He leído dos libros, escritos en diferentes épocas y radicalmente distintos tanto en su concepción como en su escritura, y en ambos el protagonista afrontaba el trago amargo del suicidio de un amigo y recibía una carta enviada por el suicida. Y en cada uno de ellos la reacción del protagonista es diferente, como corresponde a cada novela y a la edad de cada personaje. Leí el lunes la novela del leonés Vicente Muñoz Álvarez, “El merodeador”, que aún está reciente de las imprentas. Leí el martes la novela del italiano Enrico Brizzi, “Jack Frusciante ha dejado el grupo”, traducida ya hace algunos años en nuestro país. La primera es autobiográfica. De la segunda no estoy seguro, pero me apostaría algo a que tiene mucho de autobiográfico: cuenta un amor breve entre adolescentes y, como todos lo hemos vivido, no es necesario inventárselo, basta con acudir a la memoria. Las leí seguidas por casualidad.
En cualquier caso, repito: en ambas novelas un amigo del protagonista decide suicidarse. En “El merodeador”, un artista cansado, desencantado de la vida, escribe una carta al narrador, la envía por correo y luego se arroja a las vías del tren. En “Jack Frusciante ha dejado el grupo”, un muchacho agotado de su vida, deseoso de salirse del círculo que la sociedad crea a nuestro alrededor, escribe una carta al protagonista, la envía por correo y luego se suicida; nunca nos dicen claramente cómo se mató, pero se intuye que lo hizo ingiriendo pastillas. No importa. El asunto es que los dos amigos logran sus propósitos y se retiran de la escena. Bien. Entonces queda el dolor, la ausencia y dos sobres que han echado al correo los suicidas. Alex D., el chico de la novela de Brizzi, sólo es un tardoadolescente. En seguida, sin titubeos, rasga el sobre y lee la carta y averigua los motivos de su amigo para irse. Se enfrenta a la verdad. Junto a la carta, dentro del mismo sobre, hay una cinta de casete con canciones que ellos solían escuchar. En la novela de Muñoz Álvarez, el narrador recibe el sobre, que llega con el cartero unos días después del suicidio del artista, aquel pintor angustiado. En cambio, y al contrario que Alex D., no la abre. No se atreve a abrirla. Teme a la verdad. Teme leer unas palabras escritas justo antes de morir su autor, y leerlas cuando el otro ya no está. El miedo se esconde en el interior de ese sobre. Y así, el narrador opta por enfrentarse a la incertidumbre y, al menos hasta donde llega la narración, ni él ni nosotros conocemos los motivos del suicida.
Estas dos situaciones, estos dos modos de afrontar un mismo hecho, revelan no sólo el comportamiento de cada personaje, sino que, a mi modo de ver, son un rasgo propio de la edad de cada uno de esos protagonistas. “El viejo” Alex D. es rebelde, inseguro, pero más cultivado que muchos de sus compañeros de pupitre, apasionado por el cine, la música y la literatura. Como a todo adolescente tardío, le pierde la curiosidad. Tal vez no sabe que conocer la confesión de un suicida, los motivos secretos que le empujaron a tomar la decisión de quitarse la vida, le dejará una huella. El secreto le quemará por dentro durante años, pues decide no enseñar la carta al mundo, salvo a su novia. El narrador sin nombre de “El merodeador” es un individuo que ha ingresado en la madurez, al menos en la madurez mental, a pesar de sus inseguridades e inquietudes (que todos tenemos aunque cumplamos cien años). Él, al contrario que Alex, ya conoce el percal, sabe de qué va la vida, conoce el tablero y las reglas del juego, y por tanto sabe que leer la carta de un amigo muerto, dirigida sólo a él, le carcomerá el alma. Ambas decisiones pueden ser correctas.