Hace 7 horas
martes, febrero 28, 2017
Hoy, en Madrid
Presentación de la editorial Underwood y de sus 2 primeros títulos: Fat City y Nog.
A las 19:00 horas en La Central de Callao.
lunes, febrero 27, 2017
domingo, febrero 26, 2017
Aforismos, de Franz Kafka
A partir de cierto punto ya no hay vuelta atrás. Hay que llegar a ese punto.
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En la lucha entre el mundo y tú, ponte de parte del mundo.
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La muerte está ante nosotros, más o menos como puede estarlo una imagen de la batalla de Alejandro en la pared del aula escolar. Lo que cuenta es si con nuestros actos en esta vida somos capaces de oscurecer o incluso borrar esa imagen.
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No es necesario que salgas de casa. Quédate sentado a tu mesa y escucha atentamente. No escuches siquiera, limítate a esperar. Ni siquiera esperes, simplemente quédate callado y solo. El mundo se te ofrecerá para que lo desenmascares, no puede evitarlo; extasiado, se contoneará ante ti.
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Cualquier cosa que me saque de entre las dos ruedas de molino que normalmente me machacan, representa para mí un alivio, a no ser que conlleve un excesivo dolor físico.
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Me he pasado la vida resistiéndome al placer de acabar con ella.
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Mantener la calma; alejarse al máximo de las exigencias de la pasión; conocer la corriente y a partir de ahí nadar contra ella; nadar contra la corriente por el placer de dejarse llevar.
[Debolsillo. Traducciones de Adan Kovacsics, Joan Parra Contreras y Andrés Sánchez Pascual]
miércoles, febrero 22, 2017
Prosas reunidas, de Wisława Szymborska
La caza mejora las razas, dado que elimina a los especímenes menos aptos. La caza vela por la justa proporción entre machos y hembras. La caza decide la colocación del animal para que pueda prosperar adecuadamente sin destruir excesivamente el entorno forestal o campestre que lo rodea.
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Además, hay algo irritante en la manera en que algunos poetas escriben sobre la poesía. Escriben como si esta albergase aún secretos absolutamente inalcanzables para los otros géneros. Los poetas siempre se han mostrado proclives a tratar la poesía como si esta fuese el alfa y el omega de la literatura, y ciertamente ha habido períodos en que se ha tratado de confirmar esta convicción. Pero eso ya está pasado de moda. La poesía sigue viva y, ciertamente, no es un género menor. Sin embargo, me parece poco prudente concederle esa incontestable superioridad a la hora de percibir y sentir en comparación con la prosa literaria o el teatro. Durante mucho tiempo, muchos se las han arreglado bien para ir montados a lomos de ese Pegaso, sin importar demasiado quién iba agarrado de sus crines y quién de su cola… La poesía, esto; la poesía, aquello… En muchas ocasiones, la palabra "poesía" podría ser sustituida por "prosa" y funcionaría igual de bien.
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No sé de dónde ha salido esa idea estúpida de que hay que elegir lecturas ligeras para las vacaciones. Si es todo lo contrario: esas lecturas ligeras deben leerse –si es que en realidad es posible leer algo– antes de acostarse, después del trabajo o las labores de casa, cuando resulta difícil encontrar esa concentración que requieren los libros más serios.
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Porque no hay manera de tomarse en serio a alguien que lucha contra el humor. Y, además, ¿qué pasaría si, como represalia, apareciese un grupo de hombres y comenzase a quejarse de que se hicieran chistes sobre ellos? Dado que el género humano se compone únicamente de dos sexos, a los cómicos solo les quedaría la flora y la fauna, pero entonces serían los ecologistas quienes de nuevo protestarían. Solo los planetas quedarían indefensos, girando alrededor del Sol irreflexiva y maquinalmente, pidiendo a gritos una sátira sarcástica; pero a quién divertiría eso, no lo sé.
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La muerte siempre es dramática, pero cuando es un humorista quien muere adquiere el aspecto de una incongruencia no programada, algo así como un error en el arte, una pifia desagradable, una traición a la esencia misma de un trabajo bien realizado…
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¿Cuánta gente, en el transcurso de cien años, a lo largo y ancho del mundo, ha participado activamente en el rodaje de esas películas? Quizá no se trate de centenares de miles, sino de millones de personas. Y para muchas de ellas supuso, con total seguridad, la gran aventura de sus vidas.
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En la escuela, los alumnos leen literatura por obligación, y la obligación, como es bien sabido, excluye cualquier posibilidad de deleite. Pero también hay verdaderos polonistas-taumaturgos (yo misma tengo el gusto de conocer a algunos), gracias a los cuales las lecturas escolares siguen siendo un placer.
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Para ellos [los críticos literarios], Przybora no era un poeta porque cantaba. ¡Dios Santo! ¡Cuántas veces la prensa de los últimos decenios se ha enzarzado en discusiones, polémicas, debates, interpretaciones y clasificaciones por géneros sobre lo que, en su opinión, debía ser lo más sobresaliente del período! Y, en todo ese tiempo, jamás incluyeron a la canción, aunque fuese por error, dentro de los géneros literarios.
[Malpaso Ediciones. Traducción de Manel Bellmunt Serrano]
martes, febrero 21, 2017
El turista accidental, de Anne Tyler
El título del libro era Miss MacIntosh, cariño mío, y tenía mil ciento noventa y ocho páginas. (Para protegerse de los extraños, lleve siempre consigo un libro. Las revistas no duran. Los periódicos de casa le darán nostalgia, y los de otras partes le recordarán que usted es un forastero. Ya sabe qué aspecto tan extranjero tiene la tipografía de un periódico). Hacía años que iba arrastrando Miss MacIntosh por ahí. Tenía la ventaja de no tener argumento y de ser, sin embargo, siempre interesante, de manera que podía sumergirse en él al azar. Siempre que alzaba los ojos, tenía buen cuidado de señalar un párrafo con el dedo y de mantener una expresión abstraída en el rostro.
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Ella negó con la cabeza. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no se habían derramado.
-Macon –dijo ella–, desde que Ethan murió he tenido que admitir que la gente es básicamente mala. Malvada, Macon. Tan malvada que cogerían a un chico de doce años y le pegarían un tiro en la cabeza sin ningún motivo. Ahora leo un periódico y me desespero; ya no veo las noticias por televisión. Hay tanta maldad, niños que prenden fuego a otros niños, y personas mayores que arrojan criaturas por la ventana de un segundo piso, violaciones, torturas, terrorismo, ancianos que son golpeados y robados, hombres de nuestro propio gobierno que están dispuestos a hacer estallar el mundo, no hay más que indiferencia y codicia y reacciones inmediatas de ira en cada esquina. Miro a mis alumnos y son tan corrientes, y sin embargo son exactamente iguales al chico que mató a Ethan. Si debajo de la foto de aquel chico no hubiese puesto por qué lo habían arrestado, ¿a que hubieras pensado que podía ser cualquiera, alguien que habían fichado para el equipo de baloncesto o que había ganado una beca para ir a la universidad? No puedes creer absolutamente en nadie. La primavera pasada, Macon, esto no te lo dije, estaba recortando el seto de casa y vi que alguien había cogido del arrayán el recipiente de la comida para los pájaros. ¡Hay quien incluso les roba la comida a los pajaritos! Y entonces no sé qué me cogió que la emprendí con el arrayán. Lo corté todo, arranqué ramas, lo acuchillé con las tijeras de podar…
Ahora las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Se inclinó sobre la mesa y dijo:
-Algunas veces no he sabido si… no quiero parecer melodramática, Macon, pero… no he sabido si podría seguir viviendo en un mundo así.
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Pero si la gente no se adaptaba, ¿cómo soportaban seguir viviendo?
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-Perdí a mi hijo –dijo Macon–. Estaba… fue a una hamburguesería y entonces… llegó uno, un atracador, y le disparó. ¡No puedo ir a cenar con gente! ¡No puedo dar conversación a sus niños! No me lo pidas más. No quiero ser brusco contigo, pero es que no me siento con fuerzas, ¿oyes?
[…]
-Cada día me digo que ya es hora de superarlo –dijo al espacio vacío sobre la cabeza de ella–. Es lo que la gente espera de mí. Antes me ofrecían su condolencia pero ahora ya no; ni siquiera mencionan su nombre. Creen que ya es hora de que mire hacia adelante. Pero si algo ha cambiado, ha sido para peor. El primer año fue como una pesadilla; por las mañanas me iba directo a la puerta de su cuarto antes de acordarme de que no estaba allí para despertarlo. Pero este segundo año es real. Ya no voy hasta la puerta. A veces he dejado pasar un día entero sin pensar en él. En cierto modo, esta ausencia es más tremenda que la primera. Y podría suponerse que recurriría a Sarah, pero no, sólo nos hacemos daño. Me parece que ella cree que de algún modo yo podía haber evitado lo que pasó… está tan acostumbrada a que le organice su vida. Me pregunto si todo esto no habrá hecho más que sacar a la superficie la verdad sobre nosotros, lo distanciados que estamos. Me temo que nos casamos precisamente porque estábamos distanciados. Y ahora me siento lejos de todo el mundo; ya no tengo amigos y todas las personas me parecen triviales y tontas y sin relación conmigo.
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Durante la noche oyó toser a un niño, y subió de mala gana a la superficie a través de capas de sueños para responder. Pero estaba en una habitación con una alta ventana azul, y el niño no era Ethan. Se dio la vuelta y encontró a Muriel. Esta suspiró en sueños, levantó la mano de él y se la puso encima del estómago. La bata se había abierto; Macon notó la piel suave, y luego una rugosa cresta de carne cruzándole el abdomen. La cesárea, pensó. Y le pareció, al tiempo que se dejaba caer otra vez en los sueños, que era como si ella hubiese hablado en voz alta. Sobre lo de tu hijo, parecía decirle, mira, pon la mano aquí. Yo también tengo cicatrices. Todos tenemos cicatrices. Tú no eres el único.
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-[…] es tan impensable, una vez tienes hijos, que no hayan existido siempre.
[RBA Editores. Traducción de Gema Vives]
domingo, febrero 19, 2017
viernes, febrero 17, 2017
Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson
Me llamo Mary Katherine Blackwood. Tengo dieciocho años y vivo con mi hermana Constance. A menudo pienso que con un poco de suerte podría haber sido una mujer lobo, porque mis dedos medio y anular son igual de largos, pero he tenido que contentarme con lo que soy. No me gusta lavarme, ni los perros, ni el ruido. Me gusta mi hermana Constance, y Ricardo Plantagenet, y la Amanita phalloides, la oronja mortal. El resto de mi familia ha muerto.
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La gente del pueblo siempre nos ha odiado.
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Todos los augurios anunciaban un cambio. El sábado por la mañana me desperté y pensé que ellos me estaban llamando; es hora de que me levante, pensé antes de estar despierta del todo y acordarme de que estaban muertos; Constance nunca me llamaba para que me levantara. Esa mañana, cuando me vestí y bajé las escaleras, me estaba esperando para prepararme el desayuno, y se lo conté: "Esta mañana me ha parecido que me llamaban".
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-¿No estarás pensando en irte de aquí, Merricat?
-¿Adónde íbamos a ir? –le pregunté–. ¿Dónde podríamos encontrar un lugar mejor que este? ¿Quién nos quiere, allí fuera? El mundo está lleno de gente mala.
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Yo pensaba en Charles. Podía convertirlo en una mosca, arrojarlo a una telaraña y observarlo mientras se enredaba y forcejeaba impotente, atrapado en el cuerpo de una mosca moribunda. Podía estar deseándole la muerte hasta que se muriera. Podía atarlo a un árbol y dejarlo allí hasta que se convirtiera en parte del tronco y le saliera la corteza por la boca. Podía enterrarlo en el agujero donde mi caja de dólares de plata había estado a buen recaudo hasta que llegó él, y pisotearlo cuando estuviera bajo tierra.
[Editorial Minúscula. Traducción de Paula Kuffer]
miércoles, febrero 15, 2017
Fatídica, de Jean-Patrick Manchette
La mujer sonrió vagamente. Debía de tener treinta o treinta y cinco años. Sus ojos eran castaños, y su rostro, delicado. Su vaga sonrisa apenas descubría sus dientes, que eran pequeños y regulares. Roucart avanzaba hacia ella llamándola querida muchacha y su voz sonaba paternal mientras sus grandes ojos azules recorrían sin cesar la esbelta silueta de la mujer; estaba muy sorprendido de verla allí, pues en primer lugar ella nunca cazaba y, además, se había despedido de todo el mundo la tarde del día anterior y había tomado un taxi hacia la estación.
-¡Como sorpresa, es toda una sorpresa, una buena sorpresa! –exclamó Roucart, y ella empuñó el calibre 16, lo volvió hacia él, y antes incluso de que hubiera dejado de sonreír le vació los dos cañones en la barriga.
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Aimée le describió someramente su trabajo: cómo iba de ciudad en ciudad, adoptaba cada vez una personalidad distinta y se relacionaba con la mejor sociedad; es decir, la sociedad de los ricos. Y cómo observaba a los individuos, sus movimientos y los conflictos que siempre hay entre ellos.
-Siempre se acaba por encontrar algo –dijo la mujer–. Siempre hay uno o una que tiene ganas de matar a otro gilipollas. Lo demás ya es asunto de habilidad. Entrar en la intimidad del cliente. Meterle la idea de matar en la cabeza, donde ya estaba cociéndose. Finalmente, hacer una oferta de servicios, a ser posible en una situación de crisis. No les digo que soy una asesina. Soy mujer y no me tomarían en serio. Les digo que conozco a un asesino a sueldo. A veces les doy a entender que es mi amante. Eso los pone celosos.
[Navona Editorial. Traducción de Joachim De Nys]
viernes, febrero 10, 2017
Retrato de mi cuerpo, de Phillip Lopate
Podría decirse que todo ensayo personal se edifica simultáneamente en torno al autoengaño y a la verdad. Yo siempre me propongo asumir a priori cierta culpa en relación con la verdad, para de ese modo avanzar en el trabajo.
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El peligro de escribir sobre los demás en relación con uno mismo es caer en una horma de autocomplacencia en la que –consciente o inconscientemente– uno siempre ratifica su propia superioridad.
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Todas las editoriales tienen pavor de ser sorprendidas publicando colecciones de textos elegidos de manera fortuita. Yo no le veo nada de malo a las recopilaciones azarosas –si la mente de un ensayista me interesa lo suficiente, con gusto lo seguiré hasta donde me lleve–, pero en la actualidad, si el autor es famoso, hay muy pocas posibilidades de que un popurrí de este tipo llegue a la imprenta.
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Donald Barthelme tenía una barba cuadrangular que le daba un aspecto amish y patriarcal. El labio superior afeitado al ras acentuaba el efecto. Me tomó un tiempo darme cuenta de que usaba barba y no bigote, y una vez que lo hice, no pude dejar de inquirir qué clase de "declaración de principios" intentaba formular. […] Un buen día me armé de valor y le pregunté, en tono de broma, por qué se afeitaba el bigote. Me dijo que ya no le crecía porque tiempo atrás le habían extirpado un tumor canceroso del labio. Su respuesta me hizo advertir todo lo que ignoraba –y probablemente siempre ignoraría– de ese hombre, y también mi tendencia a juzgarlo de manera desatinada.
Me gustaba observar a Donald. Nunca me cansaba de hacerlo: generaba una curiosidad inagotable (algo que uno experimenta con personas que siempre se reservan una parte de sí mismas. Sé de lo que hablo, porque dicen lo mismo de mí). Trabajamos juntos durante los últimos ocho años de su vida y fuimos colegas cercanos, amigos, casi amigos… ¿Qué fuimos en realidad?
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La inmensa soledad de la vida literaria se origina, en parte, en el hecho de que los escritores, especialmente aquellos que han alcanzado renombre, eluden los temas que uno supondría que más les atañen –los autores que continúan siendo capitales en su proceso creativo, o los obstáculos no resueltos del trabajo cotidiano– y optan, en cambio, por parlotear acerca de estrategias para consolidar una carrera, faenas realizadas como invitados en diversos encuentros, becas, procesadores de texto y bienes raíces, todo lo cual constituye el lenguaje del poder.
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[…] cuando dos escritores se unen para diseccionar las fallas de un tercero que es su contemporáneo, se crea un vínculo deliciosamente fraticida.
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Soy un callador de bocas, es decir, un autoproclamado sargento de armas que ordena guardar silencio a la gente que hace ruido en el cine.
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El meollo del asunto es que deseo ver películas en salas de cine, tal como fueron pensadas para verse, y me gusta la compañía de otros cuerpos, de otros espectadores. Pero a la vez he desarrollado, a lo largo de los años de fervorosa cinefilia, una sensibilidad sobrenatural a las distracciones: no sólo a los platicadores, sino también a los que dan coces o cruzan y descruzan nerviosamente las piernas detrás de mí, oprimiendo el respaldo de mi asiento; a la impuntual que exacerba su primera falta acomodándose con lo que parece una meticulosidad premeditada –se quita el abrigo de manera flemática y cambia de lugar sus bolsas de centro comercial varias veces–; al padre amoroso que le da a su hijo caramelos ácidos envueltos en el celofán más crujiente que existe…
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Siempre podemos culpar a la televisión por alterar el hábito de ir al cine. Buena parte de la gente que va hoy a ver películas parece convencida de que está en el sofá de su casa; otros creen que se encuentran en su recámara, de ahí que ronquen o hagan el amor. Uno supone que la gente joven, que ha crecido en la era del zapping y el intervalo de atención breve, es la peor infractora. Sin embargo, según mis observaciones, los ancianos que van al cine en pareja son los más molestos: insisten en intercambiar opiniones sobre lo que ocurre y su porqué. Quizá la pérdida auditiva los haga hablar a un volumen demasiado alto, pero también es como si rendirse a la experiencia cinematográfica fuese una amenaza a su lazo diádico, y al final eligieran la unidad por encima de la inmersión.
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Suena descabellado afirmar que ver una película se asemeja a una disciplina meditativa, tomando en cuenta la pasividad del espectador en comparación con los rigores del zen o el recogimiento monástico; pero existen paralelismos. Hay un célebre tipo de meditación denominado focalización de la mente en un solo punto, en que quien medita se abstrae a partir de un sonido o una imagen mental repetitivos.
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La voluntad de emprender mi propio camino, sans mentores o participación en movimientos literarios de la época, es un aspecto central del cuento laudatorio que elaboré acerca de mi desarrollo como escritor. Debe tomarse con pinzas: después de todo, ningún escritor puede escapar del influjo de sus contemporáneos.
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Lopate intercala una cita de Anatole Broyard que dice:
Es más fácil ser amigo de gente insatisfecha, porque compartir la insatisfacción se traduce en un lazo fuerte, igual que haber sido amados y repudiados por la misma mujer. Sospecho que la queja es el auténtico capital de las amistades literarias.
[Tumbona Ediciones. Traducción de Ana Marimón Driben]
jueves, febrero 09, 2017
La carrera por el segundo lugar, de William Gaddis
Durante el medio siglo que ha pasado desde entonces la riqueza ha crecido de un modo vergonzoso. Un personaje de una obra de ficción actual comenta que nunca ha habido tantas oportunidades para hacer tantas cosas distintas que no vale la pena hacer. Una sociedad en la que el fracaso puede consistir sencillamente en no tener "éxito" tiene las más ignominiosas derrotas guardadas y reservadas para aquellos –los llamamos "perdedores"– que fracasan en algo que, desde el principio, no valía la pena hacerse.
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Joseph Tabbi:
William Kennedy, que lo llevó a hablar al Instituto de Escritores de Albany (Nueva York), recuerda el rechazo que Gaddis sentía al principio por esta clase de actividades: "En cuanto se creó [el Instituto], le pedí a Gaddis que viniera a visitarnos y diera una charla, y él dijo: "¡Desde luego, y sin ninguna duda, no!". Pero yo no desistí, y unos años después volví a intentarlo, y su "no" no fue tan contundente, y la siguiente vez me dijo que "quizá" y después, un día, en 1990, hablando con un periodista de Albany, dijo: "No hay nada más angustioso y agobiante que un escritor leyendo su obra delante del público" (aparecido en el Times Union de Albany, 2 de abril de 1990). Dos días después, ahí estaba Bill Gaddis, sobre el escenario, en el salón de actos de la universidad. No leyó su obra delante del público, sino unas fichas en las que explicaba por qué no leía su obra delante del público".
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Debo decir que formo parte de esa estirpe en vías de extinción que piensa que los escritores deben leerse y no escucharse, y mucho menos verse. Creo que esto es porque en la actualidad parece haber una tendencia a colocar a la persona en el lugar de su obra, a convertir al artista creativo en un artista escénico, a considerar que lo que un escritor dice sobre la escritura es, en cierto modo, más válido, o más real, que su propia escritura.
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Parece que no soy especialmente amable con el lector. Le pido algo, y muchos reseñistas dicen que le pido demasiado. Incluso algunos de ellos a los que les gusta mi obra dicen que supone un esfuerzo, que es difícil y que, como digo, no es especialmente amable con el lector.
Pero yo en realidad pienso que sí lo es, y que el lector siente placer al participar, al colaborar, si se quiere decir así, con el escritor, de modo que al final las cosas ocurren entre el lector y la página, sin necesidad de todo este mundo de las lecturas. Se les lee a los niños. ¿Por qué inventamos la imprenta? ¿Por qué estamos alfabetizados? Porque el placer de estar completamente solos, con un libro, es uno de los mayores placeres que hay.
[Sexto Piso. Traducción de Mariano Peyrou]
miércoles, febrero 08, 2017
Furores íntimos
Antes, o sea todos estos últimos años con mi marido, respondíamos al tonto cliché de que la mujer nunca tiene ganas y el hombre quiere siempre y en cualquier lugar. Pero una vez que se habían tocado los botones precisos, pensaba para mí: ¿por qué nunca se me ocurre la idea de hacerlo? ¿Por qué no lo seduzco, por qué tiene que ser siempre él quien me seduzca a mí? Para mi marido era bastante humillante llevarse calabazas constantemente y tener que ser siempre él el iniciador de nuestra actividad sexual. Discutíamos mucho. Yo mentiría si dijera que tenía ganas de sexo. Ni una sola vez las tuve. Sólo colaboraba para hacerle un favor y porque sabía que, de lo contrario, nuestra relación se iría al garete. Todos lo sabemos: si en la cama la cosa ya no funciona, el que todo se vaya al garete sólo es cuestión de tiempo. De eso estoy firmemente convencida. Pero en cuanto la parálisis inicial estaba superada, yo me ponía a cien. Y después siempre decía: "¿Por qué no me recuerdas cuánto me divierto? Si lo hicieras, no me haría tanto de rogar".
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. Charlotte Roche, Furores íntimos
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. Charlotte Roche, Furores íntimos
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