Una noche, tras la presentación de unos libros, estábamos en un garito de flamenco y solera, en Lavapiés: el Candela. Conversaba con unos cuantos poetas y escritores y me preguntaban por el barrio. Alguien dijo: “Es muy peligroso, ¿no?” Y yo contesté: “Bueno, ya no lo es tanto porque ahora hay mucha policía, pero cuando me vine a vivir aquí vi de todo”. Y alguien apuntó: “Debe ser peligroso todavía. Hace poco acuchillaron a una persona”. Le resté importancia: no a las puñaladas, sino a la situación de peligro. Quise hacerles entender que tal vez esos tiempos oscuros habían pasado. Al menos, yo ya no encuentro tantas reyertas y asuntos de sangre.
Todo demuestra que me equivoqué. La noticia: cuatro mujeres mueren a manos de sus parejas en el mismo día. En Madrid, Cádiz, Valencia y Valladolid. Sigo leyendo las noticias. La de Madrid era una boliviana de veintidós años. Veintidós. Fue apuñalada. Indago un poco más. Ha ocurrido en Lavapiés. Busco en la noticia algún dato más exacto. Y lo hay. En la actualidad, en las informaciones ya nos dicen la calle de la víctima, el número de portal, el piso y, si te descuidas, hasta la habitación donde dormía. Esta chica vivía en la Calle de Salitre. Busco el número del portal en un callejero. En seguida sé cuál es la calle. Queda detrás del Nuevo Teatro, está en la misma manzana. A un par de minutos de casa. Paso muy cerca a menudo. Cuando voy, por ejemplo, a Correos. Cuando tengo que comprar algún producto de última hora y el supermercado ya ha echado el cierre, voy a una tienda regentada por hindúes que hace esquina con Salitre. Está entre la Calle de Salitre y la Calle de Valencia, que es la que conduce hacia la Casa Encendida. Lo cierto es que daba igual que hubiera más policía en el barrio. La policía no puede velar por las mujeres en los domicilios. Puertas adentro de un inmueble de particulares puede vivirse el infierno, pero quizá no lo sepan ni los vecinos. O quizá lo sepan, pero callan.
Han matado a alguien (a una chica) ahí al lado. En un lugar cercano. Ya sé que quizá sea una tontería y que asesinan a gente en todas partes, pero cuesta acostumbrarse. Ahora, cada vez que entre en Salitre o pase junto al final de la calle, siempre pensaré: “Ahí fue donde asesinaron a aquella boliviana de veintidós años que salió en las noticias”. Por desgracia, este barrio no abunda en recuerdos gratos, sino en pesadillas. Ahí fue donde un tío sacó el machete. Allá, donde casi me zurra la badana la policía porque iba de camino a casa justo en el momento en que había disturbios. En la puerta de ese colmado de chinos, donde vi a un chaval esnifando pegamento. En ese rincón de la plaza, donde le dio el telele a la alcohólica. Saber que han matado a alguien a un paso de tu vivienda suele estremecer. Lo cual no significa tener miedo. Ante estas cosas yo no siento miedo, sino rabia. Lo contrario le suele suceder a las señoras. Ven en la tele que en su barrio han asestado varias puñaladas a una mujer y dicen: “Ay, Dios mío, qué miedo a salir a la calle”. Pero da igual porque ocurrió en un domicilio. E igual que sucedió allí, puede darse en la casa de los vecinos de arriba de esa señora. Hace muchos años, cuando venía algunas temporadas a Madrid y me alojaba en la casa de mis tíos de Alameda de Osuna y el metro aún no había llegado a ese distrito, iba a diario a la parada de autobús de la rotonda para ir al centro de la ciudad. Un día, en las noticias, dijeron que allí mismo, en esa parada, el Asesino de la Baraja había matado a un tipo. Desde entonces, vi esa parada de autobús con otra perspectiva. Era el lugar de un crimen. El sitio que sobrecoge cuando uno mira hacia allí.