domingo, noviembre 24, 2019

El contador de gotas, de Francisco Javier Irazoki



VIGÍA DE PALABRAS

Cuando nos conocimos, él ya tenía canosas sus barbas y melenas.
Jorge G. Aranguren nunca fue un maestro altivo. Venía de su taller de artesano y nos mostraba las dudas. Inclinado sobre los papeles, componía poemas con idioma selecto. Los diccionarios, las obras de autores clásicos y los manuales de sintaxis eran sus herramientas de consuelo y suplicio. El trabajo de vigía de las palabras lo convirtió en un hombre suave.
Nacido durante la guerra civil española, tuvo que resistir contra un ambiente estricto y se vengaba mencionando sensualidades. La posguerra le inoculó el miedo a la escasez. Todavía evoca con nostalgia su adolescencia en Francia, donde se instruyó entre obreros, un abad, republicanos perseguidos y objetos de aluvión.
La orfandad ha sido su calendario. Lo acepta. Ni secunda los fervores de la tribu ni corea esclavitudes. Pero se yergue en cuanto oye la palabra gramática.
Otra vez regresa a sus estudios. Perseverante, elimina de sus páginas el sonido estridente, la imprecisión, los hierbajos de la moda. Sin ser un mendigo de la música, nos enseña a escuchar nuestras frases. Mitiga el desamparo buscando la belleza.
Su ética está concentrada en el oído.

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HERMANA DISTANTE

Ahora escucho a mi hermana nacida ciento veinticuatro años antes que yo.
Ella, Emily Dickinson, nace en Massachusetts, en una familia de jueces, y la fe protestante le impone sentencias inflexibles. Nuestro carácter opuesto aumenta la lejanía geográfica y temporal, pero un hijo rojo nos une.
El hilo surge cuando ella elige la poesía para tamizar su angustia.
Los versos son su telescopio, la huerta que cuidad, un piano. Sus poemas describen una sombra sobre el césped y nos aproximan el insecto, la montaña, el sicomoro. Emily dice que necesita calmar un dolor para no vivir en vano.
Parece que escribe con el fin de espiarse. Habla de amores sin mencionar los placeres del cuerpo. Leo en una de sus cartas: Trabajo en mi prisión y soy huésped de mí misma.
No terminada su juventud, mi hermana distante decide vestirse sólo de blanco y no salir de su casa.
Su soledad crece. Emily pasa los últimos tres años de su vida encerrada en un espacio reducido. Visito sus páginas y entiendo que las palabras sean su única habitación.

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GRIETA AMBULANTE

Me veo en una hilera de superficies quebradizas que llamo edad. Mi niñez pasa deslizándose sobre unos libros de hielo.
Mis compañeros abren sendas. Vagan por extensiones que terminan en un laberinto, en el declive de un barranco, en un desierto silencioso. Debajo de las grietas de los caminos intuyo enfermedades, violencia, penuria, incomunicación.
Sé que mis vecinos cierran con deseos, oraciones o ebriedad las hendiduras de sus superficies.
Con el paso de las estaciones, integro el camino en mi cuerpo. Soy una grieta ambulante. Me curvo y la grieta supura un líquido: es la alegría que va a deshacerme y esparcirme.


[Ediciones Hiperión]

Star Wars: The Rise of Skywalker: cartel alemán


Michael J. Pollard (1939 - 2019)


The Gentlemen: nuevo cartel


En Aleteia: The Virtues


Cartel de The Call of the Wild


Asunción Balaguer (1925 - 2019)


Cartel de Emma


miércoles, noviembre 20, 2019

Liberación, de James Dickey



-No crees en la locura, ¿eh?
-No, en absoluto. Esas cosas no son para tomarlas a broma.
-Así, lo que haces…
-Lo que uno hace es dejarse llevar. Lo que se hace es conseguir lo que se debe hacer. Y pocas veces, fíjate que digo pocas veces, es tomarlo a broma.
-Ya veremos –dijo Lewis, mirándome como si me hubiese convencido–. Ya veremos. Has tenido frente a ti todo ese mobiliario de oficina, mesas de despacho, librerías y archivos y lo demás. Has sido prudente. Pero cuando ese río esté por debajo de ti, todo eso cambiará. Nada de lo que hagas como vicepresidente de Emerson-Gentry va a cambiar nada, cuando el agua empieza a producir espuma. Entonces, no será lo que tu título dice que haces, sino lo que acabarás haciendo. Sabes: haciendo.

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-Llegué a construir un refugio antiaéreo –dijo–. Te llevaré allí alguna vez. Tenemos puertas dobles y reservas de caldo y carne de buey en conserva para un par de años por lo menos. Tenemos juegos para los chicos, un tocadiscos y una buena colección de discos, y toda una serie de discos sobre cómo tocar el tocadiscos y formar un grupo familiar de aficionados. Pero bajé allí un día y me estuve un rato sentado. Decidí que la supervivencia no estaba en los remaches ni en el metal, no en las puertas de seguridad dobles ni en las piezas de mármol del ajedrez chino. Estaba en mí. Era para el hombre y dependía de lo que éste pudiera hacer. El cuerpo es lo único que no se puede falsificar; tiene que estar allí, sencillamente.

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El olor del humo de la carne asándose era maravilloso. Todos bebimos de nuevo y nos sentamos en la orilla contemplando la lumbre vacilante e incierta al reflejarse en el agua. El miedo, la excitación y la perspectiva de comer se fundían en mi mente. Producía cierta tranquilidad saber que estábamos donde ninguna otra persona –ocurriera lo que ocurriese en otros sitios– podría encontrarnos, que la noches nos envolvía y nada podíamos hacer para evitarlo.

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Se acercaron los dos a Bobby y el delgado y alto llevaba esta vez la escopeta. El de la barba blanca y rala puso a mi compañero mirando hacia el río.
-Ahora, quítate los pantalones –dijo.
Bobby bajó las manos vacilante.
-¿Que me quite…? –comenzó a balbucir.
Se me contrajeron el recto y los intestinos. Dios mío.
El hombre desdentado (se le había caído su aparato de prótesis) puso los cañones de la escopeta bajo la oreja derecha de Bobby y empujó un poco el arma.
-Sí, quítatelos en seguida –dijo.
-Pero ¿qué significa todo esto…? –empezó de nuevo Bobby débilmente.
-Tú, a callar –le interrumpió el de más edad–. Y haz lo que te dicen.

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Ocurrió otra cosa extraña. El río y cuanto recordaba yo de él se convirtió en una posesión mía, una posesión personal, privada, más que nada lo hubiera sido en mi vida.
Ya sólo fluía el río en mi mente, pero de modo inmortal. Lo sentía fluir –aún lo siento– por diversas partes de mi cuerpo. En cierto modo me agrada mucho que no exista ya el río y que a la vez lo siga yo teniendo. Aún se halla en mí y seguirá estándolo hasta que me muera, verde, rocoso, profundo, rápido, lento y de una irreal hermosura.


[Ediciones Destino. Traducción de Rafael Vázquez Zamora]

Cartel de 40 Years of Rocky: The Birth of a Classic


Próximamente: Bajotierra. Un viaje por las profundidades del tiempo



De Robert Macfarlane. En Random House.

The Gentlemen: 6 carteles







En Aleteia: Héroes humildes


Cartel de Pinocchio


jueves, noviembre 14, 2019

La Costa de Chicago, de Stuart Dybek



La ruina era algo que se daba, como el acné o la vejez. […] La ruina, de hecho, podía verse como una especie de reconocimiento oficial, una admisión a regañadientes de que entre manzanas de fábricas, vías ferroviarias, muelles de carga, vertederos industriales, chatarrerías, autopistas y el canal de aguas residuales los habitantes de un barrio se las habían arreglado para llevar sus existencias.

[Del relato "Ruina"]

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Comparadas con las apariciones diurnas, las siluetas parecían casi invisibles, camufladas por la noche, sombras desprendidas de su contraparte corpórea que ahora vagaban libres, como sueños huidos de sus soñadores. Salían de viaductos las noches en que éstos exhalaban niebla y las tapas de las alcantarillas exudaban vapor. Oscurecían los portales ante los que se detenían. Cuando salían a la luz –siendo sombras, aunque sombras ya sin el respaldo de paredes ni rastro en las aceras– la lluvia, que caía oblicua entre el resplandor de farolas y letreros luminosos, rebotaba en ellas como perlas de electricidad fundida. Las luces de los faros de los coches se combaban en torno a ellas; los destellos de los relámpagos las perfilaban. El niño las sentía moverse por la calle y se preguntaba si esa sería la noche en que su despertar tendría sentido, la noche en que las siluetas entrarían por fin en el callejón, dejarían atrás la farola guardiana que giraba y se hundía, y se reunirían bajo su ventana, desde donde alzarían la mirada hacia su cara pegada al cristal salpicado de gotas, con ojos y bocas abiertas a una oscuridad semejante al agujero de una guitarra.

[Del relato 'Siluetas', contenido en "Noctámbulos"]

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Mis pintores favoritos eran los impresionistas. Los días en que tenía la sensación de que jamás encontraría trabajo, cuando desesperaba, me detenía ante sus pinturas y las contemplaba hasta casi tener la impresión de poder entrar en aquel mundo, de que si cerraba los ojos y luego los abría me descubriría despertando bajo la colcha roja del Dormitorio de Arlés de Van Gogh. Abriría los ojos en un cuarto de luz pastel para descubrir a la bailarina de Degas que había dormido a mi lado quitándose la combinación y metiéndose en la bañera. O despertaría ya entrando y saliendo sin preocupaciones de zonas de sombra delimitadas, uno más entre la multitud dominical que paseaba por la ribera de la isla de La Grande Jatte.
 
[Del relato 'Matar el tiempo', contenido en "Noctámbulos"]

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El insomnio es, hasta ahora, la única cuenta pendiente que tiene consigo mismo; es la pena que cumple cada noche por sus propias traiciones, sus pequeños fracasos, la mala suerte, la desesperación. Y el insomnio es también la amenaza de crímenes inauditos aún más amenazantes. Cuando oscurece, lo lleva junto al corazón, oculto como un arma. 

 
[Del relato 'Insomnio', contenido en "Noctámbulos"]

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El pasado se desplomaba a su alrededor; se descomponía, era demolido, arrasado. Caminaban junto a fábricas desoladas que ocupaban manzanas enteras, junto a muros de puertas descascarilladas, multicolores, levantados en torno a fosos inundados, pasaban el rato ante escaparates medio condenados de colmados que habían cerrado cuando ellos eran unos críos, aún con latas polvorientas en los estantes. Había cristales rotos por todas partes, acumulados en dunas en solares pequeños y hundidos en las alcantarillas. Hasta las vidrieras de la iglesia estaban remendadas con pedazos de contrachapado.
[…]
En ocasiones, al pasar junto a los huecos, se sentían como si ellos mismos ya no estuvieran allí del todo, medio perdidos pese a las conocidas marcas viales, sombras de sí mismos superpuestas sobre el presente, salvo que no había presente –todo eran escombros del pasado o futuro prometido– y caminaban como si flotasen, sin llegar a ninguna parte como si hubieran fumado demasiada hierba.
 
[Del relato 'Amnesia', contenido en "Hielo ardiente"]



[Pálido Fuego. Traducción de José Luis Amores]

Cartel de Spell


Próximamente: Canciones de un soñador muerto



De Thomas Ligotti. En Valdemar.

Cartel de Sonic the Hedgehog


Trailer de Seberg


A Beautiful Day in the Neighborhood: tercer cartel


domingo, noviembre 10, 2019

Siete miedos, de Selvedin Avdić


Pasé nueve meses en la cama. No estaba enfermo, me sentía bien. Físicamente, quiero decir. O al menos no mucho peor que de costumbre… Simplemente, no lograba encontrar un motivo lo bastante sólido para abandonar la cama. Podía quedarme horas tumbado bocarriba y observar cómo un rayo de sol se abría paso a través de una rendija de la persiana. Oía el borboteo en las cañerías, las voces del vecindario ahogadas en las paredes, el chirrido del mecanismo del ascensor, las patas de las palomas que se deslizaban por el alféizar chapado de la ventana… Miraba fijamente al techo, comía pastas de té migadas en agua… Dormía… Y eso era todo. Era todo lo que hacía y quería hacer en aquellos días. No era feliz.

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Si no creyera en la reencarnación, en una nueva oportunidad, estoy convencido de que la depresión me asfixiaría. Porque, ya lo he dicho, la vida me parece muy dura desde que vivo solo y he comprendido que nunca nada será tan bello como antes. Que no existe psicología, consejo, tentación, hechizo, magia negra, que puedan hacer que vuelva a ser feliz con mi mujer.

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He encontrado en un cuaderno mi antigua lista de miedos. La confeccioné hace varios años, por pura diversión, después de haber leído en un periódico el consejo de un psicólogo que afirmaba que en la lucha contra las diversas fobias lo más importante era admitir su existencia. Mi lista tenía siete miedos:
-El miedo a la muerte
-El miedo a la enfermedad
-El miedo a la pobreza
-El miedo a los reptiles
-El miedo al agua grande
-El miedo a las alturas
-El miedo a que me entierren vivo

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Hoy he añadido a la lista un miedo más: el miedo a la soledad.
Estoy asustado. El psicólogo aquel no tenía razón. Los miedos son como los vampiros, aparecen cuando los nombras demasiado.


[Sajalín Editores. Traducción de Luisa F. Garrido y Tihomir Pištelek]

Trailer de The Invisible Man



Fantasy Island: primer cartel


viernes, noviembre 08, 2019

Stephen Dixon (1936 - 2019)


jueves, noviembre 07, 2019

Una habitación propia, de Virginia Woolf


Cuanto podía ofreceros era una opinión sobre un punto sin demasiada importancia: que una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas; y esto, como veis, deja sin resolver el gran problema de la verdadera naturaleza de la mujer y la verdadera naturaleza de la novela.

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Las mujeres no escriben libros sobre los hombres, hecho que no pude evitar acoger con alivio, porque si hubiera tenido que leer primero todo lo que los hombres han escrito sobre las mujeres, luego todo lo que las mujeres hubieran escrito sobre los hombres, el áleo que florece una vez cada cien años hubiera florecido dos veces antes de que yo pudiera empezar a escribir.

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Más que nada, viviendo como vivimos de la ilusión, quizá lo más importante para nosotros sea la confianza en nosotros mismos. Sin esta confianza somos como bebés en la cuna. Y ¿cómo engendrar lo más de prisa posible esta cualidad imponderable y no obstante tan valiosa? Pensando que los demás son inferiores a nosotros. Creyendo que tenemos sobre la demás gente una superioridad innata, ya sea la riqueza, el rango, una nariz recta o un retrato de un abuelo pintado por Rommey, porque no tienen fin los patéticos recursos de la imaginación humana. De ahí la enorme importancia que tiene para un patriarca, que debe conquistar, que debe gobernar, el creer que un gran número de personas, la mitad de la especie humana, son por naturaleza inferiores a él. Debe de ser, en realidad, una de las fuentes más importantes de su poder.

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Pero lo que sigo recordando como un yugo peor que estas dos cosas es el veneno del miedo y de la amargura que estos días me trajeron. Para empezar, estar siempre haciendo un trabajo que no se desea hacer y hacerlo como un esclavo, halagando y adulando, aunque quizá no siempre fuera necesario; pero parecía necesario y la apuesta era demasiado grande para correr riesgos; y luego el pensamiento de este don que era un martirio tener que esconder, un don pequeño, quizá, pero caro al poseedor, y que se iba marchitando, y con él mi ser, mi alma.

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Realmente, pensé, guardando las monedas en mi bolso, es notable el cambio de humor que unos ingresos fijos traen consigo. Ninguna fuerza en el mundo puede quitarme mis quinientas libras. Tengo asegurados para siempre la comida, el cobijo y el vestir. Por tanto, no sólo cesan el esforzarse y el luchar, sino también el odio y la amargura. No necesito odiar a ningún hombre; no puede herirme. No necesito halagar a ningún hombre; no tiene nada que darme.

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Además, dentro de cien años, pensé llegando a la puerta de mi casa, las mujeres habrán dejado de ser el sexo protegido. Lógicamente, tomarán parte en todas las actividades y esfuerzos que antes les eran prohibidos.


[Austral. Traducción de Laura Pujol]

Cartel de The Truth (La vérité)


Trailer de The Banker


Wendy: primer cartel


Omero Antonutti (1935 - 2019)


The Personal History of David Copperfield: 6 carteles







domingo, noviembre 03, 2019

Sobre hielo, de Peter Kurzeck




Primero un invierno de lluvia, y después de nieve. Cuando empezó el año 1984, después de la separación, de un día para otro me quedé sin nada. Ni casa, ni una imagen de mí, ni siquiera el sueño me quedaba. Se acabó y se acabó. Según parece, uno vuelve a empezar su vida cada pocos años, y desde el principio. En medio de la catástrofe, como si se hubiera caído del mundo.

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Había empezado un libro nuevo. Mi tercer libro. Aún no tenía título. Pronto haría cinco años que había dejado de beber. Ni un trago, y tampoco nada de drogas. Era como si, aparte de escribiendo, sólo pudiera aguantar mi vida caminando o conduciendo. En aislamiento. Entrada la noche me veo, junto a una turbia lámpara, contemplando mi último par de zapatos, descalzo. Cansado y con los hombros caídos. ¿Qué voy a decirles a los zapatos? Agotados. ¡Los zapatos están agotados! ¿Qué es lo que ha ido mal en tu vida para que estés aquí, helado, en el silencio de la medianoche, y hables con tus zapatos?

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Escribía todos los días. Escribía para permanecer. ¡Para poder seguir en mí y en el mundo todos los días!

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Cuando estoy desanimado la realidad está mal sincronizada, o no lo está en absoluto. La realidad o lo que nos venden como realidad.

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Una tarde. En una ocasión de la tienda a casa. Desde la tienda de antigüedades. ¿Hace poco, o tiene que haber sido hace mucho tiempo? ¿En una vida anterior? ¿En una ocasión y una y otra vez? Cansado del trabajo a casa o a la guardería (en cada camino escribes en la cabeza un libro para ti), a la ciudad, a la biblioteca, aquí y allá. Mientras caminas, los ojos cerrados, apenas un instante los ojos cerrados y ya te has ido. Dormido, hundido. Todavía los espejos, las entradas de las tiendas y los escaparates. Cada detalle se convierte en escritura.

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Máquina de escribir. Bloc de notas. Manuscrito. Escribir. Sentarse y escribir y no volver a cruzar una palabra con nadie. Nada de correo, no dejarse distraer. Ni una sola interrupción hasta que hayas terminado el libro. Y enseguida a seguir con el próximo, o mejor aún todos los libros en este. Como si tu vida fuera un largo y único día.

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Sin casa, sin trabajo, sin dinero, sin expectativas, y con mi tercer libro empezado. El amor perdido. Mi hija no está junto a mí. La mesa y la cama, prestadas. Y la máquina de escribir, comprada hace poco con el anticipo de mi primer libro y llevada a casa los dos juntos, Sibylle y yo.


[Jus Ediciones. Traducción de Carlos Fortea]

The Painted Bird: 2 carteles



Cartel de The Song of Names