Cuando entras en la casa de El merodeador, ya no puedes salir de ella. Mediante capítulos cortos, y precedidos de ilustraciones de Toño Benavides, esta novela breve refleja el universo interior de Vicente en aquel tiempo en que se fue a vivir a casonas de pueblo. Describe los fantasmas y las inquietudes de todo creador atrapado entre la soledad y su conciencia. Es por ello que, desde la primera línea de la novela, empieza a escuchar ruidos en la casa, pasos y arrastrar de pies, durante esas noches interminables en que lo carcome y envejece el insomnio. Pero el exterior también consume su alma: los ruidos cotidianos le impiden escribir, se distrae esperando al cartero, observa a un vagabundo en la calle e imagina su vida, escucha las historias de un hombre en la sala de espera del médico, sale a pasear como último intento de aligerar sus angustias.
Los títulos de cada capítulo incluyen una cita de los autores que acompañan al narrador en este viaje, y que han inspirado a Vicente M.: Pessoa, Kerouac, Pavese, Céline, Bernhard, Cervantes, Sartre... Y sí, hay algo de náusea, de vacío, de abismo en las tribulaciones interiores del protagonista. Pero que nadie se asuste: los desvelos también van acompañados de historias, y V. las cuenta muy bien, como es habitual en su trayectoria. Ese mendigo que duerme en la estación abandonada, los equívocos con una imprenta que llama por teléfono preguntando por unas tarjetas que él no ha encargado, el pasado en el que aparecen el padre y un delfín en la playa y la madre en la infancia, los malentendidos y crisis con la pareja, el suicidio del amigo. El narrador huye de la ciudad y se encuentra en el campo con una certeza: aquello que le devora es él mismo, sus obsesiones y su soledad.
Vicente Muñoz consigue, además, que los lectores (al menos yo lo he hecho) nos identifiquemos con algunas cosas de las que ocurren: las inquietudes cotidianas, el despertar en plena noche, la batalla que a menudo supone terminar un artículo para el periódico, la conciencia que nos roe por dentro. Por si fuera poco, jamás aburre al lector. Todo lo contrario, pues este desasosiego, este vaciamiento, se disfruta de principio a fin. El lector queda atrapado, ya lo he dicho, en esa casa donde se escuchan los pasos de un merodeador. El prólogo es de Ignacio Escuín.