miércoles, noviembre 30, 2005

En el Café Gijón (La Opinión)

Después de años de leer maravillas sobre el Café Gijón por fin tengo una excusa para visitarlo. Un conocido nos envía un correo electrónico, en el que cuenta que un grupo de tertulianos habituales le ha invitado a recitar sus poemas. Yo había pasado por la acera del emblemático local en un par de ocasiones, y visto, a través de sus cristales, a algún maduro actor sentado en un rincón. Así que aprovecho la ocasión y acudo con un amigo, para escuchar la lectura y empaparnos del lugar.
Nos acodamos en la barra, que es demasiado alta, y en la que los bajitos deben de tenerlo crudo para que les vean los camareros. Pido una tónica y luego una caña y, como suele ocurrir en los establecimientos de la ciudad, lo acompañan con algo de picar. En este caso unas banderillas, y después unas gambas. A uno de los veladores está sentado un actor entrañable y clásico, Manuel Alexandre, bigote blanco y sonrisa de buena persona. Hay pequeños grupos alrededor de cada mesa. Me fijo en el puesto de tabaco, junto a la entrada, y en la placa que los asiduos al local le regalaron (exquisito gesto, por otra parte) al cerillero legendario. En la placa pone: “Aquí vendió tabaco y vio pasar la vida Alfonso, cerillero y anarquista. Sus amigos del Café Gijón”. Bebemos unos tragos y miramos alrededor. Suponemos, ya que había un recital, que en breve aparecerá algún grupo ruidoso de poetas y de mirones, y que pondrán un atrio o una mesa más alta, para que todos escuchen. Transcurre una media hora y no hay asomo de recital. Ni una sola voz se eleva por encima de las demás. Entonces me fijo en un par de mesas al fondo, en un rincón. Siete u ocho mujeres y algún hombre están sentados junto al poeta que me envió el correo electrónico. Caemos en la cuenta. Todo depende de cómo se anuncien los eventos. Y esto no tiene nada de evento: se trata de un grupo de amigos que se han juntado para que uno de ellos lea poemas. No es nada público, sólo un acto tan íntimo, tan en petit comité, que nos da apuro acercarnos hasta allí. De manera que seguimos a lo nuestro, codo en barra y bebida en mano.
El Café Gijón es lugar bello, elegante y fino. Por aquí han pasado tantas viejas glorias que lo han convertido, con sus tertulias y conspiraciones, en un santuario para actores y literatos. Pero esas historias es mejor que las cuente algún abuelo cebolleta. Debo decir, aun a riesgo de que me caigan collejas, que una vez visto y frecuentado el café… me embargó un liviano poso de decepción. Si lo despojamos de las leyendas y de los famosos se queda como uno de esos establecimientos para la gente que peina canas, muy elegantes y muy finos, pero aburridos. Los tiempos cambian. Y había oído decir por ahí que el Café Gijón ya no es lo que era. Uno, por otra parte, confiesa que prefiere otro tipo de locales (rozando la categoría de tugurio, si puede ser): garitos más canallas, con menos luz, con camareros que tengan menos de ochenta años, con gente joven en las esquinas, con más humo en el ambiente. Esperaba magia y me encontré una especie de Castillo del Jubilado. Tal vez dentro de un par de décadas me entusiasme el sitio. Pero ahora no es el momento. He estado a punto de buscar en mi biblioteca unas cuantas citas de los maestros que escribieron acerca del Café Gijón, pero me ha entrado la apatía. El hecho de que a otros les haya maravillado no significa que deba doblar el espinazo ante los mismos recodos. No sé, quizá elegí mal día: lunes, ocho de la tarde. Es posible que tenga que volver en ocasión más venturosa, y entonces sienta el aroma de las leyendas y de la literatura flotando en el ambiente. Pero no sería erróneo sospechar que se le ha pasado el arroz al lugar.

martes, noviembre 29, 2005

Recomendación: La trilogía de Nueva York



Paul Auster mezcla la confusión de identidades, las novelas de Chandler y Hammett, el homenaje a Cervantes y a Don Quijote, el clásico del cine negro Retorno al pasado, la locura, Walt Withman, su propia vida, los cuentos de Nathaniel Hawthorne, la búsqueda, la pérdida de uno mismo, la escritura como vida y la muerte y la disolución como viajes al final de un libro, y lo agita todo, añadiéndole esas gotas que configuran su literatura (personajes que se cruzan, metafísica y azar, vidas escritas a mano en misteriosos cuadernos rojos, tramas complejas como telas de araña, obsesiones e historias insólitas).

El resultado es su célebre La trilogía de Nueva York, formada por Ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada. Una vuelta de tuerca al género de novela negra, del que se sirve para teorizar sobre la condición humana y abrir más interrogantes que cerrar respuestas.

Un género en auge (La Opinión)

Un género en auge, el documental, sirve en estos últimos años, principalmente, de mecanismo de denuncia. Otros intereses de los responsables de los documentales es el retrato o biografía de algún personaje célebre (y aquí debemos citar, de nuevo, el “No Direction Home: Bob Dylan”, pero también “El chico que conquistó Hollywood”, análisis de la trayectoria del productor Robert Evans, entre otros ejemplos). Hace unos meses llegó a España “CSA. Estados Confederados de América”, una especie de falso reportaje que partía de la idea de cómo sería Estados Unidos si la Guerra de Secesión la hubieran ganado los estados sureños: o sea, un sistema esclavista.
Pero es la senda apuntada al principio (la denuncia) el ejemplo más claro de cuanto significan hoy los documentales. Michael Moore no lo inventó, pero sí podemos asegurar que a raíz de sus éxitos el género ha cobrado relevancia. ¿Y qué denuncian estos directores? Lo hemos ido adelantando en algunos artículos anteriores: temas espinosos como la venta de armas y los escándalos políticos (“Bowling for Columbine” y “Fahrenheit 9/11”, respectivamente), la pederastia y la pedofilia (“Capturing the Friedmans”), los nocivos efectos en el organismo de la comida basura en general y de McDonalds en particular (“Super Size Me”), el terrorismo etarra (“Trece entre mil”), la moralidad que condenó a la hoguera del descrédito a los responsables de una famosa película porno (“Dentro de Garganta Profunda”), o la situación actual de una África devorada por los monstruos de la globalización y el consumismo de los países ricos (“La pesadilla de Darwin”). Son sólo algunas de las propuestas más brillantes. El propio Moore prepara nuevos cartuchos para disparar con su cámara a la sociedad bienpensante: una segunda parte de “Fahrenheit” y un análisis de los chanchullos de la industria farmacéutica en “Sicko”. El problema de este género es doble: siempre cuenta con escasos seguidores, con una minoría a la que no le importa asistir a vertiginosos montajes que incluyen entrevistas, material de archivo, fotografías, imágenes de viejos telediarios, etcétera; y, además, con el lastre de su pobre distribución. Esta distribución, en España, es pobre porque el público suele dar la espalda a estos documentales. De modo que el seguidor incondicional del género debe arreglárselas como puede: recorriendo salas para minorías en Madrid y Barcelona; frecuentando videoclubs en los que no sólo alquilen lo más comercial, sino también lo raro e independiente; recorriendo la programación nocturna de los canales de televisión de pago; trasteando por la red a la búsqueda de las descargas. No es fácil. Otro problema añadido serían las cortapisas que ponen, a esos directores, las empresas y los magnates criticados en dichas imágenes: así ocurrió con “Super Size Me”, y sucederá el próximo año con “Sicko”, y con cualquiera que se atreva a denunciar a las empresas más poderosas del planeta (propietarias de refrescos, vehículos, marcas de tabaco).
Uno de los documentales más impactantes, ya lo conté en este rincón, es el de Hubert Sauper: “La pesadilla de Darwin”. Todo ciudadano occidental debería verlo. Los habitantes de mi ciudad, esta noche, cuentan con esa ocasión. El Comité Ciudadano Antisida de Zamora, con motivo del Día Mundial del Sida, y entre otros actos para esta semana (cursos de voluntariado, campañas de difusión en los bares, sensibilización en centros educativos, mesas redondas), ha programado para hoy esa pesadilla de Darwin, el escalofriante documento sobre las consecuencias de la introducción de la perca del Nilo en África y sobre la corrupción, la pobreza y el sida.

lunes, noviembre 28, 2005

Estancado (La Opinión)

En algunos momentos la vida parece haberse estancado, como si por algunos lugares, y personas, no pasara el tiempo. Sirva de muestra el supermercado al que acudo una vez a la semana. Al principio iba por la tarde, en viernes o en sábado. Pensé que era un error ir a esas horas y en esos días, cuando la gente ya ha salido de trabajar o realiza sus compras para el fin de semana: las colas ante las cajas son interminables. Así que cambié de táctica: elegí otras horas y otros días. Fue en vano. Aunque entre uno por la mañana, a mediodía, a primera o a última hora de la tarde, aquello está lleno. Siempre suele haber varias colas de blancos, de negros, de hindúes, de chilenos, de gente de todas las edades. Lo único que cambia es el poli de la puerta: a veces es un armario negro y a veces es un armario blanco. En las colas a las que me refiero son frecuentes las disputas entre quienes esperan: “Oiga usted, que iba yo primero”, “Señora, no tenga morro y no se cuele”, y en ese plan. Un día me tocó, detrás, un señor que no hacía más que quejarse a su mujer: que si esto, que si lo otro, que si la cola no avanza, que si esto es un cachondeo, que así no se puede, que la cosa está fatal… Pero adornaba cada frase con varias blasfemias y resoplidos. Un tipo poco paciente.
Otro sitio por el que no parece correr el tiempo es una especie de tienda grande, o supermercado diminuto, regentada por un chino imperturbable, con un rostro serio y seco que viene de la tradición de los actores superduros (Lee Marvin, Charles Bronson, John Wayne). Cuando la gente entra y sale, y le saluda, el tendero sólo suelta algo como “Grrrññ”. Si alguien le pregunta por un determinado artículo él ahorra movimientos y frases de una manera sorprendente: para hablar utiliza las palabras justas y lo dice en voz tan baja que los clientes tienen que repetir la pregunta, creyendo que no ha dicho esta boca es mía; si no es necesario hablar, entonces levanta un brazo y con el dedo índice señala despacio el producto, como los protagonistas de las películas de kung fu de mi infancia indicaban el rincón donde atizarse. Si entro por la mañana, pongamos un lunes o un miércoles o un sábado o un domingo, el chico está allí, taciturno y con expresión de rama de árbol. Si esos mismos días voy a mediodía también está. Igual sucede si voy a media tarde, o cuando se aproxima la medianoche. No sólo albergo la impresión de que la tienda jamás cierra, sino de que el chino es un clon, un robot, un cyborg o algo así. Nadie curra tanto como los orientales. Los tíos aguantan lo que les echen, horas y horas tras el mostrador. ¿Cuánto trabajará este hombre al día? ¿Tal vez quince, dieciséis horas? Multipliquen eso por siete días a la semana. Con razón no tiene ganas de hablar, y procura no salir de la economía de saliva y de acción. Aunque también las causas podrían ser distintas: alguna especie de concentración zen y cosas por el estilo. Lo curioso es que, cada vez que entro allí a comprar algo (y suelo ir a menudo, a buscar un paquete de azúcar, o una caja de bolsas de té, o galletas), el hombre no se ha movido. Y salgo creyendo que vivo instalado para siempre en el mismo día. Por fortuna mis variados planes diarios desmienten esto.
Me recuerda a una extraordinaria película: “Atrapado en el tiempo”, en la que Bill Murray soporta durante todo el metraje vivir un único día, una auténtica pesadilla (el Día de la Marmota, tradición que celebran en un pueblo, y de la que debe informar para el medio en el que trabaja), que para él deviene en un infierno interminable: las mismas personas en la calle, las mismas canciones en la radio, los mismos charcos… Una metáfora, en clave de comedia, de nuestras vidas.

domingo, noviembre 27, 2005

Moonbloom (La Opinión)

Ocurre esto: que uno lee un determinado número de libros al mes. Y ocurre también que hay tres clases de libros, según mi propia escala: los que me decepcionan, los que me entusiasman y los que se alojarán para siempre en algún rinconcito del corazón. Hallar estos últimos es cosa que sucede muy de vez en cuando. Uno lee y lee, y se maravilla. Pero entonces, una tarde, encuentra el hallazgo: ese libro inolvidable, cuyas palabras, más que leerse, se paladean, se sorben, se mascan, se chupan con la lengua, se intentan recordar o se apuntan en un folio.
No tropiezo con muchos libros que me decepcionen: me tengo por lector avisado, y casi toda la basura que se encarama a las listas de superventas, esas tramas de enigmas, aventuras, historia sagrada y tal, me la trae un poco al pairo. Para leer aventura acudo a la aventura, el peligro y la emoción que subyacen en las novelas de Alejandro Dumas, Joseph Conrad, Robert L. Stevenson. Y, en nuestra época y en nuestro país, las aventuras de Arturo Pérez Reverte y Albert Sánchez Piñol (al menos, de éste último, la que conozco: “La piel fría”). Lo demás me parece baratija. Así que, ya digo, es difícil que me equivoque. Sin embargo en los últimos meses me ha decepcionado el “Perro callejero” de Martin Amis. Y eso que su novela “Dinero” se me antoja fascinante. Tras la lectura de ese libro me he empapado con las críticas de los suplementos culturales acerca de esta obra, y en algunas se percibe ese poso de decepción. Que no se me malinterprete: la novela está bien escrita y en sus páginas corroboramos que Amis posee un oído finísimo para personajes al borde del abismo, y para el lenguaje ortopédico y cojo de las nuevas tecnologías (mensajes de móvil, correos electrónicos, chats), que rescata con eficacia. Pero quizá sea el abuso de temas y situaciones rocambolescas lo que despista: violencia, pornografía, periodismo amarillo, monarquía, escándalos, incesto, matones… Uno devora el libro, porque entretiene. Pero al cerrarlo le queda un regusto demasiado amargo, como después de un empacho de comida mejicana, tartas de chocolate y martinis. Los títulos que me han entusiasmado este mes: “Proyecto X”, de Jim Shepard, y “Retorno 201”, de Guillermo Arriaga, y “Manual de caza y pesca para chicas”, de Melissa Bank, y “Los girasoles ciegos”, de Alberto Méndez, y “La trilogía de Nueva York”, de Paul Auster, entre otros.
El chispazo, la revelación, el hallazgo, ha llegado con un libro de autor desconocido y antiguo: Edgard Lewis Wallant. Murió en el sesenta y dos, a los treinta y seis años de edad. Tenía por delante una carrera prometedora como escritor. La novela es “Los inquilinos de Moonbloom”, y la compré tras leer las críticas favorables que en días pasados aparecieron en los periódicos. Lo ha rescatado del olvido, y publicado por vez primera en España, Libros del Asteroide, cuya labor consiste en la recuperación de autores raros, proscritos o descatalogados. Apenas llevo leídas noventa páginas, pero no importa: la prosa de Wallant es magnífica. Narra con la precisión y limpieza propias de los autores norteamericanos. Y cuenta cómo Norman Moonbloom (agente inmobiliario, y el hombre más gris, solitario, cansado y entristecido de Manhattan) debe recorrer los edificios a su cargo para cobrar el alquiler. Asistimos a sus cómicos encuentros con inquilinos a quienes tiene que soportar su repertorio de chistes, quejas, provocaciones, desvaríos. Cada pocas páginas aparecen personajes nuevos, a los que Moonbloom trata de persuadir para que le paguen. Un retrato perfecto del ser humano, de la soledad, de una vida sin esperanzas ni sueños ni horizontes.

sábado, noviembre 26, 2005

En Florida Park (La Opinión)

Consigo invitaciones para acudir a la fiesta de presentación de Calle 20, la nueva revista del diario 20 Minutos, el número uno de los periódicos gratuitos. La revista, de contenidos culturales y muy atractivos, goza de una factura impecable y se regala en establecimientos públicos. La fiesta se celebra en Florida Park, o sea, dentro del Parque del Retiro. Es curioso embarcarse en una celebración nocturna en un edificio que está en medio de un bosque, que a su vez está en medio de una ciudad. Hay algo mágico en la propuesta. Mientras nos extraviamos por el inmenso Parque del Retiro, y tenemos que preguntar a una pareja de policías que hacen ronda, alrededor se oyen susurros, voces y pisadas fuertes: son las criaturas de la noche de esta jungla, a saber, camellos, reprimidos sexuales, mendigos, drogatas y deportistas. Florida Park me trae gratos recuerdos; estuve allí hace cinco años y medio, con motivo de un festejo literario al que me invitaron: la presentación de la editorial De Bolsillo, de Plaza & Janés. Pero los gratos recuerdos no sólo guardan relación con conocer el sitio, distinguir a los famosos y probar los canapés y las bebidas, sino que aquel evento fue la materia de base o la argamasa para cocinar mi primer artículo para este periódico.
Cinco años y medio atrás (fui con un par de amigos) hicimos unas quitadas de boina salvajes: no sabíamos si darle la tarjeta de invitación al fulano de la primera puerta, no sabíamos si era barra libre o si había que abonar las consumiciones, no sabíamos qué hacer ni cómo conducirnos en sociedad. Esta vez, pues repitió visita uno de esos amigos, íbamos avisados. Después de todos estos años el Florida Park ha cambiado, o yo no lo recordaba así: nos hacen pasar a un elegante salón con lámparas y alfombras de lujo y una barra para las bebidas. Avanzamos. La estancia desemboca en una especie de discoteca con bar y gradas, en las que han dispuesto mesas para los canapés y las cervezas, los refrescos y los vinos. Al fondo hay una pista y varias pantallas. Lo asociamos a Ramsés II, aquella discoteca de mi tierra a la que acudíamos en las fiestas del instituto.
Tanto el salón como las barras de bar y la discoteca (salvo la pista, vacía al principio) están llenos de gente. Gente importante. El despliegue, la fiesta que han montado, impresiona. En Madrid puedes convocar a una amplia cantidad de público en eventos literarios y artísticos siempre y cuando haya barra libre y se cene de gorra. Lo he comprobado varias veces. Luego, en la pista, hablan de la publicación. Las personas del fondo no se callan. Hay ejemplares dispersos de dicha revista en cada rincón. El azar cuenta con sus mecanismos de sorpresa: encuentro a un zamorano con el que hacía siglos no me topaba. Su mujer trabaja en la revista. Siempre lo he dicho: en todas partes hay, como mínimo, un zamorano. En este caso somos varios. También veo a mi “jefe” de Literaturas.com, Ignacio Fernández, a quien ya se conoce en el mundillo como Nacho Faroni (Faroni es un personaje de la novela “Juegos de la edad tardía”). Corre esta leyenda por Madrid: si estás en los ambientes literarios, y Faroni no conoce tu nombre, probablemente no existes. Llevo años comprobándolo: te presenta a este, al otro, te dice nombres de editores, poetas, literatos y críticos, te enumera sus premios, recita los títulos de los libros. Conoce a todo el mundo. Esta vez me presenta a la escritora Eugenia Rico, al periodista Peio Hernández y a la directora de Escuela de Escritura Marta Sanuy. Cuando nos vamos de la fiesta la gente, algo excitada por la ebriedad, ya ha invadido la pista para bailar.

viernes, noviembre 25, 2005

En cualquier otro lugar (La Opinión)

Ignoro bajo qué prisma ven los habitantes de Zamora el asunto actual sobre el legado de León Felipe, pero desde fuera, desde los emigrados, la imagen que nos llega es patética. Muy patética. Polémicas, amenazas, acusaciones, denuncias. Mientras la obra del tabarés permanece archivada, criando polvo, arrumbada durante años, el albacea y el concejal de cultura del Ayuntamiento de la ciudad cruzan sus espadas, se emplean en un duelo lamentable. Pero el museo prometido no ve la luz, y el fantasma de León Felipe probablemente se espanta tras contemplar la canallada. Porque dejar en cajas, metidas en un archivo, los manuscritos, las cartas, los objetos personales, etcétera, mientras los años van pasando, sólo puede calificarse de canallada, o de injuria a la memoria del poeta. Ya nos dijeron que los proyectos no cuajan en un día, que estas cosas van despacio, que requieren mucho trabajo y paciencia. De acuerdo. Pero el tiempo corre. Lo último que uno sabe es que pretenden adecuar el edificio de Ramón Álvarez para poner allí el museo, pero hay que esperar entre seis y ocho meses para acondicionarlo (plazo que uno, por cierto, no se cree).
La imagen, insisto, es bochornosa. En cualquier otro lugar del mundo, si me apuran, ya estaría funcionando no sólo el museo de León Felipe, sino también el de Baltasar Lobo; en cualquier otro lugar del mundo estarían obteniendo beneficios, no únicamente económicos, hay otros beneficios necesarios para la ciudad: el prestigio, la oferta turística, la cultura; en cualquier otro lugar del mundo, además de funcionar dicho museo, sus responsables estarían pregonando por varios países que allí existe una colección imprescindible (evitemos la palabra “irrepetible”, tan mal usada en la publicidad actual, que ha abusado de ella hasta el hartazgo, logrando que pierda su sentido), un archivo de objetos que reflejan la vida y circunstancias del poeta, pues la mitad de una biografía consiste en esos objetos que acompañaron a un ser humano, en los cuales se pueden rastrear las huellas y las sombras de cuanto uno fue; en cualquier otro lugar del mundo la población habría salido a la calle a pedir cabezas, harta de retrasos, promesas vacuas, espectáculos deleznables y polémicas pecuniarias. Pero no lo olvidemos: estamos hablando de Zamora, esa ciudad bella y triste, sometida siempre al infortunio, la dejadez y la incompetencia. Incluso en un sitio como El Rastro cualquiera de esos objetos sería oro puro, una auténtica fortuna.
No digo que el albacea esté en lo cierto y las malas condiciones de conservación hayan perjudicado varios documentos, y tampoco digo que el concejal tenga razón y estén en perfecto estado. Lo único que apunto es que desde fuera (y supongo también que desde dentro, aunque pocos hagan algo) la escena que nos ofrecen resulta de un patetismo inaceptable. Mientras tanto, casi todos callan. Tal vez si León Felipe hubiera sido futbolista en vez de poeta las cosas serían muy distintas: habría ya una revolución en las calles de mi ciudad. Esto lleva camino de convertirse, y espero equivocarme, en una vieja canción que ya aburre: que al final un partido de la oposición alcance el poder y que quienes estaban en la poltrona y no resolvieron nada durante años exijan al nuevo gobierno que agilice los trámites y ponga una casa-museo en dos días. En estos casos es conveniente cerrar el artículo con unas palabras del aludido: “(…), quiero preguntar a todos: ¿Qué vale lo que hace un poeta? Porque yo no tengo una cátedra ni una clínica ni un laboratorio; ni recojo ni investigo. Y quiero preguntar en seguida: el dolor y la angustia de un poeta, ¿no valen nada?”

jueves, noviembre 24, 2005

Recomendación: Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez



Alberto Méndez (Madrid, 1941 - 2004) se hizo famoso tras su muerte con este libro de relatos. Los girasoles ciegos ha supuesto una de las sorpresas del año (aunque fue publicado en 2004, ha sido en estos últimos meses cuando se han disparado las ventas y el fervor de los lectores).

Ha recibido el I Premio Setenil de Cuentos, el Premio de la Crítica y el Premio Nacional de Narrativa. Y, desde luego, su lectura no defrauda. Se trata de cuatro relatos, que transcurren respectivamente en 1939, 1940, 1941 y 1942, sobre la posguerra civil, sobre el fracaso de los vencidos y también de los vencedores. Cuatro historias con algunos personajes relacionados entre sí, que pintan el desolador y gris panorama tras la contienda: presos que mienten para posponer su fusilamiento, una pareja aislada en una cabaña y sometida al hambre y a una muerte segura, un maestro religioso con apetito sexual por la madre de uno de sus alumnos, hombres huidos, soldados, madres que buscan a sus hijos... Al final, cada uno de ellos, agarrotado por la derrota, se diluye en la nada, en suicidios y abandonos, en renuncias y fracasos.

A pesar de que algunos lectores estamos cansados del tema de la guerra y la posguerra, Méndez deja un testamento precioso, que se devora de un tirón.

Coldplay en directo (La Opinión)

Estoy otra vez en el Palacio de Deportes de la Comunidad de Madrid, no para ver partidos, pues soy alérgico al deporte, sino para asistir al espectacular directo de Coldplay, sin duda una de las bandas de moda en el mundo. ¿Por qué? Basta escuchar un par de temas y acudir a sus conciertos para saber la respuesta. El grupo es arrebatador. Es una banda que toca, principalmente, canciones más bien “lentas”, pero las convierte en el escenario en puras explosiones de pop rock, luz, vitalidad, ritmo y melodía. Chris Martin (voz, piano, guitarras) contagia al público su entusiasmo: se mueve incansable de aquí para allá, habla casi siempre en español al dirigirse al auditorio, y tan pronto está detrás de una guitarra como acariciando las teclas de un piano con esas manos que sedujeron a su pareja, la actriz Gwyneth Paltrow.
Antes de entrar en el abarrotado Palacio de Deportes, vendidas hace tiempo todas las entradas, observo el despliegue de los alrededores: gente joven esperando para entrar o preguntando si uno tiene localidades para vender, chicas repartiendo publicidad, furgones de policía y ambulancias, numerosos camiones y autobuses de la banda. Nunca había visto tantas personas juntas en un martes laboral. Una vez dentro, así es el azar, encuentro a varios amigos de Zamora: algunos de los chicos del imprescindible Popanrol, de Los Herreros. A ambos lados del escenario hay sendas pantallas, en las que indican varias veces que está prohibido fumar. Como para contradecir esa prohibición todo el mundo se pone a fumar más. Pende por encima del auditorio una inmensa campana de humo. Empieza el concierto. No cabe un alfiler, al menos donde estoy yo, a la izquierda si se mira hacia el escenario. Apenas hay sitio para mover los pies y apesta a sobaco y a canuto, pero la música compensa estos padecimientos. Chris Martin, ataviado de negro, se dirige a nosotros entre canción y canción en un español que probablemente le haya enseñado Gwyneth Paltrow: “¿Todos contentos?”, “Muchísimas gracias”, “Ahora toca bailar”, “¡Joder, gracias!”, “Hasta pronto”... Lo cierto es que en muy pocas ocasiones he visto a un público tan entregado, aplaudiendo, brincando, palmeando, cantando las letras de las canciones. En suma, ofrecen un directo brutal, lleno de nervio, de sorpresas, con una pantalla que enseña algunos planos del grupo e imágenes variadas de letras, animales o personas.
La sorpresa final nos deja helados. Poco antes de que termine el concierto una hilera de guardias de seguridad forma un pasillo, muy cerca de donde estoy situado, es decir, a la izquierda del Palacio. Nos empujan y almacenan como sardinas en lata. Entre ese pasillo y yo hay un par de metros. Nadie lo entiende y algunas personas protestan. Será que va a pasar por allí alguien importante, pienso. Y, durante una de las canciones, oscurecen el escenario. Antes de que lo advirtamos Chris Martin está corriendo por ese pasillo, micrófono en mano, y un tsunami de guardaespaldas como armarios avanzan junto a él, para protegerlo de fans, locos y fieras sexuales. Ahí mismo. A tres metros de donde soporto el calor y la trituración. Sube corriendo por las escaleras que conducen a las gradas, unas escaleras despejadas por los de seguridad, y allí continúa cantando, como si estuviera poseído, enfermo de júbilo, dando alguna mano al público, con una energía y un entusiasmo envidiables, mientras la gente se vuelve loca de emoción. El gesto es suicida y sublime, porque indica que no tiene miedo a nada y que ha bajado a la tierra y le importa la proximidad con sus admiradores. Los gorilas, protegiéndole, sudan lo suyo. Luego regresa al escenario y toca el piano. Chapeau.

miércoles, noviembre 23, 2005

Recital en el Club (La Opinión)

A dos o tres calles de distancia de casa abrieron hace poco el Club Literario, Artístico y Psiconáutico Amargord (sí, acabado en -d: una palabra inventada y hermosa, la suma de Fellini y de la hiel). En realidad la sede ya existía hace tiempo; pero en septiembre la trasladaron de lugar. Es, sin duda, un sitio extraño, curioso: una editorial, una librería, un café o bar, un club para recitales de poesía, monólogos y conciertos. Es todo eso a la vez. Una de las paredes está cubierta de estantes con libros, tarjetas, folletos, revistas. En otra, frente a la puerta y las cristaleras desde las que se ve la calle, hay una pequeña barra, y una escalera hacia lo que supongo los despachos del Club. Predominan los tonos azules y rojos. He pasado por allí algunas veces. Y siempre está Gonzalo Torrente Malvido (hijo de Gonzalo Torrente Ballester), un hombre que parece tener cien años, de melena blanca alborotada, y gafas de gruesos cristales, y andares algo erráticos. Amargord ha publicado su último libro, y también el de Javier Puebla, quien fue finalista del Premio Nadal en el año dos mil cuatro. Quince días atrás acudió Antonio Escohotado a este café, a dar una conferencia titulada “Ciencia, Conciencia y Psiquedélicos”. Lamentablemente no pude ir: un viaje me lo impidió. Me hubiera gustado escuchar a Escohotado: no he probado las drogas, pero sí he probado algunos capítulos de sus libros sobre las mismas.
La otra tarde me acerqué: programaban en Amargord un recital de poesía de Javier Lostalé. Perdonarán mi ignorancia, pero antes de ir no sabía quién era. Así que hice los deberes oportunos: Lostalé ha publicado varios libros de poesía y obtenido varios premios, y es una de las voces de Radio Nacional. Para entrar en materia voy a permitirme copiar, aquí, un fragmento de uno de sus poemas en prosa: “Todos vivimos en la frontera, a un paso de la felicidad y a otro del abandono y el desamparo. Somos unos refugiados sin territorio que estamos pendientes de que alguien nos nombre para sentirnos habitantes de algún lugar. Nos vestimos cada día sin saber cuántos grados de soledad seremos capaces de alcanzar, o si, por el contrario, nos sucederán tantas cosas que hasta nuestra chaqueta se sentirá extraña. Y al arribar la noche no sabremos dónde estamos, cuánto nos queda para llegar a la maravilla o al precipicio”. Entré cuando el recital ya había empezado. He aprendido, en la ciudad madrileña, a no ser puntual en los eventos, pues suelen comenzar media hora tarde. Pedí en la barra un botellín de cerveza y me puse a escuchar. La dicción de Lostalé es espléndida. Se nota que está cultivada en los micros y en los recitales. La pena es que yo estaba tan cansado de trasnochar y de dormir tan poco durante el fin de semana que a veces no conseguía escuchar, ni siquiera entretenerme en algún pensamiento: algunas palabras me atravesaban sin que las pudiese atrapar. Demasiado sueño es mal compañero de la poesía. Al menos para oírla. Cuando terminó el acto algunas personas hicieron preguntas, pero unos minutos después me marché: se me hacía tarde para ir a un recado.
En el entramado de calles del barrio hay múltiples propuestas artísticas: el Club Amargord, la Sala Artépolis, el Centro Cultural, la Escuela de Escritores, la Sala Triángulo, etcétera. Aunque, cuando me muevo por alguno de estos sitios siempre encuentro escaso público, al menos hay distintas ofertas, diversas posibilidades. Constato, una y otra vez, que la poesía, la literatura, el cine independiente, lo raro, son asunto de cuatro locos. Aquí o allá siempre nos citamos los mismos. Son los únicos lugares de la ciudad donde es difícil ver colas a la puerta.

martes, noviembre 22, 2005

Cuento en dos idiomas

La red depara agradables sorpresas, como ésta:
-Encontrarte en la red en castellano
http://www.pnte.cfnavarra.es/publicaciones/pdf/planlectura.pdf




-Encontrarte en la red en euskera http://www.pnte.cfnavarra.es/publicaciones/pdf/planlecturaeusk.pdf


Dylan y Scorsese (La Opinión)

Por fin llega a España el último trabajo de Martin Scorsese: un documental titulado “No Direction Home: Bob Dylan”, sobre los primeros años de trayectoria musical del poeta y cantante. Sólo tipos del calibre artístico de Scorsese podían atreverse con este proyecto. Después de las magistrales “Gangs of New York” y “El aviador”, y de su participación en la serie de documentales “The Blues” (en la que, entre otros, dirigen episodios Clint Eastwood y Win Wenders), nos brinda el autor del clásico “Taxi Driver” un análisis exhaustivo sobre Bob Dylan.
La primera virtud de “No Direction Home” es que, gracias a sus doscientos minutos, que se le hacen cortos a uno, conocemos qué se oculta bajo ese individuo hosco, rebelde y revolucionario que tomó de Dylan Thomas su nombre. Los oídos agradecen escuchar, otra vez, y grabados de legendarias actuaciones en directo, temas como “Mr. Tambourine Man”, “Subterranean Homesick Blues”, “Blowin’ in the Wind” y, en especial, esa versión de “Like a Rolling Stone” en la que un pendejo del público le grita “¡Judas!” y Dylan, guitarra en ristre y con su flema de tío que se la sopla todo, replica “I don’t believe you” (“No te creo”) y “You’re a liar” (“Eres un mentiroso”), y luego ataca los primeros acordes de la canción. Para quitarse el sombrero. Los oídos lo agradecen, decía, porque a uno le sangran de oír tanta basura sonando por los altavoces de tantos pubs de madrugada. Puede que no te guste la voz de Dylan, o las múltiples versiones de cada uno de sus temas, pero nadie puede negar su condición de poeta callejero. Claro que, no le vayas a un gorila de puerta de discoteca diciéndole “¿Cuántos mares tiene que surcar la paloma blanca / antes de que descanse en la arena? / Sí, ¿y cuánto tiempo tienen que volar las balas de cañón / antes de que sean prohibidas para siempre?”; lo más probable es que no lo entienda, te mire perplejo como Homer Simpson cuando se le escapa algo, parpadee y se rasque el cogote.
En las entrevistas de juventud de “No Direction Home” comprueba uno por qué Dylan ha ido forjándose una leyenda negra de hombre desagradable. Las preguntas que los periodistas de pacotilla le hacían eran pura mediocridad: “¿Por qué canta?”, “¿Cree que sabe cantar?”, “Sus canciones, ¿son de protesta?”, y en ese plan. Bob Dylan las despacha, obviamente, con latigazos de inspiración y de genio, y con mala leche, riéndose en sus narices sin poder evitarlo. A preguntas necias, respuestas implacables. Scorsese logra, por otra parte, arrancarle unas cuantas confesiones al poeta. Confesiones en las que, junto a sus “Crónicas” en tres tomos, va abriendo poco a poco el caparazón de hierro en el que se ocultaba. Y logra arrancarle algunas sonrisas; a estas alturas, cuando uno pensaba ya que era de esos hombres que han dejado de sonreír. Se rumorea que Scorsese hará dos documentales más. Sería de agradecer, porque, como apuntaba al principio, los doscientos minutos se pasan muy rápido, y por supuesto no abarcan más allá de finales de los años sesenta. Al terminar de ver la segunda parte, la otra noche, puse la televisión. Quiso la casualidad que Javier Rioyo estuviera entrevistando a Rodrigo Fresán, el escritor argentino que vive en España, de quien envidio su capacidad para leerse toda la literatura norteamericana clásica y contemporánea. Anunció Fresán que le han encargado la traducción al castellano de las “Lyrics” de Dylan. Y soltó una perla: no sólo va a traducir el libro, sino que contará en qué circunstancias se gestó cada canción. Para saber por qué cada persona se comporta como lo hace, hay que escarbar en su pasado. La respuesta está en “No Direction Home”.

lunes, noviembre 21, 2005

Recomendación: Tim Burton por Tim Burton, de Mark Salisbury



Tim Burton por Tim Burton supone un imprescindible acercamiento a las criaturas y el universo del director de Ed Wood. Consiste en una serie de entrevistas a través de las cuales Burton repasa su carrera, desde sus comienzos como dibujante en Walt Disney hasta el estreno de Sleepy Hollow.

Los textos se acompañan de fotografías, dibujos y bocetos del propio director. Además de relatarnos sus impresiones sobre las películas que ha rodado, los proyectos que se frustraron o las obras que considera fallidas, nos desvela de dónde proviene su imaginario y qué clase de filmes, actores y títulos le gustaban (los bichejos de Ray Harryhausen, Halloween, el Frankenstein de James Whale, Vincent Price, Peter Cushing, Cristopher Lee, la Navidad, Jasón y los argonautas, Edgar Allan Poe...)

Reparaciones y estropicios (La Opinión)

Algún obrero, durante las reparaciones del piso, se cargó el teléfono del portero automático. Cuando los amigos o los carteros pulsaban el botón de abajo no se oía el timbre arriba. Hubo que avisar para que volviese algún técnico a arreglarlo. Pero sucede algo curioso con los obreros: muchos de ellos reparan lo que les pides, pero estropean otra cosa. Y es el cuento de nunca acabar. Tras las reformas, pues, dejaron el portero sin sonido. Apareció un tipo para resolver el problema. Destripó el aparato, le metió por aquí y por allá su destornillador, como si lo hiriese de muerte o lo estuviera operando a corazón abierto, ajustó algún tornillo y movió un par de cables. El teléfono funcionaba otra vez. Bien, muy bien. Gracias y todo eso.
Al día siguiente, cuando pulsaron el timbre del portal, el teléfono se descolgó a lo bestia. Se tiró al vacío él solo, igual que un suicida tras pasearse por una cornisa antes de despedirse de la vida. Fui a mirarlo, porque me había dado un susto de muerte. Resulta que el último fulano había resuelto lo del timbre (ahora sonaba), pero dejando el aparato flojo. Las clavijas que ajustaban el aparato a la pared tenían el aspecto de haber sido vapuleadas. De tal modo que, cuando tocaban abajo, arriba el teléfono daba una sacudida y se descolgaba con violencia. Esto suponía un engorro: primero, porque era necesario andar devolviendo el aparato a su sitio; y, segundo, porque no ganaba uno para sustos. Días después, por fin, apareció otro fulano; no era el mismo de la última vez. Sacó el destornillador, estudió el percal, dijo que alucinaba con la chapuza de los anteriores. Y, he olvidado apuntarlo, cada vez que uno nuevo llega para reparar lo que el anterior estropeó (y no me refiero sólo al portero automático, sino también a otros cachivaches domésticos), dice cuatro frases y una de ellas incluye poner a parir al último que le metió mano al aparato. Sueltan: “Yo alucino, esto es la hostia” y “¿Pero cómo han dejado esto así?” y “Madre de Dios: la que han preparado aquí”, etcétera. Acaso no saben, o sí, que al irse habrán dañado otro cable y su sucesor vendrá a hacer las reparaciones oportunas y pronunciará las mismas frases. Pues bien, he aquí lo que ocurrió: cambiaron las clavijas y ajustaron las nuevas a la pared. El teléfono quedaba pegado como una lapa. Pero dejó de funcionar, claro. Dejó de sonar. Elemental. Lo sabes cuando, esperando la llegada de algún amigo, le toca tirar de móvil: “Oye, ¿estás en casa? ¿Por qué no me abres?” Y uno se disculpa. “Pulsa de nuevo el timbre. Pero me huelo que ya no funciona”. Así que aguardo a que el próximo solucione lo del timbre (y, supongo, averíe la sujeción del mismo a la pared).
Si hace poco manifesté aquí mi admiración hacia quienes arreglan, con sus manos y una herramienta, los aparatos que gestionan nuestra comodidad, hora es de admirarse de la manera en que muchos de ellos arreglan un cable y estropean otro. También ocurre con los radiadores. Llega el técnico de turno, se mete a la faena, repara algo. Al día siguiente adviertes que falla otra cosa. Y no, no se trata de una red de timadores. Simplemente, la vida funciona así. La calefacción la han mirado ya, por lo menos, tres veces. “Esto tiene que tirar bien a partir de ahora”, te dicen. Pero no, no tira. La Ley de Murphy, además, hace de las suyas: el único radiador que nunca calienta, venga el técnico que venga, es el del dormitorio. Temo que, cuando por fin algún tipo lo repare y deje de hacer frío en el cuarto, a la vez se cargue el resto de radiadores. Parece una pesadilla, un pasillo sin final, un relato kafkiano.

domingo, noviembre 20, 2005

Distribución (La Opinión)

Una vez a la semana, o así, me acerco hasta alguna que otra librería próxima al edificio en el que vivo. Le echo un vistazo al escaparate, a la mesa de novedades y a algún estante con saldos y libros viejos. Me hace sentirme bien, porque recupero de ese modo el espacio de la librería como tal, entendiendo por esto el local de pocas dimensiones, humilde, acogedor y con un puñado de posibles lectores (casi siempre suelen ser mujeres) merodeando por allí. En esos lugares, además, no existe la fatiga que provoca la gente que va aprisa, ni el agobio del guardia de seguridad que te vigila la espalda y las manos como si fueras un ladrón de bancos equivocado de sitio y no lo que eres: un apasionado lector.
Cuando entro en esa librería, pues, me dedico a escudriñar las novedades, repartiendo mis ojos y mis emociones entre la hilera de títulos y portadas. Y aquí empieza el problema. Uno ve las novedades literarias en las páginas web de las grandes superficies y las grandes cadenas. Les ponen el precio, el día que cada libro salió a la venta, etcétera. Entonces se dirige uno a la librería que le quede más a mano: mejor comprar un libro en un sitio acogedor, casero y cálido que en un almacén con cajeras y guardias. El título que busca no está. Pero es que, aparte de no estar ese título, no hay ninguna novedad. Llegan tarde. Supongo que la culpa es de los distribuidores, que despachan sus pedidos primero a los grandes, y luego se dedican (cuando los grandes están satisfechos) a suministrar a los pequeños. Ese es uno de los grandes problemas. Si uno comprueba en la red que tal o cual libro ya están a la venta y quiere, pongamos por caso, comprar un ejemplar para regalo, y acude al local de su barrio y no lo tienen… Quizá termine yéndose a las grandes superficies a buscarlo, aunque le pese. Pero conseguirá lo que buscaba: tener el libro cuanto antes, listo para el día en que se lo va a obsequiar a alguien.
Tomemos el caso de alguien que, en el día elegido por las editoriales para sus grandes lanzamientos del mes (en muchos casos coinciden: eligen el mismo viernes o el mismo lunes), entra en la librería de su barrio. No encuentra lo que busca. No les han enviado las novedades. Dado que debe comprar otras cosas, termina metiéndose en El Corte Inglés o donde sea. Allí ve las mesas de novedades, repletas. Al final se lleva lo que pretendía. ¿Qué más da? Un libro no cambia, aunque lo compres en un supermercado o en un kiosco. Esos ejemplos son inventados. Lo que me ocurrió a mí fue que salía, en una fecha determinada y anunciada por los medios, un libro que estaba deseando leer. Sufrió un retraso de uno o dos días, y al final lo pedí en una librería cercana. Para no tener que darle siempre mi dinero a los grandes. Más de quince días después ese título aún no ha llegado a la librería madrileña donde lo encargué. Hasta se me pasó el entusiasmo de su lectura. Y tampoco tienen allí la mayoría de novedades que he visto en los escaparates de las cadenas comerciales. ¿Qué ocurre entonces? Que, si uno tiene prisa, termina cediendo a Fnac, o a lo que encuentre. Y, de ese modo, el pez grande se come de nuevo al pez pequeño. Distribuyen con rapidez a los poderosos, a los que ofrecen miles de ejemplares del último Premio Planeta en sus mesas gigantes, a los que ostentan sitio de sobra en sus almacenes y en sus estantes, y dejan a las librerías confortables en la estacada. Es una pena. Especialmente si te urge un título determinado y recién salido de imprenta. Sucede igual con las editoriales modestas: los distribuidores reparten antes, y mejor, los libros de las grandes.

Taberna griega (La Opinión)

En el barrio en el que vivo hay restaurantes de comida exótica, de diversas procedencias: turca, griega, árabe, hindú, senegalesa, etcétera. Mi intención es, poco a poco, ir probándolas todas. Ya conocía los menús de la India y la comida rápida turca, ambos muy sabrosos. Así que fuimos a cenar a un restaurante griego que estaba casi a tiro de piedra de casa. Llegábamos algo tarde y, cuando nos sentamos, todo el mundo abandonó el local. Es un pequeño establecimiento, modesto, pintado de blanco y de azul claro. Más que un restaurante podríamos afirmar que es una especie de taberna griega, con las mesas frente a la barra.
Atendía el negocio y cocinaba el propio dueño. Cuando uno ve comedias del estilo de “Mi gran boda griega”, y se ríe con los cachondos familiares de la protagonista, cree que están exagerando. Pero no. Estos tópicos tienden luego a cumplirse en la vida real. El hombre tenía una tripa descomunal, papada, cabellos grises, bigotazo y mejillas y mentón sin afeitar, con una barba de tres o cuatro días. Y no paraba de reírse. Y no le entendíamos ni jota. Igual que cuando Indiana Jones se mete en algún garito de un país remoto y le sirve un tipo que no deja de echarse carcajadas de amabilidad. Sin embargo, prefiero que me atienda un individuo sonriente al que no comprendo que un individuo con cara de palo al que comprendo todas las palabras. Aquel tío tenía ese aspecto de los señores obesos que no paran de bailar en las bodas con un puro en la boca, en plan Zorba. Nunca había entrado en un griego, así que abrí la carta y señalé los platos que me parecieron, basándome en una norma sencilla: escoger los combinados con más mezcla de sustancias, alimentos y especias. El dueño, de vez en cuando, me decía algunas frases en su idioma risueño y simpático, aunque yo sólo entendía: “Jajaja, griastrafa oosakireferg strujan, jajaja”. A estas alturas habrán adivinado que no soy el hacha de los idiomas, ni me parezco a Tintín ni a James Bond, capaces de salir impunes de cualquier fregado idiomático. Minutos después el griego llegó con algunos platos preparados por él. Uno de los pedidos era ensalada de la casa y, al no verla, dije: “Ejem, perdone… También pedimos ensalada. Esta de aquí”. Zorba señaló uno de los platos, y dentro había un conglomerado que identifiqué como fritanga de torreznos y especias. Él dijo: “Jajaja, griastrafa jroja, eso ensolada, ensolada, jajaja”. Bien, majete, me dije a mí mismo, has vuelto a hacer lo de tu famosa quitada de boina. Sonreí y me disculpé: “Jeje, es que nunca había visto ninguna ensalada de estas y tal”. Pero, aún riéndose, adiviné que su mirada expresaba: “Anda queeee… ya te vale. Marco Polo”. Cada vez que hablaba, yo respondía: “Sí, sí, buenísimo. Muy rico”.
Luego, al tirar de tenedor, descubrimos que todo era un lujo para el paladar. La ensalada era tan exquisita que casi me la llevo para enmarcarla. Entre otros ingredientes incluía tomate, perejil, menta, limón, pan pita frito. Pero habíamos llegado tarde a cenar, y se le notaba al hombre cierta prisa. Zorba puso un codo en la barra, a dos metros de nosotros, y nos miró mientras comíamos. Lo cual me da tanto pudor como si me vieran desnudo por la calle. Pedí un postre. “No, jajaja, no”. Traducción: no queda. Escogí otro postre, con yogur. Recé para oír un “Jajaja, jroña ke jroña, jajaja”. No lo hizo, y trajo unos pasteles diminutos y sabrosos. Ni rastro del yogur: no nos entendíamos. Al probar nosotros el pastel soltó: “Esooo… ah, strujen groñec Siria, jajaja”. Comprendí: eran de Siria. Me cayó bien el tipo y la comida fue deliciosa. Lo malo es que los menús exóticos te dejan el estómago como si hubieras cenado una bala de cañón.

viernes, noviembre 18, 2005

Desde Nueva York (La Opinión)

Se ha definido a sí mismo en su bitácora, titulada “Spleen de Nueva York”: “Julio Valdeón Blanco, hidalgo sin gola, patán despendolado, escritor sin lectores, amigo de los gatos, anémona desposeída del mar y sus metales”. Fue hace un par de años, si las cuentas no me fallan. Acudía yo al salón de actos de la Biblioteca Pública de Zamora, para asistir a la presentación de “La vida invisible”. Juan Manuel de Prada había llevado a un joven escritor, para que disparase las palabras de introducción. Al verlo, pensé: “¿Pero quién demonios es ese tipo? No es de la ciudad” Entonces Julio Valdeón, como hacemos los tímidos en los actos públicos, desenfundó unas cuartillas y nos leyó un texto sobre la novela, un texto plagado de fogonazos de literatura y metáforas explosivas. Uno sabe reconocer el nervio. Y, entonces, el pensamiento me cambió: “Ahí hay un buen escritor. ¿Quién es? ¿Dónde ha estado escondido hasta ahora?” Luego me enteré de que había ganado algún premio y de que su currículum incluía dos novelas publicadas. El asunto era que no lo conocíamos allí, o no sabíamos quién era, por lo de siempre: vivía en Burgos. Ese es uno de los grandes inconvenientes del oficio: hay estupendos escritores repartidos por las ciudades de Castilla y León, pero apenas se conocen entre ellos.
Pasaría algún tiempo desde entonces, y el siguiente encuentro fue en un par de actos del Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, donde él ejercía con habilidad de Coordinador de Literatura. Después perdí su pista: sólo supe que se había despedido del Instituto. Otro escritor de Burgos, Oscar Esquivias, a quien conocí en uno de esos actos, me contó hace unos meses por correo electrónico que Julio Valdeón había emigrado a Nueva York, y en aquella ciudad colonizada de noctámbulos escribía una novela y e iba contando sus aventuras (y desventuras, y anhelos, y desvelos, y pensamientos) en un blog o bitácora. Así que leí las primeras entradas de aquel diario en la red y volvimos a ponernos en contacto.
Pero lo que me interesa señalar aquí no son los pormenores de la amistad, sino la sorpresa que supuso ese diario en la red, del que me he vuelto adicto. En cada entrada o post Julio Valdeón demuestra que es uno de esos hombres a quienes les gusta jugársela en cada frase. Hay peligro y acero en su prosa, hay una pólvora que parece a punto de quemarse y explotar, hay cierta consonancia con la literatura navajera y ardiente de Raúl del Pozo. Pero también se huelen otras influencias: de la música (jazz, folk, rock), de la novela y la poesía, del cine. Una de esas personas con las que a mí me entusiasma conversar: cultura con brazos y piernas y un archivo en la cabeza de títulos, personajes, referencias, nombres, canciones y pasajes sublimes. Estuvo escribiendo una columna en El Mundo de Castilla y León hasta su huida a N.Y. En aquella ciudad, desde la que ha sabido capturar su rara atmósfera de urbe futurista y envejecida, su locura de jungla de cristal, su encanto bohemio, se pega consigo mismo para forjar otra novela. El camino nunca es fácil, y así, ahora, atraviesa una etapa difícil e incierta, según se desprende del diario, y según se nota en sus palabras: quemado tras nadar entre algunos tiburones del mundo literario. Cuando uno lee a escritores que valen, pero son poco conocidos, le asalta esta pesadumbre: la gente está acostumbrada a que los medios señalen a quién debe leerse. Han ensalzado a figuras que escriben como si vomitaran (o peor: como si redactaran), y cuyos libros se encaraman a las listas de más vendidos. Julio Valdeón, mientras tanto, va cocinando su obra en las sombras.

jueves, noviembre 17, 2005

No todos son iguales, no (La Opinión)

Estuve atento, en la “Noche Hache”, a la comparecencia como invitado del presidente del Gobierno de Cantabria, Miguel Ángel Revilla. Admito que no lo conocía: la política, por lo general, suministra cierto cansancio a nuestros ojos por culpa de los mismos, que cuentan las mismas cosas y aburren a las ovejas. Revilla es un tipo campechano, instruido, de verbo fácil, amante de su tierra, al que la frase “Cantabria me pone” ha colocado en el punto de mira de los medios y de los publicistas, tal y como contó en la entrevista del martes por la noche.
Si algo me agradó de este hombre fue el amor que siente por Cantabria, por todo cuanto huela a Cantabria, y su ataque a lo que la mayoría de los políticos cree que es el oficio: una mezcla de boato, suficiencia y superioridad. Dijo, con otras palabras, que lo que importa en una persona que trabaja en la política es hacer llegar su mensaje al pueblo, entenderse con la gente, resolver los problemas de su tierra, batirse el cobre cada día. Y lo que sobra es el resto de la farsa a la que se han acostumbrado: lo de darse empaque, hinchar la cola como un pavo, abusar de guardaespaldas y de coches oficiales y de lujos. La otra noche supimos que es un individuo que sabe (pues le tocó una infancia pobre y olorosa a posguerra) que hoy puedes estar arriba y mañana abajo; que hoy te abrazas con los grandes y mañana tocas tierra con los pequeños. Es, en ese sentido, alguien que no ha levantado los pies del suelo. Puede que su postura y sus modales abiertos y llanos asusten en los fastos oficiales y en las cenas monárquicas, pero es la clase de fulano con la que el pueblo, la gente de la calle, el ciudadano de a pie como usted y como yo, se siente identificado. En lugar de ir por ahí hablando de las virtudes de su partido, pecado propio de numerosos políticos, o aprovechándose de su cargo para darse atracones en los restaurantes y gozar del respaldo de una cuadrilla de esbirros y lamecogotes, va en solitario y en taxi ensalzando su tierra, vendiéndosela a todo el mundo, luchando por ella. Fíjense en la diferencia.
Tipos como estos, aunque se rían los defensores de lo políticamente correcto y del protocolo, son los que necesitamos. Principalmente en Zamora, que es de donde proviene uno. Y me consta que los hay en esa tierra, que existen políticos de ese pelo, más preocupados por la defensa de la tierra que por salir en la foto. Pero, desde luego, no son quienes gobiernan la ciudad. Podía aprender nuestro alcalde de ese hombre cántabro, de sus maneras, de su mensaje, de su proyecto. Porque la imagen que nos llega del edil, pese a sus defensores mediáticos (que nos lo venden como un hombre que está a diario pateándose nuestras derruidas calles y conversando con el pueblo), la imagen que de él y de su séquito trajeado obtenemos los ciudadanos es la de un grupo que se desplaza de aquí para allá en cochazos, que no renuncia a los restaurantes lujosos y a los vinos caros y a cuanto huela a opulencia, que aplaza proyectos una y otra vez, que, en vez de luchar por su provincia, opta en sus comparecencias por atacar al gobierno central de España. Cuando uno los ve en la tele local o lee sus declaraciones en la prensa se cerciora, de nuevo, de que no venden lo que tenemos, sino lo que ellos representan. En lugar de poner medallas a una provincia que deben sacar adelante se las ponen a sí mismos. Y existe una diferencia notable entre defender una ciudad a capa y espada y defender su programa político, entre dedicar sus esfuerzos a trabajar por lo nuestro y dedicar sus esfuerzos a meterse con el contrario. Por suerte quedó claro la otra noche: no todos los políticos son iguales. Pese al tópico.

miércoles, noviembre 16, 2005

Miau (La Opinión)

Antes de escribir unas líneas estuve mirando la lluvia, al otro lado de la ventana. Y entonces reparé en que una de las vecinas del piso de enfrente, una anciana que sale de vez en cuando a otear la calle y a supervisar las plantas de su balcón, posee un gato. Es un gato siamés enorme, bien alimentado, con cara de bueno y de noble. Me trae recuerdos gratos: el primer felino que tuve (perdón: me tuvo él a mí, como demuestran en un anuncio de la televisión) era un siamés delgado y con la cola rota por tres sitios, flexionada siempre en forma de L invertida. Cada vez que me asomo a la ventana o al balcón, y veo un gato, me animo mucho. Cuando la mascota de la anciana aparece, se dedica a olisquear las plantas y el aire.
Semanas atrás, unos metros antes de llegar al portal de casa, un felino blanco y negro paseaba flemático por la calle. Iba despreocupado. Dos o tres días después entré en una copistería. Mientras esperaba a que me atendieran hice lo que suele hacerse en esos casos: escudriñar, por aburrimiento, el tablón de anuncios, donde se ensamblan mensajes en botellas rotas, alquileres de pisos, demandas y ofertas de trabajo y cosas así. Entonces descubrí uno de esos carteles de mascotas desaparecidas. La foto mostraba a una gataza blanca y negra. Dejaban un número de teléfono, y lo apunté en mi móvil. Le asigné de nombre el título del cartel: “Gata perdida”. A su dueña se le había extraviado en el barrio. Y el animal que yo había visto era igual. Se había perdido hacía, más o menos, un mes; con lo cual todo concuerda, me dije: en un mes un gato casero huido, si sobrevive, se vuelve cachazudo y callejero. Pero no volví a encontrármelo y es una pena. Les hubiera dado una alegría: a la gata y a la chica.
El escritor necesita un gato que supervise su trabajo. El mío lo dejé en Zamora, para que no sufriera los inconvenientes del traslado y los cambios de domicilio y de ambiente. Les cuesta adaptarse, aunque al final lo hagan. Cuando regreso a la ciudad el felino se me arrima, me lo pongo de bufanda o se me pone él, alojado en la nuca y en los hombros, con sus uñas de león dominando el paisaje, o sea, yo. El segundo día, más o menos después de comer, me propina algún arañazo. Yo lo entiendo: es su forma de comunicarme que los gatos no se casan con nadie; que me quiere, pero sin mariconadas. Y a mí eso me gusta: es un sentimiento que podemos entender los hombres, pues así las gastamos. En la obra “Defendiendo al cavernícola” lo dicen: los amigos se comprenden en otro lenguaje, entre la comprensión granuja y el insulto gracioso. El tercer día, preparando el equipaje, me mira como diciendo oye, tú, eres un maldito perro, apareces y desapareces cuando te viene en gana. Me hace sentir culpable. Alguna gente quizá no entienda esto que digo, lo de escribir con gato al lado. Es muy sencillo. Tú estás ahí, concentrado, metido en lo tuyo, haciendo malabarismos con palabras que a menudo se caen y se estrellan. El felino aparece. Se sube a las piernas. Se acurruca y dormita. Ronronea. El ronroneo, la compañía cómplice y casi silenciosa, el calor del animal, su bienestar, su golfería de gato arisco, buscavidas y salvaje, facilitan el trabajo. A veces prefiere jugar: se sienta encima del teclado y con su cola y su culo escuálido escribe palabras incomprensibles, o sea, el idioma de lo absurdo. O se interpone entre tú y la pantalla, reclamando atenciones. Y suelta un miau. Más difícil es escribir con bolígrafo: los movimientos de parkingson de la escritura lo vuelven loco, y su juego consiste en atrapar los dedos y morder la herramienta. También supone un respiro y un descanso. Uno ha escrito mucho con perros y gatos dormidos en sus piernas.

martes, noviembre 15, 2005

Recomendación: Manual de caza y pesca para chicas, de Melissa Bank


Melissa Bank, para quien no haya leído anteriormente sus relatos, supone un agradable descubrimiento. Su Manual de caza y pesca para chicas, pese a como su título indica, no es un libro de autoayuda, sino una parodia de tales guías para enganchar pareja.
Son siete relatos que, leídos de un tirón, se convierten en una novela sobre un mismo personaje: una chica que acaba trabajando en una editorial y saliendo con varios hombres, cuyas relaciones siempre terminan mal. En el libro de Francis Ford Coppola, Zoetrope: All-Story, había leído uno de esos cuentos. Me pareció magnífico.
Porque Melissa Bank nos cuenta esas historias que gustan tanto a las mujeres, pero pasándolas por el filtro de la ironía. De ese modo, la autora sabe reírse de y con su personaje, como si fuera una especie de elegante Bridget Jones. Uno se ríe cada pocas líneas. Y le supone a uno adentrarse en algunos de los misterios de las primeras citas: por qué son siempre ellas las que aguardan la llamada del hombre y la invitación, por qué deciden cortar ciertas relaciones, qué buscan en su pareja. Cada observación pesimista e irónica de la protagonista y algunos comentarios con mala leche nos adentran en una lectura divertida.
La publicación de este libro le valió el éxito y el reconocimiento de críticos y lectores.

Pues a mí me gusta (La Opinión)

Aunque los medios de comunicación (principalmente los medios anclados en la derecha, como era de esperar) se han apresurado a darle palos, lo cierto es que la nueva cadena de televisión, Cuatro, cumple con creces su cometido. Y su cometido, me parece, no es otro que ofrecer un canal distinto, y de calidad. Sabrán ustedes que detesto la tele, y que soy incapaz de resistir un minuto frente a la pantalla sin cambiar de canal, salvo, es obvio, que pongan “Los Simpson”, alguna película y poco más. La apuesta de Cuatro a mí me gusta, empezando porque al frente está una fiera de los medios, Iñaki Gabilondo, a quien los populares odian con toda su alma. Reconozco que también me divierto con Eva Hache y con Pablo Carbonell.
Pero, si por algo me convence la propuesta, es porque el canal tiene toda la pinta de haber sido diseñado por gente de mi generación, es decir, la que ronda los treinta años de edad. Y confieso que esa es mi debilidad y que, quizá, a espectadores de sesenta años o más no les guste ni satisfaga sus expectativas. Si lo pensamos bien, reúne todo aquello que atrae a la mayoría de quienes tienen entre veinticinco y treinta y cinco años. En primer lugar, las series de dibujos animados que echábamos de menos desde hace tiempo, esos capítulos con los que crecimos y que han permanecido en nuestra memoria desde entonces: “La pantera rosa” y “Comando G” (y es de suponer que, dentro de unos meses, irán programando otros clásicos del dibujo animado, tales como los primeros episodios de “Spiderman”, y “Ulises 31”, “Mazinger Z”, “Don Quijote” o “Érase una vez el hombre”). A esta programación de dibujos se añaden otras dos series modernas: “Ghost in the shell” y la mordaz “South Park”. En segundo lugar, la reposición de algunas series de los 80 y de los 90 con personajes reales, que entusiasmaron a los de mi generación: “Treinta y tantos”, “Friends”, “Buffy cazavampiros”, “Twin Peaks” y “Melrose Place” (aunque, personalmente, ésta última siempre fui incapaz de soportarla, y me temo que seguiré en mis trece). De “Los Roper” no puedo opinar, pues no recuerdo haberla visto nunca. A esto se añaden otras series prometedoras: “Anatomía de Grey”, “Tan muertos como yo” y “Médium”, con la estupenda actriz Patricia Arquette. Y, también, programas variados, muy enfocados hacia la gente joven. Pero no olvidemos que hay títulos que, a priori, echan para atrás: por ejemplo, eso de “Alerta Cobra” suena a bodrio de tiroteos y mamporreros casposos.
Lo que intento decir es que ya era hora de encender la televisión y no sufrir la tortura de ver siempre lo mismo: los magazines de cotilleo, los insoportables culebrones sudamericanos rodados para las marujonas y los marujones, el típico partido de fútbol, las películas de Manolo Escobar y Carmen Sevilla, los festivales horteras que graban en Benidorm y Marbella con gente como Bertín Osborne y Ana Obregón, los concursos idiotas donde los famosos se ponen a bailar o los concursantes anónimos a darse trompicones, los llamados reality-show donde fulanos sin ganas de trabajar se dedican a rascarse la barriga y a soltar chorradas, etcétera. Ya sé que toda la caspa que encierran los programas y películas de las líneas anteriores gusta mucho a la gente mayor, sobre todo a nuestras abuelas, y que necesitan pasar unos cuantos minutos al día entreteniéndose con esos contenidos, pero parecía como si a quienes estamos entre los veinte y los treinta y pico años nos ignorasen, condenados a atracones de nuevas series españolas y a contenidos supuestamente cultos o intelectuales. Por eso me gusta esa cadena. Lástima que no pongan películas y olviden la literatura.

lunes, noviembre 14, 2005

El servicio (La Opinión)

En una ocasión alguien me dijo que los camareros de Zamora son lentos y despreocupados. Ignoro si es cierto: dependerá del garito y del carácter del tipo. Lo que sí sé es que, en bares de Madrid, me topo con venteros de ambas clases: de buen carácter y de mal carácter. Y creo, por lo que he visto hasta ahora, que abundan los segundos. Gente que igual está de mal humor porque le toca trabajar un huevo de horas, y la paga con el cliente. Por ejemplo, en algunas barras pides un botellín de Shandy, y el camarero casi te mira como si te hubieras escapado del psiquiátrico o del zoo. Luego le explicas lo que es una Shandy: cerveza con limón. Se rasca la cabeza y te dice que tiene algo parecido. Abre la nevera y saca un botellín de Mahou. Le quita el chapete y te sirve. Entonces lo miras y ves que, en la etiqueta, pone en letras grandes “Mahou” y, debajo, “Mixta Shandy: cerveza con limón”. El fulano ni siquiera sabe lo que vende, pero antes te ha regalado un par de miradas, las que se dedicarían a quien pidiera chuletas en una ferretería. En otras ocasiones, tras explicar lo que significa, te hacen la mezcla artesanal, esto es: cerveza de barril y un tercio de Kas Limón.
Estamos en una tasca extremeña, típica, del barrio de La Latina. Entre otras delicias, pueden tomarse unas tapas de parrillada de matanza, un plato exquisito que incluye torreznos, chorizo, costillas, etcétera. El problema está en la mujer de detrás de la barra, una elementa joven, hosca y con el careto de Edward G. Robinson, pero usa prendedores blancos en el pelo. Uno de los amigos que entra conmigo en el bar pide, nada más llegar a la barra y en plan simpático, algo de sangría. Intenta un juego de palabras, de esos que se hacen cuando es domingo a las dos o tres de la tarde y hace buen tiempo. Pero la mujer le responde de muy malas maneras, y añade: “De graciosos estamos todos muy buenos”. Así que pide otra de las personas, por si el problema estuviera en quien pidió antes y no en la camarera. Y lo mismo: es una mujer que, tal vez, lleva horas sirviendo platos de patatas bravas y tirando cañas, y está hasta el gorro. De modo que lo pagamos nosotros. Entonces vemos al camarero, quien, no sabemos por qué, tiene toda la pinta de ser su marido: mucho más mayor que ella, con los cabellos grises y una camiseta sin mangas y los brazos y los hombros al aire, como si en vez de ser hostelero fuera estibador o gimnasta, y las facciones propias de quien está acostumbrado a limpiarse las uñas con una navaja suiza oxidada, y un cuerpo enteco. Luego le preguntamos a la mujer, dado el número de raciones y cañas y vasos de sangría que hemos pedido, si hay mesas libres al fondo de la tasca. Y dice que sí, las hay, pero no para nosotros. Al parecer, el motivo es que no hemos pedido lo que debe pedirse para sentarse en aquellas mesas, a saber: primer plato, segundo plato y postre. No repara en que tenemos en las manos la parrillada de matanza, la ración de torta del casar y demás viandas. Amén de las nueve o diez cañas. Eché en falta, entonces, a otro de mis amigos: uno que, en cuanto se topa con camareros bordes o patosos o malos, les pone las pilas. En eso es un maestro, nadie se le sube a la chepa.
Es el inconveniente de algunos establecimientos de bebida y comida. Parece que le están haciendo el favor de su vida al cliente, sin reparar en que el cliente puede largarse al bar contiguo a ese. Algunos camareros, cuando les has pedido, te miran igual que los pistoleros antes de desenfundar el revólver. Esa es una de las razones por las que uno va eligiendo sus bares favoritos, y se acostumbra a ellos: el servicio es tan importante como la música o el ambiente.

domingo, noviembre 13, 2005

Boina metafórica (La Opinión)

Cuando alguien de provincias, como yo, se mueve por las grandes ciudades y va descubriendo el funcionamiento de todo aquello que desconocía porque en su tierra no existe, y yerra y tropieza, se le adjudica una expresión: “Quitarse la boina”, o, según dicen mis amigos: “Quitada de boina”. Uno, aunque sea poco a poco, se va desenroscando la boina. Pero también descubre, y creo que en uno de sus libros lo decía Ryszard Kapuscinski, que el provincianismo se da en todas partes, especialmente en las grandes ciudades. La diferencia es que, en las metrópolis, sus habitantes piensan que esto no ocurre porque hay rascacielos, metro y calles muy largas.
Pero, volviendo a la boina: jamás me la quitaré cuando vea famosos. Casi todas las celebridades que diviso en la calle están relacionadas con el cine; suelen ser actores. Después veo a escritores, aunque menos. Y, en tercer lugar, a gente que aparece en la televisión, que apenas me interesa. Cada vez que me cruzo con un actor o una actriz, o se me sientan detrás en el cine, me emociono (gana más puntos en el termómetro de mis emociones si es actriz). Después cojo el móvil y escribo un mensaje a algún amigo. No me hago a la idea de estar en la cola de la caja para pagar un libro y que, en la hilera de al lado, esté uno de los fulanos más célebres del momento. O que casi me choque con alguien al doblar una esquina y entonces, al fijarme, repare en que el rostro me es familiar, y advierta que es una actriz. Sin embargo, pese a que uno rehúse quitarse la boina y siga alucinando en cada uno de esos encuentros, conozco personas que viven en esta ciudad desde hace años y también se alteran cuando tropiezan con famosos. Creo que es porque tendemos a idealizar a las celebridades y, cuando las vemos en una tienda, paseando por la calle o tomándose unas tapas en una tasca, nos cuesta admitir que sean personas como nosotros, de carne y hueso, con apetitos y costumbres y necesidades. Estamos hechos, gracias a la cultura audiovisual, a verlas en un pedestal, dentro de las pantallas, en las fotografías de los periódicos, en los reportajes de cotilleo, y supone una sacudida verlas a nuestro lado, en la tierra.
Existe otra clase de gente, no famosa, que a estos encuentros les quita hierro. Y no sólo eso, sino que cuentan la anécdota como si las celebridades fueran ellos, y no los otros. Por eso me choca cuando alguien sale a la palestra y, como quien no quiere la cosa, suelta: “Una vez, tomando copas con Cela, me dijo…”, o “Sí, a veces se lo comento a Harrison Ford. Pero es muy suyo. Harrison es así. Harrison es testarudo y me hace poco caso”, o “Pues estuve charlando con un gran director de Hollywood y dijo que le interesaba mi libro para adaptarlo al cine”. Por supuesto, estos ejemplos me los acabo de inventar, y cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. En esos casos uno los imagina mirándose la cutícula de las uñas, con caída de párpados, como Mortadelo y Filemón cuando se hacen los importantes. Pero funcionamos así. Pocos pregonaban su amistad con el poeta Claudio Rodríguez, hasta que murió. A partir de su muerte, resulta que todo dios ha sido colega de Claudio Rodríguez, que todo el mundo tomaba vinos con él, que cada cual era su confidente, que tenía amigos bajo las piedras y hasta en el infierno. Por mi parte, prefiero continuar con la boina puesta, y a mucha honra. Esta expresión, por cierto, y antes de que se piquen quienes siempre la usan y quienes viven en las aldeas, no tiene nada que ver con los habitantes de los pueblos. No estamos criticando a labradores o pastores, sino un estilo de comportamiento, el de quien vive en provincias y viaja a capitales. Y viceversa.

sábado, noviembre 12, 2005

A ciegas (La Opinión)

Fui a una óptica a elegir unas gafas nuevas y a que me revisaran la graduación. Lo conté aquí: mis viejas lentes estaban tan obsoletas que no se las pondrían ni los vagabundos, además de rayadas y rotas. En la tienda, una vez elegido el modelo, me dijeron que, para comprobarme la salud visual de los ojos, debía renunciar un día y medio a las lentillas. Ponte unas gafas viejas durante ese tiempo, me aconsejaron. Ya, respondí, pero el problema es que sólo tengo unas, y un cristal está roto. Pues no hay otra manera, insistieron: usando lentillas el ojo cambia de forma, y la graduación saldría errónea. Se debe permitir al ojo que vuelva a su posición natural durante esas horas: un día y medio. No había otra salida: o escoges ese camino o te quedas sin prueba de la vista. Y no se pueden llevar puestas las lentillas a todas horas: uno parpadea menos y los ojos se resecan. Acepté.
Un día y medio sin lentillas y sin gafas. Podría decir: ciego total; pero no es así. Quienes padecemos lacras visuales contamos siempre con un consuelo: encontrar a otro que vea peor. Así que se lo cuentas a alguien: tengo en ambos ojos X dioptrías; lo veo crudo. Pero siempre hay otra persona que responde: eso no es nada, yo tengo en cada ojo X dioptrías elevadas al cuadrado. Una vez, hace años, conocí a un tipo de Zamora que me dijo en un bar: “Chico, yo sí que estoy ciego, y por esa razón me libré de la mili: veo menos que un muerto bocabajo”. Una sentencia que jamás olvidaré. Mal de muchos, consuelo de tontos. Sin poder ponerme las lentes de contacto, y con un cristal roto, he estado, pues, indefenso. Al salir a la calle me sentía como si estuviera dentro de una película de fantasmas: ya saben, cuando el protagonista empieza a ver gente muerta, pero al principio intuye figuras borrosas, sin definir. Me topé con una persona y la reconocí por la voz. Reconocer a los humanos por la voz fue lo que hizo mi perro Trinitario en sus últimos años de gloria por el mundo: estaba cegato perdido, así que se guiaba por el olfato y el oído y en la calle me reconocía sólo si lo llamaba. Pero nosotros nos las apañamos peor que los animales. Antes de poner un pie en el exterior comencé (soy muy fantasioso) a imaginarme toda una serie de desventuras copiadas de la serie de dibujos animados Mister Magoo. También pude imaginarme en la piel chiquita de Rompetechos, pero los errores de éste último consistían, más bien, en charlar con los maniquíes, con los percheros de pie y con las farolas, creyendo que eran señoras, tenderos y guardias urbanos. Yo imaginé una serie de traspiés, caídas, pasos en falso y tropezones dignos de la comedia absurda. Sobre todo teniendo en cuenta cómo está Madrid: repleta de zanjas, vallas, agujeros y trincheras.
Por fortuna, no ocurrió nada de eso. Caminaba despacio y examinando cada figura neblinosa a mi alrededor. De camino a la óptica, para no acabar chocando con la gente con prisa del metro, me puse las gafas sin un cristal. No me preocupaba que pensasen que era un chalado, cosas peores se han visto. Pero tuve un doble problema: al abrir los dos ojos me mareaba; si cerraba uno, como Popeye, veía fatal, veía la mitad. Y ahí me tienen: caminando por la calle Preciados, ora despojándome de las gafas, ora poniéndomelas con un ojo cerrado, o con los dos ojos abiertos y a punto de marearme. Qué figura, oigan, qué bochorno: una mezcla de Mister Magoo y de Popeye, pero más joven, menos fuerte y con chupa de cuero. Para colmo, una vez realizadas las pruebas pertinentes me dieron una factura de escalofrío. Cuanto más ciego eres, más pagas. Sale carísimo tener mala salud, y buena, y hasta palmar.

viernes, noviembre 11, 2005

Recomendación: Retorno 201, de Guillermo Arriaga


El mundo literario de Guillermo Arriaga es desgarrador, sórdido, violento, áspero. Sabe al mismo tiempo y a hiel y a flores. Nos hace un nudo en la garganta y, a la vez, recibimos un beso dulce en los labios. Él fue el tipo corajudo que escribió los guiones de Amores perros y 21 gramos, y las (aún por estrenar) Los tres entierros de Melquíades Estrada y Babel.
Retorno 201, publicado en Páginas de Espuma, es un compendio de catorce relatos con un denominador común: las historias suceden a lo largo de la calle Retorno, en México. Al igual que, en esos guiones llevados al cine, encontramos aquí personajes al límite, casi todos devorados por la enfermedad y/o la pasión. Sus criaturas, tanto cinematográficas como literarias, acaban enfermando o sufriendo brutales accidentes: son ciegos, o tienen cáncer, o pierden miembros de su cuerpo, o pierden a quien más querían, o planean venganzas atroces.
No hay un respiro en estos cuentos, y sí mucho oficio y mucho dolor, como si el autor celebrara a través de la literatura la crudeza de vivir y la insoportable enfermedad del ser.
Arriaga estará en España para presentar su libro el 22 de noviembre.

Consumo y residuos (La Opinión)

En la televisión ponen un reportaje, en el que interviene el gran Pablo Carbonell, sobre la ruta de la basura. Los basureros que la recogen en esos camiones tras los que tienen que correr, los cartoneros y los traperos que rebuscan para llevarse el material que luego venderán, los tipos que se alimentan de los desperdicios. Siempre que hablan de las papeleras y de los contenedores y de los vertederos, y de cómo alrededor de cada bolsa de detritus que arrojamos a la calle surgen manadas de hombres y animales que aprovechan hasta la última gota, se estremece uno. Antes de cerrar cada bolsa de basura, uno la mira con asco por encima. Pero de nuestros desperdicios comen y viven muchas personas. Cuando por error, o por empanada mental, descubrimos que hemos tirado algo necesario (una nota donde habíamos apuntado a mano algunos teléfonos o direcciones, una factura extraída de su sobre, un periódico de cuyas páginas queríamos recortar alguna noticia) al cubo, es una tarea horrible escarbar dentro, revolver con cuidado y mirada atenta entre nuestros residuos, mancharnos las manos, oler la mixtura de restos de comida, ceniza, tamo y latas de conserva. Casi nos dan ganas de vomitar. Y eso que se trata de nuestra basura… Imaginen lo que supone esta visión, esta búsqueda, para quienes viven de los contenedores.
Nuestra sociedad genera cada día más montañas de desperdicios. Esto proviene de nuestra fiebre consumista. Todos, en mayor o menor medida, contamos con esa flaqueza: la del consumidor que entra al supermercado, o a un almacén, o a cualquier otro comercio grande, a comprar un artículo, y sale con varias bolsas y la espalda rota de cargar, y la cartera temblando. Puede que no esté en lo cierto, pero me huelo que esa locura por consumir sin tregua sólo se da en los hipermercados y grandes superficies. No es raro meterse en una zapatería (me refiero a ciudades más pequeñas, más discretas), en una tienda de ultramarinos, en una papelería, y oírle comentar al vendedor aquello de: “Mal está la cosa: no vendemos nada”. Hemos alcanzado un punto en el que creemos que la calidad sólo está allí donde hay más abundancia, más oferta. Supongo que saben a lo que me refiero: si un comprador tiene que salir a por una lata de anchoas para prepararse una pizza en casa, y va a la pequeña tienda de la esquina, en su barrio, saldrá con la lata y, si acaso, algún otro artículo. Si entra, por el contrario, a buscar esa lata en un supermercado, los ojos se le vuelven locos con las ofertas, las cantidades industriales, el jaleo de gente comprando y comprando a lo bestia. Además, tendemos a pensar: “Bien, ya que me toca soportar una cola de quince minutos antes de llegar a la caja, voy a comprar más cosas”. Yo mismo he pecado en esto. En la tienda coges lo imprescindible. Del supermercado te llevas todo lo que puedes. Y no sólo ocurre con los alimentos. Entra un fulano a elegir un jersey porque se acercan los meses de invierno y sale vestido al completo, con todo el ajuar: zapatos, pantalones, bufanda, calcetines, e incluso guantes aunque nunca los use.
En el edificio de Fnac, esa trampa fatal para nuestros ahorros, no es raro observar a hombres que salen con una tonelada de discos, películas, libros y cómics en las manos, hasta el punto de que caminan hacia las cajeras y no les vemos el rostro: los artículos, subidos unos encima de otros, les tapan el torso, el cuello y la cara. La cadena funciona mal: compramos demasiado en las grandes superficies, y los pequeños tenderos corren el riesgo de acabar cerrando y echándose a la calle para acompañar a los vagabundos y alimentarse, también, de nuestros desperdicios.

jueves, noviembre 10, 2005

Gafas (La Opinión)

Pasa el tiempo y uno, a veces, no advierte que los objetos envejecen demasiado. Cuando algo deja de funcionar repasamos los años que lleva con nosotros: cinco, diez, quince. Al ordenador, cuya jubilación veo próxima, le han seguido las gafas de miope que utilizo en casa. Mientras escribo estas líneas las miro, colocadas encima de la mesa, y compruebo que son unas gafas tan usadas, tan molidas, que ni un pobre se las pondría. Hoy, además, los vagabundos y los parados son de otra clase, pues muchos no tienen ni para un bocadillo, pero llevan móvil al cinto.
Mis gafas han sobrevivido a todo: caídas, rozaduras, golpes, manipulación manual. Hace años que no me atrevo a salir con ellas a la calle, ni siquiera para ir a buscar el periódico al quiosco de la esquina: la pintura negra de la montura metálica se ha ido descascarillando por el uso, de modo que luce algunos tramos oscuros y otros dorados; el recubrimiento de plástico de una de las patillas también me abandonó meses atrás, harto de que lo mordiera; los cristales ya era imposible mantenerlos limpios, ni siquiera sometiéndolos a una dieta de jabón de manos y agua fría; esos cristales estaban rayados y envejecidos. La última vez que en la óptica me examinaron de la vista, el encargado aconsejó que siguiera usando la antigua graduación de los cristales en casa, para hacer trabajar un poco a los ojos, y que saliese a la calle con lentillas. Por eso dichos cristales acumulaban años. Se me han caído cientos de veces al suelo y nunca les ocurrió nada. Pero la otra mañana se cayeron y un cristal se partió. En cuanto al modelo, la montura, lleva encima de mi nariz y alrededor de mis ojos desde que yo tenía, por lo menos, quince o dieciséis años. Han cumplido con creces su misión, su cometido. Lo cierto es que algunas personas tenemos la manía de sacar a nuestros objetos todo el jugo posible, hasta que dicen: se acabó. En los últimos tiempos no me daba apuro ponérmelas por ahí porque estuvieran gastadas y hechas cisco, sino porque el modelo es de los años ochenta. Está tan pasado de moda que me alegro de que se hayan roto, y así no tengo excusa para no comprarme otras. En aquellos tiempos las gafas de montura fina para jóvenes y adolescentes eran más grandes de lo que se usan ahora, más redondas, más ochenteras. En una palabra: horribles.
Las gafas identifican a algunas personas. Tanto, que a menudo un hombre es las gafas que acostumbra a utilizar (aunque a veces cambie de montura). Pienso en las gafas de Woody Allen, en las de John Lennon, en las del cartel de “Lolita”, en las de Elton John, en las de Francisco Umbral, en las de Miguel de Unamuno. Si fallece una persona que usaba lentes, las gafas se convierten en un símbolo de su permanencia en nuestro recuerdo. Más que su nariz o su pelo, las gafas simbolizan lo que fueron y lo que parecían. Cuando a mí me las recetaron suponían una lacra: el tío de las gafas siempre era el empollón, el feo, el raro. Por eso, antes de pasarme a las lentillas, las usaba poco por la calle, ganándome a cambio la enemistad de amigos y conocidos, que me saludaban por Santa Clara sin que fuese capaz de verlos o, viéndolos, sin reconocerlos, y por tanto no saludándolos o saludando vagamente. Ahora las gafas son sinónimo de elegancia, de distinción. Están de moda. Una vez me contaron de un tipo madrileño que, en las noches de farra, usaba gafas con cristales no graduados sólo para darse porte de intelectual y guaperas. Y, al parecer, el invento funcionaba. Con las gafas puestas tuvo más éxito en sus lances amatorios. Sus amigos terminaron llamándolas “gafas de fornicar”, pero con otro verbo que suena peor.

miércoles, noviembre 09, 2005

Vender lo nuestro (La Opinión)

Suele ocurrir: cuando hablas con alguien que nació y vive en otra tierra distinta de la tuya hay una cortesía en ambos interlocutores, consistente en comentar la riqueza cultural o la gastronomía de la ciudad o del pueblo del otro. Si charlas con alguien que es, por ejemplo, de Asturias, repasas cuanto sabes de Asturias y le cuentas que te entusiasman Gijón y Oviedo, hablas de la sidra, del queso, de las playas, de ese clima de misterio que envuelve sus montañas, etcétera. Él, por su parte, hará lo mismo: te dirá lo que sabe o lo que cree saber de tu provincia, te preguntará por las costumbres y las fiestas, estará interesado en lo que allí ocurre, aunque sea pasajeramente.
Según mi experiencia, cuando a uno le preguntan por su lugar de origen y responde que es de Zamora, pasa lo mismo que con Teruel. Si nos hablan de Teruel, todos tenemos en la manga dos clases de respuesta: “Ah, sí, Teruel, la de los amantes…” y “¿Teruel? ¿Pero Teruel existe?” Y que no se ofendan quienes en esa tierra nacieron: esto significa que los chistes siempre van por delante de las ciudades y que algunas ciudades tendrán que luchar toda la vida para hacerse un hueco en el país, ese es su sino. Con Zamora sucede tres cuartos de lo mismo (al menos, repito, según mi experiencia). Si en una conversación alguien pregunta de dónde eres, y lo dices, suelen comentar dos cosas: “Zamora… Zamora no se ganó en una hora” y “Sí, hombre, Zamora, sí, sí… La del Jueves Santo, la de la procesión de los borrachos, ¿no?” Como en el caso de Teruel, esto es triste, pero cierto. No entran en esta categoría, por supuesto, quienes tienen la costumbre de viajar, de hacer turismo, de ir de ciudad en ciudad empapándose de sus tradiciones, de su gastronomía, de su oferta. Esos no: al contrario, probablemente sepan más de nuestra provincia que nosotros mismos. También cuando uno conversa con gente de fuera sale a flote otra evidencia: conocen más las riquezas y virtudes de Sanabria o de Benavente, o incluso de pequeños pueblos, que las ofrecidas en la propia ciudad. La otra tarde conversábamos en un café con una sevillana. Cuando nos preguntó de dónde éramos, dijimos el nombre de la ciudad, y su respuesta (que ya temía) fue: “Ah, sí, sí… La procesión de los borrachos, el Jueves Santo” (lo dijo comiéndose la mitad de las letras, claro).
Ya ven: sale uno por ahí y, de nuestra noble tierra, sólo hemos conseguido que se aprendan que en la ciudad hay una procesión de madrugada cuyos congregantes y espectadores poseen fama de borrachines. Eso suele ser todo: ni románico, ni la belleza del río a su paso bajo los puentes, ni zamoranos famosos, ni Puerta de la Traición, ni nada de nada. La culpa, por supuesto, no es de ellos, sino nuestra. No hemos sabido vender otra cosa, aparte de Semana Santa: y está muy bien, no seré yo quien lo niegue. Pero no basta. Puede que la ciudad sea pionera en muchos proyectos, pero lo que viaja fuera no pasa de las caperuzas, las almendras garrapiñadas y los desfiles. Esa fama etílica del Jueves Santo sí, vende mucho, pero dura sólo un día, y ni eso: apenas una noche. Luego está el caso de quienes viajan hasta allí un fin de semana que esté fuera de las fechas de Pasión: regresan encantados. Satisfechos del paisaje, de la comida y el vino, de la gente, del sosiego, de los bares típicos, de las bodegas, de la imagen de La Catedral, del río repleto de espuma, del tapeo, de la belleza general de la ciudad. Pero, para salir encantados, primero deben enterarse y venir: y no sabemos vender cuanto tenemos. Es una lástima, habiendo tanto para ofrecer.

martes, noviembre 08, 2005

Recomendación: Esto parece el paraíso, de John Cheever



Emecé prosigue su labor de recuperación de la obra de John Cheever, uno de los más grandes escritores norteamericanos. Para el próximo año publicarán, en un único volumen, todos los cuentos de Cheever, de los que tuvimos un adelanto con su antología La geometría del amor.

Esto parece el paraíso es una novela corta, pero profunda. La última que escribió el maestro. En ella, un hombre viejo se obstina en dos luchas diferentes, que le rejuvenecen: el amor de una mujer más joven que él y la batalla por una laguna contaminada por mafiosos de medio pelo. Aunque, personalmente, prefiero los cuentos de Cheever antes que sus novelas, Esto parece el paraíso no decepciona. Sólo las primeras líneas sobrecogen al lector con un estremecimiento de placer: "Ésta es una historia para leer en la cama, en una casa antigua, una noche de lluvia".

Oasis (La Opinión)

Oasis, uno de los grupos británicos de pop más famosos del mundo, tocó el sábado por la noche. Tenía entradas desde hace meses, así que fui a verlos al Palacio de los Deportes de Madrid. El edificio en cuestión tiene pinta, por dentro, de decorado propio de una película de terror: techos bajos, paredes grises, un laberinto de pasillos, decoración nula. Aquello era un verdadero lío: nadie sabía muy bien por dónde acceder al pabellón, nadie encontraba el camino, todo el mundo estaba confuso. Antes de atravesar la primera puerta de la calle, el tipo que miraba las entradas me pidió que me desabrochara la cazadora de cuero. Supongo que lo hacen para comprobar si llevas cámaras o litronas. Recuerdo que, cuando fui a ver cantar a Bob Dylan en Alcalá de Henares, tras el cacheo inicial me entró complejo de delincuente.
En la prensa no se ponen de acuerdo: hay quien dice que asistieron unas ocho mil personas, y hay quien asegura que había más de diez mil espectadores. Lo único que tengo claro es que no llenaron el Palacio. El sábado por la tarde aún se podían comprar entradas en la página web oficial de la banda. Los teloneros fueron los componentes de The Coral, pero no fui a escucharlos, llegué unos minutos antes de que Oasis apareciese. Si uno se traga completo el trámite propio de un directo acaba molido: la espera antes de que abran las puertas, la cola kilométrica, el grupo que actúa de telonero, etcétera. Por allí, entre la muchedumbre, había unos cuantos fans ingleses, tipos de más de treinta años con talla de coloso, dueños de cogotes amplísimos, de esos capaces de beber y beber cerveza hasta que se acaban todos los barriles del chiringuito. Sus paisanos debían aparecer sobre el escenario a las diez de la noche. Uno nunca espera que los famosos sean puntuales, pero Oasis lo fue: a las diez en punto salían a tocar, precedidos por las notas instrumentales de esa canción suya que sale en “Snatch”. Lo que uno olvidó es que la puntualidad británica suele ser infalible. Liam Gallagher iba ataviado con una elegante chaqueta entallada, y unas gafas de sol que no le vimos quitarse en todo el espectáculo. Lo que sucede con este cantante es curioso: se le idolatra por su voz y su manera de cantar, y se le odia por sus declaraciones y su fama de paleto inglés. En aquellos temas en los que cantaba su hermano Noel Gallagher, el solista abandonaba el escenario y los aplausos eran más feroces: no porque se fuera, sino porque Noel es más apreciado o al menos esa es la impresión que el público dio. También influye el hecho de que Liam se mueve por el escenario con andares algo chulescos, como si nos perdonara la vida. A mí me gustó, sin embargo, esa actitud entre provocadora y refinada. Algo tendrá este tipo, porque se ligó a Patsy Kensit.
Reconozco que un par de temas me pusieron la carne de gallina, pero, en general, el concierto no pasó de la corrección. En las críticas de los periódicos hablan de esta actuación y de la de Barcelona como aburridas y sin sorpresas. Estoy de acuerdo en la segunda, no así en la primera. Una hora y media después Oasis se despedía del público: para mí gusto es una duración algo tacaña. Se espera de una banda que toque un mínimo de dos horas, especialmente si cobran un riñón por la entrada. El lunes, leyendo en la prensa las críticas al respecto, descubrí que el batería, Zak Starkey, es hijo de Ringo Starr. No lo sabía: me gusta el grupo y disfruto con sus canciones, pero no tanto como para tenerlo entre mis favoritos. Cuando terminó el concierto, a las once y media de la noche, noté las piernas entumecidas. Regresé a casa en metro, con una buena ración de pop en la cabeza.

lunes, noviembre 07, 2005

Vientos de agua (La Opinión)

El jueves, por la tarde y por la noche, estuvieron rodando una secuencia en la calle en la que vivo. Me dice mi madre que no hable tanto del barrio en el que me muevo, pero es que aquí hay tanto material de escritura, y tan rico, que supone una veta de oro para quienes escribimos: simplemente con asomarme a la ventana o dar un paseo topo cada día con docenas de historias distintas. Pero continuemos: hace semanas que, andando por el barrio, veo equipos de rodaje, técnicos y extras, vallas y cableado. Sin embargo, hasta aquella tarde de jueves no supe qué rodaban, ni quien dirigía el cotarro, ni si los actores eran famosos o no. Al parecer se trata de una serie de televisión, a estrenar a principios del próximo año. No es una serie cualquiera: la dirige Juan José Campanella, director, entre otras, de “El niño que gritó puta” y “El hijo de la novia”. El reparto es contundente: Héctor y su hijo Ernesto Alterio, Eduardo Blanco, Joan Dalmau y las guapísimas Angie Cepeda, Marta Etura y Silvia Abascal. Los Alterio interpretan al mismo personaje, en su juventud y en su vejez: un hombre que emigra de Asturias y se va a Argentina. Años después su hijo viaja a España y se establece en Madrid, donde contacta con otros inmigrantes en su misma situación.
Al hijo que se establece en nuestro país y busca trabajo lo interpreta el siempre eficaz Eduardo Blanco. Lo recordarán por sus papeles de amigo y consejero de Ricardo Darín en “El mismo amor, la misma lluvia”, “El hijo de la novia” y “Luna de Avellaneda”. Es ese tipo alto y divertido que sabe pasar de la comedia al drama en un segundo, con tan sólo un par de visajes del rostro. Sus interpretaciones, al menos las que uno ha visto, están repletas de optimismo. Él y Darín, otro gran actor, suelen tener bastante química en la pantalla. La secuencia que observé tenía de protagonista a Eduardo Blanco. En el cine y en la televisión, no descubro nada nuevo, el equipo puede estar horas y horas inmerso en la resolución de un par de planos. Pasé varias veces por la calle: primero, en torno a las siete y pico, a hacer un recado; después, al regresar unos minutos más tarde; cerca de las ocho me fui al cine y los técnicos seguían allí; al volver, alrededor de las diez y media de la noche, continuaban en el mismo sitio. Cuando en Zamora rodaron, en los ochenta, “Los paraísos perdidos”, aprendí lo largos y tediosos que son los rodajes. Fui a ver a Alfredo Landa y a Charo López haciendo una escena en la esquina de La Farola y terminé aburrido de ver las repeticiones. Por eso, ahora, me conformo con ver dos veces el rodaje de la escena, y luego me voy.
Eduardo Blanco está sentado en la acera y la cámara enfoca su rostro y lo que hay al fondo. Esa es la primera escena que observo. La segunda es cuando su personaje camina calle abajo. Los extras (una señora, un hombre, una chica) se cruzan en su ruta y pasan alrededor de él. La cámara le sigue. Entra en una tienda de la esquina, y aquí algo me choca: se trata de esa tienda, regentada por un africano simpático, de la que hablé hace tiempo, y que se llama Hermano o Mi Hermano, o algo así, pero advierto que han disfrazado al comercio. Han puesto a un matrimonio de chinos tras el mostrador y han cambiado el letrero de la fachada, en el que leemos Xin Jiang. Así es el cine, capaz de maravillas y engaños. Entre las personas que rodean al actor entre plano y plano busco al director. Suele ser fácil: es el señor que grita “Acción” y “Corten”. Tiene barba y su cara me suena. El problema es que, cuando asistí a esa parte de la filmación, aún no sabía qué estaban rodando. Al llegar a casa lo busco en internet. El señor de barba era Campanella, uno de los mejores directores de Argentina.