Ya dijimos que en España entusiasman las efemérides y los aniversarios. Por ejemplo, dentro de doce meses en los medios de comunicación volverán a hablar de la muerte de Rocío Jurado (“Se cumple un año desde la desaparición de la artista”, etcétera), y harán lo mismo cinco años después, diez años después, quince años después, veinte años después, y así hasta que nos aburramos, aunque a mí el tema ya me agota y no ha pasado ni un mes. Entre estas efemérides encuentro ahora que han transcurrido sesenta años desde que Camilo José Cela, entonces alto y flaco, se colgara la mochila al hombro y recorriese a pie la Alcarria, para posteriormente parir un libro bellísimo y refrescante, de esos que nos encantan a quienes no tenemos la fortuna de viajar demasiado: “Viaje a la Alcarria”. Si no lo han leído, no sé a qué esperan.
Por este motivo la Fundación Cela ha preparado varias actividades, a saber: un viaje virtual por esa región, con lo cual cada día uno puede leerse en su web algunos fragmentos y ver las fotografías, y comprobar los horarios que el escritor viajero o el viajero escritor iba cumpliendo; una exposición con fondos de Iria Flavia; un recorrido real por aquellos parajes, señalizados como “Ruta del viaje a la Alcarria”; un número de la revista “El Extramundi” dedicado al libro; la proyección, en la sede de Iria Flavia, de la película para Televisión Española que realizara Antonio Giménez-Rico en los setenta; el obsequio de un ejemplar del libro a quienes acudan a la proyección. No sé si me dejo algún acto en el tintero, pero los que he nombrado bastarían para conmemorar esta obra como se merece. Aunque, más que la conmemoración, lo que me atrae o convence de este programa es que, así, se impide que la obra corra el riesgo de caer en el olvido (a no ser que el aniversario conduzca al exceso, como con el Quijote). Porque hoy Cela corre ese riesgo, a pesar de los ensayos, los estudios, las reediciones de sus textos: las nuevas generaciones no leen al autor de “Mazurca para dos muertos”, salvo que lo manden en clase, y entonces se convierte en “un rollo”. Su obra no debería leerse por prescripción facultativa, sino libre y voluntariamente y sabiendo escoger los libros que a uno pueden gustarle. A mí se me atragantó “La familia de Pascual Duarte” porque me obligaron a leerlo para un examen y porque el asesinato de la perra me dejó muy mal cuerpo; tanto o más que la muerte de la madre de Bambi.
Yo me quedo con “Mazurca…” y “Viaje…”, pero también con “La colmena”, “Pabellón de reposo”, “Madera de boj” y “La insólita y gloriosa hazaña del cipote de Archidona”, que me procuró el placer de la carcajada. Y no olvido los artículos recogidos en “El color de la mañana”, de los que se aprende mucho merced al estilo, el lenguaje y el dominio del idioma del escritor. Uno es lector de libros de artículos, y por esa razón cada mañana, antes de acometer la columna, se desayuna con varias tazas de té hirviendo y dos o tres artículos de algún libro de ese género: ahora estoy con uno de Francisco Umbral, “Los placeres y los días”, que me costó pesquisas y sudores encontrarlo. Hoy pocos lectores jóvenes siguen a Cela y a Umbral. Cuando les pregunto por qué motivo no los leen, me sueltan: “Son escritores que me caen mal”. Ya, oiga, no lo niego, no lo dudo, pero le he aconsejado que lea sus obras, no que salga con ellos de copas (aunque ahora no puedo decirlo de Cela, q.e.p.d.). No debemos confundir la obra y el personaje. Hace años que busco “Nuevo viaje a la Alcarria” y no pierdo la fe: algún día, sospecho, hallaré un ejemplar. Sigo buscando. Se puede bajar del eMule, pero no es lo mismo. Lo quiero en papel y en mi biblioteca.