Aunque me gustan las biografías exhaustivas (pienso en volúmenes gruesos como Magia cruda. Una biografía de Sylvia Plath, de Paul Alexander, en Hitler, de Joachim Fest, en Robert Mitchum: ¡Olvídame, cariño!, de Lee Server, por citar algunas), de vez en cuando se agradece una de esas semblanzas breves sobre un literato, un cineasta o una poeta, como Peter Ackroyd al escribir Poe. Una vida truncada. Eso es lo que hizo Pietro Citati con Katherine Mansfield, y lo que también hizo con Zelda y Scott Fitzgerald, esa pareja sobre la que nunca nos cansaremos de leer porque condensa todo lo referente a un matrimonio maldito de escritores: celos, peleas, locura, alcohol, tiempos difíciles… Pese a los éxitos y al dinero, ambos encarnaron el modelo de gente que va a la deriva porque es inevitable, que muere joven y que está continuamente al borde del colapso, de la quiebra, del crack-up (como citó el propio Fitzgerald).
Unas 90 páginas le bastan a Citati para condensar el martirologio de Scott y Zelda, ofreciéndonos de paso algunos pasajes muy hermosos, muy cargados de literatura. Basten dos ejemplos:
Quien escribe poemas y cuentos busca las luces que se desplazan, los destellos, los reflejos, mientras escucha con una atención cada vez mayor algo que suena al fondo, la poderosa o imperceptible música trágica de las cosas perdidas. Si la cultivamos intensamente, la literatura nos otorga ese privilegio: "Las cosas resultan más dulces una vez que las has perdido". A medida que pérdidas, fallos, renuncias y derrotas se suceden, encontramos a nuestro alrededor, como un regalo o un tesoro que sólo a nosotros nos pertenece, una dulzura cada vez más profunda que nos invade el alma.
Mientras escuchaba esa música melancólica, Fitzgerald perseguí algo a lo que debería haber renunciado: el éxito.
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De esta forma, pelea tras pelea, copa tras copa, derroche tras derroche, Zelda y Fitzgerald perdieron la paz y la salud: abusaron de su amor, lo hirieron, lo desgarraron, lo hicieron trizas, antes incluso de que la locura los arrollara. No comprendieron la razón: ni siquiera Fitzgerald, que reflejó esa pérdida en sus libros, porque sus libros entendieron lo que él no entendió nunca.
[Gatopardo Ediciones. Traducción de Teresa Clavel]