sábado, octubre 03, 2009

El precio de la verdad

A Horace McCoy lo publicaron en España en torno a los años 80. Editoriales como Bruguera y Júcar. Sus libros ya no eran fáciles de encontrar, salvo si uno recurría a las librerías de viejo. La Editorial Diagonal rescató hace unos años el que es su texto más famoso: “¿Acaso no matan a los caballos?”, en el que se inspiró Sidney Pollack para una de sus mejores películas, conocida en nuestro país con el título de “Danzad, danzad, malditos”. Tal vez la trama la conozca todo el mundo y no sea necesario contarla, pero en muy resumidas cuentas trataba de un concurso de resistencia en los años 30. La novela indagaba en los extremos a los que pueden llegar los hombres en tiempos de crisis y depresión. Bailar hasta morir, hasta que sólo quedaran unos pocos en pie. Quizá Stephen King se inspirara en ella cuando escribió “La larga marcha”, con el pseudónimo de Richard Bachman.
Horace McCoy es de los que disparaban con bala. Eso se nota en aquel libro. Por eso me alegré, un par de semanas atrás, cuando vi que Akal había reeditado otro de sus textos: “Los sudarios no tienen bolsillos”. Dicho título alude a un momento en el que un colega de Mike Dolan, el protagonista, le dice que se hará rico, aunque sus asuntos bordeen la peligrosidad. Y Dolan responde: “Puede ser, pero los sudarios no tienen bolsillos”. Si la novela mencionada en el primer párrafo conserva su vigencia, dado el tema y los tiempos de crisis económica en los que nos movemos, también sucede eso mismo con este otro libro. En “Los sudarios…”, Mike Dolan trabaja para un periódico que se niega a desvelar los trapos sucios de sus ciudadanos, de sus políticos y de las figuras eminentes que controlan la ciudad. El reportero descubre chanchullos y su máxima ambición es publicarlos. Pero los tiempos han cambiado. Una muestra de esto es el arranque del libro, atención: “Cuando le avisaron por teléfono de que el director quería verlo, Dolan supo que aquello iba a terminar mal. Subió las escaleras pensando que era una vergüenza que ningún periódico tuviera agallas y deseó haber vivido en los días de Dana y Greely, en los que un periódico era un periódico y se llamaba “hijos de puta” a los hijos de puta y al diablo con las consecuencias. Le hubiera encantado ser uno de aquellos reporteros de los viejos tiempos”. Ya dije que McCoy utilizaba la prosa para disparar. A Dolan, entonces, sólo se le ocurre despedirse de su trabajo y poner en pie una revista que destape la corrupción, los escándalos políticos y la violencia de los encapuchados que apalean a los negros (no es el Ku Klux Klan, pero podría serlo). La revista empieza a venderse como pan caliente. Y entonces llegan los problemas. Dolan es un tipo que resulta incómodo para la ciudad. Alguien se lo advierte: si dice la verdad y trata de cambiar las cosas, le crucificarán. Porque al final siempre ganan los poderosos, los que manejan los hilos, los que sobornan, los que ostentan el poder. Ante eso, Dolan sólo puede jugársela a una carta.
“Los sudarios…” no es, a mi juicio, una novela tan buena como “¿Acaso no matan a los caballos?”, y hay un cierto abuso de los diálogos. Pero la lectura de ambas hace que nos preguntemos si, de verdad, los tiempos han cambiado en algunas cosas. En el libro no falta la reflexión sobre las casualidades y el azar. Al principio, el reportero conoce a una mujer porque, una mañana, ella no se detiene a tomarse el café. Dolan siempre se pregunta qué hubiera ocurrido de no haberla conocido. Por supuesto, sus esfuerzos se verán recompensados (spoiler) con un sudario a su medida. Todos los personajes, menos él, saben que le toca una bala en el reparto.