Hace 7 horas
martes, noviembre 28, 2017
La física del futuro, de Michio Kaku
En un mundo cada vez más deteriorado, con la humanidad en proceso de destruir el planeta, este libro proporciona cierta esperanza (o al menos a mí me la ha dado). Nos ofrece un panorama, de aquí a cien años, en el que los avances en la informática, la búsqueda de nuevas fuentes de energía, la medicina, la inteligencia artificial o nanotecnología contribuirán, en mayor o menor medida, a consolidar un futuro menos peligroso, donde nuestra salud pueda ser vigilada por chips, donde los robots puedan ayudarnos a desempeñar multitud de tareas cotidianas, donde se puede frenar el envejecimiento, donde nos conectaremos a internet mediante unas lentes de contacto, donde los vehículos magnéticos ya no necesiten combustible… El autor se entrevistó con cientos de científicos y de expertos para examinar las tecnologías que pueden desarrollarse durante 100 años y que determinarán finalmente el destino de la humanidad.
Este ensayo sobre ciencia nos dice cómo serán las próximas décadas, y la lectura te deja sumido en un mundo increíble, propio de todo lo que hemos visto en las películas de ciencia ficción (esas películas de las que mucha gente salía diciendo: "Eso es imposible"). Pues bien, casi todo lo que hemos visto se va a ir cumpliendo. Pensemos en algunos avances de Blade Runner, Minority Report o La guerra de las galaxias. Muchos de los avances ya existen, pero no los conocemos porque están en pleno proceso de desarrollo, o son meros experimentos que, a falta de presupuesto, no pueden lanzarse aún a los mercados. Es un libro que cualquiera mínimamente interesado en lo que nos deparará los próximos 100 años debería leer ya mismo.
[DeBolsillo. Traducción de Mercedes García Garmilla]
sábado, noviembre 25, 2017
El declive, de Osamu Dazai
En los libros de Osamu Dazai solemos encontrarnos con personajes torturados, gente que está cansada, que se ve sometida por la miseria o por la adicción a las drogas y/o el alcohol. Aunque el narrador cambia en esta obra, esta vez dándole el protagonismo a una mujer, en El declive encontramos los mismos sufrimientos y las mismas preocupaciones. Kazuko, la protagonista, vive con su madre y ambas tratan de adaptarse a una serie de cambios: el padre de la chica murió, del hermano (adicto al opio) no han tenido noticias desde que se fue al frente, Japón ha terminado esquilmada tras la Segunda Guerra Mundial y las dos se ven obligadas a cambiar de domicilio e irse a vivir al campo, donde la madre enferma y donde las serpientes que a veces se dejan ver por las inmediaciones les confieren malos augurios. Cuando Naoji, el hermano desaparecido, regresa, los problemas se duplicarán, sobre todo desde el momento en que Kazuko se enamora de un amigo de Naoji.
Como decía al principio, no faltan aquí los temas que obsesionaban a Osamu Dazai: la adicción a las drogas y al alcohol, el impulso de autodestrucción, el suicidio, la tristeza y la soledad… Por motivos personales y familiares me ha hecho un nudo en la garganta el pasaje en el que la chica descubre que su madre ha enfermado:
Una mañana vi algo espantoso: mamá tenía la mano hinchada. Además, últimamente desayunaba sentada en la cama y apenas tomaba una ligera sopa de arroz, a pesar de que el desayuno siempre había sido su comida favorita. No podía comer nada con un olor demasiado fuerte. Aquel día parecía que le molestaba incluso el olor de las setas que había añadido a la sopa, pues se llevó el cuenco a los labios y volvió a dejarlo en la bandeja sin haber comido nada. Fue entonces cuando me di cuenta de que tenía la mano derecha hinchada.
[…]
Mamá permaneció en silencio con los ojos entornados, como si estuviera deslumbrada. Yo quería echarme a llorar a gritos. Aquella mano no era la de mamá. Pertenecía a otra mujer. La mano de mamá era más pequeña y delgada. Una mano que conocía bien. Una mano amable. Una mano adorable. ¿Habría desaparecido para no regresar jamás? La izquierda aún no estaba tan hinchada, pero me resultaba demasiado doloroso seguir mirando a mamá. Aparté la vista y la posé en la maceta que adornaba el tokonama del dormitorio.
Es evidente (o a mí me lo parece) que el autor se desdobla en dos personajes: el torturado hermano, Naoji, y el escritor al que conoce gracias a él, Jiro Uehara. Ambos resumen muchas de las preocupaciones de Dazai. Los lectores de esta novela señalan que es triste, pero al mismo tiempo muy bella. Tal vez sea por ese toque fatalista y romántico que el autor de Indigno de ser humano solía aplicarle a sus obras. Quiero destacar también este pasaje porque es puro Dazai:
Aquellas personas estaban equivocadas. Pero quizá ellos no podían vivir de otra forma, igual que yo no podía vivir sin amor. Si es cierto que las personas venimos a este mundo con el deber de sobrevivir, no deberíamos juzgar lo que hagan los demás para alcanzar ese fin. Estar vivo. Estar vivo. Una obra colosal, agotadora e imposible de realizar.
[Sajalín Editores. Traducción de Marina Bornas]
miércoles, noviembre 22, 2017
Por último, el corazón, de Margaret Atwood
Buena novela de Margaret Atwood que en algunos tramos recuerda un poco a 1984 y que plantea un futuro en el que se emprende un experimento en el que cada ciudadano voluntario vive un mes en una prisión y el siguiente en una casa llena de comodidades… cada 30 días cambia esa vida: de presidiario a ciudadano de clase media y de ciudadano de clase media a presidiario. Así, dicen los responsables del invento, se nivelará la balanza y el sistema mantendrá su equilibrio. Por supuesto, los dos protagonistas del libro, la pareja formada por Stan y Charmaine, advertirán pronto que aquello se parece más a una cárcel gigante con instrumentos de control y de vigilancia que al paraíso que les habían vendido. Es estupendo cómo una mujer de casi 80 años se maneja con un lenguaje totalmente moderno, contemporáneo y repleto de humor; y además elabora una distopía que abre camino a varios temas muy importantes. Dos extractos:
Al principio les iba bien. Por aquel entonces los dos tenían empleo. Charmaine trabajaba en Ruby Slippers, una cadena de residencias y clínicas para ancianos. Se encargaba de or¬ganizar actividades para entretenerlos y toda clase de eventos –sus supervisores decían que tenía buena mano con los ancianos –y se estaba abriendo camino. A Stan también le iba bien: era uno de los ayudantes del departamento de Control de Calidad en Dimple Robotics, y se encargaba de probar el Módulo Empático de los prototipos automáticos destinados a los departamentos de Atención al Cliente. A los clientes no les bastaba con que alguien les metiera la compra en una bolsa, solía explicarle a Charmaine: querían tener la sensación de comprar de verdad, y eso incluía una sonrisa. Lo de las sonrisas era complicado; se podían convertir en muecas o expresiones lascivas, pero si dabas con la sonrisa adecuada, los clientes pagaban un poco más. Era asombroso recordar, ahora, en qué cosas gastaba dinero extra la gente en
otros tiempos.
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La ciudad gemela de Consiliencia/Positrón es un experimento. Un experimento ultra-ultraimportante; los cerebritos utilizan la palabra "ultra" por lo menos diez veces. Si sale bien –y tiene que salir bien, y puede salir bien si todos trabajan juntos–, podría ser la salvación no sólo de las zonas más castigadas de los últimos años, sino también, con el tiempo, y si desde los niveles más altos se acabara aplicando este modelo, de la nación como un todo. Acabarían con el paro y la delincuencia de un plumazo y todos los implicados podrían gozar de una nueva vida, ¿se lo imaginan?
[Ediciones Salamandra. Traducción de Laura Fernández Nogales]
martes, noviembre 21, 2017
Variaciones sobre Budapest, de Sergi Bellver
Entre mis dos viajes a Budapest transcurrieron cinco estaciones, pero tuve la impresión de haberme ausentado durante solo un invierno, diría –sin mentir del todo– que con la intención de huir del peor frío, pues dejé la ciudad en la primera semana de diciembre, cuando las aguas del Danubio estaban a punto de congelarse, y regresé a mediados de marzo, mientras el río mudaba ya la piel, buscando la base de los puentes y las rocas de los muelles para deshacerse de las últimas escamas de hielo.
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Para mí, viajar tiene que ver con estar dispuesto a extraviarse, a renunciar a un plan, a no cerrar el círculo previsto y, a menudo, con hacer algo en lo que no pensabas al salir de casa. Y yo, que había llegado para visitar a una amiga, pasar unos pocos días en Budapest –sin billete de vuelta, eso sí, pero solo unos días– y reflexionar sobre una vaga idea para una historia –una novela, tal vez– que había tenido en Praga dos semanas antes, me encontré de repente sopesando la posibilidad de quedarme todo lo que fuera posible en la ciudad.
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La literatura de viajes que me interesa, insisto, o al menos la que pretendo escribir, no tiene que ver con la peripecia ni con el alarde enciclopédico, sino con el sentido de la experiencia, aunque a veces nos confunda nadar en ella, como en "una enorme corriente de agua fangosa". "Si me he puesto a filtrarla, es porque contiene reflejos, el mío entre ellos", escribió el poeta ruso. Y yo sigo aquí, en esta cocina que parece flotar en la noche húngara, con las manos y mis "nervios" sobre el teclado y un colador entre los dedos.
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A cinco minutos de ahí, en el exterior de la Casa del Terror de la calle Andrássy, encuentro una exhibición fotográfica y, de entre todas las imágenes, me fascina la mirada de grandeza y desafío que una mujer le lanza a sus carceleros. Se llamaba Katalin, no había cumplido los veinticinco años en 1956 y los soviéticos estaban a punto de fusilarla por defender la libertad de su país en las calles de Budapest. La Historia suelen escribirla los vencedores, o a veces solo quienes supieron ser más crueles o más cobardes en cada contienda, pero de vez en cuando una mirada regresa en silencio desde el pasado para recordarnos que todos podemos elegir también ser grandes y encarar el mundo por encima de nuestras miserias. Miro a los ojos a Katalin, quien apela a mi respeto desde su orilla del tiempo, y pienso en lo que repiten todavía demasiados "intelectuales": que la novela ha muerto y ya no tiene sentido contar historias. Pobres necios y cuánto parece costarles mirar y escuchar a los demás para darles voz.
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Aparte de las escenas que creo reconocer a partir de mis lecturas y de las que yo mismo busco o imagino para mi novela, la literatura está muy presente en esta ciudad. No me refiero solo al peso de la historia en sus calles o a esos libros que llevo meses leyendo y que resuenan en mí cuando las recorro, sino también al interés que demuestran la mayoría de los húngaros por los libros.
[La Línea del Horizonte Ediciones]
viernes, noviembre 17, 2017
El alfabeto de fuego, de Ben Marcus
Por fin se ha traducido un libro de Ben Marcus en España y no sé por qué no hay más gente leyéndolo y comentándolo. Muchos supimos de este autor al leer Magistral, donde Rubén Martín Giráldez lo citaba a menudo. Esperemos que esta novela sea el primer paso para la difusión de su obra en este país. El alfabeto de fuego es uno de esos libros raros y fascinantes y de una calidad superior que, por lo general, suelen publicarse en Pálido Fuego y en Sexto Piso: libros postmodernos, con un interés exhaustivo en el poder del lenguaje, con una exigencia en la prosa que deben dejar molidos a sus autores y no digamos a sus traductores.
El alfabeto de fuego nos presenta un escenario apocalíptico en el que el lenguaje, del que William Burroughs decía que era un virus, efectivamente se ha convertido en ese virus. Quienes primero contagian sus males son los niños: cuando los niños hablan, los adultos van enfermando, deteriorándose, consumiéndose, como si los hubieran bañado en ceniza y sus caras y sus cabezas se fueran erosionando. Alberto Gordo lo cuenta muy bien en su prólogo: Después de eso ya solo queda la muerte. Reducción facial, letargia, una anomalía en la lengua que obstaculiza el habla, ejércitos de moribundos, de seres humanos como zombis a la espera de un fin inevitablemente indigno. Los adultos, aunque no todos, se alejan de los niños, de sus hijos y de sus nietos. La gente deja de hablar, el lenguaje se va perdiendo, las facciones se van quedando tiesas, rígidas, al no ejercitar el habla. El lenguaje, que el hombre ha maltratado y que ha utilizado como un arma para denigrar a los demás, se pierde (Habíamos traficado con un lenguaje inexacto que debía ser objeto de una nueva traducción, apunta el narrador), se convierte por fin en algo tóxico, que afecta y extermina. En ese caos, el protagonista, Samuel, trata de encontrar un lenguaje nuevo que permita a los seres humanos empezar de nuevo.
No quiero desvelar mucho más. Prefiero que el lector vaya encontrándose con las sorpresas de esta novela, que le debe mucho a Samuel Beckett tanto en el interés por el lenguaje como en los guiños que encontramos en los nombres de algunos personajes. El alfabeto de fuego, me parece a mí, se erige también como una hábil metáfora sobre el poder del lenguaje, que une pero también nos destruye si lo usamos mal o si lo usamos de manera dañina y perversa: el lenguaje con un alto nivel de toxicidad.
Imagino que Milo J. Krmpotić habrá sufrido traduciendo la prosa de Marcus y sus juegos de palabras: a mí me parece que ha hecho un trabajo fabuloso, así que su esfuerzo ha valido mucho la pena. Es uno de los libros del año, no lo duden. Aquí van unos fragmentos:
En las ciudades, en los pueblos, en los depósitos rurales, a lo largo de la cornisa que iba a morir a las afueras de Rochester, y en el campo central más allá del cenagal que algunos aún conocían como el Monasterio, había numerosos grupos de niños en cuarentena que se estaban agrupando y adueñando de los barrios, los prados, los bosques y cualquier otro lugar susceptible de verse mínimamente cercado por una empalizada.
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Debíamos temer la debilidad no en nosotros mismos, donde más bien debía ser celebrada, sino en los demás. O quizá no temerla, pero sí desconfiar de ella. Tendemos a creer en los problemas ajenos con demasiada facilidad, erigimos un engranaje de solidaridad. Busca en el relato las necesidades de su narrador, se nos advertía. No compartas tu historia al completo, se nos seguía aconsejando.
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Murphy no dejaba de perorar sobre el alfabeto de fuego, como si hubiera estado junto a nosotros en la cabaña. El nombre a modo de sombra engañosa. Un mundo donde nada era señalado por la más precisa de sus designaciones. Habíamos traficado con un lenguaje inexacto que debía ser objeto de una nueva traducción. O ni siquiera debíamos traducirlo. Más bien teníamos que destruirlo. Reconstruirlo. Había que reclamar un nuevo código, una nueva escritura, una forma de transmitir mensajes que evitara el alfabeto tóxico, el habla químicamente contaminada que usábamos en ese momento.
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El trabajo más memorable de LeBov, al final, versó sobre el problema del lenguaje, siendo la palabra "problema", en su opinión, un eufemismo. Durante la mayor parte de su trayectoria profesional sostuvo que el lenguaje debía ser entendido, más allá de su "utilidad marginal" como tecnología comunicativa –"¿podemos afirmar honestamente que funcione?"–, a modo de impureza.
Resulta que el lenguaje es una toxina que se nos da muy bien producir, pero que no absorbemos de igual manera, dijo LeBov. Según él, a lo largo de nuestra vida no podíamos contar con procesar una cantidad muy grande del mismo.
Como respuesta a sus detractores, LeBov preguntó qué nos había sugerido alguna vez que el lenguaje no fuera tóxico.
-Invirtamos los términos y asumamos que el lenguaje, como casi todas las cosas, resulta venenoso si se consume en exceso. Antes que nada, ¿por qué no atacamos el disparate que condujo a un uso tan generalizado de algo tan intenso, tan duro como el lenguaje?
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Esa gente, cuyo mundo se había visto súbitamente sellado por una enfermedad ligada al lenguaje, que se había visto obligada a suspender cualquier comunicación con sus seres queridos, sus amigos, los extraños, y que ahora esperaba pacientemente ahí fuera, con la esperanza de que aquí dentro estuviéramos elaborando algún tipo de respuesta… ¿qué se dirían los unos a los otros en caso de que de repente se les entregara un lenguaje que funcionara de nuevo?
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Si escondíamos el texto demasiado, no podía ser visto. Si lo revelábamos para que fuera percibido, nos quemaba la mente. Tanto daba. Enfrentarse a la escritura significaba sufrir.
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La ausencia de habla, la falta de un lenguaje que nos conformara como personas completas, nos había transformado en una especie de ganado emotivo. Quizá una estridente vida interior producía notas devastadoras en nuestro fuero interno pero, sin una herramienta que permitiera extraerla, sin un lenguaje que fisgara en ella y la liberara y la hiciera pública, aunque fisgara en ella y la liberara y la hiciera pública, aunque fuera una estupidez, uno sentía que la conciencia entera, como empresa, se hallaba de repente a la deriva. Sin una forma de decir las cosas, no había motivo para pensarlas siquiera.
Nuestras caras, sin el ejercicio del habla, se habían atrofiado y se habían convertido en máscaras flácidas, porcinas.
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Él hizo una pausa, lo consideró unos instantes.
-Bueno, eso también lo he conseguido. Lo he conseguido ahora mismo, con una parte de mis trabajadores, y lo estoy disfrutando bastante. Hago que no crean en nada. Y luego, con la gente como tu esposa, hago que crean lo que necesito, que es algo más que nada. Tampoco es tan impactante. ¿Hay algo más básico que hacer que la gente crea en algo? Hacer que la gente crea en algo es una estrategia elemental de control. Ni siquiera requiere de una habilidad especial. Deberías intentarlo.
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Creamos el lenguaje a nuestra imagen y semejanza y el lenguaje nos provoca repulsión.
[Catedral. Traducción de Milo J. Krmpotić]
martes, noviembre 14, 2017
El desertor, de Siegfried Lenz
Puede que el entorno más propicio para retratar el desarrollo del absurdo sean las guerras. Cualquier guerra. Ese absurdo lo han traducido muchos autores, cada uno a su manera, en sus obras, bien porque vivieron alguna contienda, bien porque sus progenitores sufrieron en el frente y a ellos les tocó apechugar con las consecuencias. Hay algunos pasajes, en los cuales Siegfried Lenz pone a hablar a sus criaturas, en los que se nos transmite ese absurdo que Samuel Beckett representaría mejor que nadie: hombres charlando y esperando, en medio de esos territorios en los que no saben si encontrarán tropas hostiles o caras amigas. Véase este fragmento:
-Debemos de estar a punto… –dijo el Pandeleche, jadeando–. A punto de llegar.
Los arbustos salían disparados hacia arriba cuando ellos pasaban, poniéndolos con gracia a cubierto. Los dos hombres enderezaron la espalda.
-Aquí está el puente. ¿Ves a alguien?
-Nunca se ve a nadie.
-¿Seguimos avanzando? –preguntó Proska.
-¿Y luego?
-Tal vez los atrapemos.
-O tal vez sean ellos los que nos atrapen a nosotros.
-¿Qué vamos a hacer?
-Esperar.
-¿A qué?
-A que algo suceda.
-¿Y qué podría suceder?
-Eso no se puede predecir.
-¿Tienes miedo?
-¡Qué bobada! ¿Y tú?
-Yo voy a acercarme hasta allí –dijo Proska.
-Tú te vas a quedar aquí, Walter. Yo iré.
-Entonces, iremos juntos.
Siegfried Lenz quiso publicar esta novela, con cierta inspiración autobiográfica, en 1952. Su editor la rechazó. Una historia sobre soldados alemanes que desertan o se plantean hacerlo no era adecuada para el momento que estaban viviendo en Alemania. Justo al término de la Segunda Guerra Mundial (marco temporal de la novela) tal vez hubiera funcionado, pero luego esa visión ya no interesaba. Por eso el libro permaneció décadas en el olvido, hasta que lo publicaron en 2016 por primera vez, con el autor muerto dos años antes.
El desertor refleja perfectamente esas líneas borrosas de la guerra: el absurdo, las órdenes de los altos mandos que nadie discute pero nadie entiende, la solidaridad, la locura, el sinsentido, la paranoia, la falta de esperanza… Walter Proska, el protagonista que forma parte de una unidad de la Wehrmacht, acaba abandonando a los suyos para unirse a las tropas rusas, donde descubrirá que todo es la misma mierda, que tanto en uno como en otro bando lo que impera es el absurdo, la crueldad, la certeza de que unos y otros se deshacen de todos los que no os cuadran (palabras de Proska a un coronel, a quien le reprocha: La gente deja de presentarse en su puesto de trabajo de la noche a la mañana, sin que nadie sepa a ciencia cierta lo que les ha pasado. ¿Se puede saber qué hacéis con ellos?). Ya ha terminado la guerra, pero el sinsentido y las desapariciones, aunque sean en el lado ruso, continúan sucediéndose, algo que acaba reflejándose en el amargor del protagonista. Debemos celebrar que por fin se publique este libro, aunque Lenz no pudiera verlo. Aquí va uno de sus mejores pasajes:
De repente, a un tiempo, a todos les invadió una especie de cansancio espeso, como si les hubiesen metido algún tipo de líquido viscoso en los huesos. A nadie le emocionaba ya la perspectiva de contemplar al gordo tragando fuego. En aquel momento, les daba lo mismo que se hubiera desperdiciado para nada una cantidad considerable de aguardiente. No les preocupaba en absoluto, en contra de lo habitual, no haberle extraído rendimiento alguno. Se quedaron en silencio, casi pensativos, y el ademán retador desapareció por completo de sus caras. Sus rostros revelaban que todos y cada uno de ellos estaban padeciendo una enfermedad que no resultaba menos dolorosa por ser colectiva e invisible, una enfermedad indefinible que fue creciendo y extendiéndose por encima de sus voluntades y que los llevaba a la conclusión de que cada estridente lamento, cada palabra superflua, cada maldita fórmula protocolaria eran extremadamente ridículas, y de que, dadas las circunstancias, lo mejor que podían hacer era mantenerse en silencio, disfrutar de aquella fatiga y entregarse sin titubeos a la imperturbabilidad sin límites del paisaje en el que habitaban. Esa extraña dolencia constituía una variante de la añoranza del vacío, una macabra nostalgia que hacía surgir en sus corazones el anhelo de zambullirse en las lejanas y cenagosas aguas del olvido, de no querer existir nunca más. Aquellos hombres sentían un tedio pesado, la cordura altanera que precede a la muerte.
[Impedimenta. Traducción de Consuelo Rubio Alcover]
viernes, noviembre 10, 2017
David Lynch por David Lynch [Chris Rodley, editor]
Fue más o menos entre finales de los 90 y principios del 2000 cuando salió esta magnífica colección en Alba Editorial: libros de conversaciones con artistas del calibre de David Lynch, Brian De Palma, Martin Scorsese, William Burroughs o David Cronenberg. Entonces compré sólo uno de ellos, el de Tim Burton, pensando que, en breve y como habían hecho en Estados Unidos, los reeditarían en edición ampliada. Mi equivocación fue mayúscula porque, desde entonces, sólo han reeditado en edición ampliada el de Burton. Supongo que los otros autores no interesaron tanto a los lectores. Así que me he pasado años en busca de estos libros, los títulos que me interesaban: agotados, descatalogados y casi imposibles de encontrar. El de David Lynch era el último que me faltaba y por fin lo he conseguido en una librería de saldo de Madrid, que lo vendía a sólo 10 euros (otros libreros lo ofrecen por 40 o 50 pavos). Para quien quiera leerlo, que no se preocupe demasiado porque lo han reeditado en la editorial argentina El Cuenco de Plata (con el título acortado: Lynch por Lynch; y creo que con otra traducción), y es de suponer que un día de éstos llegue a España.
Como imaginarán los fans de Lynch, entre los que por supuesto me cuento, en estas entrevistas desvela unos cuantos datos jugosos, algunos de los cuales ya anticipaban las líneas por las que se iba a mover la continuación de su serie Twin Peaks. Lo malo es que esta edición sólo abarca hasta Carretera perdida, lo que deja fuera obras mayúsculas como Mulholland Drive, Una historia verdadera o esta tercera temporada de Twin Peaks, además de sus nuevos cortos, los documentales en torno a su obra, etcétera. Lo que copio a continuación no son respuestas completas, sino pedazos, fragmentos cogidos de aquí y de allá, que me han llamado la atención y que servirán de pistas para quien quiera leerlo, ya consiga la copia española o la argentina:
Cuando hablas sobre algo, a no ser que seas un poeta, las cosas grandes se empequeñecen.
O, en el caso de los críticos, en cuanto dices algo ellos dicen: "Ah, sí, eso ya lo sabía". Pero había que decirlo para que fuera real. Además, decir lo que es algo lo limita. Se convierte en eso y nada más que eso. Y a mí me gustan las cosas que son algo más. Pasa igual con los autores muertos: lees su libro y él ya no está y no puedes hacerle preguntas y, aun así, tú sacas toneladas de cosas de él. Da igual lo que pensara. Sería interesante, pero no importa. Lo que yo pueda decirte sobre las intenciones de mis películas es irrelevante.
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El dormitorio principal medía ocho por ocho y toda la casa me costó 3.500 dólares. ¡TODA LA CASA! ¡Así que ya puedes imaginarte en qué clase de barrio estaba!
La zona tenía un gran ambiente: fábricas, humo, vías de tren, bares, los personajes más extraños y las noches más oscuras. La gente llevaba historias grabadas en sus caras y vi imágenes imborrables: cortinas de plástico sujetas con tiritas, ventanas rotas tapadas con trapos viejos. Una niña rogando a su padre que volviera a casa y él sentado en el bordillo de la acera; unos tíos sacando a otro de un coche en marcha. Toda clase de escenas.
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Bueno, el cine en realidad es voyeurismo. Te sientas en la seguridad de la sala, y la visión es algo tan poderoso… Queremos ver cosas secretas, realmente queremos verlas. Cosas nuevas. ¡Nos vuelven locos, como sabes! Y cuanto más nuevas y secretas sean, más queremos verlas.
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[Preguntado acerca de la "corrección política"]: Te diré lo que significa: ¡es casi una trama maligna, satánica! Es algo diabólico. Es esa manera falsa de no ofender a nadie. Ser políticamente correcto es como ser tibio, y permanecer en ese extraño rinconcito desde el que no se puede ofender. Es como esconderse.
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Es difícil contar la verdad sin ofender a alguien. ¿Y quién sabe la verdad? Sólo recordamos lo que queremos recordar. Es difícil llegar a la verdad.
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[Acerca de su "estallido de creatividad" en torno a 1990]: ¡Fue un estallido de destino! Siempre estaba haciendo montones de cosas, o estaba preparado para trabajar. Pero, a veces, el destino no abre la puerta, ya sabes. El semáforo está en rojo. Pero, en cuanto te dan la oportunidad de hacer algo, y luego algo más y luego más, lo haces. Aunque te diriges hacia la gran caída. Todo el mundo llega a ese punto en el que las cosas empiezan a darte la espalda.
[Alba Editorial. Traducción de Manu Berástegui y Javier Lago]
lunes, noviembre 06, 2017
Manual de exilio, de Velibor Čolić
Soy soldado. Sé distinguir el olor de un cadáver humano de todos los demás olores, sé que la peor herida es la herida en el abdomen y que todos los muertos tienen el rostro sereno y cerúleo de quien se marcha. No llevo casco en las trincheras. No dejo de temblar, vomito a escondidas, le escribo epitafios a mi país y llevo una bandera bosnia en la manga de la camisa. Mis compañeros dicen: «Qué buen croata, mira, está a favor de Bosnia...». Soy soldado. Por la noche me emborracho y canto con mis compañeros bellas baladas tristes mientras sueño con convertirme en otra cosa, sea cual sea: una hormiga, un árbol, un pájaro, una serpiente. Sueño que ya no soy un hombre. En vano. Soy soldado. Tengo mi Kaláshnikov, mi cuerpo inútil, un libro de Emily Dickinson y una oración de San Agustín, copiada cuidadosamente en letras mayúsculas en mi diario de guerra.
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No entiendo nada pero estoy impaciente por descubrir frases de verdad. Para traducir por fin, con mis propias manos, mi largo poema en prosa, surrealista pero narrativo, de género revolucionario y lúcido titulado Mi alma es un lobo solitario que muerde los neumáticos de vuestros coches de lujo.
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Para escribir después de una guerra, hay que creer en la literatura.
Creer que la escritura puede volver a accionar mecanismos que se han apartado al recurrir a las armas.
Que puede devolver el horror, incomprensible e inexplicable, a la medida humana.
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¿Cuántos miedos, cuántos años malos y difíciles, cuántos inviernos helados, cuántas andanzas me quedan aún por vivir?
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Soy una mancha molesta y sucia, una bofetada en el rostro de la humanidad, soy un inmigrante.
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Más que nunca, me hallo perdido en una Europa ciega, indiferente al destino de los nuevos apátridas. Mis sueños de capitalismo y de mundo libre, de viajes y de ciudades de las artes y las letras se han convertido en pañuelos de papel usados, útiles durante un breve instante, pero molestos después de utilizarlos. Nada más que cenizas. He cambiado el fin del comunismo por el crepúsculo del capitalismo.
[Editorial Periférica. Traducción de Laura Salas Rodríguez]
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