El viajero, el visitante y el turista que pasan por Zamora coinciden, luego, cuando les preguntan en el periódico o ellos mismos lo escriben en sus cuadernos de bitácora digitales, en que se trata de una ciudad bella, limpia y tranquila. No todos encajan los mismos adjetivos, pero sí se ponen de acuerdo en esas tres virtudes: la belleza de sus calles, monumentos y paisajes; la limpieza y el orden de sus recovecos y de sus suelos; la tranquilidad y el sosiego, que confluyen en una apacible sensación de bienestar. Hoy quisiera centrarme en esa idea de la limpieza, no porque lo digan los viajeros y los turistas cuando ya se marchan, de regreso a sus lugares de origen, sino porque uno sólo advierte estos síntomas (que la ciudad está, sí, limpia) cuando lleva una temporada viviendo fuera de su tierra.
Aunque en algunas zonas resulta difícil toparse con papeleras (hagan la prueba), en conjunto se trata de una ciudad limpia, y se puede pasear por ella sin que los pies tropiecen de continuo con esa hojarasca urbana de periódicos gratuitos y abandonados, con miles de folletos publicitarios y carteles que alguien ha arrancado de los muros, con montones de excrementos caninos, con colchones que hieden y muebles desportillados que parecen los restos de un naufragio de secano, con cachivaches que la gente abandona junto a las farolas y a los árboles, sin preocuparse de introducirlos en los contenedores o de guardarlos en bolsas, con un aquelarre de botellas rotas y vomitonas, con envoltorios y plásticos que empuja el viento, con zapatos agujereados que algún tipo dejó en su camino al infierno. Lo crean o no, estas son las huellas sucias que uno va encontrando por Madrid, cuando camina por ahí, por el laberinto de sus calles. Y ni siquiera estoy hablando de los barrios de la periferia, de los márgenes de la urbe donde duerme la mayoría de los proscritos y se levantan con esfuerzo las chabolas. Me refiero al centro. Un tío (o una tía) va andando, con un perrazo gigante sujeto a la correa, y cruza de una acera a otra, y su mascota se detiene, defeca, planta un cagajón de elefante, el dueño lo observa y se va sin recogerlo. Antaño esto nos parecía normal en las ciudades. Hoy, ese hábito ha cambiado y en las ciudades pequeñas nos hemos acostumbrado a recoger la mierda; por eso mismo resulta raro ir por las calles madrileñas saltándose los montoncitos de excrementos, como si uno estuviera inmerso en una carrera de obstáculos. Otros sí los limpian, pero deben ser los menos. Siempre que me topo con un camión de “Madrid limpio es capital” me echo a reír. Los imagino luchando por acabar con una suciedad que crece como un monstruo. Zamora es una ciudad limpia, donde la suciedad y el escombro procuran mantenerse a raya. Siempre hay, por supuesto, excepciones: los cabestros que vuelcan los contenedores, los desesperados que roban la mitad de la ropa de su interior y se dejan la otra mitad en el suelo, los mamelucos que estampan botellas contra las paredes, etcétera. Esto cuesta una pasta al Ayuntamiento, pero merece la pena gastarse el dinero para que la ciudad reluzca (olvidemos el granito de Santa Clara, tan proclive a ensuciarse).
Otra de las nuevas luchas de Madrid será la de aniquilar los neones que han convertido a la capital en una ciudad-anuncio. Pero aquí no sé qué pensar. El Doctor Jekyll y el Mr. Hyde que todos llevamos dentro luchan ahora en mi interior: Jekyll me dice que Madrid no debe parecerse a Las Vegas y Hyde me comenta que esos neones son ya una seña de identidad. En mi tierra natal tampoco existe esa contaminación lumínica, de modo que no hay que preocuparse.