miércoles, noviembre 20, 2019

Liberación, de James Dickey



-No crees en la locura, ¿eh?
-No, en absoluto. Esas cosas no son para tomarlas a broma.
-Así, lo que haces…
-Lo que uno hace es dejarse llevar. Lo que se hace es conseguir lo que se debe hacer. Y pocas veces, fíjate que digo pocas veces, es tomarlo a broma.
-Ya veremos –dijo Lewis, mirándome como si me hubiese convencido–. Ya veremos. Has tenido frente a ti todo ese mobiliario de oficina, mesas de despacho, librerías y archivos y lo demás. Has sido prudente. Pero cuando ese río esté por debajo de ti, todo eso cambiará. Nada de lo que hagas como vicepresidente de Emerson-Gentry va a cambiar nada, cuando el agua empieza a producir espuma. Entonces, no será lo que tu título dice que haces, sino lo que acabarás haciendo. Sabes: haciendo.

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-Llegué a construir un refugio antiaéreo –dijo–. Te llevaré allí alguna vez. Tenemos puertas dobles y reservas de caldo y carne de buey en conserva para un par de años por lo menos. Tenemos juegos para los chicos, un tocadiscos y una buena colección de discos, y toda una serie de discos sobre cómo tocar el tocadiscos y formar un grupo familiar de aficionados. Pero bajé allí un día y me estuve un rato sentado. Decidí que la supervivencia no estaba en los remaches ni en el metal, no en las puertas de seguridad dobles ni en las piezas de mármol del ajedrez chino. Estaba en mí. Era para el hombre y dependía de lo que éste pudiera hacer. El cuerpo es lo único que no se puede falsificar; tiene que estar allí, sencillamente.

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El olor del humo de la carne asándose era maravilloso. Todos bebimos de nuevo y nos sentamos en la orilla contemplando la lumbre vacilante e incierta al reflejarse en el agua. El miedo, la excitación y la perspectiva de comer se fundían en mi mente. Producía cierta tranquilidad saber que estábamos donde ninguna otra persona –ocurriera lo que ocurriese en otros sitios– podría encontrarnos, que la noches nos envolvía y nada podíamos hacer para evitarlo.

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Se acercaron los dos a Bobby y el delgado y alto llevaba esta vez la escopeta. El de la barba blanca y rala puso a mi compañero mirando hacia el río.
-Ahora, quítate los pantalones –dijo.
Bobby bajó las manos vacilante.
-¿Que me quite…? –comenzó a balbucir.
Se me contrajeron el recto y los intestinos. Dios mío.
El hombre desdentado (se le había caído su aparato de prótesis) puso los cañones de la escopeta bajo la oreja derecha de Bobby y empujó un poco el arma.
-Sí, quítatelos en seguida –dijo.
-Pero ¿qué significa todo esto…? –empezó de nuevo Bobby débilmente.
-Tú, a callar –le interrumpió el de más edad–. Y haz lo que te dicen.

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Ocurrió otra cosa extraña. El río y cuanto recordaba yo de él se convirtió en una posesión mía, una posesión personal, privada, más que nada lo hubiera sido en mi vida.
Ya sólo fluía el río en mi mente, pero de modo inmortal. Lo sentía fluir –aún lo siento– por diversas partes de mi cuerpo. En cierto modo me agrada mucho que no exista ya el río y que a la vez lo siga yo teniendo. Aún se halla en mí y seguirá estándolo hasta que me muera, verde, rocoso, profundo, rápido, lento y de una irreal hermosura.


[Ediciones Destino. Traducción de Rafael Vázquez Zamora]