Encontré, en el suplemento semanal de un periódico, un reportaje interesante sobre los trastornos obsesivos compulsivos, derivados de las manías y las obsesiones. Una de cada tres personas está atrapada por una obsesión. Si el tic se vuelve enfermizo y llega a afectar a la salud, entonces estamos en el trastorno obsesivo de marras. Cito algunos ejemplos, casi al pie de la letra: comprobar una y otra vez si hemos apagado el gas, registrar el contenido de cada maleta antes de emprender un viaje largo, sumar los números de las matrículas de los coches (esta la padecí en la infancia, y puedo asegurar que es una tortura; ignoro cómo me curé). Hay más, y el lector los entenderá mejor con ejemplos cinematográficos.
En “Mejor… imposible”, su protagonista se lavaba cuarenta veces al día las manos, evitaba pisar las líneas del embaldosado de las aceras y de los dibujos del suelo, lo cual convertía sus caminatas en ejercicios dignos de un bailarín ebrio, pero también usaba cubiertos de plástico para no comer en los restaurantes con los tenedores y cucharas que otros habían tocado e introducido en sus bocas; la película, que abarcaba más comportamientos obsesivos, es un catálogo muy aproximado de casi todos los tipos de trastorno. En “El aviador”, el personaje principal utilizaba pañuelos para tocar los objetos y, sobre todo, los pomos de las puertas, evitando siempre darle la mano a alguien o beber en los recipientes de los que otros habían bebido, por temor a contagiarse de enfermedades. Basten estos dos ejemplos para ilustrar por dónde van los tiros. Las manías no presentan ningún problema salvo que atenten contra nuestra salud. Entonces requerirían de cura. Lo mejor, leído ese reportaje, es hacer un poco de auto-análisis. No hay mejor manera para saber conocerse e incluso para reírse de uno mismo. Así que haré un repaso por costumbres de maniático. Según el reportaje, los casos más frecuentes de “pensamientos recurrentes y actos repetitivos” son: mental, simétrico, higiénico, indeciso, sexual, coleccionista, etcétera.
Debo decir que mis manías, por ahora, jamás han afectado a mi salud. Quizá en el trato con las personas más allegadas a mi entorno, que en ocasiones me miran como a un marciano. De niño, ya digo, padecí la tortura de sumar las cifras de las matrículas. Otro de mis actos repetitivos es el relativo a la higiene. La de las manos, principalmente. En torno a la hora de comer puedo lavarme las manos con jabón unas tres o cuatro veces: unos segundos antes de sentarme a la mesa, después de terminar el primer plato, al acabar el postre y tras recoger la mesa. En los restaurantes suelo sufrir mucho, ya que es de mala educación levantarse tanto, y no estoy satisfecho hasta que por fin escapo a los lavabos y me doy agua y jabón. Pero la simétrica es aún peor. Sólo atañe a algunos objetos personales: los libros, las pantuflas, las películas, el entramado del ordenador. Cuando un obrero repara algo en casa, y pasa cerca de los libros, me desespero en silencio. En cuanto se ha ido, registro los ejemplares que rozó al pasar, y, si ha movido alguno un centímetro, lo devuelvo a su sitio. Casi a diario compruebo que los altavoces que flanquean al monitor estén colocados de forma simétrica respecto a la pantalla. Si alguien mueve el teclado, la alfombrilla del ratón o mis pantuflas puestas una al lado de otra, no descanso hasta retornarlas a su posición original. Una vez un amigo me movió la pantalla del ordenador y con rapidez la volví a colocar como estaba. “Qué maniático eres”, dijo. Nada malo, ya ven, pero puede ir a peor. Los maniáticos somos legión. Y ahora le invito a que se analice a sí mismo.