Es típico, cuando uno tiene que llamar a las puertas de los despachos, que le hagan esperar durante lapsos interminables de tiempo, que se hacen eternos. Aunque haya cita previa, con la secretaria o con el propio hombre sentado tras el escritorio de ese despacho (si éste carece de secretaria que le auxilie con las labores de papeleo, agenda y teléfono), por alguna razón que se nos escapa, o tal vez para evitar un asedio que les pueda robar la mañana, suelen condenarte a esperas terribles, metido en salitas donde sólo hay revistas atrasadas y un par de cuadros para no dejar desnudas las paredes. Las puertas de estos despachos acostumbran a estar cerradas y, cuando se abren, no es raro que el tipo sentado al otro extremo del escritorio carezca de humor o de paciencia, o ventile nuestros asuntos en dos minutos. Supongo que saben de lo que hablo. Todos, en mayor o menor medida, hemos sufrido alguna de estas historias. Individuos a los que cuesta un infierno localizar, pedir audiencia, o simplemente que se pongan al teléfono y lo reciban a uno.
Aquel hombre del que quiero hablar hoy era distinto. La primera vez que a uno le pusieron en contacto con él fue fácil, demasiado fácil. Carecía de secretaria, y un alto cargo del mismo edificio propuso que fuera a verlo, para tratar de asuntos culturales. Sólo había que acercarse a su despacho, situado en la misma planta. Si estaba, al punto le recibiría a uno. Si no estaba, no tardaría en regresar. La primera sorpresa fue que la puerta estaba abierta, algo imprevisto en opinión de uno, ya que hoy casi cualquier tipo con traje, corbata y despacho se atrinchera dentro como si éste fuera el Fort Apache. Entonces asomaba uno la cabeza, con timidez y prudencia, o, antes de meter la nariz hasta la cocina, daba unos golpecitos de nudillo en la madera de esa puerta. Si el hombre en cuestión estaba, podía oírse la voz de alguien pidiendo que uno pasara; o, si se hallaba ocupado con otra persona, rogaba que uno esperase unos minutos en los sofás del exterior. Si no oía ninguna voz saliendo de aquel despacho el visitante aguardaba un tiempo, y el hombre no tardaba en aparecer. Lo curioso es que luego su actitud, sus modales, no desmentían aquella naturalidad al recibirle a uno y no enjaularse en su oficina, ajeno a las visitas. Para empezar, estaba abierto a cualquier propuesta cultural, siempre que, cuando menos, fuera interesante, o reuniese unos requisitos mínimos. No era de esos individuos que, al trazar el esbozo de un proyecto, le ponen a uno barreras, pegas, excusas y tantos escollos que acabamos por desistir. Y, por supuesto, escuchaba. Con atención. Si el proyecto salía adelante, y uno tenía que consultar a dicho hombre en lo sucesivo, él apuntaba en un papel su dirección de correo electrónico y el número de su móvil. Si no me localizas aquí, llámame al móvil. O escríbeme al correo. Estupendo. Sobre todo cuando nos hemos acostumbrado a llamar a puertas que no abren, a ver a individuos que son incapaces de mover el culo o se limitan a cruzar los dedos y encogerse de hombros, mostrando así su falta de colaboración.
Diablos, les juro que aquel tipo era así, tal y como lo cuento. Y lo que cuento no es inventado, no se trata de un relato. El hombre era Enrique García, responsable y alma de la Obra Social de Caja Duero de Zamora: sencillo, educado, amable, comprometido. La clase de persona que a uno le inspira buenas vibraciones. Algunos nos enteramos ayer de su muerte gracias al periódico, a menudo emisario de malas noticias, como ésta. Debemos destacar su humanidad, su buen trabajo, su mansedumbre, y rendirle al menos un pequeño homenaje mediante estas líneas.