domingo, noviembre 27, 2005

Moonbloom (La Opinión)

Ocurre esto: que uno lee un determinado número de libros al mes. Y ocurre también que hay tres clases de libros, según mi propia escala: los que me decepcionan, los que me entusiasman y los que se alojarán para siempre en algún rinconcito del corazón. Hallar estos últimos es cosa que sucede muy de vez en cuando. Uno lee y lee, y se maravilla. Pero entonces, una tarde, encuentra el hallazgo: ese libro inolvidable, cuyas palabras, más que leerse, se paladean, se sorben, se mascan, se chupan con la lengua, se intentan recordar o se apuntan en un folio.
No tropiezo con muchos libros que me decepcionen: me tengo por lector avisado, y casi toda la basura que se encarama a las listas de superventas, esas tramas de enigmas, aventuras, historia sagrada y tal, me la trae un poco al pairo. Para leer aventura acudo a la aventura, el peligro y la emoción que subyacen en las novelas de Alejandro Dumas, Joseph Conrad, Robert L. Stevenson. Y, en nuestra época y en nuestro país, las aventuras de Arturo Pérez Reverte y Albert Sánchez Piñol (al menos, de éste último, la que conozco: “La piel fría”). Lo demás me parece baratija. Así que, ya digo, es difícil que me equivoque. Sin embargo en los últimos meses me ha decepcionado el “Perro callejero” de Martin Amis. Y eso que su novela “Dinero” se me antoja fascinante. Tras la lectura de ese libro me he empapado con las críticas de los suplementos culturales acerca de esta obra, y en algunas se percibe ese poso de decepción. Que no se me malinterprete: la novela está bien escrita y en sus páginas corroboramos que Amis posee un oído finísimo para personajes al borde del abismo, y para el lenguaje ortopédico y cojo de las nuevas tecnologías (mensajes de móvil, correos electrónicos, chats), que rescata con eficacia. Pero quizá sea el abuso de temas y situaciones rocambolescas lo que despista: violencia, pornografía, periodismo amarillo, monarquía, escándalos, incesto, matones… Uno devora el libro, porque entretiene. Pero al cerrarlo le queda un regusto demasiado amargo, como después de un empacho de comida mejicana, tartas de chocolate y martinis. Los títulos que me han entusiasmado este mes: “Proyecto X”, de Jim Shepard, y “Retorno 201”, de Guillermo Arriaga, y “Manual de caza y pesca para chicas”, de Melissa Bank, y “Los girasoles ciegos”, de Alberto Méndez, y “La trilogía de Nueva York”, de Paul Auster, entre otros.
El chispazo, la revelación, el hallazgo, ha llegado con un libro de autor desconocido y antiguo: Edgard Lewis Wallant. Murió en el sesenta y dos, a los treinta y seis años de edad. Tenía por delante una carrera prometedora como escritor. La novela es “Los inquilinos de Moonbloom”, y la compré tras leer las críticas favorables que en días pasados aparecieron en los periódicos. Lo ha rescatado del olvido, y publicado por vez primera en España, Libros del Asteroide, cuya labor consiste en la recuperación de autores raros, proscritos o descatalogados. Apenas llevo leídas noventa páginas, pero no importa: la prosa de Wallant es magnífica. Narra con la precisión y limpieza propias de los autores norteamericanos. Y cuenta cómo Norman Moonbloom (agente inmobiliario, y el hombre más gris, solitario, cansado y entristecido de Manhattan) debe recorrer los edificios a su cargo para cobrar el alquiler. Asistimos a sus cómicos encuentros con inquilinos a quienes tiene que soportar su repertorio de chistes, quejas, provocaciones, desvaríos. Cada pocas páginas aparecen personajes nuevos, a los que Moonbloom trata de persuadir para que le paguen. Un retrato perfecto del ser humano, de la soledad, de una vida sin esperanzas ni sueños ni horizontes.