Me fascina ese don que tienen casi todas las mujeres para que cualquier prenda u objeto les siente mejor que a todos los hombres. Lo llamo don, pero igual es una cualidad estética o, simplemente, un toque de estilo femenino. Vayámonos, para que ustedes comprendan lo que quiero decir, a una fiesta de Nochevieja, donde no faltan los disfraces, los matasuegras, los gorros de cartón y de papel y los afeites excesivos. Si un hombre (yo mismo, dado que ahora necesitamos voluntarios) aparece en la fiesta con un sombrero en la cabeza, ya sea hongo, de copa o de cowboy, entre el público que festeja suelen darse dos reacciones: uno, reírse de quien lo lleva; dos, hacerle fotos para que otro día él mismo vea lo ridículo que iba. Es posible que la idea de ponerse un sombrero para una fiesta sólo sea el enésimo intento de hacer el gamba. Ahora bien, en cuanto una mujer le pide el sombrero al voluntario y se lo pone, alrededor todo son parabienes, piropos masculinos y también femeninos, múltiples cámaras de fotos para que luego, ella, vea lo guapa que estaba. En las bodas y en las fiestas en las que los hombres llevamos corbata, en conjunto parecemos ejecutivos, tipos fríos y elegantes, pero estéticamente quedaríamos igual si nos sustituyesen la corbata por la soga. Cuando han corrido el champán y la alegría durante un par de horas, algunas mujeres toman prestadas esas corbatas y se las ponen. Y, oigan, no hay color. Aúnan elegancia con erotismo y una gota de vanguardia, ya que no se ajustan el nudo al cuello. No lo digo sólo yo, por ser heterosexual. Seguro que muchas mujeres me dan la razón.
Cuando la mujer se puso pantalón, el hombre supo de inmediato (exceptuando a los conservadores de siempre y a los beatos de turno) que le sentaba mejor que a él. Es una verdad descomunal, aunque en el fondo duela. No ha ocurrido así con la minifalda: a nosotros nos sienta como un tiro entre las cejas. Basta con ver a quienes se disfrazan de fulanas durante el carnaval (no olvidemos que, en carnaval, los caballeros no se disfrazan de damas, sino de meretrices). Y, ¿qué decir de la playa? En la playa, una chica en tanga es una diosa. Un tipo en tanga, en cambio, provoca deserciones masivas y gestos de repulsa. En cuanto las mujeres les ven el culo peludo al aire y la marcazón paquetera casi vomitan, las pobres. Un hombre que sujeta un revólver da una imagen de peligro y heroicidad; en una mujer sucede todo lo contrario, o sea, que no nos llega el peligro de la inminente matanza o del atraco, sino el peligro del morbo. Basta con ver las películas de cine negro, donde un asesino con pistola da miedo y una femme fatale empuñando una cuarenta y cinco nos embarga de cierto placer. O las gafas de sol que ocultan media cara. Con ellas puestas, un hombre parece un hampón con millones y una mujer parece una modelo en prácticas. Un millonario con un cigarro puro en los labios tiene pinta de ladrón, de vividor y de sinvergüenza, y una millonaria con el mismo vicio tiene aspecto de duquesa erótica.
Podríamos hablar de las pelucas. Si me pongo una peluca en una fiesta provocaré la hilaridad del personal, ya sea la peluca de buena factura o de imitación pobre. Si una chica se coloca la misma peluca sabrá cómo hacerlo, cómo llevarla, y en consecuencia le harán fotos y verterán en sus oídos el elixir del requiebro. Todos estos ejemplos pueden verse en las fotografías de estudio, en los reportajes de las revistas chic y de gran tirada, en los anuncios que van a la última: se contrata a una fémina, se la viste con aperos y trapos y adminículos de hombre y siempre sale como una reina. Y da igual de qué la vistan: de minero, de indio, de labriego, de pastor…