viernes, septiembre 18, 2009

Ánimo, muchachos

Veo cómo, a mi alrededor, algunos amigos se desmoronan. Principalmente quienes trabajan con las letras. Porque quienes trabajamos con letras le damos demasiadas vueltas a las cosas. Cualquier detalle cotidiano sirve para que lo analicemos con lupa, para que lo exploremos a fondo, para que cojamos el bisturí y lo destripemos intentando averiguar las razones para que esto sea de aquella manera y no de otra. Sí, nos echa humo la cabeza. Pero luego están otros asuntos que atañen a todos por igual, con letras o sin ellas de por medio. El estrés. Los horarios laborales. Las jornadas extra. La hipoteca. El alquiler. La pretensión de querer abarcar demasiado. La tecnología. La tecnología es muy beneficiosa, pero si falla (un ordenador que peta, un cable que no sabes dónde enchufar, un blog que no logras actualizar por errores del servidor, una página que no se abre, un correo electrónico que se pierde en ese lugar del limbo digital al que van a parar los e-mails), si falla, entonces nos puede amargar el día entero. Luego está la salud. A partir de cierta edad, empiezan los achaques. En León estuvimos con un gran amigo que nos describió sus achaques, sus visitas al médico, las revisiones temporales, la rehabilitación. Cuando digo “cierta edad” me refiero, más o menos, a partir de los 30 años. Él está por los 40.
No sé si será cosa de los astros, que se confabulan o qué sé yo, pero a veces coincide que recibo, en el mismo día, varios mensajes y correos electrónicos de amigos y de compañeros que se encuentran al borde de la desesperación, y casi todos ellos están metidos de una manera u otra en la escritura o en alguna otra clase de arte. Por fortuna acaban recuperándose y no tiran la toalla, como suele decirse en el boxeo. Pero nunca se sabe. Bueno, por si les sirve de consuelo, les digo que a mí me pasa a veces. Que estoy a un tris de petar. Pero nunca lo hago. Me fijo en “Rocky”, en la primera parte, cuyo mensaje final nos enseña que lo importante es pelear, pero sobre todo resistir. Luego, en las secuelas, cambiaron el mensaje y nos dijeron que lo importante era ganar; y por eso nos gustaron menos. Cada uno de nosotros (y con esto me refiero a cada persona, no sólo a quienes tratan con letras) somos indestructibles hasta que se demuestre lo contrario. Ya sabes cuándo se demuestra: cuando llega el sueño eterno y tal. E incluso hay quienes, muertos, todavía han ganado algunos pulsos.
No sé dónde he leído o me han dicho que el mal de este siglo será la depresión. Derivada del estrés, la fatiga, la falta de sueño. Bien, nadie dijo que fuera fácil, esto de vivir. Tal vez de niño te contaron que la vida era de colores, que el futuro era un arco iris en el que poder bailar con zapatos de claquet, a la manera de esos musicales coloristas en que nada ni nadie falla y en que todos los sueños se cumplen. Ok. Pues te mintieron. Cuesta asumirlo, claro. Por eso suele decirse que la verdadera patria del hombre es la infancia, porque allí la felicidad era completa y uno no arrastraba el agotador fardo de los problemas y de las responsabilidades. Hace falta capacidad de resistencia y fuerza de voluntad para seguir adelante, y por supuesto tomarse un respiro de vez en cuando. Descansar, tomar aire y resurgir de las cenizas. O seguir luchando hasta que la cabeza nos estalle. No queda otra. También es cierto que comprendo a estos amigos y compañeros que de vez en cuando me dicen que no pueden más. Los comprendo bien. Es duro luchar contra las adversidades, lo sé. Y contra el rosario de escollos: la enfermedad, el trabajo, los gastos, las frustraciones, los quebraderos de cabeza… Sólo puedo decir ya una palabra: ánimo.