El otro día, que se me olvidó contarlo, Raúl del Pozo explicaba que deberíamos inventarnos algo para que a las presentaciones literarias fuese más público. Porque sólo se llena el patio de butacas cuando el autor presentado vende sus libros como rosquillas. Así que, dijo, algo tenemos que inventar para que la cosa cambie. De esto escribí hace meses: las presentaciones literarias van en declive, salvo si anuncias que el editor va a poner vino y canapés. Entonces sí, entonces es probable que entren a la sala los curiosos, los tragaldabas, los que nunca han leído un libro y sus abuelas. Hoy, continuó el escritor y periodista, la vida real, la realidad, está contenida en internet (palabra que siempre escribo con minúscula, en contra de las normas, porque teatro o cine no se escriben en mayúsculas y para mí tienen más importancia). La frase la entendimos los seis que le escuchábamos, en el vestíbulo de un hotel de la Gran Vía, porque todos éramos más o menos jóvenes y estamos habituados al lenguaje virtual, que será todo lo puñetero que ustedes quieran, pero es lo que hay.
En internet, prosiguió, lo encuentras todo, de tal manera que, en la actualidad, lo que no está en internet no existe. Suena amargo, sí, pero roza la verdad. Y, como ejemplo, comparaba las presentaciones literarias o las entrevistas con escritores en un salón de actos (la vida real) y en un salón de chats (la vida virtual): a las primeras sólo acude el público si hay manduca, ya digo, o si el protagonista es tan célebre que vende mucho en otros países; a las segundas se asoman miles de personas, sea el tipo famoso o anónimo. ¿Tú sabes cuánta gente me ha visto a mí en el chat?, preguntó Raúl del Pozo a Antonio Lucas, su compañero del diario El Mundo. Miles, respondió. Así está el panorama, no lo duden. La gente sabe que ir a una presentación implica el desplazamiento físico, la ausencia de máscaras entre el oyente y el autor, la sospecha del tedio a mitad de acto, las prisas a la salida de la oficina. Los internautas saben que echarle un vistazo a un chat sólo supone el tiempo de darle a los botones del ratón, un click, otro click, y no hay desplazamiento, y pueden colocarse la máscara del anonimato y lapidar con insultos al entrevistado (salvo que lo censure el webmaster o administrador de la página), y, si se aburren, se cierra la ventana y en paz.
Pensemos en la frase, otra vez y con detenimiento. Lo que no está en internet no existe. No significa que el mundo real que no cabe en la red no importe, sino que las generaciones de la realidad virtual sólo le dan valor y entidad a lo que aparezca en las búsquedas de Google y a lo que nos envíen por correo electrónico. De tal manera ha cambiado el panorama que sólo queremos ver videoclips si los cuelgan en YouTube y si además hacen reír (YouTube es una página de búsqueda y alojamiento de vídeos), sin importar el tema; y sólo interesan los grupos de música, sus canciones y sus biografías si aparecen en MySpace, esa comunidad virtual; y sólo nos interesa un personaje si lo meten en un chat o si, siendo polémico, hay posibilidades de insultarle a él, a su madre y a toda su ascendencia en los comentarios a su blog. Etcétera. Los tiempos cambian y este es el ritmo al que marchan. Para que no me pillen desprevenido, hace siglos que me aprendí toda esta jerga incomprensible y yanqui de palabros, anglicismos, nombres de páginas y términos que les he soltado en las líneas anteriores. Pese a ello, nada como lo real, lo vivo, lo que se palpa y huele. Como esa vez en que chateaba, en Zamora, con un amigo. Hasta que escribió: “Oye, esto es absurdo, ¿por qué no quedamos en un bar y charlamos tomando algo?” Tenía razón.