Cuando fui a ver el directo de Bob Dylan en Alcalá de Henares, hace ya unos dos años, me sorprendió lo mucho que allí se esforzaron para que quienes llegábamos de fuera supiésemos encontrar la Huerta del Palacio Arzobispal. Carteles con su nombre escrito, y flechas que señalaban la dirección por la que seguir, aparecían casi en cada esquina; junto al recinto, además, recuerdo que había un parking. Aquello no tenía pérdida, y uno agradece que en las ciudades se lo trabajen de ese modo. El forastero que entra en una ciudad, en cualquier ciudad, no debería pasarse una hora al volante, tratando de hallar lo que busca. La mala señalización produce agobios y deserciones. Todo lo contrario a la situación ideal de Alcalá de Henares se dio el sábado en Collado Villalba (Madrid). Dylan estaba anunciado para las nueve de la noche, sin teloneros y por un precio módico. Fue a poner el broche al Festival Internacional Vía Jazz.
De modo que salimos una hora antes. Villalba no queda muy lejos. El problema es que, en el desvío hacia allí, se formó un atasco de vehículos, llenos de gente que iba a ver el concierto. A ese inconveniente se añadieron otros: nadie sabía dónde quedaba el Campo de Fútbol Municipal, no vimos ninguna señalización que lo aclarase, no había forma de encontrar un parking, el atasco crecía junto a las caras de decepción del público, a punto ya de abandonar la esperanza de entrar puntual al recinto. Me temo que la ciudad no estaba preparada. Por fin hallamos un hueco en el aparcamiento de un supermercado. He leído que aquella noche acudieron unas diez mil personas. Pues creo que la mitad aún estábamos fuera, haciendo cola, cuando el concierto empezó. La banda fue puntual. Así, nos perdimos un par de canciones. No dio tiempo a ir a los lavabos a orinar, ni a la barra a por un refresco que calmase las prisas y la sed que le había entrado a uno después de ir a paso ligero desde el aparcamiento hasta el Campo de Fútbol, ni a situarse cerca del escenario, en las primeras filas. No conviene meterse en un concierto estando cansado, furioso y arrepintiéndose de haber ido. Sin embargo, como si fuese el brujo de una tribu, un chamán capaz de aliviar las penas y los dolores de sus guerreros y campesinos, Dylan desplegó su magia sobre el escenario y se nos pasaron todos los males. Las tribulaciones, una vez más, merecieron la pena.
Llevaba un sombrero, traje negro y camisa blanca. Tocaba el piano y la armónica, pero sin encorvarse tanto como lo había hecho en el directo de Alcalá de Henares. Ofreció casi dos horas de concierto. Casi todas las canciones fueron clásicas: “Mr. Tambourine Man”, “Desolation Row”, en ese plan. También cantó algunos temas de su anterior disco (el nuevo saldrá en agosto). Lo curioso de Dylan, personaje misterioso y excéntrico, poeta de los escenarios, bardo hosco y genial, es que nunca canta una canción de la misma manera. Retuerce tanto sus clásicos, los improvisa tanto, que los temas siempre parecen nuevos y distintos. No sé cuántas versiones tendrá ya de “Highway 61 Revisited”. El caso es que las reinterpreta con su banda y sólo las adivina uno hacia la mitad, tras analizar la letra que ha desgranado la voz torturada de su compositor. Sus detractores dicen que su voz está tan rota que no canta, que berrea. No saben lo que se pierden. Su directo no tiene nada que ver con el de las bandas que he visto últimamente. Dylan se los come a todos con patatas. Él y sus músicos suenan tan bien, tan potentes, con tanto nervio, calidad y pureza, que uno regresa a los setenta, aquella época dorada. Terminaron, lógicamente, con “Like a Rolling Stone” y “All Along the Watchtower”. Dylan, un clásico con la fuerza de un dios.