jueves, enero 26, 2006

Aislados (La Opinión)

Cuentan que un hombre murió en uno de los trenes del metro de Brooklyn. Iba sentado, como cualquier otro pasajero. Sufrió un ataque al corazón y se fue al otro barrio. La noticia no es que aquel ciudadano muriese, sino que estuvo siete horas en el vagón sin que nadie advirtiera que estaba muerto. Los otros viajeros pensaron que estaba dormido. Uno va en el metro, y observa a personas con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el cristal que hay a su espalda, y siempre piensa que están agotadas de sueño y de cansancio, que sólo han bajado los párpados unos minutos, para reponerse un poco entre parada y parada. Da repeluzno saber que puedes viajar en el metro (o en el autobús, o en el tren) y que el fulano sentado a tu derecha sea un cadáver fresco, al que aún no le han salido las larvas.
En “Collateral”, aquella magistral obra de Michael Mann, contaban una historia similar. El protagonista, un asesino de pelo cano llamado Vincent (Tom Cruise) advertía al conductor de un taxi, Max (Jaime Foxx), sobre los peligros de la gran ciudad. Decía que, en Los Ángeles, habitan diecisiete millones de personas, siendo la quinta economía más grande del mundo, pero nadie conoce a nadie; y que había leído sobre un tipo que falleció en el metro, sentado en su vagón, y viajó por los subterráneos de la ciudad durante seis horas, hasta que alguien se dio cuenta de que era un fiambre. Anécdota que, posteriormente, tendrá su importancia en el relato. Sea real o inventada la historia que referían en esa película, lo cierto es que no se diferencia demasiado de la noticia que han recogido los medios. Pero no debemos olvidar que las ciudades están surtidas de leyendas urbanas. Dos o tres años atrás corrió una anécdota sobre un trabajador de una empresa de publicidad de Nueva York. Un lunes, a primera hora de la jornada laboral, estaba en su oficina, que compartía con otros veinte empleados. Sufrió un paro cardiaco y se quedó en el sitio. Era el primero en entrar en la oficina y el último en abandonarla (ya saben: la clase de tipo consagrado a su trabajo, que no admite otra clase de vida). Y, el sábado, los encargados de la limpieza comprobaron que estaba tieso. La autopsia reveló que llevaba muerto cinco días. Bien. Pues esta historia, según se descubrió poco después, era falsa. No existía la empresa de publicidad, y tampoco existía el hombre: la empresa había sido inventada y, el apellido del tipo, tomado del listín de teléfonos. Una leyenda urbana, de esas que corren al galope por la red y nos asustan o nos escandalizan hasta que alguien las desmiente. Igual que los reportajes que urdió Stephen Glass en The New Republic: al final descubrieron sus mentiras. Glass sí existió, pero sus reportajes eran un compendio de invenciones, trampas y datos erróneos (como los de Jayson Blair para The New York Times).
La primera historia, la que no pertenece al cine, ni a las trolas periodísticas, ni a las leyendas urbanas maquinadas para ser colgadas en internet, sí parece cierta. Y todas, verdaderas o falsas, ponen en tela de juicio la soledad, el aislamiento, la frialdad de las grandes ciudades, donde a veces no hay demasiada diferencia entre los vivos y los muertos. No es uno el primero que se pregunta, cuando ve en los soportales, en las esquinas o en los bancos de las calles, a individuos tirados y envueltos en harapos, si éstos respiran o no. El caso es que ninguno nos atrevemos a destapar la solución, a resolver el enigma. En una ciudad pequeña dudo que esta frialdad, este aislamiento, esta desconfianza, se diera. Y menos aún en un pueblo, donde todos se conocen, y cualquier paso que uno da lo saben hasta las gallinas del corral.