Estoy otra vez en el Palacio de Deportes de la Comunidad de Madrid, no para ver partidos, pues soy alérgico al deporte, sino para asistir al espectacular directo de Coldplay, sin duda una de las bandas de moda en el mundo. ¿Por qué? Basta escuchar un par de temas y acudir a sus conciertos para saber la respuesta. El grupo es arrebatador. Es una banda que toca, principalmente, canciones más bien “lentas”, pero las convierte en el escenario en puras explosiones de pop rock, luz, vitalidad, ritmo y melodía. Chris Martin (voz, piano, guitarras) contagia al público su entusiasmo: se mueve incansable de aquí para allá, habla casi siempre en español al dirigirse al auditorio, y tan pronto está detrás de una guitarra como acariciando las teclas de un piano con esas manos que sedujeron a su pareja, la actriz Gwyneth Paltrow.
Antes de entrar en el abarrotado Palacio de Deportes, vendidas hace tiempo todas las entradas, observo el despliegue de los alrededores: gente joven esperando para entrar o preguntando si uno tiene localidades para vender, chicas repartiendo publicidad, furgones de policía y ambulancias, numerosos camiones y autobuses de la banda. Nunca había visto tantas personas juntas en un martes laboral. Una vez dentro, así es el azar, encuentro a varios amigos de Zamora: algunos de los chicos del imprescindible Popanrol, de Los Herreros. A ambos lados del escenario hay sendas pantallas, en las que indican varias veces que está prohibido fumar. Como para contradecir esa prohibición todo el mundo se pone a fumar más. Pende por encima del auditorio una inmensa campana de humo. Empieza el concierto. No cabe un alfiler, al menos donde estoy yo, a la izquierda si se mira hacia el escenario. Apenas hay sitio para mover los pies y apesta a sobaco y a canuto, pero la música compensa estos padecimientos. Chris Martin, ataviado de negro, se dirige a nosotros entre canción y canción en un español que probablemente le haya enseñado Gwyneth Paltrow: “¿Todos contentos?”, “Muchísimas gracias”, “Ahora toca bailar”, “¡Joder, gracias!”, “Hasta pronto”... Lo cierto es que en muy pocas ocasiones he visto a un público tan entregado, aplaudiendo, brincando, palmeando, cantando las letras de las canciones. En suma, ofrecen un directo brutal, lleno de nervio, de sorpresas, con una pantalla que enseña algunos planos del grupo e imágenes variadas de letras, animales o personas.
Antes de entrar en el abarrotado Palacio de Deportes, vendidas hace tiempo todas las entradas, observo el despliegue de los alrededores: gente joven esperando para entrar o preguntando si uno tiene localidades para vender, chicas repartiendo publicidad, furgones de policía y ambulancias, numerosos camiones y autobuses de la banda. Nunca había visto tantas personas juntas en un martes laboral. Una vez dentro, así es el azar, encuentro a varios amigos de Zamora: algunos de los chicos del imprescindible Popanrol, de Los Herreros. A ambos lados del escenario hay sendas pantallas, en las que indican varias veces que está prohibido fumar. Como para contradecir esa prohibición todo el mundo se pone a fumar más. Pende por encima del auditorio una inmensa campana de humo. Empieza el concierto. No cabe un alfiler, al menos donde estoy yo, a la izquierda si se mira hacia el escenario. Apenas hay sitio para mover los pies y apesta a sobaco y a canuto, pero la música compensa estos padecimientos. Chris Martin, ataviado de negro, se dirige a nosotros entre canción y canción en un español que probablemente le haya enseñado Gwyneth Paltrow: “¿Todos contentos?”, “Muchísimas gracias”, “Ahora toca bailar”, “¡Joder, gracias!”, “Hasta pronto”... Lo cierto es que en muy pocas ocasiones he visto a un público tan entregado, aplaudiendo, brincando, palmeando, cantando las letras de las canciones. En suma, ofrecen un directo brutal, lleno de nervio, de sorpresas, con una pantalla que enseña algunos planos del grupo e imágenes variadas de letras, animales o personas.
La sorpresa final nos deja helados. Poco antes de que termine el concierto una hilera de guardias de seguridad forma un pasillo, muy cerca de donde estoy situado, es decir, a la izquierda del Palacio. Nos empujan y almacenan como sardinas en lata. Entre ese pasillo y yo hay un par de metros. Nadie lo entiende y algunas personas protestan. Será que va a pasar por allí alguien importante, pienso. Y, durante una de las canciones, oscurecen el escenario. Antes de que lo advirtamos Chris Martin está corriendo por ese pasillo, micrófono en mano, y un tsunami de guardaespaldas como armarios avanzan junto a él, para protegerlo de fans, locos y fieras sexuales. Ahí mismo. A tres metros de donde soporto el calor y la trituración. Sube corriendo por las escaleras que conducen a las gradas, unas escaleras despejadas por los de seguridad, y allí continúa cantando, como si estuviera poseído, enfermo de júbilo, dando alguna mano al público, con una energía y un entusiasmo envidiables, mientras la gente se vuelve loca de emoción. El gesto es suicida y sublime, porque indica que no tiene miedo a nada y que ha bajado a la tierra y le importa la proximidad con sus admiradores. Los gorilas, protegiéndole, sudan lo suyo. Luego regresa al escenario y toca el piano. Chapeau.