegan a servirlo frío o que tuercen el gesto si uno lo pide con hielo; allí el café es tan delicioso que uno lo utilizaría hasta para enjuagarse los ojos. El Vaticano: las interminables y fluidas colas de gente para entrar; las maravillas de la Plaza de San Pedro y la Basílica, “La Piedad” de Miguel Ángel, enésima obra maestra que uno no se cansa de mirar; la cúpula, las esculturas, la huella de Bernini, las tumbas y el pie de San Pedro, erosionado por los turistas que lo tocan al pasar. Fellini (5): “Pero de todos modos Roma es fascinante. Para mí es la ciudad ideal, si no la Jerusalén celestial. ¿En dónde puede encontrarse la luz de Roma? Basta con un rayo de sol entre dos palacios renacentistas, entre una flotilla de nubes vagantes, para que la ciudad se vista de nuevo y readquiera su encanto”. Los Museos Vaticanos: a catorce euros la entrada, donde recorremos varios kilómetros y donde me asombra el “Laoconte y sus hijos” y cómo estos se retuercen por el acoso de las serpientes, y la cantidad de bustos, columnas, esculturas, mapas, tapices, cuadros, bóvedas, y reliquias abundantes, para las que uno necesitaría semanas de contemplación lenta, y sobre todo la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, un prodigio artesano que parece hecho por los dioses, en una sala por la que circulan vigilantes ordenando silencio y pidiendo que no se hagan fotografías, y donde todos miramos hacia arriba y abrimos la boca, no tanto por la postura sino por la belleza de techos y paredes.
Plaza de España: escaleras repletas de gente que se sienta a observar el conjunto, a hacer fotos, a descansar; al lado está el Museo de Keats y Shelley. Trastevere: es vital deambular por esta zona, perderse por sus callejuelas, entrar en las librerías (como la Librería del Cinema), cenar en el famoso Ivo y ver la escultura de San Antonio, al que los fieles han rodeado de cientos de papelitos con peticiones. Fredo: café frío, pero sin hielo; en un restaurante, el camarero nos dijo que allí sólo lo servían caliente y, si queríamos café frío, que fuéramos a tomarlo a la taberna. “El padrino” y “Scarface”: son numerosas las referencias en forma de carteles, calendarios y otros souvenirs. Fellini (6): “¿Y el clima de Roma? Tan dulce, tan ventilado, tan refrigerante”. Vagabundos: un hombre sin manos, pidiendo; otro, metido en una fuente para lavar la ropa con gel; ese, sin dedos; todos contrastan con la riqueza del patrimonio artístico.

miércoles, septiembre 23, 2009

Apuntes romanos (1)

Roma: la Ciudad Eterna, a la que uno siempre querrá regresar. Fellini (1): “Roma es una ciudad para esperar el fin del mundo”. Hotel San Daniele Bundì: la extraña posada donde una alegre mujer y una taciturna anciana nos atendieron y nos alquilaron un apartamento para cuatro, a la vuelta de la esquina, en una calle rica en vespas, humedad y bullicio de trattorias. Legionarios: los hombres vestidos de soldados romanos, con espadas, cascos y capas y los brazos llenos de tatuajes, que posan con los turistas para una foto por la que cobran. Coliseo: me fascina esa mole de piedra, con siglos de sangre, ruinas y misterios, donde los hombres morían para entretener a los ciudadanos; la visita, hoy, cuesta unos doce euros. “El furor del dragón”: la película en la que Bruce Lee se enfrentaba a Chuck Norris entre los arcos del Coliseo, y mi primera referencia al poner los ojos en esa mole grandiosa, rodeada de viajeros y vendedores. “Gladiator”: Russell Crowe combatiendo contra otro gladiador mientras las fieras tratan de darle un zarpazo. Sol: el sol de la ciudad en septiembre, agresivo y molesto y que, sin embargo, proporciona una claridad irreal a las huellas del pasado. Mendigas: ancianas con las cabezas cubiertas con pañuelos, con estampas de Cristo o de la Virgen en las escudillas que utilizan para pedir limosna a la entrada del Metro, de las iglesias y de los museos, se encorvan casi besando el suelo; parecen rumanas.
La Boca de la Verdad: careto de mármol a la entrada de la Iglesia de Santa María de Cosmedin, donde la gente se hace fotos tras introducir la mano en esa boca, que noté grasienta y sucia al tacto debido a la abundancia de dedos que la palpan cada pocos segundos, y que aparecía en una escena de “Vacaciones en Roma”, referencia inexcusable en la ciudad, con los eternos Gregory Peck y Audrey Hepburn paseando en vespa. Teatro de Marcello: hermoso en su decadencia, pero lo observo en un momento de tanto cansancio (tras levantarme a las cinco de la madrugada y viajar en taxi, avión, autobús y metro y caminar por las calles) que no soy capaz de procesar una sola idea con sentido. Fellini (2): (refiriéndose a Roma): “Las calles destruidas, los monumentos enjaulados, las ruinas arqueológicas, la muchedumbre cosmopolita le dan un aspecto de estudio cinematográfico, de plató, de escenario desarmándose, de una ciudad que va a ser transportada y reconstruida en otro lado”. El Monumento a Víctor Manuel II: no suele gustar a los italianos y a mí no me place por la mezcla de estilos y el exceso de esculturas, pero me deslumbra el mármol bajo el sol de la tarde.
Tráfico: todo lo que te cuenten sobre la caótica circulación es cierto; para cruzar por un paso de cebra hay que pisarlo a las bravas, porque ningún conductor se detendrá voluntariamente para permitir que crucen los peatones; las vías son un flujo continuo y ensordecedor de coches, motos y vespas veloces. Largo de Torre Argentina: me admira esa plaza situada en un lugar céntrico, cerca de la Columna de Trajano, que reúne restos de varios templos republicanos, y que hoy es un lugar donde viven cientos de gatos abandonados; duermen entre las ruinas y están bien cuidados y alimentados merced a la caridad de algunas mujeres y a los donativos para su manutención; quienes venimos de fuera hacemos fotos y contemplamos la gracia felina entre las columnas, porque en esta ciudad el gato es, por fortuna, sagrado, e incluso sale en postales y calendarios. Fellini (3): “Roma es un planeta misterioso, que arrastra todo consigo, que se enriquece y se nutre con su propio derrumbe. Esta tendencia a la autodestrucción vuelve todavía más apocalíptica la escenografía arqueológica de la ciudad”.

martes, septiembre 22, 2009

Viajar

A mi entender, demasiada gente se gasta un pastón en terapias, en calmantes, en antidepresivos, en pastillas para dormir y en otros remedios de los que yo suelo escapar. Demasiada gente recurre a la farmacopea o a la charla con el psiquiatra para reparar su estado anímico. Y me temo que no siempre lo necesita. Me explico: me temo que no todos los que usan y abusan de las pastillas lo necesitan de verdad, que no todo el mundo tiene depresiones. No es lo mismo “estar deprimido” que “ser depresivo”. A lo primero estamos sometidos todos. A mí me daban depresiones temporales y pasajeras cada domingo, pensando en que al día siguiente había que ir a clase. Pero no es lo mismo que sufrir depresiones crónicas, esas depresiones que obligan a algunas personas a ingresar en hospitales, a sufrir tratamientos y a pasar largas temporadas en cama. No me refiero a ellos. Me refiero a nosotros, a tipos como yo. A los que nos quejamos de lo dura que es la vida y del estrés que padecemos hasta que nos vamos tres o cuatro días de vacaciones y, entonces, a la vuelta, por arte de magia, estamos curados. Mucha de la gente que gasta dinero en farmacias y en psiquiatras estaría mejor si destinara esas cantidades de talegos a viajar.
Viajar no es tan caro. Hay numerosas maneras de hacer un viaje, aunque sea al pueblo de tu tía, para curar el estado anímico cuando éste se encuentra en baja forma. Puedes alojarte en casa de algún pariente o de algún amigo. Puedes estar al tanto de las ofertas de vuelo. El caso es salir unos días de tu entorno. Escapar. Tomarte un respiro, ya sabes. He pasado el verano entero en Madrid, salvo las breves escapadas (Zamora, León, Sanabria, Orense) que supusieron una semana de aire fresco para no oír los llantos de los críos de los vecinos y escapar del bochorno madrileño. Acabo de llegar de otro viaje y esta vez me impuse no consultar el correo electrónico; me lo propuse unas horas después de bajar del avión, porque sabía que, atado a la bandeja de entrada del correo, al final uno no despega, no desconecta, no se alivia.
Así que pasé unos días fuera y me he liberado temporalmente de los quebraderos de cabeza, de la brasa vecinal y de las constantes llamadas de teléfono de las compañías que ocultan su número para venderme sus ofertas. He estado tres días en Roma, pero me han servido de mucho. Lo más destacable y sorprendente, lo que necesito contar ya, es que el último día, por la tarde, en Via dei Baullari, cerca de la Piazza Campo dei Fiori, vi venir a un peatón cuya cara me sonaba. Iba andando deprisa, como quien no quiere que le vean. Con gafas de sol, con gorra, con barba de dos días y un macuto al hombro. Era el actor Terence Hill. Uno de mis ídolos de la infancia, en esas películas de tortazos y disparos que hizo junto a Bud Spencer. Los andares de Terence Hill, de movimientos ágiles, rápidos (se puede comprobar en sus largometrajes), y el varonil mentón con hoyuelo, y la nariz afilada, son inconfundibles. Pasó justo a mi lado y me quedé con la boca abierta. Se conserva bien, a pesar de las canas y de las arrugas. A su paso, claro, los transeúntes giraban la cabeza o se detenían. Me hubiera gustado decirle que me diera de hostias, sólo por verlo actuar. Me hubiera gustado darle las gracias por hacerme reír tanto en la niñez. Durante los próximos tres días, y aun a riesgo de las quejas y las críticas, voy a hablar de Roma porque lo merece, porque es imposible condensarlo todo en un artículo, porque está llena de españoles, porque sé que, si alguien no la conoce y espera ir algún día, quizá mis anotaciones breves y apresuradas le valgan de algo. Sirva de advertencia para estos días: a quien le desagrade, que pase página.

lunes, septiembre 21, 2009

Rastreando sus obras

Terminé hace días la lectura del “Diccionario del suicidio”, de Carlos Janín, manual de historias que se abre con la definición del “Accidente laboral” y acaba con el suicidio en pareja (y pactado) del escritor Stefan Zweig. Tal y como dije, el libro invita a buscar las obras de otros autores. Juraría que un gran porcentaje de casos de suicidio se da entre poetas, o esa es la impresión que me ha dado el diccionario. Entre poetas, pensadores, gente que se estruja la cabeza. He ido anotando, página tras página, los libros que en principio me interesaban. Pero no se puede uno comprar ni leer todos, así que he hecho una selección. Casi a diario iba a las librerías y buscaba algunos de esos ejemplares, escritos por autores que se suicidaron y dejaron confesiones donde se rastrean las huellas de lo que luego hicieron. Merodeando por una librería, la casualidad quiso que descubriera una novedad: “Autorretrato”, de Édouard Levé, un artista polifacético (pintor, fotógrafo, escritor), quien se mató hace dos años, justo después de escribir un libro titulado “Suicidio”, de próxima publicación en la misma editorial. Levé no aparece en el diccionario. Ningún diccionario es exhaustivo y también lo afirma su autor en la “Introducción”. Siempre se irá ampliando porque existen los casos poco conocidos, los casos de los que no se tienen detalles, los casos recientes.
De muchos de esos libros citados, o al menos los que a mí me interesan, existe traducción en castellano. No son difíciles de encontrar. Sin embargo, uno de los que más me interesan no se ve por ahí, pero acabaré consiguiéndolo: un libro que compendia dos obras de teatro de la escritora inglesa Sarah Kane. Esta mujer estuvo muy obsesionada con el suicidio. Al final de la entrada que Carlos Janín le dedica, encontramos un síntoma inequívoco de su férrea voluntad de morir: “La autora, por su parte, para que no haya duda sobre sus intenciones, ingiere decenas de barbitúricos, se abre las venas y se ahorca”. Para que nada falle. Algunos lo intentan varias veces, y sólo lo logran tras varios intentos, como la escritora Virginia Woolf, que lo consiguió a la cuarta, en uno de los suicidios más célebres de la historia de la literatura: se internó en el río tras haber metido varias piedras en sus bolsillos. De numerosos pensadores, filósofos y escritores reseñados en el diccionario, podemos encontrar en las mesas de novedades bastantes títulos suyos: los de aquellos que vivieron el auge del nazismo, que soportaron el exilio, la quema de manuscritos por parte de los nazis o los campos de concentración. Son curiosos los casos de quienes se dan muerte después de haber salido de los campos de prisioneros, y no antes. Y muy tristes los casos en que el suicida tarda varios días en morir, soportando una agonía extrema, como Vincent Van Gogh; o en los que yerra el tiro, como Robespierre, que se destrozó la mandíbula y tuvo que esperar a que lo guillotinaran.
Uno de los suicidios que más me sorprendieron, desde que lo leí en un poema de Karmelo Iribarren, es el del actor George Sanders, genial intérprete de “Te querré siempre” y “Eva al desnudo”. Se mató en un hotel de Casteldefells. Estaba aburrido de vivir. Me alegra que no falte en el diccionario la mención al poeta Justo Alejo, nacido en Formariz de Sayago (Zamora), quien se arrojó desde un edificio de Madrid. Hay dos ramas del cine pródigas en suicidios y actitudes extremas que el autor no recoge: las trastiendas del porno y de las películas españolas protagonizadas por toxicómanos y delincuentes. Ahí hay mucho material, casos muy sórdidos. Del primero, recomiendo leer “El otro Hollywood”. Del segundo, “Quinquis dels 80”.

domingo, septiembre 20, 2009

Acoso a “las gambas”

La primera sorpresa de “District 9”, el debut de Neill Blomkamp tras la cámara, es que está ambientada en Sudáfrica, en concreto en Johannesburgo, donde nació el director. Cuando ya estábamos cansados de ver películas con extraterrestres eligiendo Nueva York, Los Ángeles o Washington para aterrizar, Blomkamp y su productor, el visionario Peter Jackson, cambian el escenario y la idea resulta positiva para el espectador. La segunda sorpresa es que, al contrario de lo que ocurre en “Tiburón” o “Alien”, aquí el director muestra desde el principio a sus criaturas; es entonces cuando uno se da cuenta: lo que más le interesa no es el aspecto de los alienígenas, sino su conducta y la del protagonista. Y aquí entra otra de las sorpresas: el protagonista es un personaje totalmente alejado de los patrones heroicos de Hollywood. Interpretado por el actor Sharlto Copley, es un agente al que ordenan pasar de la oficina a la acción; pero es un agente torpe, algo cobarde, cuyos gestos y actos durante la primera mitad de la película motivan la risa y la compasión. Es un papel en la línea del de Kurt Russell en “Golpe en la pequeña China”, o sea, el fulano experto en meter la pata. Cuando uno descubre que su personaje va a sufrir una transformación en varios aspectos, es cuando comprende la elección del actor y la creación de este agente.
Se nota en la pantalla que Blomkamp se inspira en montones de filmes, y a veces los homenajea: “Alien”, “Robocop”, “Enemigo mío”, “La mosca”, “Posesión infernal”, “Encuentros en la tercera fase”. No faltan un par de guiños a los videojuegos de acción en primera persona. “District 9” arranca a la manera de “Monstruoso (Cloverfield)” y “El proyecto de la Bruja de Blair”, pero con cámaras de la tele grabando el asunto, en una mezcla de falso documental y boletín del telediario. Cuando la acción se centra exclusivamente en el agente Wikus, desaparecen durante algún tiempo las grabaciones de televisión. En líneas generales, el argumento nos cuenta que una nave extraterrestre se detuvo sobre Johannesburgo unos 20 años atrás, y el gobierno se encargó de aislar a los alienígenas en una zona conocida con el nombre de “Distrito 9”, donde sobreviven entre chabolas y escombros, sometidos al hambre y a las condiciones de chantaje y mercado negro de los mercenarios. El agente Wikus tiene que informarles de su traslado a otra zona. Se trata de un desahucio. Y ahí arranca la película.
Aviso: este párrafo contiene algunos “spoilers”. Lo más interesante de “District 9”, aparte de la manera en que está rodada y de los giros de guión y las sorpresas, es su alegoría sobre el racismo y la xenofobia. Alguien ha citado el apartheid, y la trama no se aleja mucho del tema. Los aliens no llegan en son de guerra. Pero los hacinan en chabolas, en condiciones lamentables, y por la ciudad empiezan a pegar carteles y avisos de prohibiciones. “Prohibida la entrada a no-humanos”. “Este autobús es sólo para humanos”. Los alienígenas, dado su parecido físico con los crustáceos, empiezan a ser conocidos con un mote despectivo: “las gambas”. Durante el desahucio asesinan a unos cuantos. Son, en suma, proscritos. No son bienvenidos. Lo cual dice mucho sobre el carácter del ser humano. Pero entonces la trama da un giro porque el agente Wikus es infectado y empieza a mutar, a convertirse en uno de ellos (como en “La mosca”, con los desprendimientos que la mutación acarrea), a transformarse en un mestizo. Esta alegoría sobre los extranjeros, sobre otras razas, sobre quienes son diferentes o quienes mezclan su sangre con la de otros, es lo más impactante, para mí, de “District 9”. Sólo le reprocho el exceso de tiros de la última parte.

sábado, septiembre 19, 2009

Sacacuartos

La última vez que estuve en el edificio Fnac de Callao me detuve en la planta de discos y películas. Queríamos ver la caja de The Beatles. La famosa “The Beatles Stereo (Box Set)”, donde viene su discografía oficial remasterizada, además de unos cuantos documentales sobre cada disco. Esto es un auténtico lujo. Sólo el aspecto exterior es magnífico. Y saber que dentro están todas sus canciones oficiales en cd, y con el sonido potenciado y mejorado, hace que se le caiga a uno la baba. Literalmente. Hay un problema. Y no es baladí. La caja cuesta 264 euracos. Si eres socio de Fnac, te la dejan más o menos por 238 pavos. Aún así, es demasiado. No la compramos, claro. Sí, sí, ya sé que son The Beatles, que estas cosas no tienen precio, etcétera. Pero es una caja para ricos. Un lujo que no está al alcance de cualquiera. Una treta de la discográfica para sacarnos los cuartos ahora que estamos en crisis y que la gente se baja la música de internet o la escucha en Spotify, uno de los grandes inventos de los últimos tiempos. Me revienta que la música popular, la música que bailaban los hippies y compraban nuestros padres, quede relegada a un objeto de lujo sólo apto para ejecutivos. El pop pertenece al pueblo. Vista la caja y visto el precio, y descartada la posibilidad de comprar el “Box Set”, ¿crees que la gente no va a preferir tirar de la mula? A mí empieza a hartarme que, con la excusa de las remasterizaciones y de las ediciones para coleccionista en dvd y de las ediciones limitadas y demás inventos, traten de sacar el dinero a los fans de tal o cual banda, de tal o cual película.
Sigo por Fnac. Encuentro, por fin, la nueva novela de Nick Cave: “La muerte de Bunny Munro”. La compro justo el día en que sale a la venta porque con algunos libros me he vuelto un poco paranoico. Me explico: tardé en comprar el anterior libro de Cave, “Y el asno vio al ángel”, y cuando quise hacerme con una copia me tocó remover cielo y tierra para encontrarla. Me hice con un ejemplar. Entonces estaba prácticamente agotado. Poco después de comprarlo, empecé a ver por ahí más ejemplares, que es algo que me sucede a menudo. Ni siquiera he leído la primera novela. No tardaré en hacerlo. Algunos lectores me han dicho que la empezaron y no pudieron continuar, que era demasiado rara. Otros me han contado que les encanta. Nick Cave es un artista muy completo. Escuchen sus discos, empezando por las melodías crepusculares de las bandas sonoras que ha compuesto para el cine. La portada de “Bunny Munro” en Estados Unidos mostraba a una persona disfrazada de conejo blanco. Una portada en plan David Lynch. No me gustaba nada. En cambio, en España han puesto la pintura de Gustave Courbet “El origen del mundo”, aunque en blanco y negro. Mejora mucho. Y no suele ser habitual. Las cubiertas de los libros de EE.UU. suelen ser mejores que las cubiertas de las traducciones en España, donde suelen faltar el riesgo y la provocación y la originalidad. Me alegra que la portada de “Bunny Munro” en España sea una excepción.
También veo por allí una caja con varios largometrajes de Jean Renoir. Incluye varias películas, pero no “La regla del juego”. Ésta la venden aparte, en edición especial. La caja exclusiva de Renoir, con cuatro películas y sus primeras obras mudas, cuesta unos 20 euros. La edición de “La regla del juego”, que sólo trae una película y un par de documentales, cuesta más que la otra: 24 euros, aproximadamente. ¿Alguien lo entiende? Tampoco compro ninguna de ellas. Las buscaré en los videoclubes de alquiler de mi barrio, que están muy bien surtidos.

viernes, septiembre 18, 2009

Ánimo, muchachos

Veo cómo, a mi alrededor, algunos amigos se desmoronan. Principalmente quienes trabajan con las letras. Porque quienes trabajamos con letras le damos demasiadas vueltas a las cosas. Cualquier detalle cotidiano sirve para que lo analicemos con lupa, para que lo exploremos a fondo, para que cojamos el bisturí y lo destripemos intentando averiguar las razones para que esto sea de aquella manera y no de otra. Sí, nos echa humo la cabeza. Pero luego están otros asuntos que atañen a todos por igual, con letras o sin ellas de por medio. El estrés. Los horarios laborales. Las jornadas extra. La hipoteca. El alquiler. La pretensión de querer abarcar demasiado. La tecnología. La tecnología es muy beneficiosa, pero si falla (un ordenador que peta, un cable que no sabes dónde enchufar, un blog que no logras actualizar por errores del servidor, una página que no se abre, un correo electrónico que se pierde en ese lugar del limbo digital al que van a parar los e-mails), si falla, entonces nos puede amargar el día entero. Luego está la salud. A partir de cierta edad, empiezan los achaques. En León estuvimos con un gran amigo que nos describió sus achaques, sus visitas al médico, las revisiones temporales, la rehabilitación. Cuando digo “cierta edad” me refiero, más o menos, a partir de los 30 años. Él está por los 40.
No sé si será cosa de los astros, que se confabulan o qué sé yo, pero a veces coincide que recibo, en el mismo día, varios mensajes y correos electrónicos de amigos y de compañeros que se encuentran al borde de la desesperación, y casi todos ellos están metidos de una manera u otra en la escritura o en alguna otra clase de arte. Por fortuna acaban recuperándose y no tiran la toalla, como suele decirse en el boxeo. Pero nunca se sabe. Bueno, por si les sirve de consuelo, les digo que a mí me pasa a veces. Que estoy a un tris de petar. Pero nunca lo hago. Me fijo en “Rocky”, en la primera parte, cuyo mensaje final nos enseña que lo importante es pelear, pero sobre todo resistir. Luego, en las secuelas, cambiaron el mensaje y nos dijeron que lo importante era ganar; y por eso nos gustaron menos. Cada uno de nosotros (y con esto me refiero a cada persona, no sólo a quienes tratan con letras) somos indestructibles hasta que se demuestre lo contrario. Ya sabes cuándo se demuestra: cuando llega el sueño eterno y tal. E incluso hay quienes, muertos, todavía han ganado algunos pulsos.
No sé dónde he leído o me han dicho que el mal de este siglo será la depresión. Derivada del estrés, la fatiga, la falta de sueño. Bien, nadie dijo que fuera fácil, esto de vivir. Tal vez de niño te contaron que la vida era de colores, que el futuro era un arco iris en el que poder bailar con zapatos de claquet, a la manera de esos musicales coloristas en que nada ni nadie falla y en que todos los sueños se cumplen. Ok. Pues te mintieron. Cuesta asumirlo, claro. Por eso suele decirse que la verdadera patria del hombre es la infancia, porque allí la felicidad era completa y uno no arrastraba el agotador fardo de los problemas y de las responsabilidades. Hace falta capacidad de resistencia y fuerza de voluntad para seguir adelante, y por supuesto tomarse un respiro de vez en cuando. Descansar, tomar aire y resurgir de las cenizas. O seguir luchando hasta que la cabeza nos estalle. No queda otra. También es cierto que comprendo a estos amigos y compañeros que de vez en cuando me dicen que no pueden más. Los comprendo bien. Es duro luchar contra las adversidades, lo sé. Y contra el rosario de escollos: la enfermedad, el trabajo, los gastos, las frustraciones, los quebraderos de cabeza… Sólo puedo decir ya una palabra: ánimo.

jueves, septiembre 17, 2009

Sobre Patrick Swayze y Jim Carroll

Cuando llegan las malas noticias, a menudo lo hacen a pares. Para mí son malas noticias, por ejemplo, que se muera la gente a la que admiro o he admirado. Este martes, nada más levantarme y abrir mi página de inicio (IMDb), encontré la noticia del fallecimiento del actor Patrick Swayze. No por esperado menos doloroso. Cada cual tiene su personaje favorito interpretado por Patrick Swayze. Creo que para muchas chicas de mi generación, Swayze siempre será el instructor de baile de “Dirty Dancing”. David González contaba en su blog que, para él, Swayze siempre irá asociado al surfista y atracador de “Le llaman Bodhi”. Para los románticos, su imagen es la de “Ghost”, manejando barro junto a Demi Moore y amándola desde la muerte. Cuando éramos adolescentes, sentíamos devoción por sus personajes duros y con mal carácter: los de “Roadhouse”, “Youngblood” o “Con su propia ley”. Pero, para mí, Patrick Swayze será siempre Darrell, el hermano mayor y el más serio y responsable de los “Rebeldes” (“The Outsiders”). Ha caído uno de los siete rebeldes de Francis Ford Coppola, quien los lanzó al estrellato. El actor destacó en los 80 y a principios de los 90. Luego cayó en picado, encadenando bodrio tras bodrio. Menos mal que Richard Kelly le devolvió el prestigio perdido en “Donnie Darko”.
En cuanto supe de su muerte, busqué alguna foto para colgarla en mi blog, como homenaje. Y me topé con ese sector de la prensa amarilla que carece de escrúpulos. Al parecer, aunque yo no lo sabía, algunos paparazzi le sacaron fotos cuando estaba en las últimas. Lo anunciaron como una exclusiva. Y es ahora cuando veo en Google las imágenes, en las que aparece esquelético, sin pelo, con gafas, tan consumido y avejentado por el cáncer de páncreas que lo mató que parece tener 80 años. No nos hacía falta ver el estado al que llega un hombre enfermo. Los carroñeros se sirvieron de su decadencia y de su enfermedad para vender periódicos y revistas. No es justo tratar así a una persona que agoniza.
Apenas dos horas después de leer la noticia, me encontré en El País con otro fallecimiento. Pero éste ha pasado desapercibido: la muerte de Jim Carroll. Era poeta y cantante. Falleció el viernes, de un ataque al corazón, pero la noticia no se filtró en España hasta unos días después. Lo que ocurre es que Jim Carroll era poco conocido y era maldito y fue yonqui. Sus experiencias extremas con la droga están recogidas en su potente libro “The Basketball Diaries”, del que conseguí un ejemplar hace casi dos años. Lleva demasiado tiempo descatalogado y necesita una reedición urgente. El público conoce el nombre de Carroll por la película “Diario de un rebelde”: Leonardo DiCaprio lo interpretó a la perfección. En España sólo se tradujo este libro: así suele pasar con los malditos, más venerados en otros países. Carroll escribió diarios, poemas, canciones… Todo ese material debería ser publicado en castellano algún día. Recomiendo visitar la web oficial del poeta: “Catholic Boy”, donde recogen fotografías y datos de sus trabajos. Y una curiosidad: los libros que inspiró, escritos por gente del calibre de Sherman Alexie e Irvine Welsh. En cuanto a sus canciones, tengo por ahí unas cuantas y no están nada mal. Quizá su tema más conocido sea “People Who Died”, que se escucha en varias películas. Por cierto, la película en dvd está descatalogada, y en ella el escritor hacía un pequeño papelito. Y en “Curtis’s Charm”, un filme de 74 minutos, inédito en España, adaptaron una de sus historias. Espero que Swayze y Carroll descansen, tras tanto sufrimiento.

miércoles, septiembre 16, 2009

La dicha de los encuentros

Dado que me muevo a menudo por el centro de la ciudad, siempre me acabo encontrando a amigos y viendo de refilón a algunos famosos. Unos días atrás, en El Corte Inglés, curioseando las ofertas de películas en dvd, vi a Miguel Ángel Silvestre. Iba con gorra, pero las gorras no ocultan bien a los famosos. Creo que incluso hacen que la gente se fije más en quienes las usan, al menos en España, donde la gorra se utiliza con menor frecuencia que, por ejemplo, en Estados Unidos. Un tipo pidió a Silvestre que se hiciera una foto con él. El actor accedió, con amabilidad y buena disposición, y posó para la cámara del móvil. “Sin tetas no hay paraíso” no es lo mismo sin el carisma de este intérprete. Estuve viendo un trozo de la tercera temporada y, para mí, faltan los mejores personajes porque los guionistas los apiolaron a todos: El Duque, El Pertur, El Gitano, el señor Cortés, Morón y Martínez. Echo en falta a los dos policías principales, que me caían muy bien. A casi todos estos actores me los he encontrado este año por las calles. En el directo de Leonard Cohen, por cierto, vi a Christina Rosenvinge, a Ariadna Gil y al hispanista irlandés Ian Gibson, que vive en Lavapiés. Creo que Christina es la famosa que más veces me he encontrado por Madrid.
Este fin de semana, aparte de la gente famosa que estaba en el concierto, me encontré con otras personas que son menos conocidas pero serán más célebres en el futuro. Me encontré con el zamorano y colega Héctor Rojo en un supermercado. Le dije que estaba al tanto de sus conciertos. Que sé que muchos jueves toca en Zamora, en el Ávalon. Quienes suelen verlo siempre me hablan maravillas de él y de los músicos con los que actúa. Héctor se está moviendo con gente muy grande de la música en Madrid, principalmente del jazz y del blues, pero supongo que alguna peña no se entera de eso. Le dije que espero estar alguno de esos jueves en nuestra ciudad (tendrá que ser en vísperas de fiesta) para ir a verlo. Ya sé que toca cada noche en Madrid, pero me hace más ilusión verlo en casa. Héctor colabora con muchísimos grupos. Yo recuerdo, con agrado, los temas de Blue Perro. No se lo pierdan. Este fin de semana también estuve con el poeta Javier Das, de quien he leído “Lo que queda en la mirada”, su nuevo (e inédito) poemario, formado por unos veinte poemas sobre la ruptura de una pareja. Javi y yo hemos pasado el tiempo suficiente en garitos y en recitales para considerarnos hermanos de sangre. En la estación de autobuses, acompañando a mi familia a que cogiera el bus para Zamora, me encontré con otro poeta. Pero de éste no puedo decir el nombre porque se iba de extranjis unos días y me rogó discreción.
Por Lavapiés me encontré a la actriz Violeta Pérez. Siempre encantadora, siempre animada, venía del Teatro Valle-Inclán, de hacerse una prueba de peluquería. Porque mañana estrena en Madrid la obra “Don Carlos”, de Friedrich von Schiller, con dirección de Calixto Bieito. Le dije que intentaré ir a ver la obra en cuanto pueda. Ahora tengo un complicado baile de fechas en la agenda y quizá no pueda asistir hasta octubre. “Don Carlos” estará en cartel hasta principios de noviembre. Violeta ha cogido mucho impulso desde el merecido galardón que le dieron (el Premio a la Actriz Revelación). Lo merece. Se me olvidó preguntarle por su intervención en la nueva película de Alejandro González Iñárritu, “Biutiful” (sic). He leído por ahí que desempeña un pequeño papel, pero seguro que habrá merecido la pena. Violeta tiene un don especial para los personajes desgarradores (ver “El patio de mi cárcel”) y humorísticos (ver “Princesas”). Tengo ganas de verla en “Don Carlos”.

martes, septiembre 15, 2009

Maestro y caballero

Ciertas historias comienzan cuando algunos padres y madres contagian a sus hijos el amor por la buena música. Yo debía de tener 16 o 17 años cuando salió “I’m Your Man”, mi disco favorito de Leonard Cohen. Y mi madre me inoculó la pasión por las canciones de aquel tipo tan elegante que sostenía un plátano en la carátula frontal del vinilo. Ella nos enseñó a adorar sus discos y nosotros, unos 20 años después, le devolvemos el favor invitándola a un concierto inolvidable. La noche del sábado, al entrar en el Palacio de Deportes de Madrid, nos encontramos con un zamorano que llevaba a su hija de cinco años a ver al cantante. Habían venido desde Zamora. “Es su primera fan”, nos dijo, orgulloso. A la niña le pusieron de nombre Lorca, en homenaje a la hija de Leonard Cohen, que se llama así en homenaje a Federico García Lorca. No es el primer directo al que ella acude. Iba emocionada. Sus padres le han transmitido el fervor por el maestro. Porque Mr. Cohen es un poeta, un caballero, un hombre clásico que ha consagrado sus canciones y sus poemas a las mujeres.
Las entradas se agotaron días atrás. Acondicionaron la platea del pabellón, donde estábamos nosotros, de tal forma que no hubiera nadie de pie. Con los primeros acordes de “Dance Me to the End of Love” se me erizó el vello. A partir de entonces nos ofreció unas tres horas y pico de estilo, sabiduría, elegancia y caballerosidad. No podré ya olvidar (ni nadie que asistiera la otra noche a este desembarco de talento) las versiones de temas antiguos que ahora mejoran porque la voz del cantante no es la misma, ha adquirido el tono ronco de los solistas con mucha carretera a sus espaldas y se te clava como un trueno dulce en los oídos: “Suzanne”, “Sister of Mercy”, “Bird on the Wire”, “Famous Blue Raincoat”, “Who by Fire” o “The Partisan”, tocada y cantada de manera tan melódica y exquisita que se me saltaban las lágrimas ante tanta belleza, ante tanta calidad. No podré ya olvidar que, al terminar este último tema, todo el público del estadio se puso en pie y la ovación (y hubo muchas) fue tan afectiva y estrepitosa que el propio Cohen estaba emocionado y sorprendido por el clamor.
No podré olvidar su voz entonando los temas de los 80: “Hallelujah”, “First We Take Manhattan”, “I’m Your Man”, “Take this Waltz”, “Tower of Song”, “Ain’t No Cure for Love” o “Everybody Knows”. Ni los temas de los 90: “The Future”, “Waiting for the Miracle”, “Closing Time”, “In My Secret Life”… No podré olvidar la guitarra y la bandurria de un señor con manos de ángel, el guitarrista español Javier Mas, ante el que Cohen se arrodilló varias veces para rendirle honores. No podré tampoco olvidar las numerosas veces en que el poeta se despojó del sombrero para saludar y para inclinar la cabeza ante el público y la banda, en un alarde de humildad que ya no se ve en estos tiempos sin educación. Mientras las coristas cantaban dos temas, Mr. Cohen permanecía con el sombrero apoyado en el pecho, en señal de respeto. Cuando presentaba a la banda o agradecía su apoyo al equipo técnico e incluso a los conductores de autobús, bajaba la cabeza en señal de reverencia. Dentro de unos días cumplirá 75 años y aún es capaz de llenar un estadio, emocionar a miles de personas y dar brincos cada vez que entra y sale del escenario. En los últimos temas, los de platea nos pusimos en pie y nos acercamos al escenario, a verlo de cerca, a darle calor. Mr. Cohen es un Hombre (con mayúsculas) y lo demostró la otra noche. Su elegancia es indiscutible, también lo son su buen gusto, su talento y su entusiasmo. Su directo es magistral. Repito: magistral. Sirva este artículo de homenaje a mi madre, a la pequeña Lorca y a Leonard Cohen.