Han terminado las obras de la plaza de Tirso de Molina, ese lugar que me queda a un par de minutos de casa y donde, les conté, el Ayuntamiento de Madrid había intentado resolver el problema de los toxicómanos que pululan por la zona arrebatando los bancos de la parada de autobuses. Una plaza por cuyos alrededores siempre veo a famosos de paso, relacionados con las artes: Nawja Nimri, Joaquín Cortés, Roberto Enríquez, Javier Rioyo, Aitor Merino, entre otros. Terminaron las obras y pasaba, casualmente, por allí, de camino al metro. Y me estuve fijando en estos nuevos arreglos del Ayuntamiento. La remodelada plaza me ha recordado a otras plazas remodeladas de mi ciudad, Zamora. Todas resultan igual de feas, igual de toscas, igual de inservibles, igual de artificiales. Uno duda que aquello sean arreglos: deberían llamarlos desarreglos. Parece que todas las plazas que remoza el PP son idénticas. La de Tirso de Molina es una burda copia de la plaza de Castilla y León.
En esta nueva obra del megalómano alcalde de Madrid podemos rastrear casi los mismos elementos que hemos visto en esa plaza de Zamora. En primer lugar, la impresión que obtenemos tras un primer vistazo es gris y verde, pero fundamentalmente gris. Mucho cemento, en bloque y a lo bestia. Menos mal que antes de las obras no cortaron todos los árboles; por fortuna hay algunos en pie, y le prestan la única dignidad que le queda al entorno. Bajo cada árbol han metido con calzador unas jardineras. Son horribles; es la manera más rápida y efectiva de decirlo. Bloques de cemento que le llegan a uno (soy de estatura media) a la altura de la barbilla. Bloques grises, fríos, que remiten a la arquitectura imperialista. Dentro de ellos han plantado flores. Las flores sobresalen y se derraman por los bordes exteriores de las jardineras. Así, han combinado los vivos colores de sus pétalos con el color muerto del gris. Provoca el mismo efecto que si en el lomo de un tanque pintáramos una mariposa, lo juro. Las flores durarán dos días: el tiempo que tarden los borrachos de paso en arrancarlas, por la noche, para dárselas a una novia pasajera. El tiempo que tarde alguien en separarlas de sus raíces, prepararse un ramo y venderlo en las terrazas veraniegas de los bares y de las cafeterías. En segundo lugar, las farolas. Inclinadas hacia delante, formando en la cima una curva, de la que penden faroles. Extrañas, incómodas de ver, como girasoles torturados por la falta de sol. En tercer lugar, el parque infantil. Si no es una réplica del parque zamorano de Hacienda, se le aproxima. Ya saben a qué me refiero: columpios, figuritas y hierros que podrán ganar veinte premios en los concursos vanguardistas, y ser carne de catálogo de un museo de rarezas, pero que incluso los niños miran con perplejidad. Observé sus piezas y sigo sin entender su cometido. Por ejemplo, unas barras verticales con forma de tornillo. Supongo que serán para subir o bajar por ellas. El mismo diseño, o muy parecido.
Siguiendo esta política de convertir las entrañables plazas y parques de nuestras ciudades en lugares grises, vanguardistas y clónicos, nos estamos acercando a esos incómodos e impersonales diseños futuristas que salen en las obras de ciencia-ficción. Nos llevan hacia un futuro de cemento con apenas cuatro árboles y dos jardineras. Estamos a un paso de los paisajes de “1984”, “Viernes” y otras novelas que presagiaban un futuro helado de color ceniza. Otro desastre de la política urbana. Y aún así, a pesar de sus destrozos, de la conversión de Madrid en modelo de ciudad caótica y averiada, Ruiz Gallardón me resulta un tipo simpático. Qué le vamos a hacer.