jueves, mayo 31, 2018

Trilogía de la guerra, de Agustín Fernández Mallo


Después me quedaba dormido intentando ver los cuatro puntos que años atrás flotaban en mis pupilas al cerrar los ojos; buscar compañía antes de caer en el sueño, pero nada. Y entonces, con intención de variar mis rutinas, a las cuales atribuí el origen de toda aquella inquietud, decidí actuar no sobre esas rutinas sino sobre algo mucho más radical: el propio tiempo que las contiene.

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En los viajes nocturnos hay que tratar de ver las cosas antes de llegar a ellas; cuando las tienes encima, la luz de los faros ya está en otro lugar. Esa anticipación también rige en la vida, me dije, siendo así ésta un viaje nocturno hasta que en la muerte desembocas a la luz del día.

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"Somos nuestro pasado muerto, somos todos los ataúdes que nos han precedido", así me lo había dicho él una tarde de primavera, a la edad de nueve años, en la cocina del rancho, mientras con su mano izquierda jugueteaba con su llavero, rectángulo de abeto de las mismas dimensiones que un billete de dólar; recuerdo que afuera una vaca bebía agua de un regato recién llegado del deshielo, y como si se burlara de las palabras de mi padre se pasaba la lengua por el hocico y después mugía.

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Benny, además de perder la camisa, perdió los cien dólares que le cobró el cabrón aquel, ya que los escombros de cenizas seguían pitando. Como si el alma de las cosas, incluso siendo ya cenizas y basura, nunca se desvaneciera.

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Tengo el convencimiento de que cuando alguien desaparece de nuestras vidas, ya sea por muerte o simple abandono, lo sustituimos por alguna parte de nuestro cuerpo, órgano que inmediatamente pasa a ser la persona desaparecida.

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Ocurre que la realidad es eminentemente desordenada, nunca percibimos las cosas en su correcta secuencia temporal, por eso cuando hablamos o escribimos tampoco nos atenemos al orden cronológico. La vida es un accidente de aviación elevado a la enésima potencia, la vida es una gran catástrofe, el accidente definitivo, y con tal desorden la narramos.

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A los vivos los ves pasar y quizá nunca vuelvas a verlos, pero un muerto se queda, su presencia se adhiere a tu piel como lo hace este olor a mantequilla que impregna todas las cosas en esta costa francesa.


[Seix Barral]

Banner de Dublin Oldschool


Peppermint: primer cartel


Cartel de Action Point


lunes, mayo 28, 2018

La muerte de la mariposa [Zelda y Francis Scott Fitzgerald], de Pietro Citati


Aunque me gustan las biografías exhaustivas (pienso en volúmenes gruesos como Magia cruda. Una biografía de Sylvia Plath, de Paul Alexander, en Hitler, de Joachim Fest, en Robert Mitchum: ¡Olvídame, cariño!, de Lee Server, por citar algunas), de vez en cuando se agradece una de esas semblanzas breves sobre un literato, un cineasta o una poeta, como Peter Ackroyd al escribir Poe. Una vida truncada. Eso es lo que hizo Pietro Citati con Katherine Mansfield, y lo que también hizo con Zelda y Scott Fitzgerald, esa pareja sobre la que nunca nos cansaremos de leer porque condensa todo lo referente a un matrimonio maldito de escritores: celos, peleas, locura, alcohol, tiempos difíciles… Pese a los éxitos y al dinero, ambos encarnaron el modelo de gente que va a la deriva porque es inevitable, que muere joven y que está continuamente al borde del colapso, de la quiebra, del crack-up (como citó el propio Fitzgerald).

Unas 90 páginas le bastan a Citati para condensar el martirologio de Scott y Zelda, ofreciéndonos de paso algunos pasajes muy hermosos, muy cargados de literatura. Basten dos ejemplos:   

Quien escribe poemas y cuentos busca las luces que se desplazan, los destellos, los reflejos, mientras escucha con una atención cada vez mayor algo que suena al fondo, la poderosa o imperceptible música trágica de las cosas perdidas. Si la cultivamos intensamente, la literatura nos otorga ese privilegio: "Las cosas resultan más dulces una vez que las has perdido". A medida que pérdidas, fallos, renuncias y derrotas se suceden, encontramos a nuestro alrededor, como un regalo o un tesoro que sólo a nosotros nos pertenece, una dulzura cada vez más profunda que nos invade el alma.
Mientras escuchaba esa música melancólica, Fitzgerald perseguí algo a lo que debería haber renunciado: el éxito.

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De esta forma, pelea tras pelea, copa tras copa, derroche tras derroche, Zelda y Fitzgerald perdieron la paz y la salud: abusaron de su amor, lo hirieron, lo desgarraron, lo hicieron trizas, antes incluso de que la locura los arrollara. No comprendieron la razón: ni siquiera Fitzgerald, que reflejó esa pérdida en sus libros, porque sus libros entendieron lo que él no entendió nunca.


[Gatopardo Ediciones. Traducción de Teresa Clavel]

Cartel de The Sisters Brothers


Próximamente: El río


De Rumer Godden. En Acantilado.

Cartel de Down a Dark Hall


viernes, mayo 25, 2018

La mujer singular y la ciudad, de Vivian Gornick


Comentábamos aquí, el año pasado, Apegos feroces, el libro de memorias de Vivian Gornick que se ha convertido en un todo un fenómeno en España, tanto en ventas como en críticas. La mujer singular y la ciudad es una especie de continuación de aquel, donde la autora continúa contándonos sus paseos por la ciudad, sus trayectos de un punto a otro, sus conversaciones (en esta ocasión charla más con un amigo que con su madre, aunque también está presente) y lo que va observando y escuchando por las calles y en los transportes públicos: discusiones, retazos de diálogo, encuentros y desencuentros… Así, va captando el alma de la ciudad, recogiendo fragmentos dispersos de vivencias y conversaciones aisladas. No faltan sus observaciones sobre literatura o sobre la historia de Nueva York. Incluso me ha gustado un poco más que el anterior, que también era espléndido. Aquí van unos extractos:

La calle no para de moverse, y es imposible que no te guste el movimiento. Tienes que encontrar la composición del ritmo, escribir la historia a partir del movimiento, comprender y no lamentar que el poder del impulso narrativo sea frágil, aunque infinito. ¿La civilización se está fracturando? ¿La ciudad está enloquecida? ¿El siglo es surrealista? Muévete más deprisa. Encuentra el hilo argumental más rápido.

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Cada día, cuando salgo de casa, me digo: "Voy a subir por el East Side porque es más tranquilo, más limpio y espacioso". Sin embargo, siempre acabo encontrándome en el abarrotado, sucio y errático West Side. En el West Side, la vida parece real. Inteligencia atrapada en dolor. Me recuerda por qué camino. Por qué caminamos todos.

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Liberarse de las heridas de la infancia es una tarea que nunca se acaba, ni siquiera cuando se está al borde de la muerte. Una amiga mía, enferma de cáncer, seguía enzarzada en una lucha de poder con un marido que no había sido capaz de proporcionarle un matrimonio que la compensara por lo que había sufrido a manos de su cruel familia. Aunque su marido siempre había sido leal –y un servicial cuidador durante su larga y terrible enfermedad–, mi amiga nunca se fio de él más de lo que se había fiado de su mujeriego padre. Un día, cuando le quedaban pocas semanas de vida, el marido me pidió que lo sustituyera una noche porque quería visitar a unos amigos que vivían en el campo. A la mañana siguiente, en cuanto me acerqué a la cabecera de su cama, mi amiga me agarró del brazo y dijo con voz ronca:
-Creo que Mike está con otra –me quedé mirándola en silencio–. ¡No lo toleraré! –gritó–. Quiero el divorcio.   


[Sexto Piso. Traducción de Raquel Vicedo]

Trailer de The Sisters Brothers


En Aleteia: André el Gigante


Christopher Robin: nuevo cartel


The King: 2 carteles



miércoles, mayo 23, 2018

La Casa de las Alfombras, de Mario Crespo


Recordaba el mundo exterior como un haz de luz que deshacía las sombras proyectadas por los internos de su unidad y le parecía que aquel modo de vida era maravilloso. El principio del fin comenzó para él con un pequeño lunar que se extendió por su espalda hasta convertirse en una especie de caparazón de tortuga. El caparazón le obligaba a dormir de costado y cuando, por accidente, amanecía boca arriba, se sentía como un repugnante insecto. Los chicos de su barrio lo apodaron el Hombre Tortuga y se encargaron de propagar la existencia de semejante fenómeno por toda la ciudad. Unos tipos con brazalete blanco que se identificaron como funcionarios del IPLI llamaron un día a su puerta y se lo llevaron. Era apenas un muchacho.

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El Hombre Tortuga era consciente de que se había adentrado en un coto vedado de caza donde representaba el papel de presa. Se sentía como una liebre que huye de una manada de galgos escuálidos. Había sido capaz de sobrevivir a la cacería gracias al táser, pero entre los efectos colaterales de la refriega se encontraba la pérdida del arma, así como la de los víveres y el agua. Comenzaba para el joven una etapa aún más dificultosa que la del tramo anterior; una tribulación en una tierra controlada por depredadores humanos.

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La mujer le dedicó una media sonrisa cómplice y el gesto condujo a Gregor a la desconfianza. Parecía una mueca impostada; una trampa para mentes débiles que caían fácilmente en las redes de la belleza. Aun así decidió acercarse a ella. Cuando alcanzó su altura, se dio por fin cuenta de lo que sucedía: la mujer tenía dos caras, más bien tenía la cara partida en dos; un lado deforme y el otro bellísimo.
-Bienvenido a la Casa de las Alfombras –dijo sonriendo la mujer con dos caras.
Le parecía todo una broma; una manipulación orquestada por Bufón y don Santiago para burlarse de él y reírse a su costa. Una de esas cámaras ocultas. La casa de las alfombras era el cuento de su infancia, el que curiosamente se había encontrado deshojado las tierras de la anarquía; no podía ser cierto que la casa en la que se encontraba se llamase igual, a pesar de que Bufón le hubiera advertido que en Uru existía una Casa de las Alfombras.

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La descomposición destroza la dignidad de los hombres, los convierte en materia reciclable, en súbditos de una naturaleza que absorbe todo lo orgánico demostrando que ella es la única que se impone a la muerte. Aquello que antes tuvo vida, que existió, se convierte en una estructura sin más. En carne. Y la carne hiede si no se refrigera. Debido a ello, el hoyo que Gregor estaba cavando tenía que profundizar al menos un metro y medio; la distancia suficiente para evitar la resurrección del cuerpo un día de tormenta en que las aguas remuevan la tierra. Gregor midió el agujero utilizando como referencia su propia estatura y estimó que se acercaba al metro y medio. Luego salió de la tumba y empujó el cadáver con el pie hasta que cayó rodando en el hoyo. Al echar tierra encima pensó: "Ya somos uno menos".


[Libros.com]

Philip Roth (1933 - 2018)


Cartel de Papillon (2018)


Próximamente: Lacombe Lucien


De Louis Malle y Patrick Modiano. En Anagrama.

Trailer de Mowgli


Cartel de McKellen: Playing the Part


Cartel de White Boy Rick


lunes, mayo 21, 2018

Breve historia del circo, de Pablo Cerezal


En Cochabamba puedo contemplar, a diario, el afán de un nutrido grupo de niños cuyo futuro, al igual que el de los guerrilleros que dieron origen al Circo, pareciera estar escrito. Niños cuyo porvenir quisieron –otros– escupir en las mareas mínimas de desagües y vertederos, desvencijar en el sofá deteriorado de los aromas del pegamento, anudar al sacrificio profano de una niñez sin juego. La solidaridad, ese yunque en que el martillo de lo políticamente correcto golpea las conciencias con el ánimo de forjar espadas de esperanza, ayuda a que estos niños, a través de las artes circenses, recuperen a esa madre de juego y risa de que, demasiado pronto, les destetaron.

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Soy alguien. Quizás sólo existencia, como temía Sartre en La Náusea. Pero hoy, al fin, una existencia feliz de no existir contemplando, en el espejo retorcido del mañana sin desayuno y con sueño, una corbata anudada a su respiración de tabaco y hartazgo. Porque ya no hay corbata. Ya ninguna cartografía de mil rayas recorre la nervadura de mi piel. Quiero decir: ya ni visto traje cruzado ni soy cruzado del vacío, de la falsa apariencia, para obtener un salario de fin de mes y postrera esperanza. Ahora, ya digo, las reuniones de trabajo, esas en que se cierran acuerdos como misiles y se lanzan bombas como cifras, quedan lejos de mí, y los únicos acuerdos que alcanzo, a la sombra de una parra y un café mediado, revierten económica y vitalmente en la sonrisa despavorida de un tropel de niños deslumbrados de podredumbre, hambre y, a pesar de todo, alegría.

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Arde Cochabamba, podría pensar el inexistente lector de estas líneas retorcidas en regueros de cochambre. O quizás no. Porque, de primeras, es difícil imaginar la basura que ya forma parte del pavimento y el caminar ciudadano crepitando en pira funeraria. La basura, cuando es parte del paisaje, caso de arder solo lograría desmantelar la ciudad. Y eso no, no lo deseamos quienes en ella habitamos.
Pero tampoco deseamos conservar la basura en nuestras casas. Mejor su descanso dominical de barrenderos en huelga y gatos famélicos. 

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El hospital despereza el sudor de heridas y lamentos de un día perdido entre vendajes, sondas, goteos y suturas que no quieren decir su nombre. Y tú describes tu presencia con la metáfora quieta del llanto primero. Yo, aletargado por el cínico festival de luces de la sala de partos, asisto a tu nacimiento.
Surges de un naufragio de vísceras como pétalos de rosas que nunca germinaron espinas, reclamando tu pequeño espacio en un mundo que se precia de regalar a cada uno el suyo. Tu madre te regala el punzón incierto de un dolor de siglos con el que tú decides coser celofanes de regalo y pajaritas de tiempo.
Afuera, los voceros del apocalipsis continúan su prédica huérfana de esperanza y podrida de futuros que no llegan. Yo, dentro, embadurnado de la asepsia azul cobalto del partitorio, asisto al apocalipsis de vida y milagro de tu nacimiento, hijo, mientras tu madre se desmadeja en arrumacos de lágrima y desvanecimientos de emoción que nadie ya, salvo tú, podrá reverdecer en el pasto breve de las pupilas.


[Chamán Ediciones]

Blindspotting: 3 carteles




Cartel de Who We Are Now


viernes, mayo 18, 2018

Jardines en tiempos de guerra, de Teodor Cerić


Volví a ver el huerto de mi padre, a la sombra de un inmueble comunista de veinte pisos, en los arrabales de Sarajevo, donde aprendí a sembrar, a podar, a observar cómo brotan las plantas y crecen insolentemente hacia el cielo. Sí, me dije –y el mar de plomo me observaba mudo, sin contradecirme ni asentir–, plantar un jardín es algo que siempre vale la pena. Si disponemos de poco tiempo, si alrededor de nosotros el mundo vacila y la muerte, en todas sus formas, avanza, lo único que podemos hacer es transformar una parcela de tierra, no importa cuál, en un lugar acogedor, un lugar que acoja más vida.
Eso es lo que pensé, de pie en la playa de Dungeness, sintiéndome extrañamente sereno, por primera vez, creo, desde que salí de mi país.

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De pie junto al muro de hormigón, volví a pensar en la carta en la que Beckett sueña con poder vivir toda la vida en Ussy, mirando "la hierba crecer entre las piedras". Me lo imaginaba en su jardín, sentado sobre los talones, con las tijeras de podar en la mano, la mirada clavada en el suelo, observando la vida ínfima que se aferraba al suelo, que intentaba resistir a la destrucción a la que están condenadas todas las especies, como Vladimir, Estragon, Hamm, Clov, Winnie, Krapp y toda la banda de pecios que recorre su obra. Y también debía de pensar en sí mismo, en su voluntad de resistir, a despecho de todo sentido común, de proseguir sin saber por qué ni cómo, sospechando que Godot nunca va a llegar, ni siquiera a esa casa de Ussy, que sin embargo él mismo había construido. Quizás, al levantarse, saludaba a todas aquellas plantas tenaces. Un poco como cuando estaba en su despacho de París y, según dicen, hacía señales a los prisioneros de La Santé, justo enfrente, de ventana a ventana.

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No, no hay tiempo que perder. Por eso evito cuanto puedo las infinitas distracciones que nos alejan de lo que es sencillo e inmediato.

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La ilusión más temible de la escritura es la que consiste en hacerte creer que puede abolir el espacio, y también el tiempo, volver a hacer presente lo que no está, o alcanzable lo que se ha perdido para siempre. Creo que cedía a esa tentación. Es cierto que mientras intentaba recrear aquellos jardines en la página me los volvía a encontrar tal como los había dejado, y volvía a andar por ellos con la misma alegría, como si yo siguiese siendo el cachorro vagabundo de aquellos lejanos años o como si esos sitios no hubieran envejecido. 


[Elba Editorial. Traducción de Ignacio Vidal-Folch]

BlacKkKlansman: primer cartel


Sorry to Bother You: 2 carteles



jueves, mayo 17, 2018

Calle de dirección única, de Walter Benjamin


La sensación predominante en el asco a los animales consiste en el miedo que sentimos a que nos reconozcan al tocarlos. Lo que tan hondamente se estremece dentro del ser humano es la consciencia oscura de que en él vive algo nada ajeno a ese animal que nos da asco, por lo que éste podrá reconocerlo. Todo asco, originalmente, es un asco al contacto.

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El hombre enamorado no sólo siente apego por los posibles "defectos" de la amada, por sus tics y debilidades, sino que las arrugas de su rostro y los lunares que aparecen en la piel, los vestidos raídos y los andares al sesgo lo atan más duradera e implacablemente que ninguna belleza.

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Los niños se sienten atraídos irremisiblemente por la basura que se produce en la construcción, en las tareas domésticas, en la jardinería, en las sastrerías o en las carpinterías. En los productos de desecho reconocen el rostro que el mundo de las cosas les va mostrando a ellos, sólo a ellos. Pues los niños no imitan las obras de los adultos, sino que reúnen materiales de tipo muy diverso para jugar con ellos, relacionándolos de una manera nueva.

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Para elaborar una buena prosa es preciso subir tres escalones: el musical, en el que hay que componerla, el arquitectónico, en el que hay que construirla, y por fin el textil, en el que hay que tejerla.

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No dejes de escribir porque nada se te ocurra. Es un mandamiento del honor literario sólo dejar de escribir cuando hay que cumplir una obligación (acudir a una comida o a una cita), o cuando la obra está acabada.

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La polémica consiste en aniquilar un libro con unas pocas de sus frases. Cuanto menos lo estudie el crítico, mejor. Sólo quien puede aniquilar puede criticar.

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Un barrio laberíntico, una red de calles que había evitado durante años, se me hizo claro de repente cuando alguien que amaba se fue allí. Como si hubiera un proyector en su ventana que organizara la zona con sus rayos.

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Ser feliz significa el poder percibirse sin horror.

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En cuanto empieza a vivir, el niño se convierte en un gran cazador. Caza los espíritus, cuya huella rastrea entre las cosas; y entre los espíritus y las cosas van transcurriendo años en los que su campo visual nunca incluye a los hombres. Vive así como en sueños; no conoce nada permanente, porque todo le pasa, le sucede. Y sus años de nómada son horas dentro del bosque de los sueños.



[Abada Editores. Traducción de Jorge Navarro Pérez]

Trailer de BlacKkKlansman


miércoles, mayo 16, 2018

Infancia en Berlín hacia el mil novecientos, de Walter Benjamin


No lograr orientarse en una ciudad aún no es gran cosa. Mas para perderse en una ciudad, al modo de aquel que se pierde en un bosque, hay que ejercitarse. Los nombres de las calles tienen que ir hablando al extraviado al igual que el crujido de las ramas secas, de la misma forma que las callejas del centro han de reflejarle las horas del día con tanta limpieza como un claro en el monte. Este arte lo he aprendido tarde, pero ha cumplido el sueño cuyas huellas primeras fueron los laberintos que se iban formando sobre las hojas de papel secante de mis viejos cuadernos.

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El inicio de cada enfermedad me iba enseñando una y otra vez con qué seguro tacto, con qué cuidado y habilidad se presentaba siempre el infortunio. Pero no pretendía el llamar la atención. Todo empezaba con unas manchas en la piel, como un ligero malestar. Era como si aquella enfermedad estuviera más que habituada a esperar con paciencia a que el médico le diera alojamiento.

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La vida trata durante mucho tiempo al recuerdo aún tierno de la infancia al igual que una madre que coloca contra su pecho al recién nacido pero sin por ello despertarlo. Nada fortaleció más mi recuerdo que la contemplación de aquellos patios, de cuyas oscuras galerías una que en verano estaba siempre a la sombra de un toldo era para mí como la cuna en que la ciudad puso al nuevo ciudadano. 


[Abada Editores. Traducción de Jorge Navarro Pérez]

Cartel de The Year of Spectacular Men


Mission: Impossible - Fallout: 2 carteles



Tom Wolfe (1931 - 2018)


Bohemian Rhapsody: 2 carteles



Margot Kidder (1948 - 2018)


lunes, mayo 14, 2018

viernes, mayo 11, 2018

Los fantasmas de mi vida, de Mark Fisher


He descubierto a Mark Fisher tarde, es decir, en torno a un año después de su suicidio (no debemos confundirlo con el autor del mismo nombre que escribe libros sobre millonarios y que nació antes). Tampoco es que contáramos con demasiado material suyo en España: los dos libros que había hasta ahora (Realismo capitalista y Los fantasmas de mi vida) los han publicado en Argentina y aquí los tenemos de exportación, y el mes pasado salió en Alpha Decay Lo raro y lo espeluznante. Yo compré los tres y, de momento, he leído el que nos ocupa hoy: Fisher es un ensayista sorprendente, casi podríamos decir que heredero de Greil Marcus por su habilidad para trazar pasadizos magníficos entre determinados sectores de la sociedad y de la cultura pop.

Si no he contado mal, aquí se reúnen una veintena de textos en los que caben Joy Division, V de Vendetta, David Cronenberg, Kanye West, Christopher Nolan, Burial, El resplandor, Tricky, Jacques Derrida… Un festín para quienes, como yo, se emocionan con los libros referenciales y con el talento de algunos autores para enlazar sociedad y cultura, política y filosofía… Ya sólo el título completo (Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos) es un anzuelo para quienes amamos esas derivas sobre el presente y el futuro que mantienen un anclaje en el pasado para comprender dónde estamos y hacia dónde nos movemos. Unos fragmentos:  

Mientras que la cultura experimental del siglo XX estuvo dominada por un delirio recombinatorio que nos hizo sentir que la novedad estaría disponible infinitamente, el siglo XXI se ve oprimido por una aplastante sensación de finitud y agotamiento. No se siente como el futuro. O, alternativamente, no se siente como si el propio siglo XXI hubiera comenzado. Permanecemos atrapados en el siglo XX, exactamente como Sapphire y Steel estaban encarcelados en el café al costado de la ruta.
La lenta cancelación del futuro ha sido acompañada por una deflación de las expectativas.

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Comparen el improductivo terreno del presente con la fecundidad de períodos previos y rápidamente serán acusados de "nostálgicos". Pero la dependencia que los artistas actuales tienen de los estilos establecidos hace mucho tiempo sugiere que el momento presente sufre de una nostalgia formal, de la que nos ocuparemos en breve.

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Conocí a Joy Division en 1982, así que, para mí, Curtis siempre estuvo muerto. Cuando los escuché por primera vez a los 14 años, fue como ese momento de In the Mouth of Madness [En la boca del miedo], de John Carpenter, en el que Sutter Cane obliga a John Trent a leer la novela, la hiperficción, en la que está inmerso. Toda mi vida futura aparecía intensamente compactada en esas imágenes sonoras: Ballard, Burroughs, dub, disco, gótico, antidepresivos, hospitales psiquiátricos, sobredosis, muñecas cortadas. Demasiados estímulos como para siquiera comenzar a asimilarlos. Si ni ellos mismos entendían lo que estaban haciendo, ¿cómo podría haberlo hecho yo?

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Toda música produce una integración o una interrupción de los patrones de comportamiento habituales. Por lo tanto, una música política no podría ser solo la comunicación de un mensaje textual; tendría que ser una lucha por los medios de percepción, librada en el sistema nervioso.

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¿Realmente tenemos más sustancia que los fantasmas que continuamente aplaudimos?

El pasado no puede ser olvidado, el presente no puede ser recordado.

Cuídate. Hay un desierto allí afuera…

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El espacio público ha sido consumido y reemplazado por algo similar al "tercer lugar" ejemplificado por los cafés de franquicia. Estos espacios son siniestros solo por el poder que tienen para replicar su mismidad. La monotonía del ambiente Starbucks es a la vez reconfortante y extrañamente desorientadora; dentro de esa cápsula, literalmente es imposible olvidar en qué ciudad se está. Lo que he llamado nomadalgia es la sensación de ansiedad que estos ambientes anónimos, más o menos iguales en todo el mundo, provocan; el malestar de viaje producido por el movimiento entre espacios que podrían estar en cualquier lugar. Mi, yo… ¿qué ocurrió con Nuestro Espacio, o con la idea de un espacio público que no es reducible a una sumatoria de preferencias de consumo?

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Si necesitas una explicación simple del crecimiento del conservadurismo cultural, de la captura de Londres por las fuerzas de la Restauración, basta con mirar este fenómeno. Como Jon Savage señala en England's Dreaming, la Londres del punk todavía era una ciudad bombardeada, llena de abismos, agujeros y espacios que podían ser invadidos y ocupados. Una vez que esos espacios se cierran, prácticamente toda la energía de la ciudad está puesta en pagar las hipotecas o los alquileres. Ya no hay tiempo para experimentar, para viajar sin realmente saber adónde vas a terminar. Tus metas y objetivos tienen que ser declarados por anticipado. El "tiempo libre" se transforma en convalecencia. Te vuelcas hacia lo que te da seguridad, lo que más te distrae de la jornada laboral: las canciones viejas y familiares (o lo que suena como ellas). Londres se transforma en una ciudad de esclavos de rostros esqueléticos enchufados a sus iPods.

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Cuando lo Real irrumpe, todo se siente como si fuera un film: no un film que estás mirando, sino un filme en el que estás dentro. Repentinamente, desaparecen las pantallas que nos aíslan –a nosotros, espectadores del capitalismo tardío– de lo Real del antagonismo y la violencia.



[Caja Negra Editora. Traducción de Fernando Bruno] 

Cartel de Feral


Cartel de The Catcher Was a Spy


Us: primer cartel