Por fin se ha traducido un libro de Ben Marcus en España y no sé por qué no hay más gente leyéndolo y comentándolo. Muchos supimos de este autor al leer Magistral, donde Rubén Martín Giráldez lo citaba a menudo. Esperemos que esta novela sea el primer paso para la difusión de su obra en este país. El alfabeto de fuego es uno de esos libros raros y fascinantes y de una calidad superior que, por lo general, suelen publicarse en Pálido Fuego y en Sexto Piso: libros postmodernos, con un interés exhaustivo en el poder del lenguaje, con una exigencia en la prosa que deben dejar molidos a sus autores y no digamos a sus traductores.
El alfabeto de fuego nos presenta un escenario apocalíptico en el que el lenguaje, del que William Burroughs decía que era un virus, efectivamente se ha convertido en ese virus. Quienes primero contagian sus males son los niños: cuando los niños hablan, los adultos van enfermando, deteriorándose, consumiéndose, como si los hubieran bañado en ceniza y sus caras y sus cabezas se fueran erosionando. Alberto Gordo lo cuenta muy bien en su prólogo: Después de eso ya solo queda la muerte. Reducción facial, letargia, una anomalía en la lengua que obstaculiza el habla, ejércitos de moribundos, de seres humanos como zombis a la espera de un fin inevitablemente indigno. Los adultos, aunque no todos, se alejan de los niños, de sus hijos y de sus nietos. La gente deja de hablar, el lenguaje se va perdiendo, las facciones se van quedando tiesas, rígidas, al no ejercitar el habla. El lenguaje, que el hombre ha maltratado y que ha utilizado como un arma para denigrar a los demás, se pierde (Habíamos traficado con un lenguaje inexacto que debía ser objeto de una nueva traducción, apunta el narrador), se convierte por fin en algo tóxico, que afecta y extermina. En ese caos, el protagonista, Samuel, trata de encontrar un lenguaje nuevo que permita a los seres humanos empezar de nuevo.
No quiero desvelar mucho más. Prefiero que el lector vaya encontrándose con las sorpresas de esta novela, que le debe mucho a Samuel Beckett tanto en el interés por el lenguaje como en los guiños que encontramos en los nombres de algunos personajes. El alfabeto de fuego, me parece a mí, se erige también como una hábil metáfora sobre el poder del lenguaje, que une pero también nos destruye si lo usamos mal o si lo usamos de manera dañina y perversa: el lenguaje con un alto nivel de toxicidad.
Imagino que Milo J. Krmpotić habrá sufrido traduciendo la prosa de Marcus y sus juegos de palabras: a mí me parece que ha hecho un trabajo fabuloso, así que su esfuerzo ha valido mucho la pena. Es uno de los libros del año, no lo duden. Aquí van unos fragmentos:
En las ciudades, en los pueblos, en los depósitos rurales, a lo largo de la cornisa que iba a morir a las afueras de Rochester, y en el campo central más allá del cenagal que algunos aún conocían como el Monasterio, había numerosos grupos de niños en cuarentena que se estaban agrupando y adueñando de los barrios, los prados, los bosques y cualquier otro lugar susceptible de verse mínimamente cercado por una empalizada.
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Debíamos temer la debilidad no en nosotros mismos, donde más bien debía ser celebrada, sino en los demás. O quizá no temerla, pero sí desconfiar de ella. Tendemos a creer en los problemas ajenos con demasiada facilidad, erigimos un engranaje de solidaridad. Busca en el relato las necesidades de su narrador, se nos advertía. No compartas tu historia al completo, se nos seguía aconsejando.
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Murphy no dejaba de perorar sobre el alfabeto de fuego, como si hubiera estado junto a nosotros en la cabaña. El nombre a modo de sombra engañosa. Un mundo donde nada era señalado por la más precisa de sus designaciones. Habíamos traficado con un lenguaje inexacto que debía ser objeto de una nueva traducción. O ni siquiera debíamos traducirlo. Más bien teníamos que destruirlo. Reconstruirlo. Había que reclamar un nuevo código, una nueva escritura, una forma de transmitir mensajes que evitara el alfabeto tóxico, el habla químicamente contaminada que usábamos en ese momento.
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El trabajo más memorable de LeBov, al final, versó sobre el problema del lenguaje, siendo la palabra "problema", en su opinión, un eufemismo. Durante la mayor parte de su trayectoria profesional sostuvo que el lenguaje debía ser entendido, más allá de su "utilidad marginal" como tecnología comunicativa –"¿podemos afirmar honestamente que funcione?"–, a modo de impureza.
Resulta que el lenguaje es una toxina que se nos da muy bien producir, pero que no absorbemos de igual manera, dijo LeBov. Según él, a lo largo de nuestra vida no podíamos contar con procesar una cantidad muy grande del mismo.
Como respuesta a sus detractores, LeBov preguntó qué nos había sugerido alguna vez que el lenguaje no fuera tóxico.
-Invirtamos los términos y asumamos que el lenguaje, como casi todas las cosas, resulta venenoso si se consume en exceso. Antes que nada, ¿por qué no atacamos el disparate que condujo a un uso tan generalizado de algo tan intenso, tan duro como el lenguaje?
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Esa gente, cuyo mundo se había visto súbitamente sellado por una enfermedad ligada al lenguaje, que se había visto obligada a suspender cualquier comunicación con sus seres queridos, sus amigos, los extraños, y que ahora esperaba pacientemente ahí fuera, con la esperanza de que aquí dentro estuviéramos elaborando algún tipo de respuesta… ¿qué se dirían los unos a los otros en caso de que de repente se les entregara un lenguaje que funcionara de nuevo?
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Si escondíamos el texto demasiado, no podía ser visto. Si lo revelábamos para que fuera percibido, nos quemaba la mente. Tanto daba. Enfrentarse a la escritura significaba sufrir.
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La ausencia de habla, la falta de un lenguaje que nos conformara como personas completas, nos había transformado en una especie de ganado emotivo. Quizá una estridente vida interior producía notas devastadoras en nuestro fuero interno pero, sin una herramienta que permitiera extraerla, sin un lenguaje que fisgara en ella y la liberara y la hiciera pública, aunque fisgara en ella y la liberara y la hiciera pública, aunque fuera una estupidez, uno sentía que la conciencia entera, como empresa, se hallaba de repente a la deriva. Sin una forma de decir las cosas, no había motivo para pensarlas siquiera.
Nuestras caras, sin el ejercicio del habla, se habían atrofiado y se habían convertido en máscaras flácidas, porcinas.
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Él hizo una pausa, lo consideró unos instantes.
-Bueno, eso también lo he conseguido. Lo he conseguido ahora mismo, con una parte de mis trabajadores, y lo estoy disfrutando bastante. Hago que no crean en nada. Y luego, con la gente como tu esposa, hago que crean lo que necesito, que es algo más que nada. Tampoco es tan impactante. ¿Hay algo más básico que hacer que la gente crea en algo? Hacer que la gente crea en algo es una estrategia elemental de control. Ni siquiera requiere de una habilidad especial. Deberías intentarlo.
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Creamos el lenguaje a nuestra imagen y semejanza y el lenguaje nos provoca repulsión.
[Catedral. Traducción de Milo J. Krmpotić]