Provoca escalofríos saber hasta qué extremos pueden llegar las personas con tal de ponerse a salvo. Porque las personas no se diferencian tanto de los animales en ciertas cosas. Dicen que, cuando un lobo o un zorro están atrapados en un cepo, se dedican a roerse la pata para escapar de esa prisión temporal. Un animal atrapado acaba sintiendo el punzón del hambre. Y contra el hambre no hay dolor que valga. El zorro o el lobo muerden la carne y se libran y escapan no sólo del hambre, sino del hombre, que es una amenaza aún mucho peor porque suele ser infalible. Debemos preguntarnos qué es capaz, pues, de hacer una persona para evitar el hambre, la cárcel o la muerte. Si no recuerdo mal, Winston Smith, el protagonista de “1984” de George Orwell, delata a su amante bajo la amenaza de la tortura. La tortura es muy persuasiva. Tanto, que uno canta lo que ha hecho y lo que no ha hecho, e incluso lo que no está escrito.
Hace unos días leí el segundo tomo de “Relatos de Kolimá”, subtitulado “La orilla izquierda”. Su autor, Varlam Shalámov, sufrió años y años de condena en los gulags. La suya es una gesta inolvidable sobre la resistencia de los hombres que la Editorial Minúscula nos está sirviendo por entregas. En uno de estos relatos del segundo volumen, Shalámov, con su prosa cruda y sin afeites, nos cuenta la historia de Gólubev, quien ofrece un “sangriento sacrificio”. El cuento se titula “El trozo de carne”. Gólubev está destinado a una prisión de instrucción y ha conseguido uno de esos cargos que en jerga llaman de “guante blanco”: contable, médico, asistente, etcétera. Trabajos que no requieren esfuerzos físicos ni condiciones brutales. Gólubev teme los campos de trabajos forzados, a donde podrían destinarlo. En los campos, los reclusos afrontaban un ambiente durísimo que no excluía las heladas, el hambre, los piojos, las palizas y vejaciones de jefes, vigilantes y hampones, las continuas enfermedades y la imposibilidad de ausentarse un día del trabajo por muy derrotado o enfermo que estuviera el paciente. Hacia finales de cada año las comisiones se presentan en la prisión para desenmascarar a quienes, por enfermedad o por un trato especial, han obtenido uno de esos puestos privilegiados. Una vez descubiertos, los envían a las minas o a los campos de trabajo. Gólubev sabe que su nombre figura en la lista de la última comisión. Ha oído rumores. Por eso cuando los altos cargos aparecen y alguien le pide que se presente al encargado, el preso finge un ataque de apendicitis. Lo operan de inmediato y luego le enseñan el trozo de carne del título: su sacrificio.
El preso ha sido capaz de dejarse operar, de dejarse abrir sólo para que retrasen su partida. Al enviarlo al hospital, sabe que ha ganado tiempo. No se marcha. De momento, puede mantenerse alejado de la mina durante medio año o tal vez más. Los trabajos forzados suponían una muerte casi segura. Cuando Gólubev da con sus huesos en el hospital, encuentra allí a un hampón al que teme: un recluso que se dedica a asesinar a otros presos para pasarse el tiempo en hospitales y prisiones de instrucción. Los ahorca. Y Gólubev sospecha que él será el siguiente, el que está más a mano de la toalla con la que estrangula el hampón a sus víctimas. Quizá todo ha sido en vano, piensa. Y es en el hospital, tendido en el catre, donde empieza a comprender a esos presos que, convalecientes de sus operaciones, son capaces de abrirse las heridas que empezaban a cicatrizar, de quitarse los vendajes y echar porquería en esas heridas para que se infecten y así puedan evitar los penales y los campos. Eso les garantiza una estancia perpetua en el hospital. Están enfermos, pero a salvo.