En algunos momentos la vida parece haberse estancado, como si por algunos lugares, y personas, no pasara el tiempo. Sirva de muestra el supermercado al que acudo una vez a la semana. Al principio iba por la tarde, en viernes o en sábado. Pensé que era un error ir a esas horas y en esos días, cuando la gente ya ha salido de trabajar o realiza sus compras para el fin de semana: las colas ante las cajas son interminables. Así que cambié de táctica: elegí otras horas y otros días. Fue en vano. Aunque entre uno por la mañana, a mediodía, a primera o a última hora de la tarde, aquello está lleno. Siempre suele haber varias colas de blancos, de negros, de hindúes, de chilenos, de gente de todas las edades. Lo único que cambia es el poli de la puerta: a veces es un armario negro y a veces es un armario blanco. En las colas a las que me refiero son frecuentes las disputas entre quienes esperan: “Oiga usted, que iba yo primero”, “Señora, no tenga morro y no se cuele”, y en ese plan. Un día me tocó, detrás, un señor que no hacía más que quejarse a su mujer: que si esto, que si lo otro, que si la cola no avanza, que si esto es un cachondeo, que así no se puede, que la cosa está fatal… Pero adornaba cada frase con varias blasfemias y resoplidos. Un tipo poco paciente.
Otro sitio por el que no parece correr el tiempo es una especie de tienda grande, o supermercado diminuto, regentada por un chino imperturbable, con un rostro serio y seco que viene de la tradición de los actores superduros (Lee Marvin, Charles Bronson, John Wayne). Cuando la gente entra y sale, y le saluda, el tendero sólo suelta algo como “Grrrññ”. Si alguien le pregunta por un determinado artículo él ahorra movimientos y frases de una manera sorprendente: para hablar utiliza las palabras justas y lo dice en voz tan baja que los clientes tienen que repetir la pregunta, creyendo que no ha dicho esta boca es mía; si no es necesario hablar, entonces levanta un brazo y con el dedo índice señala despacio el producto, como los protagonistas de las películas de kung fu de mi infancia indicaban el rincón donde atizarse. Si entro por la mañana, pongamos un lunes o un miércoles o un sábado o un domingo, el chico está allí, taciturno y con expresión de rama de árbol. Si esos mismos días voy a mediodía también está. Igual sucede si voy a media tarde, o cuando se aproxima la medianoche. No sólo albergo la impresión de que la tienda jamás cierra, sino de que el chino es un clon, un robot, un cyborg o algo así. Nadie curra tanto como los orientales. Los tíos aguantan lo que les echen, horas y horas tras el mostrador. ¿Cuánto trabajará este hombre al día? ¿Tal vez quince, dieciséis horas? Multipliquen eso por siete días a la semana. Con razón no tiene ganas de hablar, y procura no salir de la economía de saliva y de acción. Aunque también las causas podrían ser distintas: alguna especie de concentración zen y cosas por el estilo. Lo curioso es que, cada vez que entro allí a comprar algo (y suelo ir a menudo, a buscar un paquete de azúcar, o una caja de bolsas de té, o galletas), el hombre no se ha movido. Y salgo creyendo que vivo instalado para siempre en el mismo día. Por fortuna mis variados planes diarios desmienten esto.
Otro sitio por el que no parece correr el tiempo es una especie de tienda grande, o supermercado diminuto, regentada por un chino imperturbable, con un rostro serio y seco que viene de la tradición de los actores superduros (Lee Marvin, Charles Bronson, John Wayne). Cuando la gente entra y sale, y le saluda, el tendero sólo suelta algo como “Grrrññ”. Si alguien le pregunta por un determinado artículo él ahorra movimientos y frases de una manera sorprendente: para hablar utiliza las palabras justas y lo dice en voz tan baja que los clientes tienen que repetir la pregunta, creyendo que no ha dicho esta boca es mía; si no es necesario hablar, entonces levanta un brazo y con el dedo índice señala despacio el producto, como los protagonistas de las películas de kung fu de mi infancia indicaban el rincón donde atizarse. Si entro por la mañana, pongamos un lunes o un miércoles o un sábado o un domingo, el chico está allí, taciturno y con expresión de rama de árbol. Si esos mismos días voy a mediodía también está. Igual sucede si voy a media tarde, o cuando se aproxima la medianoche. No sólo albergo la impresión de que la tienda jamás cierra, sino de que el chino es un clon, un robot, un cyborg o algo así. Nadie curra tanto como los orientales. Los tíos aguantan lo que les echen, horas y horas tras el mostrador. ¿Cuánto trabajará este hombre al día? ¿Tal vez quince, dieciséis horas? Multipliquen eso por siete días a la semana. Con razón no tiene ganas de hablar, y procura no salir de la economía de saliva y de acción. Aunque también las causas podrían ser distintas: alguna especie de concentración zen y cosas por el estilo. Lo curioso es que, cada vez que entro allí a comprar algo (y suelo ir a menudo, a buscar un paquete de azúcar, o una caja de bolsas de té, o galletas), el hombre no se ha movido. Y salgo creyendo que vivo instalado para siempre en el mismo día. Por fortuna mis variados planes diarios desmienten esto.
Me recuerda a una extraordinaria película: “Atrapado en el tiempo”, en la que Bill Murray soporta durante todo el metraje vivir un único día, una auténtica pesadilla (el Día de la Marmota, tradición que celebran en un pueblo, y de la que debe informar para el medio en el que trabaja), que para él deviene en un infierno interminable: las mismas personas en la calle, las mismas canciones en la radio, los mismos charcos… Una metáfora, en clave de comedia, de nuestras vidas.