martes, diciembre 03, 2024

El ruido de una época, de Ariana Harwicz

 

Escribir sin ofender a nadie es un oxímoron.

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Lo políticamente correcto es la gangrena del arte en este siglo. Un dibujante francés dijo: “Lo que es bueno para la caricatura, no lo es necesariamente para la democracia”. Que cada cual elija a qué amo obedecer.

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Escribir es sustraerse a la vida. Pero para escribir hay que vivir. Me doy cuenta ahora hasta qué punto primero hay que lanzarse a la vida, olvidando la escritura, para después lanzarse a escribir, olvidando la vida. Escribir es ante todo una operación temporal, como la música. Escribir es más que vivir, es vivir dos veces. O es menos que la vida, es una relación especular, oblicua, distorsionada. Por eso, a veces un texto nos hace llorar. Pero el mérito de la emoción no es literario, el mérito es todo de la vida. Y viceversa.

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Vaciar el lenguaje de violencia es imposible.

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Cuando periodistas, presentadores y editores de cada festival y encuentro literario de diversos países ponen el acento en que somos “escritoras mujeres + nacidas en los setenta + latinoamericanas”, lo que buscan es alienarnos. Se nos reúne bajo un mismo lema, un gremio, una condición, un cupo: el combo de ser mujeres, de una misma generación y latinas. Eso puede parecer una política de apoyo, de visibilidad, de inclusión y de justicia frente a siglos de borrado de la mujer en todos los ámbitos, y en un principio pudo ser así. Hoy creo que ese discurso, omnipresente y totalizante, es contrario a la valoración de una lengua, de una obra, de un universo de ficción. La única condición de un escritor, de la generación, cultura y época que sea, es la de ser único e irreductible.

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La descripción de la realidad misma, vivir, se ve como incitación al odio. El arte que no responde a las consignas ideológicas es judicializado y acusado de xenófobo, islamofóbico, transfóbico. Toda la larga semántica de la “fobia” está puesta al servicio de que se renuncie a pensar. Suponer que uno lee desde la identificación primaria es un error.

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No separar la obra de la vida de su autor es una catástrofe para cualquier creador. Se examina su vida conyugal, su currículum, su prontuario, su casa, si fue infiel, si paga los impuestos de alumbrado, barrido y limpieza, como si fuera parte del texto ficcional.

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Los escritores tienen que escribir en contra de la mentalidad que se les asigna, en contra de la presión colectiva, pero el problema no es lo que escribimos, lo que nos publican, lo que nos instan a escribir, el problema es lo que somos.



[Gatopardo Ediciones]

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