Admito que a mí Arnold Schwarzenegger me caía bien. No estaba, desde luego, entre mis intérpretes favoritos, y ni siquiera entre en el grupo de Actores. Pero, ya digo, me caía bien. El tipo cumplía con su perfil: en las películas de acción, poniendo cara de póquer y cepillándose gente; en las comedias, poniendo cara de sorpresa y riéndose de su imagen. Fue un adecuado Terminator, y un gran Conan. Hizo ganar un pastón a las productoras de Estados Unidos, a pesar de ser austriaco, y tuvo un pasado oscuro con las mujeres, según dicen. En sus comienzos fue culturista, que quizá sea una de las profesiones más ridículas del mundo: eso de subirse en un escenario a poner posturitas resulta algo vergonzoso. Luego, los culturistas acaban metiéndose a actores mediocres o a matones de discoteca. Sigamos con Arnold. Acaso consciente de que jamás recibiría el Oscar, decidió presentarse a Gobernador de California. Y ahí lo tienen, contento como un niño con zapatos nuevos porque puede matar (como en sus filmes), pero sin mancharse las manos de sangre (como en la vida real de los peces gordos). Así que ahora empieza a cargar fiambres, de los de verdad, sobre sus espaldas.
El último, a quien han puesto la inyección letal, roza lo surrealista. Le denegó la clemencia, como al anterior. Se trataba de Clarence Ray Allen, que lo tenía todo para ser un candidato perfecto para el cadalso: setenta y pico años de edad, diabético, ciego, sordo y minusválido. Casi una planta. Un pobre hombre, a pesar de que ordenase, veinte años atrás, la muerte de tres testigos que contribuyeron a que lo encarcelaran. Hace unos meses sufrió un ataque al corazón, y lo reanimaron con todo el equipo, con el dudoso propósito de devolverlo en condiciones al corredor de la muerte. Usted no se nos muere, oiga: a usted lo matamos nosotros, o no hay trato. Sucede con quienes aplican la pena de muerte: son capaces de salvar la vida de un condenado, que se acaba de atragantar con el último bocado de su última cena, para que recorra por su propio pie la famosa milla verde y se tumbe sano y salvo en la camilla, que para eso hay un público aguardando a presenciar la ejecución. Quienes adoran y permiten la pena de muerte tienen esas rarezas, ya ves tú. Uno de los abogados de Ray Allen dijo que su condena “Nos hace caer más bajo que nunca”. Curiosamente, en USA suelen ejecutar a la gente a medianoche, cuando deberían hacerlo por la mañana, para que a los espectadores, a los verdugos y a los chupatintas no se los comieran las pesadillas nocturnas.
Hemos expuesto que Schwarzenegger nos caía bien antes de ser Gobernador del Estado. También hemos expuesto su falta de piedad desde que está en la poltrona: apioló a este viejecito ciego, sordo e inválido, y se quedó tan fresco. Ahora entremos en otro punto: a consecuencia de su crueldad con los reos, en algunos lugares de Europa (España incluida) han decidido retirar sus películas de los videoclubes. Y esto ya me parece una tontería. En primer lugar, porque creen que con esta medida lograrán que disminuyan sus beneficios. En algún caso sí: cuando los actores no cobran sueldo, sino un porcentaje de beneficios por explotación en salas, en videoclubes y en televisiones, y Conan, si no me equivoco, tuvo algún contrato de esos. Pero lo normal es que cobren antes del estreno, y que el resto de las ganancias que genere la película en los circuitos comerciales se lo embolsen las productoras. En segundo lugar porque, por esa regla de tres, apenas podríamos ver películas, escuchar discos, leer libros, ver cuadros: el arte está repleto de desalmados, entre los que ha habido y hay traficantes, asesinos, homicidas, violadores, etcétera. No confundamos las cosas.