martes, enero 31, 2006

Recomendación: Mini Letras



Curiosa colección: libritos de unas sesenta páginas, que, más que otra cosa, constituyen una guía de autores. Recogen una selección de cuentos, o de artículos, o de ambos.

Su gran virtud (además del precio: dos euros) es que, si te gustan los textos de los escritores, no dudarás en buscar los originales.

De momento me he comprado, como dije en un artículo anterior, los de Julio Llamazares, Arturo Pérez-Reverte y Javier Marías. También hay títulos de Antonio Muñoz Molina, Elvira Lindo o Juan José Millás.

Demasiada protección (La Opinión)

Cuando sacamos latas de refresco de una máquina solemos observar primero la superficie del bote, justo en torno a la lengüeta que hay que levantar para beber. En muchos casos, esa superficie ha acumulado una capa de polvo y suciedad. En otros, si una de las latas próximas ha reventado, también se nota una mancha pegajosa. Pero no pasa nada. Uno coge el extremo inferior de la camiseta y limpia la superficie, o le quita el polvo con un dedo, o, si es muy finolis, saca un pañuelo y lo deja como los chorros del oro. Y luego bebe a morro, que para eso son las latas. Y tan rico.
Pero el otro día vi en televisión a un individuo, de cuyo invento daban cuenta en una noticia. Era uno de esos hombres que, seguramente, no duermen pensando en chorradas, y le dan vueltas a la cabeza para solucionarlas, como si arreglaran el mundo. Sospecho que se hará rico. ¿Qué inventó? Una tapa de plástico, similar a las que cubren y protegen los envases de los flanes, adaptada para las latas de refresco y las cervezas. El tipo enseñaba el funcionamiento a las cámaras. No es muy complicado, ya se harán cargo. Sacas la cerveza de la máquina que la dispensa, retiras la tapa y compruebas que, gracias a ella, no hay polvo, ni suciedad, ni una mancha. Y te pones a chupar del frasco. Esa era la noticia: un tío que ha inventado una tapa que impide la acumulación de roña en los botes. Luego contaban que el invento era esencial porque, al parecer, cuando pegas los labios a la lata, y aunque le hayas pasado por encima la camiseta, el dedo o el pañuelo, te tragas microbios como para alicatar tres cuartos de baño.
Pues a mí estas cosas me exasperan. No tengo nada contra los inventores, ni creo que el precio de los botes suba demasiado cuando esa lámina de protección empiecen a aplicarla en nuestro país, ni nada por el estilo. Lo que me dio ciertas náuseas es esa obsesión contemporánea por proteger al hombre de los supuestos males y amenazas contenidos en los alimentos, los objetos, el aire. Nuestros nietos acabarán saliendo a la calle en burbujas de plástico, para evitar incluso que los toque el agua fresca de la lluvia o les caiga encima un copo de nieve, que igual enferman, oiga. A los críos de hoy se les intenta apartar de todo aquello que les pueda perjudicar el cutis, pero que, para nuestros antepasados, supuso su aprendizaje, la manera de convertirse en hombres duros, la escuela de la vida. Ahora les prohíben jugar con objetos que puedan tragarse, escuchar un taco en la tele, ver un seno al bies en una película, acudir a los funerales de sus parientes, tocar y probar todo cuanto tenga un mínimo riesgo de contagio. Llegará el día en que no les dejen ir a la playa a bañarse, por temor a que vean las tetas que se doran al sol. He oído a padres quejarse de la rigurosa disciplina a la que algunos pediatras quieren someter a los críos. Se les protege tanto que, de aquí a unos años, no serán fuertes, sino incapaces de sobrevivir al frío, a la lluvia, al aire. Habrá chavales que, por primera vez en su vida, quieran desobedecer y beban de una Fanta sin su tapa de plástico, y caigan fulminados porque se les posó en la lengua un microbio que su organismo desconocía. Pero, de siempre, ¿quiénes son lo más fuertes, los que sobreviven y duran cien años? Según me consta, quienes menos precauciones han tomado: esos curtidos abuelos de pueblo, que desayunan aguardiente y sopas de ajo, que soportan largas jornadas de curre a la intemperie, con las uñas surtidas de una roña que no les mata cuando las clavan en la loncha de jamón serrano de la merienda y se la comen, que fuman Ducados desde niños, que soportan las heladas, la suciedad, los madrugones y la mierda del asno sin pestañear.

lunes, enero 30, 2006

Marinero de secano (La Opinión)

Entré, para tomar una caña y algún condumio, en una de esas cafeterías madrileñas que llevan en pie varios siglos. Céntricas, amplias, olorosas a tortilla, a café y a asientos de cuero, con una clientela fija, por cuya barra desfila una recua de camareros ya talluditos, que se afeitaron por primera vez el bozo muchos años antes de que naciesen mis padres; suelen ser camareros a la antigua usanza, bien uniformados, con el cabello peinado hacia atrás, pajarita roja y camisa blanca, y es posible que un bigote ralo que no oculta la falta de algún colmillo. Suelen decir: “Buenas tardes, ¿qué desea el caballero?” y “¿Alguna cosita para picar?”, con excesiva formalidad y educación. Tienen la suerte de que una de esas empresas americanas, que se comen el mercado en medio mundo, no haya comprado el garito; porque, de lo contrario, una de dos: o los echaban a la calle para reclutar mozos, o les obligaban a calzarse la gorrita típica, a lo yanqui. Ya saben: esa gorra que a los pobres currantes de algunos grandes almacenes y de los restaurantes de fast food de este país les obligan a ponerse si quieren servir pizzas, hamburguesas y perritos calientes. Y a esos trabajadores, muy jóvenes, no les hace ninguna gracia que les encasqueten el gorro con visera, entre otras cosas porque en España nos gusta escoger cuándo nos tapamos la berza y cuándo no.
Sentados en un taburete de esos que van fijados al suelo, y pesan una tonelada, pedimos un par de cañas con limón y una tapa de añadidura. Al lado había una señora merendando un sándwich, que despachaba con cuchillo y tenedor; ella sola, bien a gusto y con finura. Al poco se sentó a su diestra (pero ella se fue en seguida), a la barra, uno de esos tipos peculiares cuyas biografías a uno le encantaría conocer. Un individuo casi invisible, de tan enteco, chupado de carnes y de rostro. Tan veterano como los camareros, o más. Provisto de gafas, de una perilla frondosa y de arrugas que le adelgazaban aún más los pómulos. Llevaba una gorra de marinero, de color azul oscuro y visera corta. El vivo retrato del Capitán Haddock, o, mejor: su sombra. Un marinero en tierra. Uno de esos hombres que necesitan cada pocos minutos el agua salada, pero no para zambullirse dentro, sino para navegar sobre ella, pues, por lo general, a los pescadores y marinos les encanta el mar o la mar, pero no por los baños. Pidió una taza de café y un plato de churros, y allá que estuvo, embaulando churros a las nueve de la noche, con una sonrisa de pícaro y de marinero en tierra.
No es raro ver a tipos solitarios sentarse a la barra de una cafetería a tomar su chocolate con churros, aunque parece una actividad más propia para realizar en familia, o al menos en pareja. En otro tiempo, en mi ciudad, los observaba a las siete de la mañana de algunos domingos: de chaval, cuando iba en contadas ocasiones de caza y, al alba, nos abrigábamos las manos y la garganta con un chocolate caliente antes de partir; y, años después, cuando tomé el papel de golfo que se acuesta de día, a esa hora en que la gente respetable ya ha comprado el periódico y sacado al perro de paseo. Tampoco es raro toparse con esta especie de marineros de secano, ya de vuelta de todo, acaso añorando el mar o la mar, y sus rutinas aventureras a bordo de los pesqueros y las chalupas. Pero sorprende verlos así, alejados de las costas, en lugares en los que los imagino sintiendo esa claustrofobia típica de quienes echan en falta mirar hacia un horizonte salado. Siempre que los encuentro, pienso en los peces que, aún vivos, sacan fuera del agua, y que se van asfixiando con lentitud y agonía.

domingo, enero 29, 2006

Despilfarro de ilusión (La Opinión)

Según datos del Instituto Nacional de Estadística: en los últimos diez años la universidad española ha perdido, al menos, cien mil alumnos. No me extraña. Y no sólo por el aumento del fracaso escolar. También, creo yo, porque las cosas han cambiado. Hoy una gran parte de los licenciados va de cabeza al paro, y luego a gastarse los cuartos en currículos y en sobres y sellos, y unos años después terminan metidos en empleos que maldita la relación que tienen con cuanto estudiaron. El abogado se convierte en mozo de pizzería, el periodista se mete a funcionario, el físico acaba montando una tienda de ropa, el historiador se presenta a los exámenes para policía. En ese plan. No hay trabajo para todos y, además, impera la especialización. A los chavales, que salen tan contentos con su título bajo el brazo (es una manera de hablar, porque ya sabemos que el título cuesta un riñón y tardan siglos en servírtelo desde que apoquinas), ¿qué les espera? Ofertas de trabajo en las que las empresas les piden, como requisitos indispensables para ir a la entrevista, dos o tres años de experiencia en otra empresa, vehículo propio y carnet de conducir, redacción perfecta, manejo de veinte programas informáticos, un mínimo de tres idiomas, conocimientos de publicidad y marketing… Requieren a un tipo con la experiencia de un anciano, pero que sea joven, emprendedor, dinámico y con acné. Al final el muchacho, tras perder el tiempo en trabajos temporales y mal pagados, decide pasar de todo y meterse a otro oficio, el que sea. No todos corren la misma mala suerte, desde luego.
Con esos mimbres, y el bajo nivel de los programas de estudio en las escuelas, no me extraña que descienda el número de universitarios. Por otra parte, y aunque en las empresas se exija especialización, múltiples conocimientos y experiencia de unos cuantos años, tampoco en las universidades enseñan demasiado. Quiero decir que se entretienen con muermos y zarandajas. Y no lo digo yo, lo dice el director de la Cátedra Unesco, Francisco Michavila: “El sistema universitario español despilfarra la ilusión de los estudiantes”. Y señala, como uno de los problemas, el excesivo empeño en las enseñanzas teóricas en detrimento de las prácticas, menos baratas que las primeras. En ese aspecto, incluso puedo hablar por experiencia; un ejemplo: algunos profesores se obstinaban en obligarnos a leer los libros más peñazo de la profesión, tochos intragables y soporíferos, cuya prosa de cemento espantaba a los muertos. Nosotros, por supuesto, no los leíamos, y nos conformábamos con echar un ojo a la sinopsis, leer el prólogo y el final e inventar el resto en unas redacciones donde jugaba su baza la fantasía. Pero la jugada no le salió tan rana al profesor de turno: no leyendo los libros, aprendíamos a ensamblar en esos trabajos la paja, los hechos y la imaginación. Tres requisitos con los que hay que contar en el periodismo, y añadirles gramática, para que críen juntos y den piezas sólidas (y, si no, léanse “A sangre fría”).
Michavila insiste en que deben fomentarse las prácticas, el trabajo en equipo, las tutorías, etcétera. Sostiene que, durante el periodo universitario, “los jóvenes se domestican y se orientan de acuerdo con los intereses de los profesores”. No miento si digo que a mí no me enseñaron mucho. Las grandes lecturas con las que me formé tuve que buscarlas por mi cuenta: comprando y leyendo periódicos, visitando librerías de viejo, recorriendo las bibliotecas. Pocos nos enseñaron de verdad, pocos nos hicieron ejercitar la habilidad mental. Pero esos pocos lo hicieron bien, a fe. Al fin y al cabo la universidad es, hoy, un negocio como otro cualquiera.

sábado, enero 28, 2006

Un par de novelas gráficas (La Opinión)

David Fincher, director de “Seven”, “The game” y “El club de la lucha”, prepara la adaptación de una novela gráfica titulada en España “Torso. El descuartizador de Cleveland”. Es probable que la película tarde en estrenarse un año, o así. Pero investigo acerca de dicha novela gráfica, o cómic en un único volumen de tapa dura: el título me es familiar. Al ver la portada española lo recuerdo: lo he visto en una librería de saldos. Sus autores son Brian Michael Bendis y Marc Andreyko. “Torso” cuenta las investigaciones de Eliot Ness para atrapar a un asesino en serie. Voy a esa librería de saldos, en la que dedican una parte del local a los tebeos, en busca de un ejemplar. Lo quiero leer porque la historia y los dibujos (negros, misteriosos) me atraen, y no sólo porque Fincher lo incluya en sus próximos proyectos.
También quiero comprarlo antes de que la demanda crezca. Cuando anuncian la adaptación de alguna de estas historietas gráficas se obtienen dos situaciones: durante el rodaje se agotan todos los ejemplares; después, cuando se aproxima la fecha de estreno, se reedita, y es posible que los editores suban el precio, le coloquen otra portada o una pegatina, y cambien el formato. “V de Vendetta”, de Alan Moore, es uno de los últimos casos: lo compré mientras rodaban la adaptación; ahora lo han reeditado con un tamaño de lápida y cuesta más caro. Suelo guiarme, en cuanto a los cómics, por su conversión en películas. A este respecto, “V de Vendetta” es una maravilla: sus páginas poseen algo de papel atrapamoscas, pues, en cuanto uno posa los ojos sobre ellas, ya no puede soltar el tomo. Busco, pues, este “Torso”. Repaso con la mirada tantos cómics, tebeos, novelas gráficas, libros sobre dibujantes y biografías varias, que se me nubla la vista. Abro algunos volúmenes, miro las viñetas y el trazado de los dibujos. Suelo buscar historias sórdidas, sucias, sangrientas, raras, no aptas para menores, con argumentos y personajes propios de novela negra. Me duele que el cómic esté tan devaluado en ciertos círculos culturales. La mitad de los que hoy venden encierran mayor calidad que muchas de esas novelas-con-misterio-templario que se encaraman a la cima de las listas de best-sellers. Aparte de llevarme esta obra de Bendis, compro tres libritos de Javier Marías, Arturo Pérez-Reverte y Julio Llamazares. Los denomino “libritos” porque ésa es su naturaleza: una nueva colección (Mini Letras) que recoge selecciones de relatos o de artículos de distintos autores. Los cojo porque, con el tiempo, estos tomos serán una rareza. Pese a su precio (dos euros), me molesta de dichos cuadernillos, de unas sesenta páginas, su tipo de letra: demasiado grande, indicada para ancianos y cegatos.
Al salir de allí, decido ir a una de las grandes librerías, de varios pisos y guardianes en las puertas, con la intención de escudriñar las mesas de novedades. A los diez segundos de poner el pie en el local pasa lo de siempre: uno de los guardias de seguridad se me pega al culo. Es una de las razones por las cuales detesto estas librerías, aunque compre en ellas. No les basta con colocar en las puertas los detectores, que pitan si uno se larga sin pagar: además, ponen a hombres-perro que custodian los anaqueles y desconfían de uno. Es posible que el hombre que está a un palmo de mí, observándome mientras hojeo los ejemplares, no haya leído nunca un libro. Por eso pensará que todos los lectores visten gabardina, peinan canas y requieren gafas. En cuanto avistan a alguien más o menos joven, con el pelo crecido y chupa de cuero, lo olfatean. Por eso no puedo estudiar el volumen a mi antojo, leer con calma el argumento y las páginas iniciales. Por eso no puedo concentrarme.

viernes, enero 27, 2006

A veces quebrantan el sosiego (La Opinión)

Zamora vuelve a alzarse sobre sus murallas y, así, otra de sus noticias recorre los informativos nacionales. Noticia de una tragedia, por supuesto. Sólo de ese modo podemos ser célebres, estar en boca de todos o, al menos, de unos cuantos. Los materiales de los que se compone dicha noticia contienen palabras que suelen sentirse confortables en las páginas de sucesos: disparos, sangre, ajuste de cuentas, etnia gitana, drogas, extranjero, negro, huida. Provienen de las informaciones oficiales, pero también de los rumores. Son palabras muy acostumbradas a pasearse por las crónicas húmedas de sangre. La noticia ya la conocen: dos tiros en la cabeza de un chico gitano, de veintitantos años, que iba a buscar a su familia a una hamburguesería. En pleno centro de la ciudad, a media tarde (las agujas del reloj, dicen, ya pasaban de las ocho), a unos metros del edificio donde viví hace años.
Sin embargo, lo que suele preocuparnos en estos casos es la posibilidad de haber estado allí un minuto antes, o de haber presenciado los hechos. De pensar que pudimos ser testigos. Y la sospecha de que, con el cuerpo cerca del suceso, se escapara hacia nosotros una bala, o que jamás nos repusiéramos del shock propio de toparnos con un delito de sangre, al observar en directo y sin tapujos un tiro a quemarropa. Uno de mis amigos acababa de pasar dos minutos antes por el lugar de los hechos. Incluso oyó los tiros desde su casa. La gente que merendaba en la hamburguesería confundió las detonaciones con el ruido de los petardos. En navidades esto ocurre continuamente: las noches de fiesta las atraviesan los chavales con sus estampidos de pólvora barata, y a veces no sabemos si el estruendo proviene de un petardo, de un revólver o de una bomba. Cualquier día veremos a los niños poniendo cartuchos de dinamita para demostrar su júbilo navideño. Estas noticias, aquí se ha dicho ya, nos obligan a retroceder en el tiempo, a sopesar posibilidades. ¿Qué hubiese ocurrido si hubiera pasado por allí dos minutos después? ¿Me crucé con el autor de los balazos? ¿Cambia mi estimación del escenario tras lo ocurrido?
La gente se sobrecoge y tiene miedo. Porque el tiroteo a bocajarro no sucedió en barrios marginales o apartados, lejos de la clase media y alta; no sucedió en Las Llamas, ni en El Rabiche, ni en alguno de los bosques de la periferia, ni en un garito de mala muerte. Ocurrió en la calle que separa un parque céntrico, el de La Marina, y dos establecimientos muy visitados: un videoclub y una hamburguesería. Durante unos días habrá perjuicio para sus dueños, pues los clientes atemorizados se impiden a sí mismos volver a esos escenarios. Pero, con suerte, el miedo se calmará: está escrito que los tiroteos y otras tragedias pueden ocurrir en cualquier lugar, a cualquier hora del día, en el momento más inesperado. De lo contrario no serían disparos entre bandas y entre justicieros, sino tiro al plato. La ciudad, con su pálpito sosegado, con su ritmo de otro tiempo (de un tiempo antiguo, en el que no caben las prisas), con su bienestar de provincia donde se vive bien, tiene no obstante, y de vez en cuando, estos arranques de violencia: homicidios, robos, maltratos conyugales, asesinatos, violaciones, abusos sexuales, cuchilladas, peleas a la puerta de las discotecas, tiroteos en los clubes de alterne. Como en todas partes, como en todos los lugares donde conviven los hombres. Pero en Zamora, templada y apacible, estas tragedias suenan más alto, precisamente por su condición de ciudad donde, a priori, nada ocurre.

jueves, enero 26, 2006

Aislados (La Opinión)

Cuentan que un hombre murió en uno de los trenes del metro de Brooklyn. Iba sentado, como cualquier otro pasajero. Sufrió un ataque al corazón y se fue al otro barrio. La noticia no es que aquel ciudadano muriese, sino que estuvo siete horas en el vagón sin que nadie advirtiera que estaba muerto. Los otros viajeros pensaron que estaba dormido. Uno va en el metro, y observa a personas con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el cristal que hay a su espalda, y siempre piensa que están agotadas de sueño y de cansancio, que sólo han bajado los párpados unos minutos, para reponerse un poco entre parada y parada. Da repeluzno saber que puedes viajar en el metro (o en el autobús, o en el tren) y que el fulano sentado a tu derecha sea un cadáver fresco, al que aún no le han salido las larvas.
En “Collateral”, aquella magistral obra de Michael Mann, contaban una historia similar. El protagonista, un asesino de pelo cano llamado Vincent (Tom Cruise) advertía al conductor de un taxi, Max (Jaime Foxx), sobre los peligros de la gran ciudad. Decía que, en Los Ángeles, habitan diecisiete millones de personas, siendo la quinta economía más grande del mundo, pero nadie conoce a nadie; y que había leído sobre un tipo que falleció en el metro, sentado en su vagón, y viajó por los subterráneos de la ciudad durante seis horas, hasta que alguien se dio cuenta de que era un fiambre. Anécdota que, posteriormente, tendrá su importancia en el relato. Sea real o inventada la historia que referían en esa película, lo cierto es que no se diferencia demasiado de la noticia que han recogido los medios. Pero no debemos olvidar que las ciudades están surtidas de leyendas urbanas. Dos o tres años atrás corrió una anécdota sobre un trabajador de una empresa de publicidad de Nueva York. Un lunes, a primera hora de la jornada laboral, estaba en su oficina, que compartía con otros veinte empleados. Sufrió un paro cardiaco y se quedó en el sitio. Era el primero en entrar en la oficina y el último en abandonarla (ya saben: la clase de tipo consagrado a su trabajo, que no admite otra clase de vida). Y, el sábado, los encargados de la limpieza comprobaron que estaba tieso. La autopsia reveló que llevaba muerto cinco días. Bien. Pues esta historia, según se descubrió poco después, era falsa. No existía la empresa de publicidad, y tampoco existía el hombre: la empresa había sido inventada y, el apellido del tipo, tomado del listín de teléfonos. Una leyenda urbana, de esas que corren al galope por la red y nos asustan o nos escandalizan hasta que alguien las desmiente. Igual que los reportajes que urdió Stephen Glass en The New Republic: al final descubrieron sus mentiras. Glass sí existió, pero sus reportajes eran un compendio de invenciones, trampas y datos erróneos (como los de Jayson Blair para The New York Times).
La primera historia, la que no pertenece al cine, ni a las trolas periodísticas, ni a las leyendas urbanas maquinadas para ser colgadas en internet, sí parece cierta. Y todas, verdaderas o falsas, ponen en tela de juicio la soledad, el aislamiento, la frialdad de las grandes ciudades, donde a veces no hay demasiada diferencia entre los vivos y los muertos. No es uno el primero que se pregunta, cuando ve en los soportales, en las esquinas o en los bancos de las calles, a individuos tirados y envueltos en harapos, si éstos respiran o no. El caso es que ninguno nos atrevemos a destapar la solución, a resolver el enigma. En una ciudad pequeña dudo que esta frialdad, este aislamiento, esta desconfianza, se diera. Y menos aún en un pueblo, donde todos se conocen, y cualquier paso que uno da lo saben hasta las gallinas del corral.

miércoles, enero 25, 2006

Santa Clara (La Opinión)

Según parece, uno de los asuntos que más están dando de qué hablar en Zamora es el inicio de las obras de Santa Clara. No es para menos, si atendemos al hecho de que dicha calle peatonal es, como apunta con cierta sorna un amigo mío, nuestra Gran Vía, aunque modesta y de andar por casa. Santa Clara, nos guste o no, es importante para la ciudad. Por allí se va de compras, y a pegar la hebra, y a que el domingo te vean lo guapo que te has puesto, con tu traje o con tu vestido, estrenados para la ocasión. Por Santa Clara acabamos yendo todos, aunque sea de paso, aunque sea para hacer negocios, para caminar un poco, para ir al banco o para escuchar las melodías de los músicos callejeros. Por Santa Clara, oiga, mire usted, paseó incluso ese dictador con voz de pito que soportaron los españoles durante tantos años. Rescato ahora la foto de esos espléndidos volúmenes de “Historia de Zamora”, que cualquier oriundo de la ciudad debería tener en los estantes de su biblioteca: se le ve alegre, marcial, tripudo y con boina. Fue en el cuarenta y tres. Estoy convencido de que algún nostálgico del Régimen tiene copia de la imagen en su casa, enmarcada y con velas.
Pero a lo que íbamos: Santa Clara. El problema, según se desprende del periódico, reside en si las obras de reurbanización (que los operarios acaban de empezar allí) estarán terminadas para Semana Santa. Supongo que alguna gente, contraria a esas fechas, celebraría que así fuese, que las obras no finalizaran a tiempo y tuviesen que modificar los itinerarios. Grave error. Y, si esto ocurre, a más de uno se le va a caer el pelo. Sospecho que el alcalde y sus muchachos andarán preocupados, pensando que, en las semanas previas a esos días, igual hasta tienen que ponerse el casco y arrimar el hombro. Apuntaba que es un grave error aplaudir la prórroga de las obras, en caso de que se diera. Porque la Semana Santa también es como Santa Clara: le guste o no, amigo, es necesaria. Necesaria por tradición, por cultura, por reputación, por aumento del turismo y del comercio. No decimos que la Pasión no se celebre si llega el Viernes de Dolores y aún hay polvo, máquinas y socavones en la calle. Pero no es lo mismo, dado que algunos de los mejores desfiles (y de los más populares) circulan por Santa Clara. Y en absoluto nos imaginamos esa arteria de la ciudad sin que el personal pueda pasar por ella en los días de fiesta de la Pasión. ¿Dónde meteremos, entonces, a tantos turistas que salen a darse un garbeo?
Huele a alarma, y no es para menos. Si durante esos diez días se amputa la calle más transitada, lucrativa y famosa de la capital, entonces se restringen o se cambian los itinerarios, disminuyen las ventas, se invierten las costumbres, y nos vamos al garete. Y es lo que le faltaba a Zamora: que incluso la Semana Santa ya no se celebrara en condiciones. Que, incluso en eso, saliésemos perdiendo. Porque repito: le guste o no, es necesaria. Igual que esa calle. También lo son otras zonas a las que el cabildo suele dar la espalda: la Plaza de Alemania, la Avenida de Príncipe de Asturias, San Andrés, etcétera. Quizá acaben a tiempo, antes del Domingo de Ramos: asunto distinto será el resultado, que nos atemoriza, dados los antecedentes (léase San Martín, por ejemplo). Por otra parte, me han entrado ganas de ver las obras. Aún recuerdo cuando Santa Clara no era peatonal e hicieron las obras. Conservo sólo una imagen, casi borrosa y casi en blanco y negro, o en sepia, pues así es el pasado en nuestra memoria: una calle atestada de vehículos y con aceras angostas. Las personas más jóvenes que uno no sólo no atesoran esos recuerdos: la mayoría desconoce el dato.

martes, enero 24, 2006

Galaxia: Segunda época


La Revista Galaxia, tal y como la conocemos, llega a su fin. No desaparece, pero cambia, como explicaba su director, León Arsenal, en una nota en el foro de la web: "Os comunicamos oficialmente que el número 18, el próximo, de la revista Galaxia, será el último de esta primera etapa. Los editores han decidido reconvertir la revista en un suplemento de una nueva publicación dedicada a la ciencia y la tecnología, de próxima aparición y con una tirada de alrededor de 50.000 ejemplares" (Sigue leyendo).
Será una publicación trimestral, dedicada sólo a la ciencia-ficción. Cambia (o muere) por falta de publicidad. Es una lástima. Acabo de comprar el último número y supone, en cierta manera, una despedida. Publicaban relatos, ensayos, críticas, noticias... No olvido que incluyeron cuentos de mi cosecha en los números 4, 9, 13 y 16, magníficamente ilustrados.
A partir de ahora, esas dieciocho revistas se convertirán en reliquias, ansiadas por los buscadores de rarezas. Y, si no, al tiempo.

Redada (La Opinión)

El viernes, en torno a la una de la madrugada, veo por el barrio tres o cuatro coches de policía, en fila. Unos metros más adelante diviso otros dos vehículos, patrullando por la zona. Ignoro de qué se trata, pero no me sorprendería que fueran asuntos de droga o de reyertas. Al día siguiente, por la tarde, hay una redada en un garito árabe en el que se puede tomar té y fumar una shisha. Dado que entro en ese momento en el portal, puedo observarlo desde la ventana del piso. Distingo un gran despliegue policial: un coche, un furgón, dos motos.
Algunos de los agentes entran en el local, y salen de vez en cuando. El resto de policías espera fuera, en la puerta, mientras conversan con los chavales que siempre merodean por allí, trapicheando. Les hacen preguntas, y supongo que ya están hartos de pedirles los documentos, y ellos de que se los pidan. Unos y otros se muestran muy tranquilos, lo cual indica que es probable que en el interior del garito no haya droga. Porque eso es lo que buscan. Al cabo de un rato uno de los policías sale y se dirige al furgón aparcado enfrente. Abre la puerta trasera y saca un perro, un pastor alemán bien atado con correas. Entra con el perro en el local. Nunca he visto actuar a estos animales mientras olfatean equipajes, salvo en televisión. Tampoco ahora lo veo porque, desde arriba, es imposible discernir el interior de la tetería. He visto perros adiestrados, en el metro, a los que hace poco comenzaron a hacer circular por los andenes, para evitar el vandalismo, las peleas y las pintadas. Aún así, sigue habiéndolas: supongo que por falta de canes o por falta de personal. Continúo observando la redada. De vez en cuando sale alguno de los agentes y se pone a conversar con los de fuera. A veces oigo lo que dicen, y, otras, no oigo nada en absoluto. Unos minutos después de haber entrado con el pastor alemán, aparece uno de los policías. Sujeta en la mano izquierda una de esas linternas kilométricas que suelen llevar y, en la derecha, un objeto sobre el que inmediatamente enfoca el haz de luz de la linterna. El objeto es un cuchillo, muy afilado, de mango negro. El tipo parece reprender a los árabes que están en el exterior, en la acera. Luego saca un mechero y aproxima la llama al mango. Quema un poco y luego huele la vaharada. Les dice que han encontrado el cuchillo en el váter, en los servicios. Es de esperar que lo requisen, y acaso que pongan alguna multa.
También devuelven el perro al furgón. Y siguen dentro. Los minutos pasan y, como a partir de cierto instante casi todos los agentes entran en el local, en la puerta no queda nadie. Empiezo a aburrirme, y no veo el desenlace; media hora más tarde vuelvo a asomarme y han desaparecido los furgones, las motos, los coches. Durante dos días examino la prensa, en busca de noticias. Pero nada. Aunque tampoco había visto en la redada muchos curiosos, y menos alguien con aspecto de reportero. No obstante, dudo que encontrasen material: quienes trapichean en la calle son demasiado astutos para que los cacen. Durante esos tejemanejes, como ya he contado aquí en alguna ocasión, dejan la droga debajo de los coches o de las furgonetas que más cerca estén del vendedor. Por eso veo a tantos tipos agachándose detrás de los vehículos y metiendo la mano bajo los mismos, durante un rato, como si estuviesen palpando. Dudo, por otra parte, que, al menos en ese garito que registraron, se den trapicheos: parece un lugar demasiado pequeño y con ventanas hacia la calle, y, además, suelen hacerse en la calle, en las esquinas, junto a la oscuridad de algunos portales.

lunes, enero 23, 2006

La cabra (La Opinión)

Salgo a comprar un paquete de azúcar, imprescindible para mis tres o cuatro infusiones de té diarias. Decido entrar en la tienda que regenta un chino imperturbable que debe trabajar como veinte horas al día, pues en dicho establecimiento, al contrario que en el supermercado, no hay que hacer cola. Cuando estoy pagando, en la calle suena una canción, uno de esos temas folclóricos, en plan Rocío Jurado y Lola Flores. Se oye a todo trapo, y la letra de la canción entra hasta la tienda y la invade. Igual que si hubieran puesto un altavoz en la puerta. Al salir del comercio, caminando por una calle estrecha en la que hay carnicerías, videoclubes de hindúes con películas de hindúes, tascas y bares españoles, fruterías de chinos y de árabes, alguna pastelería, un diminuto almacén de licores…, advierto la procedencia de la música. Es uno de esos carros a los que se puede conectar un micrófono, con altavoces incorporados y una melodía de acompañamiento para el vocalista.
La comitiva, que se ha detenido en una de las angostas aceras, está formada por un gitano viejo, una muchacha, un perrito con muchas lanas y una cabra. Creo que son los mismos que he visto alguna vez por otra calle, con la pobre cabra subida a lo alto de la escalera, en difícil equilibrio. Para mi sorpresa, es la mujer quien canta. Sorpresa porque posee una buena voz, canta bien, desgarra el aire frío con su letra sobre amarguras y desamores. Sostiene en la mano un micrófono y es muy morena de ojos y de cabellos. El tipo resulta simpático, a pesar de la cabra. Porque sonríe mucho, es una sonrisa de golfo y de bonachón al mismo tiempo, en una boca la que quizá falte algún diente. Su rostro empieza a apergaminarse con los rigores de la edad y del hambre, y tiene las mejillas sin afeitar, coronadas por un bigotazo gris cuyas guías se elevan un poco; es uno de esos bigotes descomunales que imaginamos en algunos espadachines de las novelas de capa y espada, o en los tramperos de Alaska. En la cabeza se ha encasquetado una gorra azul, con la visera hacia delante (y no como vi a un chaval hace varias noches: con la gorra imitando a los raperos yanquis, puesta en un lado de la cabeza, tal vez colgada de la oreja). El viejo canalla y bonachón cruza la calle, hacia la otra acera, por la que camino en ese momento, y extiende un recipiente para que alguno de nosotros (los transeúntes) deposite dentro una limosna. Un fulano se acerca, mientras paso al lado de ambos, y le da alguna moneda, y dice: “Aquí tienes. Pero trata bien a la cabra, ¿eh?” El otro responde: “Hoy no actúa. Pero ésta es una cabrona…” Y no hay juego de palabras, o a mí no me lo parece. Supongo que se refiere a que la cabra va a su aire y no hace caso de sus órdenes y peticiones. Me alejo y no oigo más, pero la música y el cuarteto, dos humanos, dos animales, despierta la atención del vecindario, y el personal de la plaza, que en ocasiones no tiene mucho que hacer salvo mirar al vacío, con las manos en los bolsillos o en una litrona, contempla el espectáculo.
He de anotar que, cuando veo por ahí el número de la cabra, haciendo equilibrios encima de la escalera con cara de pensar: “¿Qué coño hago yo aquí?”, se me revuelve el estómago. Ya sé que sus dueños también pasan más hambre que un maestro de escuela de los de antes, y que viven en chabolas de hojalata y barro; pero la cabra no sabe nada de estas historias, y se preguntará qué hace entre el ruido de los coches y los corazones negros de los hombres, subiendo a una escalera, con lo a gusto que estaría en el monte, tascando hierba. Pero la cabra es sólo uno más de los animales que soportan nuestros caprichos de humanos y nuestra alma miserable.

domingo, enero 22, 2006

Alfau (La Opinión)

Es posible que la publicación de la novela “Llámame Brooklyn”, de Eduardo Lago, último Premio Nadal, resucite la memoria y (esperemos) la reedición de los pocos libros que escribió Felipe Alfau. Lago, quien vive en Nueva York desde hace años y donde ha escrito sumergido en el anonimato, una vez logrado el galardón ha dicho en las entrevistas que, con dicha novela, pretende rendir homenaje a la figura de Alfau. Lo escogió porque aquel español afincado al otro lado del charco fue uno de esos escritores considerados “raros”, que iba a lo suyo, no tenía prisa por publicar y vivió ajeno a los mercachifles literarios. Al parecer, Lago lo ha incorporado a su libro, convertido ahora en personaje y, por tanto, inmortal.
Pero el nombre de Felipe Alfau, desgraciadamente, no significa nada para muchos lectores. Es una pena. Su bibliografía, a pesar de su talento, no es muy extensa: los “Cuentos españoles de antaño”, con prólogo de Carmen Martín Gaite, y las novelas “Locos: una comedia de gestos”, con epílogo firmado por Mary McCarthy, y “Cromos”. Hace algunos años supe de su existencia errática por los márgenes de la literatura: lo descubrí gracias a autores que lo rescataron en sus artículos, entre ellos Juan Bonilla, hábil cazador de rarezas literarias y de escritores malditos. Me propuse buscar sus libros por ahí, en vano. Estaban descatalogados, o sus ediciones se habían agotado. Por fortuna, los encontré en las bien surtidas bibliotecas de Zamora. Primero leí “Locos”, que se me antoja un libro extraño, seductor, fascinante y complejo, donde los personajes se le escapan de las manos a su autor, que ambienta la novela en un Toledo de embrujo. Lo escribió en los años veinte, y años después se produjo su redescubrimiento. Está compuesto por una serie de relatos que se trenzan. De ese talante insurrecto de los personajes da cuenta el narrador, al comienzo de uno de esos capítulos. Dice así: “La historia que pretendo escribir es una historia que lleva algún tiempo en mi mente. Sin embargo, el carácter rebelde de mis personajes me ha impedido escribirla. Al parecer, mientras enmarco a mis personajes y sus acciones en mi mente, los tengo firmemente por la mano, pero basta poner a un personaje en el papel para perder de inmediato el control sobre él. Tira por su propio camino, me elude y hace lo que quiere de sí mismo, dejándome absolutamente indefenso”. No me conozco el párrafo de memoria: es sólo que, un tiempo después de tomar el ejemplar prestado de la biblioteca y leerlo, conseguí comprarme mi propio ejemplar en una librería de viejo, mediante la compra por internet. Es una primera edición (en español, por supuesto), que data del año noventa. Intuyo que no se vendió demasiado. También leí esos cuentos, que me interesaron menos, y fui posponiendo la lectura de “Cromos”, por si lograba obtener un ejemplar en otra librería de saldo. No lo conseguí, y tampoco lo he leído. Aún, creo, es posible encontrar en las librerías dichos relatos, basados en la tradición española.
En “Bartleby y compañía” Enrique Vila-Matas dedica a Alfau algunas páginas. Pero redactemos una escueta biografía: nació a principios del siglo XX, y años después emigró a Estados Unidos. Allí fue crítico musical y traductor en un banco de Nueva York. Parece que, en sus ratos libres, se dedicaba a escribir en inglés. Murió en un asilo de Brooklyn, en marzo del noventa y nueve, y llenó su vida de interrogantes y de enigmas. Tal vez el hecho de que Lago lo introduzca como personaje de su novela influya en la oportuna reedición de sus novelas. De momento, acarició mi ejemplar de “Locos”, como un tesoro atravesado de misterios.

sábado, enero 21, 2006

Locos


En mi artículo de mañana hablo de Felipe Alfau, de quien hace años leí su maravillosa novela Locos: una comedia de gestos.
A propósito del escritor, acabo de encontrar en Barcelona Review el prólogo y el primer capítulo/relato de este libro. Es una suerte conseguirlo en las librerías de viejo. Te animo a que lo intentes.

Hoy es el tabaco (La Opinión)

Es interesante comprobar ciertas actitudes de las personas desde el uno de enero de este año. Me refiero, por supuesto, a su relación con la ley antitabaco. En una librería madrileña de saldos, donde entro de vez en cuando a comprar libros cuyo precio ronda los tres y los cinco euros, han puesto en la puerta el cartel de “Prohibido fumar en este establecimiento”. Antes de enero, y de la entrada en vigor de la ley, no había cartel. ¿Por qué lo ponen ahora? Me pregunto: ¿acaso hemos visto alguna vez a alguien fumando en una librería? Yo no, y he visitado muchas. Creo que a nadie se le ocurre encender un pitillo cuando entra a un comercio de ropa, a una librería, a una tienda de telas. Sin embargo, han colocado el cartel. Supongo que será para evitarse problemas, por si a algún chalado le da por fumar dentro, lo cual, ya digo, es raro.
Pero es que, con esta ley, han aumentado los malos humos de mucha gente, de los no fumadores (soy no fumador, pero no tengo malos humos). Algunas personas se han vuelto intolerantes, condenando a la hoguera a los fumadores. Es cierto que sí, que nos molesta el humo que expulsa otra persona, y que es nocivo para nuestra salud. Pero antes de la entrada en vigor de la ley pocos se acordaban de esto. Quiero decir que ahora, por ejemplo, hay gente que incluso en la calle se quema si pasa a su lado una persona con un cigarro en la boca. Que no se les deja pasar una a los fumadores, que a los periódicos llegan cartas en las que algunas personas se acuerdan, ¡ahora!, del humo. Que incluso se les mira mal, como si tuvieran la lepra. Las cosas han cambiado mucho desde hace unos días, y cambiarán aún más. Los trabajadores enganchados al tabaco tienen que salir a la calle a echarse su pitillo, mascando humo y frío. La compañía de Chupa Chups ha visto aumentar de manera considerable la venta de sus productos, que son los que eligen muchos de los fumadores que pretenden abandonar el hábito. Antes de meterse en los garitos los fumadores y algunos no fumadores registran la puerta y los cristales, para saber si se permite o se prohíbe el tabaco en su interior. He entrado en un par de cafeterías en las que no se podía fumar, y, aunque a mí me viene de perlas (dada mi condición de no fumador), me pareció raro estar allí dentro. Se supone que los bares tienen la mala reputación del tabaco y el alcohol y la buena fama de fomentar el diálogo, y los acabaremos convirtiendo en sitios más saludables que una sauna. Una vez que entras en un bar, amigo, sabes lo que hay. Los bares nunca han sido, precisamente, guarderías infantiles.
Lo que me revienta, y creo que ya lo he afirmado en alguna otra ocasión en este periódico, es el modo en que nos lavan el cerebro. Entra en vigor la ley y todo se llena de la frase “Espacios sin humo”: con programas en la televisión, anuncios en cualquier medio, reportajes en los periódicos. Fumar siempre fue malo. Pero ahora, parece, es cuando han convencido a la gente de que lo es. Ahora es cuando se declaran las guerras al tabaco por parte de personas a las que, quizá, antes no les importaba tanto el problema. También otras cosas son nocivas para nuestra salud, y no le damos la misma importancia porque, de momento, no nos han lavado el cerebro: la contaminación de los tubos de escape de los vehículos y de las centrales eléctricas, los vertidos al río, las radiaciones de las antenas, el polvo de las obras. La Unión Europea ha admitido que hay unos trescientos setenta mil fallecidos al año por culpa de la contaminación ambiental, que daña nuestro corazón, según los estudios. Lo que me revienta es que hoy está de moda no fumar, y mañana será otra cosa.

viernes, enero 20, 2006

La Bolsa de Pipas


Como nos anuncia el amigo Juan Planas en su blog, han remozado la web de La Bolsa de Pipas, una interesante revista que yo suelo recibir por correo.

Conviene aplaudir su persistencia y su pervivencia, ahora que otras revistas y agencias literarias mueren, como Lateral y Librusa.

El dedo (La Opinión)

Aquella pareja entró en uno de los restaurantes de comida rápida de la cadena Wendy’s, creada en el año sesenta y nueve por un tipo llamado Dave Thomas, quien inventara también la Fundación Dave Thomas para la Adopción. Un restaurante de San José, en California. En el menú había hamburguesas de diversos tamaños, ensaladas, patatas al horno, postres y chili o chile, entre otros alimentos. Según la publicidad de la empresa, en la cocina de sus garitos siempre hierve una olla a fuego lento, colmada de carne con chile. Dicha comida es cocinada con alubias rojas, condimentos, frijoles, cebollas y otros ingredientes. La mujer pidió uno de esos, y allí lo sirven dentro de una especie de vaso o taza de plástico. Poco después dijo haber encontrado, metido en el chile, un dedo. El dedo de una persona. Lo mordió un poco, sin darse cuenta (como afirmaría más tarde), y luego pegó un respingo, lo escupió y tuvo náuseas. El siguiente paso fue vomitar. La pareja se propuso indemnizar a la cadena.
Pronto esa chispa se convirtió en un incendio: creció el escándalo, la noticia recorrió el país, se especuló con la procedencia del apéndice que estaba metido en el chile con carne, y en los programas de televisión nocturnos comenzaron a circular bromas sobre dedos y menús. El dedo encontrado en la comida, sin embargo, no estaba hecho: no estaba cocinado, sino crudo. Lo cual era sospechoso. La empresa investigó entre sus empleados, por si alguno hubiera sufrido un accidente en la mano y la posterior amputación de un dedo. Por eso, algunas semanas después, tras realizar las oportunas investigaciones, la policía descubrió el pastel. Jaime Plascencia y su mujer, Anna Ayala, habían metido el dedo en la taza de chile para chantajear a la cadena de comida rápida. Un timo como otro cualquiera, que hemos visto en algunas películas americanas, cuando el protagonista timador decide introducir un insecto o una dentadura postiza en su plato, para que el dueño del establecimiento se disculpe, azorado y en público, y decida no cobrar el menú, e incluso regalar más platos y bebidas a quienes hallaron el insecto o los dientes. Algo similar a lo que le ocurrió a uno, hace años, en un restaurante chino de Madrid, en el que una amiga encontró en su arroz esa variante de cucaracha pequeña que tanto se estila en algunas cocinas; pero no fue ningún timo, y la cucaracha estaba achicharrada, como si la hubieran pasado por una silla eléctrica en miniatura. Nos invitaron a la comida, por supuesto.
Faltaba, no obstante, averiguar la procedencia del dedo, saber a qué persona pertenecía. La policía recibió la llamada de alguien que aseguraba tener información al respecto. Un compañero de trabajo de Plascencia se había cortado una falange, durante un accidente laboral. El tipo, Brian Paul Rossiter, dio su dedo a Plascencia, con objeto de saldar una deuda que había contraído con éste. Le debía cincuenta dólares, y el otro aceptó que le pagara con ese pedazo de carne, creyendo que sería un buen truco meterlo en un plato de comida de un restaurante y chantajear a los dueños. La cadena, Wendy’s, por culpa de la mala publicidad del caso, tuvo desde entonces unas pérdidas millonarias, y un descenso brutal en la credibilidad de su imagen de comida rápida. Plascencia y Ayala, en cuyos antecedentes se cuentan otros timos y demandas falsas, han sido condenados a nueve años de prisión. Al hombre, además, le han añadido de regalo tres años y cuatro meses por no pagar la pensión de los cinco hijos que tuvo con otra mujer. Ocurrió en EE.UU., donde proliferan los casos de ciudadanos que demandan a las empresas por chorradas, sólo para ganar una pasta.

jueves, enero 19, 2006

El republicano austriaco (La Opinión)

Admito que a mí Arnold Schwarzenegger me caía bien. No estaba, desde luego, entre mis intérpretes favoritos, y ni siquiera entre en el grupo de Actores. Pero, ya digo, me caía bien. El tipo cumplía con su perfil: en las películas de acción, poniendo cara de póquer y cepillándose gente; en las comedias, poniendo cara de sorpresa y riéndose de su imagen. Fue un adecuado Terminator, y un gran Conan. Hizo ganar un pastón a las productoras de Estados Unidos, a pesar de ser austriaco, y tuvo un pasado oscuro con las mujeres, según dicen. En sus comienzos fue culturista, que quizá sea una de las profesiones más ridículas del mundo: eso de subirse en un escenario a poner posturitas resulta algo vergonzoso. Luego, los culturistas acaban metiéndose a actores mediocres o a matones de discoteca. Sigamos con Arnold. Acaso consciente de que jamás recibiría el Oscar, decidió presentarse a Gobernador de California. Y ahí lo tienen, contento como un niño con zapatos nuevos porque puede matar (como en sus filmes), pero sin mancharse las manos de sangre (como en la vida real de los peces gordos). Así que ahora empieza a cargar fiambres, de los de verdad, sobre sus espaldas.
El último, a quien han puesto la inyección letal, roza lo surrealista. Le denegó la clemencia, como al anterior. Se trataba de Clarence Ray Allen, que lo tenía todo para ser un candidato perfecto para el cadalso: setenta y pico años de edad, diabético, ciego, sordo y minusválido. Casi una planta. Un pobre hombre, a pesar de que ordenase, veinte años atrás, la muerte de tres testigos que contribuyeron a que lo encarcelaran. Hace unos meses sufrió un ataque al corazón, y lo reanimaron con todo el equipo, con el dudoso propósito de devolverlo en condiciones al corredor de la muerte. Usted no se nos muere, oiga: a usted lo matamos nosotros, o no hay trato. Sucede con quienes aplican la pena de muerte: son capaces de salvar la vida de un condenado, que se acaba de atragantar con el último bocado de su última cena, para que recorra por su propio pie la famosa milla verde y se tumbe sano y salvo en la camilla, que para eso hay un público aguardando a presenciar la ejecución. Quienes adoran y permiten la pena de muerte tienen esas rarezas, ya ves tú. Uno de los abogados de Ray Allen dijo que su condena “Nos hace caer más bajo que nunca”. Curiosamente, en USA suelen ejecutar a la gente a medianoche, cuando deberían hacerlo por la mañana, para que a los espectadores, a los verdugos y a los chupatintas no se los comieran las pesadillas nocturnas.
Hemos expuesto que Schwarzenegger nos caía bien antes de ser Gobernador del Estado. También hemos expuesto su falta de piedad desde que está en la poltrona: apioló a este viejecito ciego, sordo e inválido, y se quedó tan fresco. Ahora entremos en otro punto: a consecuencia de su crueldad con los reos, en algunos lugares de Europa (España incluida) han decidido retirar sus películas de los videoclubes. Y esto ya me parece una tontería. En primer lugar, porque creen que con esta medida lograrán que disminuyan sus beneficios. En algún caso sí: cuando los actores no cobran sueldo, sino un porcentaje de beneficios por explotación en salas, en videoclubes y en televisiones, y Conan, si no me equivoco, tuvo algún contrato de esos. Pero lo normal es que cobren antes del estreno, y que el resto de las ganancias que genere la película en los circuitos comerciales se lo embolsen las productoras. En segundo lugar porque, por esa regla de tres, apenas podríamos ver películas, escuchar discos, leer libros, ver cuadros: el arte está repleto de desalmados, entre los que ha habido y hay traficantes, asesinos, homicidas, violadores, etcétera. No confundamos las cosas.

miércoles, enero 18, 2006

Recomendación: Los mosqueteros (1. Los tres mosqueteros), de Alejandro Dumas



Ediciones Cátedra ha editado, en un elegante y único tomo titulado Los mosqueteros, las dos primeras partes sobre D'Artagnan y sus compañeros de aventuras.

Magnífica ocasión para leer, o releer, este clásico de Alexandre Dumas al que nunca han hecho justicia en el cine. Basta con conocer a los personajes, que difieren bastante de los actores que los interpretaron, salvo alguna excepción.

No es necesario decir que Los tres mosqueteros supone un soplo de frescura, de emoción, de diversiones y de intrigas. Dumas es lo que tiene.

Tocando en la calle (La Opinión)

Entre el edificio de la Fnac y el de El Corte Inglés que comparte calle con el anterior siempre veo una fila de músicos. Es raro caminar por allí y que no estén. Un martes, un viernes, un domingo. Siempre los veo trabajando, junto a la pared y bajo el resplandor de las luces de los comercios, tocando sus instrumentos, ofreciendo a los transeúntes una ejecución impecable de música clásica. No recuerdo cuántos son, o, más bien, no lo sé, pues no me he parado a contarlos. Calculo que serán unos ocho o nueve tipos. Manejan instrumentos de cuerda y de viento. Los conciertos que dan en la calle suelen gozar de una gran cantidad de espectadores, un público que va paseando y entonces escucha la música y se detiene, forma una media luna de personas alrededor de estos hombres que tocan, y, de pie, entretiene los minutos y el oído. O sale de hacer sus compras y, con las bolsas pendiendo de las manos, se arrima a los oyentes. Ignoro cuánto ganarán tocando en la calle, pero seguro que es lo bastante como para compensar el trabajo a la intemperie, pero no tanto como para retribuir su talento. A mí me parece que poseen un talento enorme. Uno los imagina en otro sitio: en cualquier caso, en un sitio de techo alto, vestidos de traje y corbata, mejor peinados, oliendo a colonia, tocando los violines ante un público que esté encima de cómodos asientos, un sitio con calefacción y buena acústica. Cada tarde estos hombres congregan a una muchedumbre de curiosos. La gente los escucha con respeto y en silencio.
Pero tocan en la calle, como tantos otros. Son músicos respetables. Sospecho que les ha faltado la suerte, o una oportunidad. También me acuerdo del músico rubio y ruso que, en mi ciudad, toca en Santa Clara. Uno solía pasar por esa calle y lo veía siempre tocando el acordeón. Sentado en su silla, con calor o con frío, con niebla o con viento. Es uno de esos muchachos pálidos y serenos, con aspecto de haber salido del reparto de “Sonrisas y lágrimas”. El misterio me lo resolvieron un día: alguien me contó que aquel chico extranjero tenía un hermano gemelo, igual de rubio e igual de pálido, y se relevaban en la tarea de tocar. De ese modo, aunque fueran dos quienes trabajaban a distintas horas, siempre creímos que era un único tipo, incansable y risueño. En mi última visita a la ciudad los vi, por primera vez, juntos, en Santa Clara. También los había visto en alguna foto del periódico, pero no cuenta: había que descubrirlos uno al lado del otro, en carne y hueso. Me pareció como si se tratara del mismo hombre, del mismo músico, desdoblado por arte de magia. Para mí continua siendo uno solo, aunque sean dos. Como eran dos, y sólo uno, los gemelos del filme “Inseparables”. En la ciudad, me consta, la gente los aprecia. Aprecia su música, su amabilidad, su constancia. Tuvieron un gran éxito cuando los invitaron a tocar en La Alhóndiga. Ellos adoran la ciudad, dicen que es el sitio en el que mejor han sido acogidos.
En la calle conviven dos clases de músicos. Por un lado, los que no saben tocar, aquellos que a duras penas arrancan una nota para ganarse unas monedas; pero su constancia, al menos, amortigua su mala calidad (quiero decir que, pese a su pésima música, los respeta uno porque al menos lo intentan, intentan salir adelante aunque sean malos). Por otro lado, los que van sobrados de talento; cuando uno escucha el sonido de sus instrumentos se pregunta por qué no están de gira por el país, cobrando por tocar en los teatros, sin pelar frío. La respuesta es simple: el mundo está mal repartido. Sobran músicos malos y famosos. Faltan oportunidades.

martes, enero 17, 2006

Arrasando (La Opinión)

Este periódico revelaba ayer que el fin de semana ha estado marcado, en Zamora, por numerosos actos de vandalismo. Robos en el interior de los coches, en varios garajes. Espejos retrovisores arrancados. Ruedas pinchadas con navaja. No es la primera vez que ocurre. En otras ocasiones, además, la noticia es parecida: cuando se descubren, al alba, las papeleras rotas o incendiadas, los contenedores volcados, los bancos partidos, las cabinas de teléfonos con el cable colgando y sin teléfono al otro extremo, los árboles pequeños tronchados, las paredes llenas de pintadas, los parques atiborrados de litronas, de bolsas y de botellas de plástico. Un titular de El País del domingo exponía que “Las ciudades se hartan de gamberrismo”. En el cuerpo de la noticia informaban de que provincias como Sevilla y Valladolid han tomado medidas legales para luchar contra este problema, que deja devastadas las calles y acarrea gastos a los ayuntamientos y a los particulares. También en Barcelona se prepara una serie de sanciones. El personal empieza destrozando una papelera y puede acabar incendiando un coche.
Los llaman gamberros. Pero sus acciones, en muchos casos, van más allá del gamberrismo. Lo suyo es una especie de atentados contra el patrimonio (pintadas), contra el ciudadano (robos en coches y estropicio de los mismos), contra los ayuntamientos (papeleras, bancos, farolas, contenedores quemados o rotos), contra el medio ambiente (todas las basuras que dejan en los parques públicos). Resulta difícil saber las causas por las que un chaval sale de casa a destrozar la ciudad y los coches de los demás. Es una manera de divertirse un poco cafre y un poco estúpida. Con las medidas que algunas ciudades han adoptado, o adoptarán, se pretende que el responsable pague los desperfectos, y que el problema de responsabilidad se extienda a los padres, en el caso de que los hijos sean menores. Como siempre, por culpa de cuatro descerebrados pagan el pato los demás. ¿Cómo lo pagan? Está claro: es evidente que los protagonistas de los actos vandálicos son jóvenes, y que la sociedad, a causa de esos pocos salvajes, piensa que toda la juventud está perdida, que los chavales de hoy no saben comportarse. Aquí no hay duda de que se trata de muchachos: no imaginamos a un señor con toda la barba incendiando una papelera o agachándose entre una fila de coches para rajar las ruedas con una navaja.
Se acusa, a veces con razón, a veces sin ella, a la costumbre de hacer botellones. A que los chavales, una vez mamados, se dedican a arrasar cuanto encuentran. Repetiremos que no todos los botellones son iguales, ni todos los participantes igual de cafres o cabezas huecas. Es posible que parte de la culpa la tengan los padres. Pongamos un ejemplo, del que se hace poco eco la sociedad: vayan un domingo al campo y observen el entorno. Por aquí y por allá hay, desperdigadas, latas de conserva con óxido, bolas de papel de aluminio, envases y bolsas de plástico, botes de cerveza y de refresco. Y esto es cosa de las familias. Uno los ve: padre, madre, hijos, y la abuela. A su paso dejan los bosques hechos un asco, con desperdicios y basuras. Si no tratamos bien al campo, si no sabemos cuidar la naturaleza, ¿cómo vamos a ser capaces de cuidar un entorno urbano? Si algunos padres se quedan tan anchos cuando arrojan basuras sobre la hierba, o son permisivos si lo hacen sus hijos, no debería extrañarnos que esos mismos hijos tiren botellas y envoltorios en los parques, vuelquen los contenedores y prendan fuego a las papeleras. Falta civismo y educación.

lunes, enero 16, 2006

El embrujo de la nieve (La Opinión)

Nací en una ciudad en la que nieva con escasa frecuencia. De niños, cuando estábamos sentados en los pupitres de nuestras clases del colegio, y desde las ventanas veíamos nevar, la emoción recorría las filas. A un crío le gusta la nieve, pero, si ha crecido en un lugar donde apenas caen copos del cielo, ese fenómeno le entusiasma. Escribe Julio Llamazares en su “Memoria de la nieve”, en un volumen en el que se incluye “La lentitud de los bueyes”: “La nieve está en mi corazón como el silencio en las habitaciones de los balnearios: densa y profunda, indestructible”. A finales de año observé algunos copos caer. Era de noche y cenaba en un bar de Los Herreros. Los vi por la ventana, y en secreto rogué para que cuajaran, y para que al salir del garito tuviéramos que avanzar entre una catarata de copos blancos que se nos enredarían en el pelo antes de desangrarse y dejar que sus gotas alcanzaran el cuero cabelludo. Pero no ocurrió tal cosa: al salir, ya no nevaba.
Hace diez días, de regreso a Madrid, me sorprendió ver que la sierra estaba cubierta de nieve. Se me abrieron los ojos, creo, como a un niño cuando recibe un obsequio. Habían despejado la carretera y no hubo problema, las ruedas no resbalaban. De ese modo, sin peligros, se disfruta más del paisaje. De un paisaje nevado: cunetas, tejados, árboles, coches, montañas, arbustos. Me hubiera gustado salir al exterior, a comprender su idioma secreto, a escuchar los crujidos de las suelas horadando el suelo blanco y sucio, a oler el ambiente frío, a llenarme los pulmones con ese saludable perfume, que parece que no huele a nada, pero huele: a cuanto es puro, natural, enigmático, indomable. Observé a una familia que había detenido el coche en un área de servicio y guerreaba con bolas de nieve. En general, a la gente le gusta que caigan copos para levantar muñecos a los que ponen ojos, boca y sombrero, para hacer pelotas y lanzárselas. De la nieve me satisfacen otros asuntos, los que colman el tacto, la vista, el oído. Tocar esa blancura, mirarla hasta que duelan los ojos, oír su crujido de helado sin cucurucho. Mirar en torno y regocijarme. Escribe Julio Llamazares en el libro citado antes, y sus palabras se pueden aplicar a esa sierra envuelta en silencio: “Este es un paisaje de miradas de nata y tejados helados. Es un paisaje helado e indestructible”. No hemos visto nevar mucho en la ciudad, y por eso, si una mañana amanecen las calles y los tejados abrigados de copos que cuajaron, el día parece mejor.
A finales de año, también, me propuso un amigo ir a Sanabria, a pasear entre la nieve. Sólo eso: viajar hasta allí. Un compromiso me obligó a renunciar. Aunque, lo confieso, sin el compromiso de por medio igual hubiera rechazado el viaje, por temor al frío. Una tontería, lo sé. Porque, tras ver la sierra en el trayecto hacia Madrid, recordé esa Sanabria blanca que hace tiempo no visito (me refiero a los parajes cuando están cubiertos de nieve, no a la comarca). Tanto me apasiona este fenómeno que me compré, un mes atrás, un libro del escritor turco Orhan Pamuk, titulado “Nieve”. Me atrajo el título, pero también una reseña en la que decían que nevaba durante toda la novela. Lo compré como si, al abrir las páginas, pudiera aspirar el olor de la nieve, y ver cómo cae por las páginas. Igual que soy capaz de ver niebla en las novelas clásicas de argumentos ambientados en Londres. Añadiré que, en su compra, influyó otro aspecto, además (aún no lo he leído, aguarda en mi mesilla): Pamuk fue acusado de ultrajar la identidad turca, por decir la verdad, por no callarse. Querían restringir su libertad. Y la libertad y la nieve encierran la misma pureza, idéntico embrujo.

domingo, enero 15, 2006

Mundo insólito (La Opinión)

Una araña se alojó durante veintisiete días en la oreja de una mujer. Apuntan que ella es sueca, como si la nacionalidad tuviera alguna relación con la entrada de arañas en oídos ajenos. El caso es que el condenado bicho encontró aquel lugar, cálido y recogido, a salvo de peligros, y se introdujo dentro. La mujer (sueca) fue notando, a medida que pasaban los días, que oía menos de ese lado. Sin embargo, no le dio importancia: pensó que se trataba de un tapón de cerumen. Es lógico: cuando nos falla el oído siempre creemos que la culpa es de la cera, del agua de la ducha o de la piscina, de poner a tope el volumen de la música. Pero jamás se nos ocurre que un insecto se ha hecho dentro la vivienda, y, encima, sin pagar alquiler. No se nos ocurriría porque es una idea terrorífica. Tampoco a la sueca se le pasó por la cabeza. Sólo de pensar en la araña, cobijada en la oreja y pasando calorcito, escribo esto con una mano, mientras me rasco con la otra. Nos cuentan que tenía el tamaño de un pulgar, y de tonalidad negra. Yo creo que todos estos datos sólo sirven para que nos rasquemos más la piel. Pero no dicen de qué se alimentaba. Al cabo de casi un mes la mujer decidió ir a una farmacia y comprar un líquido limpiador, como esos que anuncian tanto en televisión. La sueca recordó que una noche había visto a una araña en su cama. Imaginó que era la misma que, tras echarse el producto, “salió viva de la oreja y continuó su marcha”.
Ya no saben qué inventar. En Estados Unidos, digo. Leemos que la última moda en Nueva York son las cafeterías para hacer punto y ganchillo. No van allí a hacer un jersey las abuelillas, sino los hombres y mujeres jóvenes. Se reúnen en grupo, charlan, toman algo, entran con una bola de lana y unas agujas y salen con una bufanda puesta. Matemático, oiga. Dado que, en algunos países, quieren acabar con las costumbres de los bares (fumar y beber), se imponen otras chorradas, de vida efímera, creo: garitos para inhalar oxígeno, cafés donde hacer calceta, y en ese plan. Incluso existe un tal café Knit New York, en el que los viernes celebran “la noche especial de los chicos que tejen”. Miren, llámenme anticuado o raro, pero a mí me gusta de los bares esa imagen y ese ambiente con los que he crecido: hombres y mujeres charlando, con un pitillo en una mano y una copa en la otra. Y basta de tonterías.
La última noticia insólita que hoy les ofrezco es la más increíble de todas, pero la más jugosa. Volvemos a Estados Unidos: una compañía de ese país ha inventado una línea de juguetes bautizada como “Baby Bush Toys”. Su eslogan es muy cachondo: “Juguetes simples para chicos simples”. Ejem. Como lo oyen. Apuestan por los chicos “poco destacados” (eufemismo que utiliza la compañía para designar a sus clientes, pero prefiero decirlo con todas las letras: es para chicos tontos, como Bush). Porque Bush es lo que tiene: ni siquiera creo que esconda algún rasgo de malicia. Creo que su pasado de alcohólico, y los genes, le instalaron en la tontería. A mí, por cierto, no me acusen: no he sido quien ha inventado los juguetes con su nombre, para chavales con simpleza. Pero la empresa tiene otro mensaje implícito: aunque seas tonto, chaval, podrás llegar a ser presidente de tu país. No desesperes. Estos son algunos de los juguetes: el Xilófono de Alerta Terrorista, con un tono distinto para cada nivel de alerta; el Salón de Juegos Portátil, que sólo es una caja de cartón (si no lo creen, busquen la foto en “Baby Bush Toys”); “Buenas noches, Luna”, libro de páginas en blanco, para que los niños simulen “que leen, incrementando su confianza frente a los demás”. Entre otras cosas, también hay un martillo. Bush ni se enterará de la ironía que esto encierra.

sábado, enero 14, 2006

Escarbando en el pasado (La Opinión)

Hay cierto abuso en los medios al coger a un tipo corriente, alguien anónimo, de la calle, un trabajador como los demás, o un parado, y tirar del hilo de su vida para descubrir y describir los pormenores de su biografía, convirtiendo esa biografía en una especie de novela, o de vida novelada. O quizá me equivoco: no es abuso de los medios, sino hambre de datos de los consumidores, de quienes nos alimentamos de noticias. Puede ser. O no. El caso es que los reporteros se adentran hasta el más recóndito y mínimo secreto del hombre corriente. Claro que al tipo en cuestión se le pide uno de estos dos requisitos: que haya fallecido de muerte violenta, o que haya matado a alguien con sus propias manos empuñando un arma. O ambas. Porque, de lo contrario, ¿a quién le interesa la vida de un individuo que va a trabajar a diario y cumple con su empleo? Otra cosa es que intervenga la sangre. Ahí el asunto cambia, amigo mío. Resulta que mandan a los muchachos a que escarben en su pasado. Que saquen todo lo que encuentren. Que tiren del hilo.
Ocurrió con la mujer asesinada en un cajero. Hasta entonces ella no era nadie, sólo una mendiga que se arropaba del frío en una esquina de ese portal para cajeros automáticos, como tantas otras. La mataron, y entonces nos han contado su vida de pe a pa. Muy bien. Pero, ¿interesa porque llevó una vida normal en la que fue descendiendo, peldaño a peldaño, a los infiernos de la droga y la miseria y la soledad? Al fin y al cabo, se dan demasiados casos similares. ¿O interesa porque la mataron a sangre fría? Con el vigilante que la preparó parda en el Palacio de las Telecomunicaciones de Madrid (lugar al que acudí hace poco para recoger un pedido en la oficina de Correos del interior del edificio, y tiemblo al pensar que podíamos haber coincidido en la masacre) ha sucedido, está sucediendo, lo mismo: sabemos, aunque no quisiéramos saberlo o no nos lo hubiéramos propuesto, que fue vigilante en el País Vasco, que salía a fumarse un pitillo con los compañeros, que le hacían bromas pesadas, etcétera. Han escarbado con pericia, hasta descubrir el más pequeño detalle. A lo que más importancia parecen darle es a sus costumbres de cazador. Dicen los compañeros, en los periódicos, que hablaba mucho de caza: en su conversación diaria introducía la jerga propia del cazador experimentado. Nadie lo comenta, pero aquí parece haber una sospecha, como si, por ser el homicida un cazador en su vida privada, influyese esto en su locura, como si fuese un aviso de lo que iba a ser y de la carnicería que iba a preparar.
No se extrañen si ahora la gente coge miedo de los cazadores. Y es que en los medios se corre el riesgo de vulgarizarlo todo. ¿Que el chaval que mató a sus padres, con una katana, era adicto a los videojuegos? Culpa de los videojuegos. ¿Que el fulano que se lió a tiros desde una azotea veía películas de acción en sus ratos libres? Entonces es culpa de las películas de acción. ¿Que el vigilante de Correos estaba todo el día hablando de armas y de caza? Culpa de la caza. No lo dicen así, pero ese mensaje es el que se esconde bajo las informaciones. De lo contrario, ¿por qué darle vueltas a si cazaba o no cazaba? Pero en los medios se insiste demasiado en relacionar las aficiones y gustos de uno con su estado psicológico. Alguien mata, y entonces se tira del hilo, se estudia su biografía, se averigua lo que le gustaba hacer, se intenta relacionar sus pasiones diarias con sus últimas acciones. Pero a menudo no hay relación. Un fulano que sólo se entusiasme por el cultivo de las flores también puede convertirse en asesino. ¿Diremos entonces que le trastornó el aroma?

viernes, enero 13, 2006

Eduardo Galeano y su e-book



Eduardo Galeano, a través de la Editorial Siglo XXI, ha puesto en circulación una versión reducida y digital de su libro Bocas del tiempo.

Dicho libro, de 12 páginas en pdf, "circulará libremente por Internet y cualquier persona puede publicarlo en su web, enviarlo por correo electrónico o dar un enlace a él, siempre y cuando respete y no modifique el contenido original". Ya lo he leído. Aunque corto, es sabroso.

Aquel hombre era así (La Opinión)

Es típico, cuando uno tiene que llamar a las puertas de los despachos, que le hagan esperar durante lapsos interminables de tiempo, que se hacen eternos. Aunque haya cita previa, con la secretaria o con el propio hombre sentado tras el escritorio de ese despacho (si éste carece de secretaria que le auxilie con las labores de papeleo, agenda y teléfono), por alguna razón que se nos escapa, o tal vez para evitar un asedio que les pueda robar la mañana, suelen condenarte a esperas terribles, metido en salitas donde sólo hay revistas atrasadas y un par de cuadros para no dejar desnudas las paredes. Las puertas de estos despachos acostumbran a estar cerradas y, cuando se abren, no es raro que el tipo sentado al otro extremo del escritorio carezca de humor o de paciencia, o ventile nuestros asuntos en dos minutos. Supongo que saben de lo que hablo. Todos, en mayor o menor medida, hemos sufrido alguna de estas historias. Individuos a los que cuesta un infierno localizar, pedir audiencia, o simplemente que se pongan al teléfono y lo reciban a uno.
Aquel hombre del que quiero hablar hoy era distinto. La primera vez que a uno le pusieron en contacto con él fue fácil, demasiado fácil. Carecía de secretaria, y un alto cargo del mismo edificio propuso que fuera a verlo, para tratar de asuntos culturales. Sólo había que acercarse a su despacho, situado en la misma planta. Si estaba, al punto le recibiría a uno. Si no estaba, no tardaría en regresar. La primera sorpresa fue que la puerta estaba abierta, algo imprevisto en opinión de uno, ya que hoy casi cualquier tipo con traje, corbata y despacho se atrinchera dentro como si éste fuera el Fort Apache. Entonces asomaba uno la cabeza, con timidez y prudencia, o, antes de meter la nariz hasta la cocina, daba unos golpecitos de nudillo en la madera de esa puerta. Si el hombre en cuestión estaba, podía oírse la voz de alguien pidiendo que uno pasara; o, si se hallaba ocupado con otra persona, rogaba que uno esperase unos minutos en los sofás del exterior. Si no oía ninguna voz saliendo de aquel despacho el visitante aguardaba un tiempo, y el hombre no tardaba en aparecer. Lo curioso es que luego su actitud, sus modales, no desmentían aquella naturalidad al recibirle a uno y no enjaularse en su oficina, ajeno a las visitas. Para empezar, estaba abierto a cualquier propuesta cultural, siempre que, cuando menos, fuera interesante, o reuniese unos requisitos mínimos. No era de esos individuos que, al trazar el esbozo de un proyecto, le ponen a uno barreras, pegas, excusas y tantos escollos que acabamos por desistir. Y, por supuesto, escuchaba. Con atención. Si el proyecto salía adelante, y uno tenía que consultar a dicho hombre en lo sucesivo, él apuntaba en un papel su dirección de correo electrónico y el número de su móvil. Si no me localizas aquí, llámame al móvil. O escríbeme al correo. Estupendo. Sobre todo cuando nos hemos acostumbrado a llamar a puertas que no abren, a ver a individuos que son incapaces de mover el culo o se limitan a cruzar los dedos y encogerse de hombros, mostrando así su falta de colaboración.
Diablos, les juro que aquel tipo era así, tal y como lo cuento. Y lo que cuento no es inventado, no se trata de un relato. El hombre era Enrique García, responsable y alma de la Obra Social de Caja Duero de Zamora: sencillo, educado, amable, comprometido. La clase de persona que a uno le inspira buenas vibraciones. Algunos nos enteramos ayer de su muerte gracias al periódico, a menudo emisario de malas noticias, como ésta. Debemos destacar su humanidad, su buen trabajo, su mansedumbre, y rendirle al menos un pequeño homenaje mediante estas líneas.

jueves, enero 12, 2006

Recomendación: Big Fish, de Daniel Wallace



Esta novela constituye una pequeña delicia (Alfaguara está a punto de editar otra de Daniel Wallace, El rey de la Sandía). Recordemos que la adaptó al cine, con fortuna, Tim Burton.

Ambas, novela y película, deben verse como complementos, la una de la otra: en la película hay historias que no aparecen en la novela, y en la novela hay historias que no aparecen en la película. Las dos conservan la esencia, entusiasman por igual. Supone, para el lector, una especie de versión alternativa a las aventuras por el mundo de Edward Bloom. Porque Burton, al adaptarla, ha traicionado algunas cosas, pero no su espíritu.

Edward Bloom dice a su hijo: "Recordar las historias de un hombre lo vuelve inmortal".

Desplazamientos (La Opinión)

Izquierda Unida de Zamora ha emitido un comunicado sobre algunas de las decisiones de la Concejalía de Comercio. Admito que no las conocía, y todas contienen en común lo mismo: el traslado de ciertos negocios a zonas demasiado alejadas de la ciudad. Para alguien que viva en otros lugares, como Barcelona o Madrid, obviamente esas distancias son una nimiedad. Pero estamos hablando de Zamora, no lo olvidemos, donde una de las ventajas de vivir aquí es que uno no necesita el coche, ni el autobús, para moverse. En ese sentido, la distancia se mide por otro rasero. El estadio Ruta de la Plata o Los Llanos son sitios que no caen a mano, precisamente. Comentemos algunas de esas decisiones.
Se ha hablado estos días del traslado del mercadillo al entorno del Ruta de la Plata, lugar al que trata de sacarse todo el partido posible: por el mismo precio damos fútbol, conciertos, mercadillo y lo que ustedes quieran. Hay que aprovechar la zona, así que celebremos o implantemos allí cuantos eventos o negocios se nos ocurran. El mercadillo, años atrás situado en La Horta, ha ido mudándose por problemas y objeciones de distinta índole. Acabaron por convencernos de que no era mal sitio junto a la estación de trenes. Y no era malo: la estación no está en el centro, pero tampoco en las afueras. El problema, a mi entender, es el siguiente: los ciudadanos, en mitad de sus compras matutinas o de sus paseos, decidían acercarse un momento hasta el mercadillo. A pie, y robándole algo de tiempo a la mañana. La estación no caía de paso, pero no era necesario subirse al coche. A partir de ahora el asunto cambia, como cambió cuando decidieron celebrar allí los conciertos: a nadie le interesa esperar al autobús, darse un viaje hasta el Ruta de la Plata aunque sea corto. En Zamora son importantes los lugares de paso, las proximidades, los sitios que no están a trasmano. Otra cosa es que, al ampliar los horizontes de la ciudad mediante el comercio y la construcción, se pretenda acostumbrar al ciudadano a que se mueva en vehículos y abra el compás de las distancias, que aquí es de corto alcance. Una de las ventajas de vivir en esta ciudad, repito, es que no son estrictamente necesarios los transportes. Una abuela que quiera acercarse al mercadillo a comprar alguna prenda a bajo precio lo tiene más crudo con esta decisión: toca aguardar al autobús y viajar. No es tan fácil como parece en una ciudad acostumbrada a las distancias cortas y a utilizar las piernas. Me pregunto si también los carteristas, rateros y choricillos que, en bolso ajeno, metían el dos de bastos para sacar el as de oros, y que actuaban cobijados en el bullicio de compradores, se desplazarán hasta allí para hurtar móviles y carteras.
Leo también que a los circos y a las ferias (o “caballitos”) que recaen de vez en cuando por la ciudad los mandan al Polígono Industrial de Los Llanos, un lugar que los jóvenes utilizaban para hacer prácticas con el coche, con el padre sentado a la diestra. Dicen, como en el caso del mercadillo y del Ruta de la Plata, que van a poner una línea de autobuses para facilitar el trayecto a la gente. Pero es que hay gente que no quiere el autobús ni regalado. Contábamos en Zamora con esa ventaja: le apetecía a un grupo de amigos acercarse, siquiera por mirar, hasta la feria, y comenzaba a andar sin pensárselo demasiado. Dabas un paseo, y punto. Ya la última idea, la de establecer los “caballitos” junto a Ifeza, no supuso un gran acierto. Viviendo en una ciudad más grande, como uno vive, se acostumbra a las grandes distancias. Cuando vuelve a su tierra, lo que menos desea es coger el coche o el autobús para los desplazamientos.

miércoles, enero 11, 2006

Pasando lista (La Opinión)

Vuelvo a contarles una de esas historias recogidas desde la ventana, asomado al balcón. Es una ventaja no tener por fuerza que pisar la calle para alimentarse de cuanto pasa en el exterior. Últimamente no atisbo demasiadas trifulcas en la plaza, ya que la lluvia, el viento y las heladas propician que el personal corra a otros lados a refugiarse. Pero sí, en cambio, observo cada tarde los alborotos de los árabes que venden su droga y las apariciones de la policía. No ocurre a unos metros, sino justo bajo la ventana del cuarto donde tengo el ordenador. Los alborotos, por lo general, no son nada, sólo son voces y carcajadas de los fanfarrones, porque los moros hablan así, a gritos, todavía en voz más alta que los españoles o los italianos. A veces creo que hay un lío de los gordos y me asomo y es sólo un tipo hablando por el móvil. Eso sí: se pelean en broma o en serio, pero al parecer les gusta luchar. Supongo que es el alboroto continuo el que obliga a los policías a presentarse por allí. Además de otras historias que no logro entender, porque el oído no da de sí todo lo que quisiera y porque cuando hablan cinco o seis personas al mismo tiempo, entre ellas, uno no es capaz de aislar las conversaciones, y las palabras se mezclan en una danza sucia y desacompasada.
La víspera del Día de Reyes, por ejemplo, cuando estaba haciendo la maleta para irme un par de días a la tierra, escuché alboroto. Pero sólo era el vocerío propio de quienes luego, cuando pasas a su lado, te chistean ofreciendo su costo. Unos minutos después oí más jaleo. Eché un vistazo rápido, porque en un barrio así se pasa de las palabras a los golpes en menos de lo que tarda uno en pestañear. Vi a varios árabes, los mismos de antes y los mismos de siempre, y a varios individuos sudamericanos. En esta ocasión no había españoles. Frente a ellos, varios policías nacionales. Tocaban a un agente por cada dos personas, si las cuentas no me fallan. Pidieron la documentación a los moros, y estos la enseñaron. Mientras tanto, otros dos policías, tras comprobar las credenciales de los sudamericanos, cogieron a uno de estos individuos y lo registraron de arriba abajo, de izquierda a derecha, por aquí y por allá. Uno palpaba por delante y, el otro, por detrás. Metieron las manos en la capucha de la sudadera que el fulano llevaba, y, lo más curioso: introdujeron los dedos (para que el registro fuera exhaustivo) en su melenilla. Supongo que, como tenía rizos hasta más abajo de la nuca, hubiera podido esconder una bolsita de droga o una navaja, vaya usted a saber.
Unos días antes de las navidades observé otro jaleo de árabes, españoles, africanos, policías. Justo bajo la ventana se había detenido un furgón de la nacional. Pedían carnets de identidad, hablaban con una chica española que iba acompañada de un africano, ella señalaba calle arriba, como si por allí hubiese huido alguien. Los árabes también señalaron la cuesta. Pero no me enteré de nada. Supuse que algún culpable había huido por ese camino. Los coches que bajaban por la calle tuvieron que aguardar a que la policía recogiera las velas, a que dejase de pasar lista y pedir documentación y declaraciones. La cuestión es que, a diario y aquí, veo policías en furgones, coches y motos, y eso por un lado me tranquiliza (porque significa que andan patrullando y alejando a los moscones), y por el otro me inquieta (porque significa que, donde hay policía, ha habido bulla y la seguirá habiendo). Los policías que vigilan esta zona, por cierto, no son barrigudos y con un pie en la jubilación, sino jóvenes y atléticos. Se supone que Gallardón va a limpiar un poco esto. Y uno espera que este control sea el origen de esa limpieza de criminales.

martes, enero 10, 2006

Mendigos apaleados (La Opinión)

Y también golpeados, insultados, ridiculizados, vejados, quemados. Es lo que muchos de ellos soportan, según nos revelan algunos medios de comunicación. No sólo les toca arrostrar la miseria, el hambre, los rigores de la intemperie, el alcoholismo, la soledad, los piojos, las enfermedades, la suciedad, el dolor, la indiferencia, las caries, el suelo como colchón y el cielo como techo, sino también las humillaciones y palizas de los niñatos (y, en ocasiones, la muerte a manos de ellos, como epílogo absurdo a su existencia callejera). Hemos visto en la tele a esos niñatos: no son otra cosa, no parecen más que un montón de basura bien vestida y con móvil. Los vimos maltratando, riendo, empujando, dándole collejas a un pobre hombre que no tiene nada, rociando de líquido inflamable a una mujer que intentaba dormir en un cajero.
Los niñatos probablemente hayan visto “La naranja mecánica” de Stanley Kubrick, pero la habrán asimilado mal, no habrán entendido que la película pretendía decir en su mensaje todo lo contrario de lo que a ellos les llegó. Recordemos que el personaje de Alexander de Large, “Alex”, creado por Anthony Burgess, obsesionado con la ultraviolencia, salía a la calle junto a sus amigotes a violar chicas, a robar en las mansiones, a golpear a las bandas rivales. En una de esas salidas encontraban a un mendigo borracho en un callejón, y, tras insultarlo, lo molían a bastonazos y a puntapiés. Sin embargo, dudo que sea ésta la influencia que lleva a los niñatos a salir a dar caza a los pordioseros: al fin y al cabo, uno ha leído también ese libro y ha visto dicho filme no menos de quince o veinte veces, y jamás se le ocurrió apalizar a la gente ni moler al personal. Por otro lado, en los informativos entrevistaron a algunos de estos parados, mendigos, vagabundos. Uno, al que habían hostigado ya varias veces, insistía en que no todos los que les atacan son blanquitos pijos, jóvenes hijos de papá, sino también extranjeros, gente de piel oscura. Contaban que a menudo sospechan, durmiendo bajo harapos en un soportal, que ellos pueden ser los siguientes. De hecho, un señor dijo que lo habían intentado quemar. Se salvó gracias a la lluvia de aquella noche y a la manta en la que suele dormir arrebujado.
La han tomado con ellos. Por diversión, parece. Por odio. Porque la moda ahora es hacer cosas extrañas y grabarlas con la cámara del móvil. Porque los individuos que no tienen protección, que no gozan de un techo ni de una familia que les espere, los hombres y mujeres que una madrugada mueren congelados en un parque, son presas fáciles. Están débiles, mal alimentados, han envejecido prematuramente, no cuentan con fuerzas para defenderse, y nadie los echará de menos, salvo el tipo con quien una noche compartieron una botella de vino antes de taparse con cartones y dormir en el portal de un cajero automático. Algunas de las mujeres sin hogar o sin techo (que es como las llaman en los telediarios, tal vez imitando el término anglosajón homeless) también han sufrido violaciones o ataques sexuales. Pero no cuento nada nuevo: basta con ver las imágenes que nos han mostrado de las agresiones a la mujer quemada en un cajero o del tipo al que, delante de la grabadora de un móvil, obligan a decir “jackass” mientras le propinan collejas. Lo que a uno le gustaría es que estos agresores, con el tiempo, cayeran en la misma situación: es decir, que sus vidas quebraran (por un despido, por drogadicción o alcoholismo, por caída económica) y tuvieran que vivir en la calle y soportar el frío y las palizas. Algunas personas deberían probar su propia medicina. Aunque, entonces, nosotros nos apiadaríamos de ellas.

lunes, enero 09, 2006

Repaso (La Opinión)

Me vienen a la memoria, ya en Madrid, los días pasados en Zamora, durante la Navidad. Vienen a mí como un soplo de aire fresco, como un delicioso brebaje que apunta aún su regusto en el paladar del recuerdo. Debo decir que, en poco más de una semana, intenté apurar todos los cálices que allí se ofrecen (la gastronomía, la amistad, la familia, los gatos, las costumbres, los paisajes, las fiestas, los bares, las calles, los cielos helados y el clima duro y afilado). Pero faltó tiempo. Siempre nos falta tiempo, amigo. Tiempo para visitar a antiguos compañeros de trabajo, para tomar esos cafés que solemos aplazar una y otra vez, para cenar en alguna bodega de El Perdigón, para meternos en otros garitos cuyas paredes, puede que ahora sin humo, o puede que no, echábamos en falta.
El frío, ya lo dije, se le metía a uno dentro hasta helarle el alma. Un martes, creo, los habitantes y turistas de la ciudad se encontraron con un muestrario variado de fenómenos atmosféricos: un poco de niebla, una helada, mucha lluvia y algo de nieve. Lo justo para desear refugiarte en casa o en los bares. No hubo tiempo para todo lo que uno se había propuesto, pero, al menos, sí para tapear: patatas bravas, y pinchos morunos, y perdices con salsa, y vinos de la tierra en la zona de Los Lobos, y cuadrados, montados, cachuelas en el Bayadoliz, y chorizo a la brasa en El Mesón del Chorizo, y tomar cada tarde cañas con limón en el Avalon, y echar un trago en el Popanrol, en El Moli, en el Semura, en el Molly Mallone’s, en La Cueva, en el Universal, en El León Dorado, en el Vía Baguta, en el Pub 43, y en otros cuantos garitos que conforman la identidad y la memoria zamorana de uno. Me gusta divertirme y, si ese es mi delito, lo acepto entonces: soy culpable. Porque transitar (y fatigarse) por las tascas, los cafés, las tabernas, los pubs, facilita el reencuentro, no sólo con los amigos y conocidos: también con la memoria. Dicen que la patria de uno es la infancia, pero la auténtica patria son los lugares de los que uno se marchó. Algunas de las personas que viven fuera de la ciudad, rozando la madrugada, me contaron que echaban de menos la tierra. La tierra, sin embargo, se aprecia mejor dándole unos bocados de vez en cuando, para huir de la sobredosis y el hastío.
También participé en otros eventos: en la extraordinaria fiesta que hacemos unos cuantos en Nochevieja, de la que nadie sale jamás descontento o aburrido; en las uvas del día treinta en la Plaza Mayor, mientras la gente observa y se asombra, pero es tradición que también se da en otros lugares; en las cenas familiares y en los brindis vespertinos de Nochebuena. Mi gato, en esta ocasión, no me propinó los dos o tres zarpazos que suele darme, como castigo: tal vez perdonándome, o aceptando el regreso. En Zamora volví a la vida un poco desordenada que allí llevo cuando son fiestas: salir por la tarde a tomar café, darse unos paseos por la zona vieja, cenar o merendar en los bares de tapas, volver a casa de madrugada o al alba. En definitiva: sorber la vida y la noche como si fuese un pecado y un placer. También regresé al río, culebra de plata y tiniebla en la noche, espejo con nieblas en la madrugada, cuchillo evocador en la mañana, espuma marrón y revuelta en la tarde. Para conocer y apreciar los colores y las pinturas que el Duero y el cielo van conformando hay que asomarse a él en la noche y en la madrugada, en la mañana y en la tarde. Que uno no se canse de ver el río es bueno. Y necesario.