No me entusiasma el deporte en general ni el fútbol en particular, aunque tolero el boxeo, que me divierte sobremanera cuando lo ponen en horario de madrugada. Tal vez esta aversión (o, mejor, llamémoslo desinterés, pues me trago las películas de deportes como un campeón) provenga de mis múltiples fracasos en la niñez y en la adolescencia en diversos campos: el fútbol, el baloncesto, el voleibol, la natación, etcétera. Creo que lo único que se me dio bien fue correr, algo que no puedo llamar atletismo, porque lo mío consistía en correr a lo loco y sin medida. Pero actualmente tampoco me da por correr; he llegado a un punto en que sólo lo haré en caso de que me persigan y no encuentre un taxi libre para darme a la fuga.
Pero me asombran los fenómenos que circulan alrededor del deporte en general y del fútbol en particular. Se habla mucho de la violencia que algunos deportes engendran. Y, sin embargo, se comenta o analiza poco otro fenómeno: la camaradería que se origina desde el fútbol. La camaradería entre el pueblo, entre los habitantes que salen a la calle después de ver el partido y son capaces de abrazar al Diablo, pero sólo si el Diablo es de su mismo equipo. Esto me asombra, me sigue asombrando, a veces no doy crédito. Aún más en mi caso, que no participo de los ritos que envuelven a las masas que no se pierden un partido, o que celebran los goles en la fuente pública de su barrio, en la que jamás se meterían por causas etílicas. En mi ciudad me sucedía a menudo. Normalmente, no me entero de si tal o cual tarde hay un partido en la televisión hasta que salgo a la calle y me ensordece la algazara atronadora de las bocinas de los coches, las trompetas de los aficionados y el jolgorio general que se adueña de la ciudad. Es entonces, llámenme lo que quieran, cuando reparo en que acaba de celebrarse un partido de fútbol. Pues bien, contaba que en mi ciudad me sucedía a menudo. Atravesaba, pongamos por caso, la Avenida de Portugal en dirección a Santa Clara, y entonces, del coche que esperaba en primera línea ante un semáforo en rojo, asomaba medio cuerpo algún individuo, ataviado con una bandera del Madrid a modo de capa, y vociferaba, sin acritud y con entusiasmo: “¡Os jodéis, que hemos ganado!” No sé si esto lo he contado alguna vez pero, en cuanto el vehículo arrancaba con un derrape, echaba cuentas: “Creen que pertenezco al equipo perdedor, que milito entre quienes, derrotados, se van a casa sin una sonrisa en los labios”. He aquí la simpleza del pensamiento de quien me había jaleado: “Si no lo celebra, entonces integra el club de quienes han perdido”. Esta eventualidad se repetía unas cuantas veces, hasta que por fin terminaba mi caminata callejera. Pero lo que me sorprendió siempre es que nadie me arrojaba aquellas palabras con la arrogancia de los vencedores, sino con el cachondeo de quienes muestran cierta piedad por los vencidos. No detectaba hostilidad.
Pero entremos de lleno en el tema de la camaradería. En los bares no es raro que a uno se le acerquen tipos a los que no ha visto en su vida y le pregunten, señalando con un gesto al televisor: “Qué, ¿cómo van?”, o le paren por la calle y le digan: “Oye, ¿sabes quién va ganando?” No hace falta aclarar que casi nunca sabía a qué demonios se referían. Este fenómeno, insisto, me asombra. Mas me repatea un poco. Me duele ver cómo algunos ciudadanos que apuñalarían a su mejor amigo por la espalda, que jamás cederán territorio, que no sabrán perdonar, se hacen colegas espontáneos y pasajeros de otros desconocidos, y se fían de ellos si hay fútbol, cuando sabemos que el hombre es por naturaleza receloso, cicatero, maleducado y soberbio.