Voy a menudo a la oficina de Correos más próxima a casa. Cuando pretendo enviar una carta o un paquete como “Urgente”, siempre me persuaden para que también lo envíe como “Certificado”. La explicación que suelen darme es que con “Urgente”, sí, llega muy rápido, al día siguiente o quizá dos días después, pero no me aseguran que llegue a su destino. Siempre añaden que, si se extravía por el camino, ellos no asumen la culpa. Me parece lógico. Entonces cambias y decides apartar de ti la idea de “Urgente” y rellenar una de esas fichas de “Certificado”. De esa manera aseguras que el paquete alcanzará su destino y, si no lo hace, tienes un recibo donde demostrar que habías mandado un paquete y por el que habías desembolsado más dinero de lo habitual. Lo malo es que tarda el triple en llegar a manos del destinatario. Mandé una carta certificada a Barcelona y tardó casi una semana (incluyo el festivo). Tanto por una modalidad de envío como por la otra te soplan una pasta. La semana pasada envié una carta que contenía un libro (muy delgado) y me cobraron casi cinco euros. Y tardó cuatro o cinco días en llegar a su destino. Si hubiera añadido la urgencia, el total me habría salido por unos ocho euros, calculo.
Me parece muy caro, y eso es a lo que quería llegar para contarles lo siguiente. Porque me pregunté cuánta pasta iban a gastar dos personas que estaban ante el mostrador de Envíos cuando, hace unos días, entré en la oficina de Correos. Se trataba de dos chinos, hombre y mujer, que rellenaban fichas de certificado, una tras otra, una tras otra. Todo los que estábamos en la sala, aguardando nuestro turno con el papelito en la mano, como si estuviéramos en la carnicería, mirábamos un poco asombrados. Detrás de los chinos había varias cajas, listas para ser enviadas por Correos. Conté las cajas. Unas veinte. Quizá alguna más, porque una columna me impedía la visión completa. No eran de tamaño caja de zapatos, no. Eran como esas cajas descomunales que a veces utilizamos en las mudanzas, esas cajas que sólo pueden trasladarse entre dos personas porque los brazos de un solo tipo no bastan para abarcarlas. El chino rellenaba cada ficha, levantaba la caja para entregarla en el mostrador y allí se la pesaban, comprobando que los datos eran correctos y poniéndole los correspondientes sellos y pegatinas. Me pregunté cuántas horas llevaría dedicado a esa tarea. Llevar las cajas a un camión, cargarlas en la parte trasera, conducir el camión, desembarcar con todo el equipaje y meterlo en la oficina de Correos, aguardar el turno, rellenar las veinte fichas, levantar cada caja y ponerla en el mostrador. Me pareció que la mujer que le atendía mostraba cierta resignación en la cara. Supongo que, al ver las veinte cajas enormes, pensaría: “Madre de Dios, la que se me viene encima”. Traté de imaginar qué había dentro, por qué alguien querría enviar por correo certificado veinte cajas de un montón de kilos cada una. E intenté calcular la pasta que tendrían que desembolsar los chinos por el peso, el volumen y el certificado. Demasiada.
Los chinos hacen cosas muy raras. ¿No saldría más barato, pensé, alquilar una camioneta o pagar a alguien para que las llevara en un camión a su destino? Quizá las mandaban a China. Pero en cada caja podía leerse “Made in China”. Tal vez las enviaban de vuelta. Quizá era ropa que no habían vendido. ¿No saldría más económico meterlas en un barco o en un avión? ¿Merece la pena gastarse tanto dinero en enviar esos paquetes? ¿No sería más barato entregar su contenido al fuego? ¿Qué habría dentro de las cajas? Como dice Millás, todo son preguntas.