Entre el edificio de la Fnac y el de El Corte Inglés que comparte calle con el anterior siempre veo una fila de músicos. Es raro caminar por allí y que no estén. Un martes, un viernes, un domingo. Siempre los veo trabajando, junto a la pared y bajo el resplandor de las luces de los comercios, tocando sus instrumentos, ofreciendo a los transeúntes una ejecución impecable de música clásica. No recuerdo cuántos son, o, más bien, no lo sé, pues no me he parado a contarlos. Calculo que serán unos ocho o nueve tipos. Manejan instrumentos de cuerda y de viento. Los conciertos que dan en la calle suelen gozar de una gran cantidad de espectadores, un público que va paseando y entonces escucha la música y se detiene, forma una media luna de personas alrededor de estos hombres que tocan, y, de pie, entretiene los minutos y el oído. O sale de hacer sus compras y, con las bolsas pendiendo de las manos, se arrima a los oyentes. Ignoro cuánto ganarán tocando en la calle, pero seguro que es lo bastante como para compensar el trabajo a la intemperie, pero no tanto como para retribuir su talento. A mí me parece que poseen un talento enorme. Uno los imagina en otro sitio: en cualquier caso, en un sitio de techo alto, vestidos de traje y corbata, mejor peinados, oliendo a colonia, tocando los violines ante un público que esté encima de cómodos asientos, un sitio con calefacción y buena acústica. Cada tarde estos hombres congregan a una muchedumbre de curiosos. La gente los escucha con respeto y en silencio.
Pero tocan en la calle, como tantos otros. Son músicos respetables. Sospecho que les ha faltado la suerte, o una oportunidad. También me acuerdo del músico rubio y ruso que, en mi ciudad, toca en Santa Clara. Uno solía pasar por esa calle y lo veía siempre tocando el acordeón. Sentado en su silla, con calor o con frío, con niebla o con viento. Es uno de esos muchachos pálidos y serenos, con aspecto de haber salido del reparto de “Sonrisas y lágrimas”. El misterio me lo resolvieron un día: alguien me contó que aquel chico extranjero tenía un hermano gemelo, igual de rubio e igual de pálido, y se relevaban en la tarea de tocar. De ese modo, aunque fueran dos quienes trabajaban a distintas horas, siempre creímos que era un único tipo, incansable y risueño. En mi última visita a la ciudad los vi, por primera vez, juntos, en Santa Clara. También los había visto en alguna foto del periódico, pero no cuenta: había que descubrirlos uno al lado del otro, en carne y hueso. Me pareció como si se tratara del mismo hombre, del mismo músico, desdoblado por arte de magia. Para mí continua siendo uno solo, aunque sean dos. Como eran dos, y sólo uno, los gemelos del filme “Inseparables”. En la ciudad, me consta, la gente los aprecia. Aprecia su música, su amabilidad, su constancia. Tuvieron un gran éxito cuando los invitaron a tocar en La Alhóndiga. Ellos adoran la ciudad, dicen que es el sitio en el que mejor han sido acogidos.
En la calle conviven dos clases de músicos. Por un lado, los que no saben tocar, aquellos que a duras penas arrancan una nota para ganarse unas monedas; pero su constancia, al menos, amortigua su mala calidad (quiero decir que, pese a su pésima música, los respeta uno porque al menos lo intentan, intentan salir adelante aunque sean malos). Por otro lado, los que van sobrados de talento; cuando uno escucha el sonido de sus instrumentos se pregunta por qué no están de gira por el país, cobrando por tocar en los teatros, sin pelar frío. La respuesta es simple: el mundo está mal repartido. Sobran músicos malos y famosos. Faltan oportunidades.