Esta tarde, a las siete, en un local sin nombre de Madrid, los poetas Nacho Escuín y David González ofrecen una lectura de poemas de sus nuevos libros: “Pop” y “Reza lo que sepas”, respectivamente. No conozco la obra de Escuín, pero sí la de David, y también lo conozco personalmente y lo celebro como escritor y amigo. Tras mantener correspondencia electrónica, y alguna conversación por teléfono (Marichu García y yo pudimos charlar con él, hace tiempo, en el programa cultural de Radio Zamora), el año pasado vino a la capital a presentar “La verdadera historia de los hombres”, una compilación de textos de escritoras de la que hablé entonces. La sala donde lo presentó estaba justo en la calle en la que vivo. Una de esas alegres coincidencias. Más tarde se volatilizó, desapareció de las tertulias, de las lecturas, de las presentaciones, del circo literario. Ignoro, porque no lo aclaraba en el correo electrónico que envió a las amistades, si huía de sí mismo o de alguien o de algo. No importa. Lo que importa es que ha vuelto a la carga, con más furia y menos piedad, saltando limpiamente por encima de las cabezas de sus enemigos, cuyo número aumenta a medida que él crece como poeta y como persona (y a medida que publica, pues las envidias ajenas comienzan sólo cuando uno deja de ser inédito). Aún no sé si podré acudir esta tarde al evento. Por eso prefiero hablar ya, ahora, de su nuevo libro.
En la quinta página de “Reza lo que sepas” me estampó la dedicatoria, que agradezco y que incluye la frase “con el deseo de que nunca tenga que rezar lo que sepa”. Es un libro en cuyas páginas se van alternando los poemas, las citas, los relatos, las notas, los dibujos (de Miguel Ángel Martín y Mik Baró). Una especie, o esa es mi impresión, de trayecto por el lado oscuro y menos complaciente del propio David, un análisis de sí mismo, de su identidad y sus raíces, un autorretrato en varios episodios, como si se mirase al espejo para ahondar en su interior (“La cara es el espejismo del alma”, escribe al principio), y lo que viera fuese un compendio de pecados, dolor, egoísmo. Algunos temas son comunes a su obra: la presencia hosca del padre, su sombra en muchos rincones de la biografía; el paso por la cárcel y los “palos” previos; la tragedia de cada vida, que concluye con la muerte pero, antes de llegar a ella, soporta el sufrimiento; la supervivencia física y moral; la relación con las mujeres. En la última parte conjuga la poesía con el estudio o ensayo de otros poetas, menos conocidos y siempre valientes, y que en todo caso conforman una parte de los héroes literarios y cotidianos del autor: Carl Sandburg, Vachel Lindsay…
En cada obra David González demuestra coraje, se arroja por precipicios nada complacientes, en saltos mortales y sin red, como un suicida o un corsario que, en lugar de tener incrustada una espada entre los dientes, llevase una navaja (la cheira de Albacete que utiliza en el intento de atraco del relato “Detrás de la iglesia”). “Reza lo que sepas” no es una excepción, va más allá, hasta el punto de que uno se sobrecoge ante tanto dolor, tanta miseria, tanta angustia, tantas tensiones: la brutal paliza que recibe en prisión (“Iba a morir, pensé, y no había a mi lado nadie que me amara”), los amigos y ex novias que dieron con sus huesos en el abismo de la toxicomanía (“Se suicidó hace unos meses, de una sobredosis en casa de su camello, a la edad de treinta y nueve años”), la violenta relación con su padre (de huella bukowskiana, pero no por ello menos realista). De elegir una palabra para definir esta obra, así se lo dije a David, escogería letal. Un libro letal. No apto para lectores de Gala.