Cuentan en “El otro Hollywood”, de Legs McNeil y Jennifer Osborne, la historia de un agente encubierto que yo desconocía. Esta anécdota real me ha recordado a otras historias relatadas en series de televisión y en películas, algunas de ellas de ficción y otras inspiradas en hechos reales. El asunto básico de todas es este: cuando un detective o un policía o un agente federal deben asumir otra identidad para camuflarse entre quienes están investigando, con el tiempo corren el riesgo de volverse locos o de cambiar de bando. El roce hace el cariño, dicen. Uno aprende a hablar como los criminales y los mafiosos, se viste como ellos y aprende a pensar igual que los tipos a los que intenta dar caza, e incluso llega a comprenderlos. Puede que antes de eso reciba una bala en el estómago durante un atraco fallido, como el Señor Naranja de “Reservoir Dogs”. En la jerga criminal suelen llamar “ratas” a los topos que se infiltran en una banda para ir dando soplos a la policía. “Tenemos una rata”, dicen.
En esa historia del libro de investigación “El otro Hollywood” hay dos agentes encubiertos del FBI: Bruce Ellavsky y Pat Livingston. Otro agente les entrenó para convertirse en pornógrafos. Su objetivo era descubrir las conexiones entre la pornografía y el crimen organizado en Estados Unidos. La tapadera fue una tienda de vaqueros. Pronto asumieron sus nuevas identidades: el primero se convirtió en Bruce Wakerly y el segundo en Pat Salamone. A partir de ahí Bruce y Pat se dedicaron a contactar con vendedores de material porno, a comprarles películas y revistas y a preparar un informe. Bruce Ellavsky nunca olvidó de qué lado estaba. Pero se distanció de Pat Livingston, que unos meses después estaba convencido de ser Pat Salamone, al que varias personas describieron “con pinta de chuloputas”. Empezó a tener delirios de grandeza, a creerse el papel. Ellavsky lo cuenta así: “Para poder ser agente encubierto tienes que tener una personalidad determinada, pero a la vez no has de perder nunca de vista que lo que has de hacer es actuar, no convertirte en otra persona. Pero durante aquella operación Pat empezó a convertirse en su personaje. En realidad, convertirse es mucho más sencillo, porque si te conviertes en el personaje no corres el riesgo de meter la pata”. A Pat Salamone se le fue un poco la pinza el día en que iba con uno de sus hijos en el coche. Aparcó frente a unos grandes almacenes. Salió del vehículo dejando dentro al crío, que dormía. Iba con su identidad de Salamone, el pornógrafo. Entró en los almacenes y, con una bolsa, empezó a hurtar ropa por valor de ciento cincuenta dólares. Un guarda de seguridad lo pilló mientras escondía las prendas. Cuando le pidieron sus documentos, en vez de confesar su verdadera identidad dijo que era Salamone. Por el robo fue al calabozo. Para salvarlo, sus jefes dijeron la verdad. Era un agente del FBI. La noticia se hizo pública, lo apartaron del caso y luego lo despidieron. Quisieron someterle a evaluación psiquiátrica. Pat Livingston no tuvo claro el porqué de su comportamiento. El personaje se le había subido a la cabeza.
Aquello desencadenó otras consecuencias: abortaron la investigación porque la gente supo de la operación encubierta; y el padre de Pat, al enterarse de la detención de su hijo, sufrió un ataque al corazón, falleciendo unos días después. En películas como “Donnie Brasco”, “A la caza”, “Training Day” o “Serpico” nos cuentan historias sobre infiltrados que acaban convertidos en sus personajes o no saben retroceder tras haber cruzado la línea. Son historias fascinantes. Y hay un requisito esencial: la operación sólo suelen conocerla dos o tres personas. Para evitar riesgos.