Salir de casa, a dar una vuelta por la ciudad. Y encontrar lo que sigue. Hombres y mujeres con cuerpos devastados por las taras y las deformidades, que se arrodillan en las calles más concurridas y ponen al sol sus folios y sus cartones, garabateados con faltas de ortografía. Es gente sin brazos, o sin piernas, o con los miembros disminuidos y muy cortos, o con heridas de la vida e inflamaciones que asquean al transeúnte y le obligan a apartar la mirada, a medio camino entre la piedad y el repudio. Alcohólicos que se han dormido a plena luz del día sobre un banco, con la camiseta ajada y subida hasta el pecho, dejando la barriga al aire; tienen la boca abierta, la barba desvirtuada, los dientes pochos, y su sueño acaso sea el mejor de los posibles porque duermen en plena libertad: nadie va a robarles, nadie va a violarlos, nadie les aguarda en casa porque carecen de hogar, no están ceñidos a ningún horario; salvo que aparezcan por sorpresa los niñatos desalmados que les dan palizas mientras los graban con el móvil, salvo que vayan a un comedor de la beneficencia y deban cumplir con el horario estipulado. Tipos dormidos en cualquier lado y a cualquier hora de la mañana y de la tarde, pues el sueño resulta el mejor de los engaños y de los disimulos ante la vida, porque contiene gotas de olvido, de fantasía, de anestesia onírica: en los soportales de los cines y teatros abandonados, en los jardines públicos, en los pasillos del metro donde escasean los vigilantes, encima de las rejillas de ventilación de algunas aceras, en los colchones abandonados que ellos transportan hasta su zona, entre cartones y periódicos, entre botellas y suciedad, entre el vacío y la miseria.
Camellos jóvenes que se agrupan en las esquinas y en las plazas, yonquis que riñen y se golpean entre ellos, borrachas que reciben una torta de otro hombre tan borracho como ellas, meretrices que pasan más tiempo en vertical (perdiendo dinero, de pie, en la calle, esperando que pique un cliente) que en horizontal (ganando algo de dinero, tumbadas, en el catre de alguna pensión, logrado ya el cliente), chiflados que profetizan el Apocalipsis, chaperos morenos que pululan por las jardineras del centro, vagabundos que hablan consigo mismos en voz alta, desarraigados que cenan ante los contenedores de basuras, carteristas que se andan con mil ojos en el metro y en el autobús y en las plazas más concurridas, ancianas que piden limosna en una esquina, mujeres y niños que venden un periódico malo, negros del top manta que se levantan del suelo con la misma urgencia y el mismo revuelo con el que se alejan hacia el cielo las palomas cuando las asustamos y que recogen de un manotazo sus hatillos piratas al acercarse la policía, enfermos y piojosos que vagan por la ciudad como fantasmas de un mundo en extinción, niños sucios que juegan desnudos, cartoneros que arrastran un carro de supermercado y lo van atiborrando de los objetos náufragos que tropiezan en los vertederos, individuos con una barba que abriga y sin zapatos, y los pasajes para cruzar una carretera repletos de gente durmiendo sobre orines y colillas.
Mientras lo visible es esto, los parias de la sociedad, algunos hombres de traje y corbata juegan sus cartas, nos timan y se enriquecen. Pero no los vemos, así que sólo nos asustamos de ellos, de su presencia limpia y silenciosa, cuando saltan las alarmas y se paralizan los Afinsas, los Enrons y las Gescarteras. Mis paseos en Madrid ya no tienen los mismos ingredientes que tenían en Zamora. El paisaje sereno, verde y repleto de ancianos y de pájaros ha cambiado por un paisaje preferentemente humano, miserable y doloroso. La cara más degradada de la humanidad.