No resulta fácil dirigir una película perfecta partiendo de un libro perfecto. Una de las premisas fundamentales en una adaptación es que puedes cambiar algunos pasajes, eliminar personajes superfluos o menos importantes y darle otra estructura porque el cine es un lenguaje muy diferente de la literatura, pero, en cualquier caso, jamás debes traicionar el espíritu del original. Y todo esto lo saben Joel y Ethan Coen, los encargados de convertir en imágenes la gran novela de Cormac McCarthy, “No es país para viejos”. Con este filme han vuelto a lo que mejor saben hacer: el estudio de la violencia, del azar, del desencanto, del misterio. “Crueldad intolerable” no estuvo mal, es una comedia que funciona. Pero “The Ladykillers” fue un remake fallido porque estaba muy por debajo del original, esa delicia en blanco y negro que un cinéfilo no se cansa de ver y que conocimos en España como “El quinteto de la muerte”.
Con su nueva y contundente película, los Coen Brothers vuelven a ese territorio violento y paranoico en el que la muerte siempre está agazapada en la esquina menos imaginable. Han regresado a lo grande, a los viejos tiempos: “Sangre fácil”, “Fargo”, “El gran Lebowski”… Y, de nuevo, con un reparto impecable de actores a los que ellos saben sacar más jugo: Javier Bardem, Tommy Lee Jones, Josh Brolin y Woody Harrelson brillan en el filme, pero destaca entre ellos Bardem, que convierte a su personaje, Anton Chigurh, en un huracán, un psicópata de careto cerúleo y peinado ridículo que mete miedo con la mirada. En el libro, Chigurh simboliza a un espectro. Simboliza el Mal, la Muerte que irrumpe en la vida cuando uno menos se lo espera y entonces uno trata de buscar un sentido a su aparición inesperada. El sheriff Bell (Lee Jones) es la conciencia del hombre antiguo, del tipo que empieza a envejecer mientras su país se va al retrete por culpa de la violencia y el caos, del individuo que no se adapta y añora el pasado y ya no encuentra un hueco para él ni un sentido para cuanto sucede a su alrededor, explicado en esas malas noticias que trae a diario el periódico. Al personaje de Moss (Brolin) lo explica bien otro de los personajes, tanto en la novela como en el filme: es un tipo que ha hecho algo que le viene grande, que se ha metido en la boca del lobo por ambición y no sabe salir del atolladero. Wells (Harrelson) es el clásico bocazas; representa a quien habla y alardea mucho, pero consigue poco.
No es nada fácil adaptar la poesía crepuscular, llena de caos, paisajes y locura, de los libros de McCarthy. Pero los Coen lo han logrado, aunque han tenido que prescindir de los monólogos interiores de Bell, cuya amargura Jones es capaz de traducir mediante su mirada rota y su desencanto. Aunque dos de los pasajes más importantes del libro sean convertidos en sendas elipsis. Pero esas elipsis, al contrario de lo que podríamos pensar, suponen un acierto y un riesgo. Los Coen ocultan la muerte de algunos personajes mediante esas elipsis y, en alguna ocasión, con asesinatos que suceden fuera de plano. El equilibro logrado es magistral. Otro de los aciertos es la ausencia de música. No hay banda sonora: sólo suena un tema instrumental en los créditos y en un par de escenas oímos la canción de una banda de mariachis o lo que suena por los altavoces de algún local. Es un acierto porque en la literatura de McCarthy predominan las pausas y los silencios. A menudo seguimos a personajes solitarios y a tipos que hablan poco. La falta de música logra aquí el mismo efecto. La dirección es magistral. Logran aunar suspense y reflexión. La adaptación de “No es país para viejos” es una obra que perdurará, un clásico absoluto.