El día de los atentados en Bombay pasé varias horas en la carretera, de modo que no supe de la matanza con bombas en trenes hasta las tantas de la madrugada. Me habían comentado algo, pero no tuve conocimiento certero de cuanto había sucedido hasta meterme en la red y leer las noticias. En seguida advirtieron que era día once. Once de julio. Otro día para la infamia, etcétera. El terrorismo, cualquier terrorismo, ha hecho tan daño a lo largo de las décadas que dudo que un solo día se salve en el calendario, o sea, y para que me entiendan: dudo que haya un día que no esté en rojo. Rojo de sangre y de muerte.
Antes de acostarme, y mientras terminaba el rápido repaso a la prensa digital, miré por los cristales. Frente a la ventana donde trabajo al teclado, en el edificio vecino, hay una muestra babélica de lo que es el mundo y la sociedad actual. En el primer piso viven los argelinos musulmanes (yo los llamaba moros, porque no distingo bien a un marroquí de un argelino); en el segundo, los hindúes hacinados (duermen en el suelo, encima de las mantas que colocan sobre el parquet); en el tercero, los sudamericanos (probablemente sean bolivianos, pero no lo digo por si errare); y, en el cuarto, los españoles (tampoco sé si son madrileños, andaluces o sevillanos). Decía, sí, que miré por la ventana. Todos ya habían apagado sus luces, salvo los hindúes. Tenían las bombillas encendidas y tal vez estarían viendo las noticias, o comentando el tema, o sin poder dormir por culpa de la preocupación. Es lógico. Han atentado contra la India, la cosa está fresca, reciente, y no es plan de irse a dormir como si no pasara nada. Era tarde y no se habían acostado. Ese mismo día me explicaron la rivalidad entre los hindúes y los musulmanes de forma muy clara, muy precisa. Me lo explicaron con dos ejemplos que confluyen en uno: con el fútbol y con mis vecinos. No sé nada de fútbol, lo he dicho ya mil veces, así que cuanto sigue a continuación no son datos que yo conozca o me haya molestado en investigar leyendo el Marca.
La rivalidad entre los hindúes y los musulmanes. Bien. Cuando, en el Mundial de Fútbol, jugó España contra Túnez, los hindúes se compraron un par de banderas de España y las colgaron del balcón. Era una declaración de intenciones. En un restaurante hindú, próximo al edificio, hicieron lo mismo. Mientras los argelinos del piso de abajo animaban a Túnez, los hindúes del segundo aplaudían a España. Ganó España y estos lo celebraron. Poco después, siguieron aclamándola cuando jugó contra Francia. Zidane es argelino, así que los argelinos del primero se pusieron muy contentos con el triunfo de Francia. Entonces dieron el partido entre Francia e Italia. La rivalidad se oía por la ventana, aunque yo, por entonces, escuché sólo el final (venía del cine, por supuesto). Porque uno ni ve ni escucha los partidos, pero escucha al pueblo, lo que el pueblo tenga que decir, y entre el pueblo están mis vecinos. Háganse cargo: los hindúes, arriba, vociferando ánimos a Italia; los argelinos, abajo, vociferando ánimos a Francia. Cuando Italia obtuvo la victoria oímos los gritos de los de la India: “¡Italiaaaaaa! ¡Italiaaaaaa!” En ese plan. Ya no era una cuestión de fútbol. No se trataba de apoyar cada uno a un equipo, merced a los gustos, sino de una cuestión de ideologías, de rivalidades, de piques. En cada partido, unos y otros, según quién fuera el ganador, paseaban a sus vecinos la victoria por el morro. Un aspecto curioso, digno de observación. Por cierto: han atacado Bombay pero en los medios no le dan demasiada cobertura. Claro, aquello no es Nueva Orleáns, no es América. Porca miseria.