Una librería. Mientras espero en la cola para pagar, a mi lado, a un paso, dos señoras discuten. Han llegado al mismo tiempo, ese debe de ser el problema, al mostrador de información y devoluciones de libros. Ya saben cómo son esas cosas. Insolencia, malos modos, negativa a doblegarse. Una se dirige a los dependientes del mostrador, pero refiriéndose a la otra. Y esta se dirige a la primera. Un diálogo de besugos. Perdone, oiga, pero yo estaba antes. Hay que ver, qué morro, aquí se le cuelan a una en seguida. No señora, usted se ha confundido, llegué yo antes. Mire, con usted no estoy hablando. Etcétera. Parece la cola de la pescadería, pero no, no lo es, repito que es una librería. Estas escenas son frecuentes en los mercados, en las tiendas de ultramarinos, incluso en el autobús, cuando quienes riñen saben de sobra que tienen una plaza reservada y el billete que la representa sujeto en la mano. Uno las ve y se pregunta, a veces, qué más da entrar un minuto antes que uno después. Pero la gente está estresada, están los que dicen que a ellos no se les sube nadie a la chepa y los que son capaces de matarse por sesenta segundos de su tiempo.
Tal vez yerre, pero me huelo que esto sólo es consecuencia de la vida en las ciudades. Las prisas, los agobios, los nervios, la hipocondría, la sombra de las agujas del reloj sobre nuestras cabezas y nuestras conciencias, los calores del verano y los agobios del metro, las inquietudes económicas y el malestar cotidiano, la falta de sueño, el trabajo, la desconfianza hacia el prójimo, el afán de vencer y no ser derrotado, la eterna espera en las tiendas y en los edificios donde acudimos a solucionar cuestiones burocráticas. La inseguridad ciudadana, decíamos ayer. Sí, también eso. Esas dos señoras, que casi se arrean con el bolso, en otras circunstancias (viendo un partido de fútbol en un bar, por ejemplo) posiblemente se hubieran hecho amigas. Se hubieran abrazado: campeones, oe, oe, oe, y tal. Creo que nadie ha sabido expresar estos malestares del urbanita moderno como los directores de cine: Joel Schumacher y “Un día de furia”, Roger Michell y “Changing Lanes” (“Al límite de la verdad”), y, en menor medida, pues optaron por enfocar los problemas del individuo que roza el trastorno, Martin Scorsese y “Taxi Driver” y Niels Mueller y “El asesinato de Richard Nixon”. Pero centrémonos en las dos primeras. Como digo, en las dos segundas el análisis va más allá: no sólo son los agobios del trabajo y los problemas personales de sus personajes, sino también el tornillo que se les cae de la cabeza.
Si no han visto “Un día de furia” y “Changing Lanes” deberían verlas. En la primera, Michael Douglas da vida a un ejecutivo al que vemos por vez primera en mitad de un atasco en una autopista de Los Ángeles. Desesperado, harto del calor y de la espera interminable, del aire acondicionado defectuoso y de una mosca que se cuela dentro para terminar de amargarlo, sale del coche. Decide volver a casa a pie. Empieza entonces una odisea en la que se enfrenta a empleados de hamburguesería, delincuentes y policías, chalados habituales y todo el laberinto propio de una urbe peligrosa. En “Changing Lanes” dos hombres tienen un accidente de coche. Uno: negro, ex alcohólico y pendiente de su divorcio. El otro: blanco, ejecutivo e infiel a su mujer. El impacto entre ambos coches desencadena una guerra sin cuartel. Salen a la luz sus miserias, sus asfixias diarias, sus miedos y sus paranoias. Los dos filmes ocurren durante un único y agotador día. Del estilo es “Crash”, la ganadora del Oscar de este año. Todas son un espejo en el que, tarde o temprano, nos vemos reflejados.